—Ya sé lo que está pensando. Pero tengo que decirle una cosa muy importante. Esa corriente, poco antes de llegar a Bianconara, es cortada por otra corriente más fuerte que avanza en sentido contrario. Por lo cual un cadáver que fuera arrastrado desde Pachino hacia Marinella, jamás llegaría a Marinella porque la segunda corriente lo enviaría al golfo de Fela.
—Por consiguiente, eso quiere decir que el asunto de mi muerto ocurrió con toda seguridad después de Bianconara.
—¡Justamente,
dottore
! Usía lo entiende todo.
Lo cual significaba que el posible campo de investigación se reducía a unos setenta kilómetros de costa.
—Y ahora le tengo que decir —añadió Albanese— que hablé también con
'u zù Stefanu
del estado en que se encontraba el muerto cuando usted lo encontró. Yo lo vi: el hombre era un cadáver de por lo menos dos meses. ¿Está de acuerdo?
—Sí.
—Pero ahora le diré otra cosa: un cadáver no tarda dos meses en recorrer la distancia entre Bianconara y Marinella. Como mucho puede tardar entre diez y quince días, dependiendo de la velocidad de las corrientes.
—¿Entonces?
Ciccio Albanese se levantó y le tendió la mano a Montalbano.
—
Dottore
, responder a esa pregunta no es cosa de un marinero, eso es cosa de usía, que es comisario.
Perfecta interpretación de los papeles. A Montalbano sólo le quedaba darle las gracias y acompañarlo hasta la puerta. Después llamó a Fazio.
—¿Tienes un mapa de la provincia?
—Voy a buscarlo.
Cuando Fazio volvió con él, el comisario le echó un vistazo y después dijo:
—Te comunico, para tu consuelo e información, que, según los datos que me ha facilitado Ciccio Albanese, el cadáver seguramente estuvo recorriendo las aguas entre Bianconara y Marinella.
Fazio lo miró estupefacto:
—¿Y qué?
El comisario se molestó.
—¿Cómo que y qué? ¡Eso reduce considerablemente las investigaciones!
—¡
Dottore
, en Vigàta hasta los cerdos y los perros saben que esa corriente empieza en Bianconara! ¡Yo jamás habría ido a pedir información hasta Fela!
—De acuerdo. Pero ahora sabemos que sólo hay que visitar cinco pueblos.
—¿Cinco?
—¡Cinco, sí, señor! Ven a contarlos en el mapa.
—
Dottore
, los pueblos son ocho. A esos cinco hay que añadir Spigonella, Tricase y Bellavista.
Montalbano inclinó la cabeza sobre el mapa y la volvió a levantar.
—Este mapa es del año pasado. ¿Por qué no aparecen?
—Son pueblos que han surgido de manera ilegal.
—¡Pueblos! Serán cuatro casas que...
Fazio lo interrumpió, negando con la cabeza.
—No, señor
dottore
. Son auténticos pueblos. Los propietarios de las casas pagan al municipio el impuesto sobre bienes inmuebles. Disponen de alcantarillado, agua, electricidad y teléfono. Y cada año son más grandes. Saben que esas casas jamás serán derribadas, ningún político quiere perder votos. ¿Me explico? Después viene la recalificación, la anulación de las sanciones, y todos encantados de la vida. ¡No sabe usted la cantidad de chalets y casitas que han construido en primera línea de mar! Cuatro o cinco de ellos disponen de un pequeño muelle particular.
—¡Apártate de mi vista! —le ordenó Montalbano, enfurecido.
—
Dottore
, yo no tengo la culpa... —dijo Fazio mientras se retiraba.
A última hora de la mañana recibió dos llamadas que contribuyeron a empeorar su mal humor. La primera fue de Livia para decirle que no había conseguido que le adelantaran las vacaciones. La segunda fue de Jacopello, el ayudante de Pasquano.
—Comisario —dijo éste en un susurro—. ¿Es usía?
—Sí, soy yo —contestó Montalbano, bajando instintivamente la voz.
Parecían dos conjurados.
—Disculpe que le hable así, pero no quiero que me oigan mis compañeros. Quería decirle que el doctor Mistretta ha adelantado la autopsia a esta mañana. Insiste en que se trata de un ahogamiento, lo que significa que no mandará realizar los análisis que quería el doctor Pasquano. He intentado convencerlo, pero no ha habido manera. Si hubiera apostado conmigo, habría ganado.
Y ahora ¿qué? ¿Cómo hacía para actuar oficialmente? El informe del imbécil de Mistretta en el que excluía la posibilidad del homicidio cerraba la puerta a cualquier investigación. Y el comisario no disponía ni siquiera de una denuncia de desaparición. No había excusa. De momento, aquel muerto era un
nuddru ammiscatu cu nenti
, una nada mezclada con nada. Pero, como decía Eliot en su poema «Muerte por agua», a propósito de Flebas, un fenicio que murió ahogado —«Gentil o judío, / oh, tú que das vueltas a la rueda y contemplas la dirección del viento, / piensa en Flebas...»—, él también seguiría pensando en aquel muerto sin nombre. Era un compromiso insoslayable, pues había sido el propio muerto el que había ido a su encuentro a primera hora de una fría mañana.
* * *
Ya era hora de ir a comer. Sí, pero ¿adónde? La confirmación de que su mundo se estaba yendo al carajo la recibió el comisario apenas un mes después del G8, cuando, al término de una comida de muy señor mío, Calogero, el propietario-cocinero-camarero de la
trattoria
San Calogero, le anunció que, muy a su pesar, se retiraba.
—¿Me estás tomando el pelo, Calò?
—No, señor
dottore
. Como sabe usía, me han hecho dos «baipás» y tengo setenta y tres años cumplidos. El médico no quiere que siga trabajando.
—¿Y yo? —se le escapó involuntariamente a Montalbano.
De repente, se sintió tan desgraciado como un personaje de las novelas populares, la seducida y abandonada a la que echan de casa llevando en sus entrañas al hijo de la culpa, la pequeña vendedora de cerillas andando bajo la nieve, el huérfano que busca entre la basura algo que llevarse a la boca...
A modo de respuesta, Calogero extendió los brazos en un gesto de desconsuelo. Y después llegó el terrible día en que Calogero le dijo en voz baja:
—Mañana no venga. Está cerrado.
Se abrazaron casi llorando. Y así dio comienzo su particular vía crucis por restaurantes,
trattorias
y tabernas. Probó media docena de ellos, pero ni punto de comparación. No es que pudiera decirse que cocinaran mal, pero a todos les faltaba el toque indefinible de Calogero. Durante un tiempo, decidió volverse casero y comer en Marinella, en lugar de irse a cualquier
trattoria
. Adelina podía prepararle una comida al día, sí, pero eso presentaba un problema: si se lo comía todo al mediodía, por la noche debía conformarse con un poco de queso, o aceitunas, o sardinas saladas, o salami; si en cambio lo guardaba para la noche, resultaba que al mediodía se tenía que conformar con un poco de queso, o aceitunas, o sardinas saladas, o salami. A la larga, la solución resultaba un poco deprimente. Por tanto, prosiguió la búsqueda, hasta que encontró un buen restaurante en la zona de cabo Russello, en la playa. Los platos eran abundantes y no muy caros. El problema era que entre ir, comer y regresar tardaba como mínimo tres horas y él no siempre disponía de tanto tiempo.
Aquel día decidió probar una
trattoria
que le había recomendado Mimì.
—¿Tú has comido allí? —le había preguntado Montalbano con recelo, pues no se fiaba ni un pelo del paladar de Augello.
—Yo no, pero un amigo mío que es más tiquismiquis que tú me ha hablado muy bien de ella.
Como la
trattoria
, que se llamaba Da Enzo, estaba situada en la parte alta del pueblo, el comisario se resignó a coger el coche. Fuera había una terraza cubierta con una chapa ondulada, mientras que la cocina debía de estar en el interior de la casa que había al lado. Todo ofrecía un aire improvisado y provisional que fue muy del agrado de Montalbano. Entró y se sentó a una mesa. Un enjuto hombre de unos sesenta años, que vigilaba con ojos penetrantes los movimientos de los dos camareros, se le acercó y se le plantó delante sin tan siquiera abrir la boca para saludarlo. Sólo sonreía.
Montalbano lo miró con expresión inquisitiva.
—Ya lo sabía... —dijo entonces el hombre.
—¿Qué es lo que sabía?
—Que después de tanto ir de un lado a otro acabaría aquí. Lo esperaba.
Estaba claro que en el pueblo se había corrido la voz de su vía crucis como consecuencia del cierre de su
trattoria
habitual.
—Pues bien, aquí me tiene —dijo fríamente el comisario.
Ambos se miraron a los ojos. El desafío a lo OK Corral ya estaba lanzado. Enzo llamó a un camarero.
—Pon la mesa para el
dottor
Montalbano y vigila la sala mientras voy a la cocina. Yo me encargaré personalmente del comisario.
De entremés, le sirvió unos pulpitos a la sal que parecían estar hechos de mar condensado. Se deshacían nada más entrar en la boca. La pasta con tinta de jibia podía codearse dignamente con la de Calogero. Y en la parrillada de salmonetes, lubinas y doradas, el comisario recuperó aquel paradisíaco sabor que temía haber perdido para siempre. Una melodía empezó a sonarle en el interior de la cabeza, una especie de marcha triunfal. Se repantigó satisfecho en su asiento, y después respiró hondo.
Tras una larga y azarosa travesía, Ulises había arribado finalmente a su tan ansiada Ítaca.
Reconciliado en parte con la existencia, subió al coche para dirigirse al puerto. Era inútil que pasara por la tienda de garbanzos tostados y semillas de calabaza saladas. A esas horas estaba cerrada. Dejó el coche en la dársena y paseó por el muelle. Se cruzó con el habitual pescador de caña que lo saludó con la mano.
—¿Qué, pican?
—Ni pagándoles dinero.
Se sentó en la roca que había bajo el faro, encendió un cigarrillo y aspiró el humo con deleite. Cuando terminó, arrojó la colilla al agua. Ésta, impulsada por las olas, rozaba la roca sobre la que se encontraba sentado. Con la rapidez de un relámpago, le vino a la mente un pensamiento. Si en lugar de una colilla hubiera sido un cuerpo humano, éste no habría rozado, sino que habría golpeado contra las rocas. Justo como había dicho Ciccio Albanese. Cuando levantó la vista, vio su coche en la dársena. Había aparcado en el mismo lugar en el que se había detenido con el niño negro cuando su madre se rompió la pierna. Se levantó, fue hasta el coche y regresó de inmediato a la comisaría; le había entrado curiosidad por saber cómo había terminado la historia. Seguramente la madre estaba en el hospital con la pierna escayolada. Entró en su despacho y llamó a Riguccio:
—¡Dios mío, Montalbà, lo siento!
—¿Qué es lo que sientes?
—No os he devuelto las gafas. ¡Me he olvidado por completo! Tengo un jaleo aquí que...
—Rigù, no te llamaba por las gafas. Quería preguntarte una cosa. ¿A qué hospitales enviáis a los heridos, enfermos, embarazadas...?
—En Montelusa hay por lo menos tres hospitales, uno de...
—Espera, sólo me interesa saber dónde pueden estar los que desembarcaron anoche.
—Un momento...
Riguccio debió de revolver unos cuantos papeles, pues tardó en contestar:
—Ya lo tengo, en el San Gregorio.
Montalbano le dijo a Catarella que estaría fuera aproximadamente una hora. Subió al coche, se detuvo en un bar, compró tres tabletas de chocolate y se dirigió a Montelusa. El hospital de San Gregorio estaba en las afueras de la ciudad, pero desde Vigàta se llegaba muy rápido. Tardó unos veinte minutos. Aparcó y preguntó por el departamento en el que arreglaban los huesos. Tomó el ascensor, se bajó en la tercera planta y se dirigió a la primera enfermera que encontró.
Le dijo que buscaba a una inmigrante ilegal que la víspera se había roto una pierna al desembarcar en Vigàta. Añadió, para facilitar la identificación, que iba con tres niños. La enfermera lo miró un tanto perpleja.
—¿Quiere esperar aquí? Voy a ver.
Regresó al cabo de diez minutos.
—No, aquí no hay ingresada ninguna inmigrante ilegal con fractura de pierna. Tenemos una con fractura de brazo.
—¿Puedo verla?
—Perdone, pero ¿quién es usted?
—Soy el comisario Montalbano.
La enfermera le echó un vistazo. Debió de pensar que, en efecto, tenía pinta de policía, porque, sin más, dijo:
—Acompáñeme.
La inmigrante ilegal del brazo roto, en primer lugar, no era negra, aunque parecía que había tomado el sol, y, en segundo lugar, era agraciada, delgada y jovencita.
—Verá —dijo Montalbano un poco desconcertado—, anoche yo mismo vi cómo los auxiliares sanitarios se la llevaban en ambulancia...
—¿Por qué no pregunta en Urgencias?
¿Por qué no? Cabía la posibilidad de que los auxiliares se hubieran equivocado en el diagnóstico. Puede que la mujer hubiera sufrido una simple torcedura y no hubiera sido necesario ingresarla.
En el servicio de Urgencias, de los tres que estaban de servicio la víspera, ninguno recordaba haber visto a una mujer negra con la pierna rota y acompañada de tres niños.
—¿Quién era el médico de guardia?
—El doctor Mendolìa. Pero hoy tiene el día libre.
Con mucho esfuerzo y soltando maldiciones, consiguió que le facilitaran su número de teléfono. El doctor Mendolìa se mostró muy amable, pero firme: no había visto a ninguna inmigrante ilegal con la pierna fracturada. No, ni siquiera con una torcedura.
Cuando salió a la explanada del hospital, vio varias ambulancias aparcadas. No lejos de ellas, un grupo de personas enfundadas en batas blancas hablaban entre sí. Se acercó y reconoció de inmediato al enjuto auxiliar sanitario del bigote. Éste también lo reconoció a él.
—¿Anoche no estaba usted en...?
—Sí. Soy el comisario Montalbano. ¿Adónde llevó a aquella mujer de la pierna rota que iba con tres niños?
—Al servicio de Urgencias de aquí. Pero no tenía la pierna rota, me había equivocado. Tanto es así que bajó sin ayuda, aunque con cierta dificultad. La vi entrar en el servicio de Urgencias.
—¿Por qué no la acompañó personalmente?
—Ay, señor comisario, nos estaban llamando para que fuéramos corriendo a Scroglitti. Allí había un jaleo que no se imagina. ¿Por qué? ¿Es que no la encuentra?
Riguccio, visto a la luz del día, tenía la cara amarillenta, unas acentuadas bolsas bajo los ojos y barba de dos días. Montalbano lo miró, impresionado.