Un giro decisivo (10 page)

Read Un giro decisivo Online

Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Montalbano, #Policial

BOOK: Un giro decisivo
13.86Mb size Format: txt, pdf, ePub

Significaría que la reagrupación familiar, como decía Riguccio, se había llevado a feliz término.

En el hospital de Montechiaro habló con el doctor Quarantino, un joven amable y cortés.

—Comisario, cuando el niño llegó aquí ya estaba muerto. Creo que murió en el acto. Fue un golpe extremadamente violento, hasta el punto de que le destrozó la espalda.

Montalbano se sintió envuelto por una especie de frío vendaval.

—¿Está insinuando que lo embistieron por detrás?

—Sin la menor duda. Tal vez el niño estaba en el borde de la carretera y el coche, que iba a mucha velocidad, derrapó —aventuró el doctor Quarantino.

—¿Sabe quién lo trasladó aquí?

—Sí, una de nuestras ambulancias. Nos llamaron los de tráfico.

—¿La policía de tráfico de Montechiaro?

—Sí.

Al final, decidió formular la pregunta que aún no había conseguido formular porque le faltaba el valor.

—¿El niño está aquí todavía?

—Sí, en el depósito de cadáveres.

—¿Podría... podría verlo?

—Por supuesto. Acompáñeme.

Recorrieron un pasillo, cogieron el ascensor, bajaron al sótano, se adentraron en otro pasillo mucho más lúgubre que el anterior y, finalmente, el médico se detuvo delante de una puerta.

—Está aquí.

Una pequeña y gélida sala iluminada por una pálida luz. Una mesita, dos sillas y una estantería metálica. Una de las paredes también era de metal. En realidad se trataba de una serie de pequeñas cámaras frigoríficas en forma de cajones. Quarantino abrió uno de ellos. El cuerpecito estaba cubierto por una sábana. El médico la levantó con cuidado y Montalbano vio unos ojos enormemente abiertos, los mismos con los que el pequeño le había suplicado en el muelle que lo dejara escapar. No cabía la menor duda.

—Es suficiente —dijo con una voz tan baja que parecía un soplo.

Por la mirada que le dirigió Quarantino, comprendió que algo había cambiado en su rostro.

—¿Lo conocía?

—Sí.

Quarantino volvió a cerrar el cajón.

—¿Podemos irnos?

—Sí.

Pero no consiguió moverse. Sus piernas se negaban a ponerse en marcha, eran dos pedazos de madera. A pesar del frío que reinaba en la estancia, notó que tenía la camisa empapada de sudor. Hizo un esfuerzo que le costó un mareo y, finalmente, empezó a caminar.

* * *

En la Policía de Tráfico le explicaron dónde había ocurrido el accidente: a cuatro kilómetros de Montechiaro, en la carretera ilegal y sin asfaltar que unía un pueblo ilegal ribereño llamado Spigonella con otro pueblo ribereño, también ilegal, llamado Tricase. Dicha carretera no seguía un trazado recto, sino que efectuaba largos rodeos a campo traviesa para acceder hasta otras casas ilegales habitadas por personas que, en lugar del aire del mar, preferían el de la colina. Un inspector llevó su amabilidad hasta el extremo de hacer un dibujo sumamente detallado del itinerario que el comisario debería seguir para llegar al lugar exacto.

La carretera no sólo no había sido asfaltada sino que se veía claramente que se trataba de un viejo sendero de mulas cuyos innumerables baches habían sido recubiertos parcialmente de cualquier manera. ¿Cómo era posible que un automóvil hubiera podido circular por allí a toda velocidad sin desarmarse? ¿Tal vez porque contaba con el apoyo de otro coche? Después de doblar una curva, el comisario comprendió que había llegado al lugar exacto. En la base de un montículo de grava que había al lado derecho del camino, alguien había colocado un ramillete de flores silvestres. Se detuvo y bajó para verlo mejor. El montículo estaba deformado, como si algo hubiera impactado fuertemente en él. La grava se veía salpicada por grandes manchas de sangre seca. Desde allí no se veía ningún edificio, sólo campos de labranza. Más abajo, a unos cien metros de distancia, un campesino cavaba la tierra. Montalbano se acercó a él, avanzando con esfuerzo sobre la tierra removida. El campesino era un hombre de unos sesenta años, enjuto y encorvado. Ni siquiera levantó los ojos.

—Buenos días.

—Buenos días.

—Soy comisario de policía.

—Ya me he dado cuenta.

¿Cómo se las había arreglado para darse cuenta? Mejor no insistir en el tema.

—¿Ha sido usted quien ha puesto aquellas flores en la grava?

—Sí, señor.

—¿Conocía al niño?

—No, señor.

—Entonces, ¿por qué ha puesto esas flores?

—Era una criatura, no un animal.

—¿Vio cómo ocurrió el accidente?

—Lo vi y no lo vi.

—¿Qué quiere decir?

—Venga conmigo.

Montalbano lo siguió. Tras haber dado unos diez pasos, el campesino se detuvo.

—Esta mañana a las siete estaba cavando justo aquí. De pronto oí una voz desesperada. Levanté los ojos y vi a un niño que asomaba por la curva. Corría como una liebre y gritaba.

—¿Entendió lo que gritaba?

—No, señor. Cuando estaba a la altura de aquel algarrobo, un coche apareció a toda velocidad por la curva. El niño se volvió a mirarlo e intentó apartarse de la carretera. Creo que venía hacia mí. Pero lo perdí de vista porque lo tapaba la montaña de grava. El coche se desvió hacia él. Y ya no vi nada más. Oí como un golpe. Después el coche hizo marcha atrás hasta la carretera y desapareció por la siguiente curva.

No había ninguna posibilidad de error, pero Montalbano quiso asegurarse.

—¿Pasó algún otro coche tras él?

—No, señor. No pasaron más coches.

—¿Y dice usted que se desvió a propósito en la dirección del niño?

—No sé si lo hizo a propósito, pero se desvió.

—¿Se fijó en el número de la matrícula?

—¡Imposible! Compruebe usía mismo si desde aquí se puede tomar el número de la matrícula.

En efecto, no se podía. El desnivel entre el campo y la carretera era demasiado grande.

—Y después, ¿qué hizo usted?

—Eché a correr hacia el montículo. Cuando llegué, me di cuenta enseguida de que el niño estaba muerto o a punto de morir. Entonces corrí a mi casa, que desde aquí no se ve, y llamé a Montechiaro.

—¿Les dijo a los de la Policía de Tráfico lo que me ha dicho a mí?

—No, señor.

—¿Por qué?

—Porque no me lo preguntaron.

Lógica implacable: si no hay pregunta, no hay respuesta.

—Yo, en cambio, le pregunto ahora: ¿cree que lo hicieron a propósito?

El campesino parecía haber reflexionado sobre el asunto. Contestó con otra pregunta:

—¿No podría ser que el coche hubiera derrapado en la gravilla?

—Podría ser. Pero usted, en su fuero interno, ¿qué piensa?

—Yo no pienso, señor mío. Yo ya no quiero pensar. El mundo se ha vuelto demasiado malo.

La última frase resultaba esclarecedora. Era evidente que el campesino se había formado una opinión muy concreta. El pequeño había sido arrollado a propósito, asesinado por una razón inexplicable. Pero el campesino había querido borrar de su mente aquella idea. Demasiado malo se había vuelto el mundo. Mejor no pensar en ello.

Montalbano anotó el número de teléfono de la comisaría en un trocito de papel y se lo entregó al hombre.

—Este es el número de mi despacho en Vigàta.

—¿Y yo qué hago con él?

—Nada. Guárdelo. Si por casualidad viene la madre, el padre o algún otro familiar del niño, averigüe dónde viven y me lo dice.

—Como quiera usía.

—Buenos días.

—Buenos días.

La subida hasta la carretera fue más dura que la bajada. Respiraba afanosamente. Cuando llegó al coche, subió, pero en lugar de arrancar se quedó allí. Puso los brazos sobre el volante, la cabeza sobre los brazos, y cerró los ojos, como si quisiera negar el mundo, de la misma manera que lo hacía el campesino, que había reanudado su tarea con la azada y seguiría con ella hasta que empezara a oscurecer. De repente, un pensamiento se introdujo en su cabeza como una hoja afilada, la cual, tras partirle el cerebro por la mitad, continuó hacia abajo, traspasándole dolorosamente el pecho: el eficiente y brillante comisario Salvo Montalbano había tomado de la manita a aquel niño y lo había entregado a sus verdugos.

Ocho

Era demasiado pronto para regresar a su refugio de Marinella, pero, aun así, prefirió hacerlo sin pasar por el despacho. La rabia que lo reconcomía por dentro le hacía hervir la sangre y seguramente le había provocado algunas décimas de fiebre. Sería mejor que desahogara él solo aquella rabia, y no hacerles pagar las consecuencias a sus hombres aprovechando cualquier pretexto. La primera víctima fue un jarrón de flores que alguien le había regalado y que, de repente, le resultó tremendamente antipático. El jarrón fue levantado con ambas manos y arrojado al suelo con gran placer y con el acompañamiento de una sonora maldición. Después del impresionante trastazo, Montalbano constató con sorpresa que el jarrón no había sufrido el mínimo rasguño.

¿Sería posible? Se agachó, lo cogió del suelo, lo alzó y volvió a arrojarlo con todas sus fuerzas. Nada. Es más: una baldosa se astilló. ¿Tendría que cargarse toda la casa para conseguir destruir aquel maldito jarrón? Se dirigió al coche, abrió la guantera, sacó la pistola, regresó al interior de la casa, salió a la galería con el jarrón, echó a andar por la playa, llegó a la orilla del mar, depositó el jarrón sobre la arena, retrocedió diez pasos, amartilló el arma, apuntó, disparó y falló.

—¡Asesino!

Era una voz de mujer. Se volvió a mirar. Desde el balcón de un lejano chalet dos figuras agitaban los brazos gesticulando en su dirección.

—¡Asesino!

Esta vez era una voz de hombre. Pero ¿quién coño eran? De repente, se acordó: ¡los Bausan de Treviso! Los que habían provocado que saliera desnudo en la televisión. Enviándolos mentalmente a tomar por aquel sitio, volvió a apuntar cuidadosamente y disparó. Esta vez el jarrón estalló en pedazos. Finalmente regresó satisfecho a casa, acompañado por un coro cada vez más distante que decía: «¡Asesino! ¡Asesino!»

Se desnudó, se duchó, incluso se afeitó, y se cambió de ropa como si fuera a salir para ver a alguien. Sólo tenía que verse a sí mismo, pero quería estar presentable. Fue a sentarse en la galería, a pensar. Porque, aunque no la hubiera formulado con palabras, ni siquiera pensado, le había hecho una solemne promesa a aquel par de ojitos abiertos que lo miraban desde el cajón-frigorífico. Le vino a la mente una novela de Dürrenmatt en la que un comisario consagra su vida a cumplir la promesa que ha hecho a unos padres: encontrar al asesino de su hija... un asesino que entre tanto ha muerto, pero el comisario no lo sabe. La caza de un fantasma. Sólo que en el caso del niño inmigrante el fantasma era la víctima. No conocía su procedencia, ni su nombre, nada. Como tampoco sabía nada de la víctima del otro caso que estaba investigando: un anónimo cuarentón al que habían ahogado. Y, por si fuera poco, tampoco se trataba de una investigación propiamente dicha, pues no se había abierto ningún expediente: el desconocido había muerto por ahogamiento, utilizando el lenguaje burocrático, y el niño era la enésima víctima de un vándalo de la carretera. Oficialmente, ¿qué había que indagar? Menos que nada. Nada de nada.

«Éste es el tipo de investigaciones que podrían interesarme cuando me retire... —pensó el comisario—. Pero, si me encargo de ellas ahora, ¿quiere decir que ya empiezo a sentirme jubilado?»

Y sintió una aguda punzada de melancolía. El comisario tenía dos sistemas infalibles para combatir ese estado: el primero consistía en meterse en la cama y taparse hasta la cabeza; el segundo, en darse un buen atracón de comida. Consultó el reloj. Demasiado pronto para acostarse. Si se quedaba dormido, ¡a lo mejor se despertaba a las tres de la madrugada y se pasaba la noche dando vueltas por la casa! No le quedaba más remedio que darse un atracón. Pensándolo bien, a mediodía no había tenido tiempo de comer. Fue a la cocina y abrió el frigorífico. Adelina le había preparado unos rollitos de carne. No le apetecían. Salió, subió al coche y se fue a la
trattoria
Da Enzo. Al primer plato, espaguetis con tinta de jibia, la melancolía comenzó a ceder. Cuando terminó el segundo, calamares fritos crujientes, emprendió una precipitada huida hacia el horizonte. De regreso en Marinella, sintió los engranajes del cerebro lubrificados, fluidos, como nuevos. Volvió a sentarse en la galería.

En primer lugar, había que darle la razón a Livia por haber señalado que el comportamiento del niño aquella noche había sido muy extraño. Era evidente que el pequeño había tratado de aprovechar la confusión del momento para desaparecer. Y si no lo había logrado, había sido porque él, el sublime, el superinteligente comisario Montalbano, se lo había impedido. De cualquier modo, admitiendo que se tratara de una conflictiva reagrupación familiar, según la opinión de Riguccio, ¿por qué motivo el pequeño había sido tan brutalmente asesinado? ¿Porque tenía la manía de escapar de cualquier lugar donde se encontrara? Pero ¿cuántos niños hay en el mundo de todos los colores, blancos, negros, amarillos, que se escapan de casa persiguiendo sus fantasías? Cientos de miles, sin duda. ¿Y por eso los castigan quitándoles la vida? ¡Bobadas! Entonces, ¿lo habían matado tal vez porque no paraba quieto, contestaba mal, no obedecía a papá o se negaba a comerse la sopita? ¡Anda ya! A la luz de aquel asesinato, la tesis de Riguccio resultaba ridícula. Había otra cosa, un peso grande que el chiquillo cargaba sobre sus hombros desde el momento de emprender el viaje, cualquiera que fuera su país de origen.

Lo mejor era empezar por el principio, sin olvidar los detalles que a primera vista pudieran parecer intrascendentes. Debía ir por bloques, por secuencias, sin acumular demasiada información. Bueno, empecemos. Aquella noche, él estaba sentado en su despacho, esperando que llegara la hora de ir a casa de Ciccio Albanese para que le informara sobre las corrientes marinas y, de paso, zamparse los salmonetes de roca de la señora Albanese, motivo éste en modo alguno secundario. En determinado momento, llama desde el puerto el subjefe Riguccio para ver si puede proporcionarle unas gafas, pues las suyas se le han roto. Él se las consigue y decide llevárselas en persona. Cuando llega al muelle, una de las patrulleras ha tendido ya la pasarela y baja por ella una mujer embarazada, que es conducida directamente a una ambulancia. A continuación, salen cuatro inmigrantes. Cuando están llegando al final de la pasarela, comienzan a tambalearse extrañamente, empujados por un niño que se ha colado entre sus piernas. El pequeño consigue esquivar a los agentes y echa a correr hacia el viejo silo. Él lo persigue hasta un callejón sin salida, lleno de basura. El pequeño comprende que no tiene escapatoria y, literalmente, se rinde. Él lo coge de la mano y, mientras lo acompaña hasta el lugar donde están desembarcando los inmigrantes, ve a una mujer más bien joven, con dos chiquillos pegados a sus faldas. Al ver al niño, la mujer corre a su encuentro, dando muestras con ello de ser la madre. En este momento, el pequeño lo mira a él (mejor correr un tupido velo sobre este detalle), la madre tropieza y cae. Los agentes intentan levantarla, pero no lo consiguen. Alguien avisa a una ambulancia...

Other books

Hubbard, L. Ron by Final Blackout
3 Straight by the Rules by Michelle Scott
Color Me Crazy by Carol Pavliska
Every Trick in the Book by Lucy Arlington
Under the Rose by Julia O'Faolain
Three-Day Town by Margaret Maron
A Moment to Remember by Dee Williams
The Gates of Zion by Bodie Thoene, Brock Thoene