—Y cogiste la silla.
—No. Retrocedí. Él fue tras Ángela. Estaba frente a ella, lejos de mí. Fue entonces cuando… cogí la silla.
Señalé sus dedos.
—¿Y esos cortes?
—No lo recuerdo. Supongo que me los hizo él. También había un rasguño en la manga de la chaqueta cuando llegué a mi casa. Pero no recuerdo.
—Después de la silla…
—Cayó. Inconsciente. Simplemente se cayó.
—¿Qué hiciste entonces?
—Ángela tenía miedo por mí. Me dijo que me marchara inmediatamente; que ella cuidaría de todo. Estaba aterrorizada, pensando en que podía verme envuelto. Y yo…
—Te fuiste.
Se miró las manos:
—Sí.
—¿Estaba muerto Román cuando te marchaste?
—No lo sé, en realidad. Había caído cerca de la ventana. Supongo que ella no hizo más que empujarle. Pero no puedo estar completamente seguro. No puedo.
Lo miré a la cara, a las arrugas de su rostro y a la blancura de sus cabellos, y recordé que había sido mi maestro; cómo me había animado y exigido; cómo le había respetado; cómo cada jueves nos había llevado a los residentes al bar de la esquina y nos había invitado a un trago mientras charlábamos; o su costumbre de traer cada año, el día de su aniversario, un pastel de cumpleaños para compartirlo con todos los que trabajábamos en el departamento. Todo eso me volvió a la memoria: los chistes, los momentos buenos, los momentos malos, las preguntas y las explicaciones, las largas horas pasadas en la sala de disección, las afirmaciones y las dudas.
—Bien —dijo él con una triste sonrisa—, eso es todo.
Encendí otro cigarrillo haciendo pantalla con las manos y agachando la cabeza, a pesar de que no soplaba la menor brisa en la habitación. El aire era caliente, como si estuviéramos en un invernadero de flores delicadas.
Weston no hizo ninguna pregunta. No tenía por qué hacerla.
—Podrías librarte —dije—, alegando defensa propia.
—Sí —repuso lentamente—, podría.
Fuera, un frío sol otoñal alumbraba las ramas desnudas de los árboles, a lo largo de la Massachusetts Avenue. Mientras bajaba las escaleras del Mallory, pasó una ambulancia hacia el servicio de urgencia del Boston City. Al pasar vi un rostro sobre una litera, con una máscara de oxígeno. No pude ver sus facciones; no habría podido decir siquiera si se trataba de un hombre o de una mujer.
Otras personas en la calle se habían detenido para mirar cómo pasaba la ambulancia. Sus expresiones habían quedado fijas en una actitud de inquietud, curiosidad o compasión. Pero todos se pararon durante un momento para mirar y para dejar correr sus propios pensamientos.
Parecían preguntarse quién sería la persona, y qué enfermedad tendría, y si esa persona volvería a salir alguna vez del hospital. No había forma de poder contestar a tales preguntas, pero se las hacían igualmente.
Esta ambulancia en concreto llevaba el foco encendido, pero la sirena no funcionaba, y se movía con lentitud. Eso quería decir que el paciente que llevaba no estaba muy grave.
O que ya estaba muerto. Y era imposible saber si era lo primero o lo segundo.
Durante un momento sentí una extraña e insostenible curiosidad, casi una necesidad de ir al servicio de urgencias para averiguar quién era el paciente y cuál era su diagnóstico.
Pero no lo hice. En lugar de eso, anduve por la calle hasta el coche y me fui a casa. Intenté olvidar la ambulancia, porque existen millones de ambulancias, y millones de personas, cada día en cada hospital. En un momento dado se me borró de la cabeza. Después ya no pensé más en ella.
Parte del trabajo de los patólogos consiste en la descripción de lo que ven de una forma concisa y rápida; un buen informe patológico debe permitir que el lector se imagine exactamente lo que el patólogo vio.
Para ello, muchos patólogos han tomado por costumbre describir algunos órganos enfermos como si fueran alimentos, de ahí el nombre de «fiambres de patólogo».
Otros patólogos sienten repugnancia por esa costumbre; deploran los informes patológicos que parecen minutas de restaurante. Pero es tan conveniente ese sistema y tan útil, que la mayor parte de los patólogos lo utiliza en un momento u otro.
Así pues, hay coágulos de jalea de grosella, y coágulos
postmortem
de grasa de pollo. Hay mucosas de frambuesa madura, o mucosas de fresa de la vesícula biliar, lo cual indica la presencia del colesterol. Existe el hígado de nuez moscada en los fallos cardíacos, y el endometrio de queso suizo en la hiperplasia. Incluso una cosa tan desagradable como el cáncer puede ser descrito como un alimento, como en el caso del grano de avena en el carcinoma de pulmón.
Los médicos generalmente desconfían de la policía e intentan evitar todo tipo de relación con ella. Por una razón:
Un célebre residente del Hospital General fue sacado de la cama una noche para examinar a un borracho que había traído la policía. La policía sabe que hay ciertos trastornos —tales como el coma diabético— que pueden parecerse mucho a la embriaguez, incluyendo el aliento «alcohólico». Por lo tanto, esa situación era muy frecuente.
El hombre fue examinado, el médico le despidió y le metieron en la cárcel.
Murió durante la noche. En la autopsia se reveló que había muerto a causa de un desgarro del bazo. La familia acusó al residente de negligencia, y la policía hizo todo lo que pudo para ayudar a la familia en su acusación contra el médico. En el juicio, se decidió que el médico había pecado ciertamente de negligencia, pero que no había causado ningún daño.
Más tarde, ese mismo médico intentó obtener el certificado del departamento de estado de Virginia para ejercer allí, y se salió con la suya sólo después de muchas dificultades. Ese incidente le perseguiría durante el resto de su vida.
Aunque no es del todo imposible que él pasara por alto una inflamación o una ruptura del bazo, es bastante improbable que así fuera, considerando la naturaleza de la lesión y la reputación del médico. La conclusión del personal del hospital fue que probablemente el hombre había recibido un buen golpe de algún policía en el estómago, después de salir del hospital.
Ese incidente desde luego, no prueba nada. Pero se han registrado muchos casos semejantes, de ahí que los médicos eviten toda relación con la policía.
A lo largo de la historia, la cirugía y la guerra se han relacionado íntimamente. Incluso hoy, de entre todos los médicos, los jóvenes cirujanos son los que menos objeciones ponen a ser enviados a los campos de batalla. Ya que es allí donde tradicionalmente los cirujanos y la cirugía se han desarrollado, han madurado y se han renovado.
Los antiguos cirujanos no eran siquiera médicos: eran barberos. Su cirugía era primitiva, y consistía principalmente en amputaciones, sangrías y curas de heridas. Los barberos acompañaban a las tropas durante las batallas de importancia, y gradualmente fueron aprendiendo mucho de su arte restaurador. Sin embargo, tenían que luchar con la dificultad de la falta de anestesia; hasta 1890, la única anestesia de que se podía echar mano era un pañuelo entre los dientes de la víctima y un buen trago de whisky en el estómago. Los cirujanos eran siempre menospreciados por los médicos internistas, hombres que no se dignaban atender a sus pacientes con las manos sino con tratamientos que creían más razonables e intelectuales. Esta actitud persiste, hasta cierto punto, en nuestros días.
Ahora, desde luego, los cirujanos no son barberos, ni viceversa. Pero los barberos conservan el símbolo de su vieja ocupación: la tabla pintada en rojo y blanco, que representa los vendajes blancos y sangrientos de los campos de batalla.
No obstante, aunque los cirujanos ya no se dediquen a cortar los cabellos, aún tienen la costumbre de acompañar a los ejércitos. La guerra les proporciona una extensa experiencia en cuanto a traumas, heridas, aplastamientos y quemaduras; les permite también hacer innovaciones; la mayor parte de las técnicas relativas a la cirugía plástica o reconstructiva fueron desarrolladas durante la Segunda Guerra Mundial.
Esto no quiere decir que los cirujanos sean necesariamente belicosos o antipacifistas. Pero el pasado histórico de su profesión hace que los demás médicos los consideren como algo diferente.
A los médicos norteamericanos les encantan las abreviaturas, y probablemente no hay ninguna profesión importante que las utilice tanto. Las siglas representan un gran ahorro de tiempo, pero parecen poseer alguna finalidad más. Las abreviaturas, en efecto, constituyen una especie de clave, un lenguaje secreto e impenetrable, los símbolos cabalísticos de la sociedad médica.
Por ejemplo: «El PMI correspondiente al LBCD, fue localizado en la quinta ICS, a dos centímetros laterales del MCL». Nada podría ser más misterioso para una persona extraña a la medicina que esa información.
La X es la letra más importante del alfabeto médico, porque se utiliza muy a menudo en las abreviaturas. Su empleo se extiende desde las tres vacunas poliomielíticas con el signo «Polio x3» hasta la expresión: «Descargado en el establo X», alusión al depósito de cadáveres. Pero hay muchas otras:
dx
significa diagnóstico,
tx
significa terapéutica;
sx
, síntomas;
bx
, historia;
mx
, metástasis;
fx
, fracturas.
Las abreviaturas son utilizadas muy particularmente en cardiología, y hay infinidad de usos para describir las dolencias del corazón: LVH, RVF, AS, MR… Pero hay otras especialidades que también tienen sus abreviaturas propias.
En ocasiones las abreviaturas se utilizan para hacer comentarios que uno no quiere escribir con todas las letras. Esto se debe a que cualquier ficha o gráfica de un paciente archivada en un hospital es un documento legal que alguna vez podría ser requerido ante un tribunal; por lo tanto, los médicos deben tener cuidado con lo que ponen; de ahí que se haya establecido un vocabulario para una serie de expresiones. Por ejemplo, un paciente no es demente, sino que está «desorientado» o «seriamente confuso»; un paciente no miente, «tergiversa»; un paciente no es estúpido, sino «obtuso». Entre los cirujanos, una expresión favorita para sacarse de encima a un paciente que finge estar enfermo para obtener la baja en el trabajo es VPC, que significa: «Que vaya a poner el culo en otra parte». Y entre los pediatras, la abreviatura más común es NAC, que significa: «Niño de aspecto curioso».
Todo el mundo sabe que los médicos llevan uniformes blancos, y nadie, ni siquiera los médicos, saben por qué. Ciertamente la bata, como ellos lo llaman, es un distintivo, pero no tiene ninguna finalidad especial. Ni siquiera está avalada por la tradición.
Por ejemplo, en la corte de Luis XIV, todos los médicos llevaban trajes negros; las largas y negras vestimentas eran tan chocantes y tan inspiradoras de temor como las batas blancas que se utilizan hoy en día.
Los argumentos que modernamente se invocan a favor del blanco parecen ser la esterilización y la limpieza. Los médicos llevan batas blancas porque es un color «limpio». Los hospitales están pintados de blanco por la misma razón. Esto parece bastante razonable, hasta que uno se tropieza con un interno que ha estado de servicio durante treinta y seis horas seguidas, que ha dormido dos veces con la bata puesta y que ha visitado a docenas de pacientes. Su bata blanca está arrugada, sucia, manchada y, sin duda, cubierta de bacterias.
Los mismos cirujanos lo dicen. En los quirófanos es donde se libera la mayoría de los gérmenes. Aun así, son pocos los quirófanos que son blancos, y los mismos cirujanos no llevan uniformes blancos, sino verdes o azules, o incluso grises.
Así pues, uno debe considerar la bata blanca como un uniforme, sin más lógica, en cuanto al color, que el azul para el uniforme de la marina, o el verde para la infantería. La analogía es mucho más perfecta de lo que un simple observador podría creer, ya que el uniforme médico designa también el rango de todos los médicos que forman un equipo. Puede saberse quién es el interno, quién el estudiante y quién el enfermero, y sólo leyendo los pequeños detalles, igual que un militar lee en los galones de las charreteras y en las insignias de la solapa. Todo consiste en hacerse preguntas como ésta: ¿Lleva un estetoscopio? ¿Lleva en el bolsillo una libreta de notas o no? ¿Gráficas unidas por un clip? ¿Lleva una cartera negra?
El proceso, incluso, puede extenderse para identificar la especialidad del médico. Por ejemplo, los neurólogos se identifican enseguida por los tres o cuatro alfileres que llevan en la solapa.
Generalmente se consideran seis argumentos a favor del aborto y seis en contra.
El primero considera la ley y la antropología. Puede demostrarse que muchas civilizaciones han practicado el aborto y el infanticidio, sin culpabilidades paternales ni destrucción de las fibras morales de su sociedad. Los ejemplos se sacan generalmente de sociedades marginales que viven en ambientes aún primitivos, tales como los pigmeos africanos o los hombres de Kalahari. O de sociedades que consideran meritorio tener muchos hijos varones, y detestable tener muchas hijas, como en Japón, actualmente la sexta potencia del mundo y una de las más industrializadas.
El argumento contrario dice que la sociedad occidental tiene muy poco en común con los pigmeos o los japoneses, y que lo que es bueno y aceptable para ellos no lo es para nosotros.
Los argumentos legales son parecidos. Puede demostrarse que las leyes modernas sobre el aborto no han existido siempre; han evolucionado a lo largo de los siglos, respondiendo a una serie de factores. Los defensores del aborto dicen que las leyes modernas son arbitrarias, necias e inoportunas. Exigen un sistema legal que refleje con más exactitud la tecnología del presente y no la del pasado.
Los argumentos en contra dicen que las leyes antiguas no son necesariamente malas y que cambiarlas sin estudiarlas a fondo es una invitación a la duda, que se añadiría a la incertidumbre que parece reinar sobre el mundo en lo que a la moral se refiere. Una norma menos rebuscada de discusión se opone al aborto simplemente porque es ilegal. Hasta hace muy poco, eran muchos los médicos que tomaban esta posición y se quedaban tan tranquilos. Sin embargo, en la actualidad el aborto es un tema de debate en muchos círculos, y este punto de vista tan simplista se hace insostenible.