Fueron en busca de mis zapatos, mojados y sangrientos; los limpié y me los puse. Me sentía débil y cansado, pero no tenía otro remedio que aguantar. Todo terminaría aquella noche, estaba seguro.
Me dieron un poco de café y un bocadillo. No podía saborearlo; era como comer papel de periódico, pero sabía que necesitaba comer algo. Hammond estaba conmigo.
—Por cierto —dijo—. Te miré lo que me pediste acerca de Román Jones.
—¿Y qué hay?
—Fue visto una sola vez en el departamento genitourinario. Vino con síntomas que sugerían un cólico renal, y le hicieron un análisis de orina.
—¿Qué resultó?
—Presentaba hematuria. Células rojas con núcleo.
—Ya.
Era la historia clásica. Los pacientes se quejan de fuertes dolores en la parte baja de la espalda y disminución de la excreción urinaria. El diagnóstico más común es de cálculos renales, una de las cinco dolencias más dolorosas que existen; casi inmediatamente después de haber hecho el diagnóstico se administra morfina. Pero, para comprobarlo, se pide una muestra de orina y se examina la sangre que hay en ella. Los cálculos renales son a menudo irritantes, y por eso aparece un poco de sangre en la orina.
Los adictos a la morfina saben lo fácil que es obtenerla cuando se padece de cálculos, y muchas veces simulan un verdadero cólico. Hay algunos que realmente lo hacen muy bien; saben los síntomas y los reproducen perfectamente. Después, cuando les piden una muestra de orina, van al lavabo, y junto con la muestra dejan caer una gota de sangre que consiguen pinchándose el dedo.
Pero hay algunos que son aprensivos. En lugar de utilizar su propia sangre, se sirven de la sangre de algún animal, por ejemplo de un pollo. Pero el caso es que las células rojas del pollo tienen núcleo, mientras que los glóbulos humanos no. Así pues, la presencia de células rojas con núcleo en el cólico renal casi siempre indica que el paciente simula los síntomas y que es un adicto.
—¿Le fue examinado el cuerpo en busca de pinchazos?
—No. Cuando el médico se enfrentó con él, huyó de la clínica. No fue visto nunca más.
—Interesante. Probablemente sea un adicto.
—Sí. Probablemente.
Después de comer me encontré algo mejor. Pero, al levantarme, me sentí exhausto y dolorido. Llamé a Judith y le dije que estaba en el Mem, que estaba bien y que no se preocupara. No le mencioné ni el golpe ni la herida. Sabía que ella lo aceptaría bien cuando me viera en casa, pero no quería inquietarla en ese momento.
Estuve paseando por el pasillo con Hammond, intentando no mostrar mi malestar. Él me preguntaba continuamente cómo me sentía, y yo le contestaba siempre que bien. De hecho, no era así. La comida empezaba a darme mareo, y el dolor de cabeza era mayor estando de pie. Pero lo peor era la fatiga. Me encontraba cansado, terriblemente cansado.
Me dirigí a la entrada del servicio de urgencias. Era una especie de garaje abierto, donde las ambulancias cargaban y descargaban a los enfermos. Las puertas se abrían automáticamente para dar entrada al hospital. Salimos y respiramos un poco el aire nocturno. Era una noche lluviosa y húmeda, pero el aire frío me sentaba bien.
—Estás pálido —dijo Hammond.
—Estoy bien.
—Todavía no hemos comprobado que no tengas ninguna hemorragia interna.
—No.
—Si no te sientes bien, es mejor que me lo digas; no eres ningún héroe.
—No lo soy.
Estuvimos allí esperando. De vez en cuando pasaba algún automóvil por la calzada húmeda; después quedaba todo en silencio.
—¿Qué va a suceder? —preguntó Hammond.
—No estoy muy seguro. Pero creo que traerán a un negro y una muchacha.
—¿Román Jones? ¿Tiene algo que ver con todo este asunto?
—Eso creo.
De hecho, estaba casi seguro de que había sido Román Jones quien me había golpeado. No recordaba muchas cosas; los sucesos ocurridos antes del accidente eran confusos para mí. Era de esperar. No sufría una verdadera amnesia retrospectiva, que abarca los quince minutos anteriores al accidente. Pero estaba algo confuso.
«No podía ser otro que Román», pensé. Era la única persona que encajaba con lógica. Román se dirigía a Beacon Hill. Y solamente había una razón lógica para ello.
Tendríamos que esperar.
—¿Qué tal te sientes?
—No haces más que preguntármelo —dije—, y yo no hago más que contestarte lo mismo, bien.
—Pareces cansado.
—Estoy cansado. He estado cansado toda la semana.
—No. Quiero decir que pareces exhausto.
—No te pongas pesado —dije. Miré el reloj. Habían pasado cerca de dos horas desde que había sido golpeado. Era mucho tiempo. Más que suficiente.
Empecé a preguntarme si habría habido algún error.
En ese momento, un coche de la policía dobló la esquina, rápido, con la sirena a todo volumen y el faro encendido. Detrás venía una ambulancia, seguida de un tercer coche. Mientras la ambulancia aparcaba, dos hombres con trajes de paisano saltaron del tercer coche: periodistas. Era fácil de adivinar por la expresión ansiosa de sus rostros. Uno de ellos llevaba una cámara fotográfica.
—Nada de fotografías —dije.
Las puertas de la ambulancia se abrieron y en una camilla sacaron un cuerpo. Lo primero que vi fueron las ropas, destrozadas en la parte del tronco y las extremidades superiores, como si el cuerpo hubiera sido atrapado por una máquina monstruosa. Después, a la luz fluorescente de la entrada del servicio de urgencia, vi el rostro: Román Jones. Tenía el cráneo hundido por el lado derecho como una pelota deshinchada y los labios de color purpúreo.
Los focos despedían luz a borbotones.
Al momento, Hammond empezó a trabajar. Era un hombre rápido; con un solo movimiento cogió la muñeca del herido con su mano izquierda, puso el oído sobre el pecho y, con la mano derecha, buscó la carótida en el cuello. Después se enderezó y, sin decir palabra, empezó a presionar el pecho. Le puso una mano plana sobre el pecho y la palma de la otra apoyada contra la primera y empujó con las dos de una forma rítmica y profunda.
—Llamen al anestesista —dijo—, y al residente de cirugía. Necesito aramina en una solución del uno por mil. Mascarilla de oxígeno. Presión positiva. Vamos.
Le llevamos al interior del servicio de urgencias, a una de las pequeñas habitaciones de tratamiento. Hammond, mientras tanto, continuaba el masaje cardíaco sin perder el ritmo. Cuando llegamos a la habitación encontramos allí al residente de cirugía.
—¿Cómo está?
—Apneico, sin pulso en ninguna parte —contestó Hammond.
El cirujano tomó un paquete de guantes de la talla ocho. No esperó a que la enfermera se los diera; los sacó de la bolsa de papel y se los puso. En ningún momento apartó los ojos de la inmóvil figura de Román Jones.
—Vamos a abrirlo —dijo el cirujano, flexionando los dedos enguantados.
Hammond asintió, continuando el masaje. No parecía haber mejora alguna: los labios y la lengua de Román estaban negros. Su piel, especialmente en el rostro y en las orejas, era oscura y con ronchas.
Le colocaron una máscara de oxígeno.
—¿Cuánto, señor? —preguntó la enfermera.
—Siete litros —dijo el cirujano.
Le dieron un escalpelo. Las ropas de Román, ya destrozadas, fueron rotas y apartadas del pecho; nadie se preocupó de dejarle desnudo del todo. El cirujano se adelantó con el rostro inexpresivo, manteniendo apretado el escalpelo con su mano derecha y el índice apoyado sobre la hoja.
—Bien —dijo, e hizo una incisión a través de las costillas en el lado izquierdo. Fue una incisión profunda, que produjo mucha sangre, hecho que al cirujano no pareció importarle. Dejó expuestas las costillas, cortó entre ellas y entonces aplicó los retractores. Los echó hacia atrás y se oyó un chasquido al separarse las costillas. A través de la incisión podíamos ver los pulmones de Román, inmóviles, como si estuvieran encogidos, y su corazón, grande, azulado, sin latir, pero retorciéndose como una bolsa de gusanos.
El cirujano metió las manos dentro del pecho y empezó el masaje. Lo hacía suavemente, contrayendo primero su dedo pequeño y después los otros hasta el índice, expeliendo la sangre del corazón, que estrujaba dura y rítmicamente.
Habían traído un aparato de medir la presión, y Hammond se la tomaba. Miró la aguja durante un momento; después dijo:
—Nada.
—Está fibrilando —dijo el residente, mostrando el corazón—; nada de epinefrina; vamos a esperar.
Continuó con el masaje durante un minuto, después dos. El color de Román era cada vez más oscuro.
—Cada vez más débil. Dame cinco centímetros del uno por mil.
Había una jeringa preparada. El cirujano la inyectó directamente en el corazón; después continuó el masaje.
Pasaron varios minutos más. Yo observaba cómo le apretaba rítmicamente el corazón, y cómo los pulmones se hinchaban con la presión del oxígeno. Pero el paciente declinaba; finalmente cesó de fibrilar.
—Se terminó —dijo el cirujano. Separó las manos del pecho y miró a Román Jones; después se sacó los guantes de un tirón. Examinó las heridas en el pecho y en los brazos, y las contusiones del cráneo.
—Probablemente fue un paro respiratorio primario. Se ha dado un buen golpe en la cabeza —dijo, y después se dirigió a Hammond—: ¿Harás el certificado de defunción?
—Sí —contestó Hammond—, lo haré.
En aquel momento entró precipitadamente una enfermera en la habitación:
—Doctor Hammond, doctor Jorgensen, les necesitamos. Acaban de traer a una muchacha con choque hemorrágico.
En el vestíbulo de urgencias, la primera persona a la que vi fue el capitán Peterson. Estaba allí, de pie, con un aspecto confuso y enojado. Cuando me vio, se acercó a mí y me tiró de la manga.
—Dígame, Berry…
—Después —dije.
Seguí a Hammond y a la enfermera a otra habitación de tratamiento. Había allí una muchacha echada de espaldas, muy pálida. Tenía las muñecas vendadas. Estaba consciente, pero muy poco; movía la cabeza de un lado a otro y lanzaba gemidos ininteligibles.
Jorgensen, el interno, estaba inclinado sobre ella.
—Un suicidio —dijo a Hammond—; se ha cortado las muñecas. Hemos parado la hemorragia y vamos a hacerle una transfusión completa de sangre.
Estaba buscando una vena para la punción intravenosa en la pierna.
—Ya le hemos examinado el grupo —dijo—. Hemos pedido más sangre en el banco. El conteo está bien, pero eso no significa nada.
—¿Por qué en la pierna? —preguntó Hammond.
—Tuvimos que vendarle las muñecas; no podemos arriesgarnos con las extremidades superiores.
Me adelanté. Esa muchacha era Ángela Harding. Ahora no parecía tan bonita; su rostro tenía el color del yeso, y alrededor de la boca se veía un círculo gris.
—¿Qué impresión te merece? —dijo Hammond a Jorgensen.
—La salvaremos, a menos que haya un contratiempo —dijo.
Hammond le examinó las muñecas vendadas.
—¿Es ésa la lesión?
—Sí. A ambos lados. Las hemos suturado.
Le miró las manos. Los dedos estaban manchados de color marrón oscuro. Me miró:
—¿Es ésta la muchacha de la que hablabas?
—Sí —dije—. Es Ángela Harding.
—Una empedernida fumadora —dijo Hammond.
—Mírala de nuevo.
Hammond le cogió una mano y olió los manchados dedos.
—Eso no es tabaco.
—Desde luego.
—Entonces…
—Exacto —asentí.
—… es una enfermera.
—Sí.
Las manchas eran de tintura de yodo, un desinfectante muy utilizado. Es de color marrón-amarillento y mancha todo lo que toca. Se emplea para frotar la zona que debe operarse antes de hacer la incisión, y para otras cosas semejantes, como por ejemplo antes de una inyección intravenosa.
—No lo entiendo —dijo Hammond.
Le levanté una mano. Tenía las yemas de los dedos pulgares llenas de pequeños rasguños, que no eran suficientemente profundos para seguir sangrando.
—¿Qué dirías que es eso?
—Pruebas.
—Es lo que presentan casi todos los suicidas que se cortan las muñecas; son cortes preliminares en la mano, como si la víctima del suicidio intentara probar el filo de la hoja o la intensidad del dolor resultante de los cortes.
—No —dije.
—Entonces, ¿qué?
—¿No has visto nunca un individuo que haya tenido una pelea con un cuchillo?
Hammond negó con la cabeza. Sin duda no lo había visto nunca. Es una clase de experiencia que sólo tienen los patólogos; los pequeños cortes en las manos son las huellas que deja el cuchillo. La víctima levanta siempre las manos para protegerse del cuchillo y siempre termina con esos pequeños cortes.
—¿Es así como se presentan?
—Sí.
—¿Eso quiere decir que tuvo una pelea con alguien que llevaba una navaja?
—Sí.
—Pero ¿por qué?
—Te lo diré después —dije.
Volví a Román Jones. Estaba aún en la misma habitación. Junto con Peterson, había otro hombre, examinando los ojos del cadáver.
—Berry —dijo Peterson—, siempre se deja ver en los peores momentos.
—Igual que usted.
—Sí —dijo Peterson—, pero éste es mi trabajo.
Señaló al hombre que estaba con él.
—Como usted se preocupó tanto la otra vez, traje a un médico conmigo. Un médico forense. Éste es un caso policíaco, ya sabe.
—Sí, lo sé.
—Se trata de un individuo llamado Román Jones. Lo averiguamos por su documentación.
—¿Dónde le encontraron?
—En la calle. Tendido en una calle silenciosa de Beacon Hill. Con el cráneo aplastado. Debió de caerse de cabeza. Había una ventana rota en el segundo piso de la casa. Un apartamento propiedad de una muchacha llamada Ángela Harding. Ella está aquí también.
—Lo sé.
—Sabe usted muchas cosas esta noche.
Hice caso omiso de sus palabras. Cada vez tenía más dolor de cabeza; me daba unos pinchazos muy intensos y me sentía terriblemente cansado. Tenía ganas de echarme y dormir durante horas y horas. Pero no podía relajarme. El estómago me producía náuseas.
Me incliné sobre el cuerpo de Román Jones. Alguien había roto lo que quedaba de sus ropas y había dejado expuestas las múltiples heridas del tronco y de los brazos. Las piernas estaban intactas. «Típico», pensé.
El médico se enderezó y miró a Peterson.