Entonces apareció el rostro de la señora Bausan, la vieja que le había roto la cabeza con una barra de hierro.
—¿De dónde es usted, señora?
—Yo y mi marido Angelo somos de Treviso.
Al lado del rostro de la mujer apareció el del marido, el que había disparado.
—¿Llevan mucho tiempo en Sicilia?
—Cuatro días.
—¿Están de vacaciones?
—¿De vacaciones? No, no, es que yo padezco de asma y el médico me ha dicho que el aire del mar me sentaría bien. Mi hija Zina, que está casada con un siciliano que trabaja en Treviso...
El relato fue interrumpido por un prolongado suspiro de pena de la señora Bausan, a quien el cruel destino había deparado un yerno siciliano.
—... me dijo que viniera a pasar una temporada a la casa de su marido, pues ellos sólo la utilizan un mes en verano. Y vinimos.
Esta vez el suspiro de pena fue mucho más hondo: ¡qué dura y peligrosa era la vida en aquella isla salvaje!
—Dígame, señora, ¿por qué escudriñaba el mar a una hora tan temprana?
—Me levanto muy pronto, y algo hay que hacer, ¿no?
—Y usted, señor Bausan, ¿siempre lleva esa arma encima?
—No, no. Yo no tengo armas. Ese revólver me lo prestó un primo mío. Como comprenderá usted, teniendo que venir a Sicilia...
—¿Usted considera que hay que venir armado a Sicilia?
—Si aquí la ley no existe, me parece lógico, ¿no?
Volvió a aparecer el rostro de culo de gallina de Ragonese.
—Y de aquí surgió el grotesco equívoco. Creyendo que...
Montalbano apagó el televisor. Estaba furioso con Bausan, no por haberle disparado sino por lo que había dicho. Descolgó el teléfono.
—Oye, Gadarella.
—Óyeme tú a mí, cornudo de mierda e hijo de la gran puta...
—Gadarè, ¿es gue no me regonoces? Soy Montalbano.
—Ah, ¿es usía,
dottori
? ¿Está resfriado?
—No, Gadarè, es gue me apedece hablar así. Pázame a Fazio.
—Ahora mismo,
dottori
.
—Dígame,
dottore
.
—Fazio, ¿atonte ha ito a parar el revólver tel viejo?
—¿Se refiere a Bausan? Se lo he devuelto.
—¿Diene licencia de armaz?
Se produjo una embarazosa pausa.
—No lo sé,
dottore
. En medio de todo aquel jaleo, se me olvidó preguntárselo.
—Muy bien. Mejor dito, muy mal. Ahora mizmo vaz a ver a ezte zeñor y lo compruebaz. Zi no eztá en regla, actúa zegún la ley. No ze puede dejar zuelto por ahí a un viejo chocho que anda dizparando contra todo quizque.
—Entendido,
dottore
.
Listo. Así el señor Bausan y su amable esposa aprenderían que en Sicilia también había algunas leyes. Poquitas, pero las había. Estaba tumbándose en la cama cuando sonó el teléfono.
—¿Tica?
—Salvo, cariño, ¿por qué hablas con esa voz? ¿Estabas durmiendo o es que te has resfriado?
—Lo zegundo.
—Te he llamado al despacho, pero me han dicho que estabas en casa. Cuéntame qué ha pasado.
—¿Qué quieres que te tica? Ha zido una coza muy divetida. Yo eztaba deznudo y él me ha pegado un diro. Y por ezo me he resfiado.
—¿Que tú te...? ¿Qué tú te...?
—¿Qué zignifiga que tú te, que tú te?
—Tú... ¿tú te has desnudado en presencia del jefe superior y él te ha pegado un tiro?
Montalbano se quedó perplejo.
—Livia, ¿po qué iba a deznudame yo en pezencia del jefe zuperior?
—¡Porque anoche me dijiste que esta mañana, aunque se hundiera el mundo, irías a presentar tu dimisión!
Montalbano se dio un fuerte manotazo en la frente con la mano que tenía libre. ¡La dimisión! ¡Se había olvidado por completo!
—Veraz, Livia, a primera hora te la mañana, mientraz hacía el muezto, había un muerto gue...
—Adiós —lo interrumpió Livia, enfurecida—. Tengo que irme al despacho. Cuando recuperes el uso de la palabra, me llamas.
Lo único que podía hacer era tomarse otra aspirina, acostarse y sudar como un animal.
Antes de adentrarse en el país de los sueños, repasó, de manera involuntaria, su encuentro con el cadáver.
Cuando llegó al momento en que le levantó el brazo y le enrollaba el bañador alrededor de la muñeca, su película mental se detuvo y retrocedió como en una mesa de montaje. Brazo levantado, bañador enrollado... Stop. Brazo levantado, bañador enrollado... Y el sueño ganó la partida.
Se levantó a las seis de la tarde. Había dormido como un niño y estaba mucho mejor del resfriado. Pero debía tener paciencia y quedarse en casa el resto del día.
Aún se encontraba un poco cansado, pero comprendía el motivo: era la suma de factores de una noche infame: el baño, el esfuerzo de remolcar el cadáver hasta la playa, el golpe de la barra de hierro contra la cabeza y, sobre todo, la bajada de tensión por no haber ido a ver al jefe superior. Se encerró en el cuarto de baño, se dio una ducha larga, se afeitó cuidadosamente y se vistió como para ir al despacho. Pero, en vez de eso, tranquilo y firmemente decidido, llamó a la Jefatura Superior de Montelusa.
—¿Oiga? Soy el comisario Montalbano. Quisiera hablar con el señor jefe superior. Es urgente.
Tuvo que esperar unos cuantos segundos.
—¿Montalbano? Soy Lattes. ¿Cómo está? ¿Qué tal la familia?
¡Vaya por Dios! El
dottor
Lattes, el jefe del gabinete, llamado «Lattes y mieles» por su empalagoso carácter, era lector asiduo de «L'Avvenire» y «Famiglia Cristiana». Estaba convencido de que todo hombre de bien debía tener mujer y numerosa prole. Y puesto que, a su manera, apreciaba a Montalbano, nadie conseguía quitarle de la cabeza la idea de que el comisario no estaba casado.
—Todos bien, gracias a la Virgen —contestó Montalbano.
Sabía que lo de «gracias a la Virgen» facilitaba la máxima disponibilidad por parte de Lattes.
—¿En qué puedo servirle?
—Quisiera departir con el señor jefe superior.
¡Departir! Montalbano se despreció. Pero, cuando uno tenía que habérselas con los burócratas, lo mejor era hablar como ellos.
—El caso es que el señor jefe superior no está. Ha sido convocado en Roma (
pausa
) por Su Excelencia el ministro.
Montalbano sabía a qué se había debido esa pausa, a la respetuosa puesta en pie del
dottor
Lattes al mencionar, aunque no en vano, a Su Excelencia.
—¡Ah! —se lamentó Montalbano, desinflándose—. ¿Y sabe cuánto tiempo permanecerá ausente?
—Dos o tres días, creo. ¿Puedo yo ayudarlo en algo?
—Se lo agradezco,
dottore
. Esperaré a que vuelva... «Y pasarán los días...» —canturreó con rabia, mientras colgaba violentamente el teléfono.
Se sentía como un globo deshinchado. Ahora que había tomado la decisión de dimitir, mejor dicho, de presentar la dimisión, porque así era como había que decirlo, algo se interponía en su camino. De pronto notó que, a pesar del cansancio, acentuado por la llamada telefónica, tenía un hambre canina.
Eran las seis y diez. Aún no era hora de cenar. Pero ¿quién dice que haya que comer siguiendo un horario establecido? Fue a la cocina y abrió el frigorífico. Adelina le había preparado un plato de enfermo: pescadilla hervida. Sólo que eran enormes, frescas y nada menos que seis. No le apetecían, le gustaban fritas y aliñadas con unas gotas de limón y sal. Adelina había comprado por la mañana una barra de pan cubierta de
giuggiulena
, esas semillas de sésamo que tan a gusto se comen recogiéndolas una a una del mantel con la yema del dedo índice ligeramente mojada de saliva. Puso la mesa en la galería y se comió el pan saboreando cada bocado como si fuera el último de su existencia.
Cuando acabó ya eran más de las ocho. Y ahora ¿cómo pasaba el rato hasta que se hiciera de noche? El problema se lo resolvió Fazio de golpe llamando a la puerta.
—Buenas tardes,
dottore
. Vengo a informarle. ¿Cómo se encuentra?
—Mucho mejor, gracias. Pasa. ¿Qué has hecho con Bausan?
Fazio se acomodó en una butaca, sacó del bolsillo un trozo de papel y empezó a leer.
—Angelo Bausan, hijo de Angelo y de Angela Crestin, nacido en...
—Los de por allí son todos unos ángeles —lo interrumpió el comisario—. Y ahora, elige. O guardas ahora mismo ese papel en el bolsillo o te echo a patadas.
Fazio reprimió su «complejo de registro civil» —como lo llamaba el comisario—, guardó el papel en el bolsillo con mucha prosopopeya y dijo:
—
Dottore
, después de su llamada he ido de inmediato a la casa donde vive este Angelo Bausan. La vivienda, situada a unos cientos de metros de aquí, pertenece a su yerno Maurizio Rotondò. Bausan no tiene licencia de armas. No puede imaginarse lo que he tenido que sufrir para conseguir que me entregara el revólver. Entre otras cosas, he recibido un golpe en la cabeza que me ha propinado su mujer con la escoba. La escoba de la señora Bausan no es cualquier cosa y la vieja tiene una fuerza que... Bueno, usted ya sabe algo de eso.
—¿Por qué no quería entregarte el revólver?
—Porque, según él, tenía que devolvérselo al amigo que se lo había prestado, un tal Roberto Pausin. He transmitido sus datos a la Jefatura Superior de Treviso, y lo han detenido. Ahora el caso está en manos del juez.
—¿Hay alguna novedad sobre el cadáver?
—¿El que usted ha encontrado?
—¿Cuál si no?
—Mire,
dottore
. Mientras usted estaba aquí han encontrado otros dos muertos en Vigàta y alrededores.
—A mí me interesa el que he encontrado yo.
—Ninguna novedad,
dottore
. Seguramente se trata de algún inmigrante ilegal que se ha ahogado durante la travesía. En cualquier caso, a estas horas el doctor Pasquano ya le habrá practicado la autopsia.
Como si lo hicieran a propósito, sonó el teléfono.
—Ponte tú —dijo Montalbano.
Fazio alargó la mano y descolgó el auricular.
—Casa del
dottor
Montalbano. ¿Que quién soy yo? Soy el inspector Fazio. Ah, ¿es usted? Disculpe, no lo había reconocido. Se lo paso ahora mismo.
Entregó el auricular al comisario.
—Es el doctor Pasquano.
¡¿Pasquano?! ¿Cuándo se había visto que el doctor Pasquano lo llamara a casa? Algo muy gordo tenía que ser.
—¿Sí? Soy Montalbano. Dígame, doctor.
—¿Quiere explicarme una cosa?
—A sus órdenes.
—¿Cómo es que, siempre que me envía un cadáver, no deja de tocarme las pelotas para que le dé el resultado de la autopsia, y esta vez en cambio le importa un carajo?
—Verá, lo que ha ocurrido ha sido que...
—Yo le diré lo que ha ocurrido. Usted pensaba que el cadáver que ha rescatado era el de un pobre inmigrante ilegal, uno de los más de quinientos que flotan en el canal de Sicilia; pronto podremos ir a Túnez caminando sobre ellos. Total, uno más uno menos, ¿qué más da?
—Doctor, si tiene ganas de desahogarse conmigo por algo, no se prive. Pero usted sabe muy bien que yo no pienso así. Esta mañana...
—¡Ah, sí! Esta mañana usted estaba ocupado exhibiendo sus atributos viriles en el concurso de «Míster Comisario». Lo he visto en Televigata. Al parecer ha tenido, ¿cómo se dice?..., una audiencia muy alta. Enhorabuena y que sea para bien.
Pasquano era así: insulso, antipático, agresivo, irritante. Pero el comisario sabía que se debía a su permanente enfado contra todo y contra todos. Pasó al contraataque, utilizando el tono que la ocasión requería.
—Doctor, ¿puede decirme por qué me llama a mi casa a estas horas para tocarme las pelotas?
Pasquano lo agradeció.
—Porque creo que las cosas no son lo que parecen.
—¿Y eso?
—Ante todo, el muerto es de aquí.
—Ah.
—Y, además, a mi juicio lo han matado. He hecho tan sólo un reconocimiento superficial, todavía no lo he abierto.
—¿Tiene heridas de arma de fuego?
—No...
—¿De objetos cortantes?
—No...
—¿De explosión atómica? —preguntó Montalbano, que ya estaba hasta el gorro—. ¿Qué es esto, doctor, un concurso? ¿Quiere explicarse de una vez?
—Pásese por aquí mañana por la tarde y mi ilustre colega Mistretta, que será quien practicará la autopsia, le expondrá mi opinión, que, debo decir, él no comparte.
—¿Mistretta? ¿No estará usted?
—No. Mañana a primera hora me voy a ver a mi hermana. No se encuentra bien.
Entonces Montalbano comprendió por qué lo había llamado Pasquano. Era un gesto de cortesía, de amistad. El doctor sabía hasta qué extremo Montalbano detestaba al doctor Mistretta, un hombre irritante y presuntuoso.
—Mistretta, como ya le he dicho —prosiguió Pasquano—, no está de acuerdo conmigo. Por eso quería decirle en privado lo que pienso.
—Voy ahora mismo —dijo Montalbano.
—¿Adónde?
—A su despacho.
—No estoy en el despacho, sino en mi casa. Estoy haciendo las maletas.
—Pues voy a su casa.
—No, verá, es que está todo patas arriba. Mejor nos vemos en el primer bar de la avenida Libertà, ¿le parece? No quiero entretenerme mucho. Mañana tengo que levantarme temprano.
Despachó a Fazio, que estaba muerto de curiosidad, se lavó por encima, subió al coche y se dirigió a Montelusa. El primer bar de la avenida Libertà era más bien cutre. Montalbano había estado allí una sola vez, y ya había tenido bastante. Cuando entró, el doctor Pasquano estaba sentado a una mesita.
Él también se sentó.
—¿Qué le apetece? —preguntó Pasquano, que estaba tomando un café.
—Lo mismo que usted.
Permanecieron en silencio hasta que llegó el camarero con la segunda taza.
—¿Y bien? —dijo Montalbano.
—¿Ha visto en qué condiciones se encontraba el cadáver?
—Sí, mientras lo remolcaba, creí que se le iba a desprender el brazo.
—De haberlo arrastrado un poco más, habría ocurrido —dijo Pasquano—. El pobrecillo llevaba más de un mes en el agua.
—Un mes...
—Más o menos. Dado el estado del cadáver, resulta difícil...
—¿Conserva alguna señal característica?
—Le pegaron un tiro.
—Entonces, ¿por qué me ha dicho que...?
—Montalbano, ¿me deja terminar? Presentaba una herida antigua de arma de fuego en la pierna izquierda. El proyectil le astilló el hueso. Pero eso se remonta a hace unos años. Me di cuenta porque el mar le había descarnado allí la pierna. Es posible que cojeara un poco.