Karen Randall, una joven de 16 años hija de una prestigiosa familia de médicos, muere desangrada en la sala de urgencias de un hospital de Boston. El ginecólogo Arthur Lee es acusado de haberle practicado un aborto. Su amigo, el forense John Berry, está dispuesto a probar su inocencia, pero en el curso de su investigación chocará con el desprecio de la alta sociedad bostoniana, la cólera de la policía y la venganza de los bajos fondos. Y es así porque la trágica muerte de Karen Randall no es más que la punta del iceberg: un turbio laberinto de escándalos e hipocresías relacionados con la práctica del aborto y que Berry pondrá al descubierto aun a riesgo de perderlo todo, incluso su propia vida.
Michael Crichton
Un caso de urgencia
ePUB v1.3
Perseo14.06.12
«Prescribiré el régimen que sea bueno para mis pacientes, según mi juicio y mi habilidad, y nunca perjudicaré a ninguno. Ni para complacer a nadie recetaré una droga mortal, ni daré consejo alguno que pueda causar la muerte. Ni tampoco proporcionaré a ninguna mujer los medios para que aborte. Antes bien, preservaré la pureza de mi vida y de mi arte…».
Del juramento de Hipócrates, que se exige de todos los médicos antes de entrar en la práctica de su profesión.
«No hay obligación moral de conservar el DNA».
G
ARRET
H
ARDIN
En 1967 cursaba mi segundo año de medicina en Harvard y me pagaba los estudios escribiendo
thrillers
de bolsillo con seudónimo. Mi método consistía en acumular deudas durante el curso hasta que llegaban las vacaciones. Entonces me sentaba, arrinconaba mis libros de texto, y me ponía a escribir frenéticamente ocho horas diarias. Al finalizar las vacaciones, enviaba el manuscrito acabado a mi editor de Nueva York, a la espera de que me pagara enseguida y me evitara las molestias de posibles revisiones. Era esencial que me pagaran enseguida, pues mis deudas ya habían vencido; y era esencial también que no me reclamaran revisiones, pues al día siguiente estaría de vuelta en las clases y no tendría tiempo para hacerlas.
Era un modo demencial y bastante desesperado de ganarse la vida. Pero retrospectivamente me alegro de que mi profesión empezara así, ya que de este modo me libré de las cargas que los escritores noveles suelen soportar.
No me preocupaban problemas tales como si me expresaba a mí mismo o no, o el valor artístico de lo que hacía: firmaba con seudónimo y escribía a gran velocidad. La habitual preocupación sobre la calidad o la originalidad de la propia obra era irrelevante, ya que mi objetivo explícito consistía precisamente en no ser original en absoluto, en escribir algo que encajara perfectamente en el mercado de los libros de bolsillo en que mi editor había de vender mis obras sin darle más vueltas. Así pues, estaba comprometido en una tarea de enorme urgencia en la que la premisa era la falta absoluta de originalidad.
Mis primeras obras eran variaciones de la típica novela de espionaje sobre la guerra fría de los años sesenta que popularizó Ian Flemming. En ellas todas las mujeres eran hermosísimas, todos los hombres llevaban Ferraris, y casi todo el mundo iba armado. Escribir estos libros me divertía mucho, en parte porque no tenían nada que ver con mi vida cotidiana de estudiante de medicina. Con el tiempo, sin embargo, resultó inevitable que la prisa por inventar nuevas historias me llevara a escribir una novela de ambiente médico. Las ventajas eran evidentes: no me hacía falta ninguna clase de documentación, y disponía de un gran número de experiencias para verter. Algunas cuestiones me preocupaban especialmente; en mis tiempos de estudiante sentía a menudo la indignación moral que suele caracterizar a los veinteañeros.
Por otra parte, también es cierto que la medicina en Estados Unidos era muy distinta en los años sesenta a como es hoy en día. Eran los tiempos anteriores a aquellos en que Medicare convertiría a los médicos en personas ricas, a la época en que un tratamiento erróneo los hace sospechosos; los años anteriores a la creación de esos equipos que vuelven intercambiables a los profesionales y la época previa a la proliferación de tests de laboratorio que hacen de ellos unos tecnócratas. En aquellos días, la medicina era entendida como una vocación. Los médicos eran tratados con respeto. La gente los veía sólo un poco por debajo de los miembros de la Corte Suprema.
Quizá no resulte sorprendente afirmar que la medicina en los años sesenta era una profesión que procuraba grandes satisfacciones personales. Los problemas y los abusos no eran muy frecuentes ni serios. Sólo existían vislumbres muy difusos de las cuestiones éticas que pasarían a un orden preeminente en años sucesivos.
Una de las cuestiones que la medicina no tenía en cuenta en mis años de estudiante era el problema del aborto. En Estados Unidos, éste se practicaba de forma ilegal. Cada año, un millón de mujeres estadounidenses volaba fuera del país para abortar legalmente. Las que no podían permitirse el lujo del viaje solían acabar, sangrando y con infecciones, en las salas de urgencia de los hospitales. En todas las ciudades había personas que practicaban abortos, trastiendas y direcciones murmuradas a mujeres necesitadas y asustadas; todo ello constituía una industria siniestra y peligrosa que la profesión médica fingía no conocer.
Recuerdo que una vez pregunté a un médico de cierta edad por qué los profesionales no corregían las injusticias y las desigualdades a que conducía la necesidad de abortar.
—El aborto es ilegal —contestó.
—Lo sé —dije—. Pero además es médicamente peligroso e injusto.
—Pero es ilegal —dijo, como si fuera todo lo que se podía decir sobre el asunto.
Yo creía que se podían decir más cosas, de modo que proyecté una historia en la que se expresarían mis inquietudes al respecto. Escribí
Un caso de urgencia
en diez días, durante las vacaciones de primavera. Envié el manuscrito a mi editor, que esta vez me respondió con la petición que yo siempre había temido.
—Nos gusta —me dijo—, pero queremos que revises algunas cosas.
—Oh, no —rugí.
—No me has entendido —dijo—. Son buenas noticias. Queremos publicar el libro en tapa dura. Pero creemos que necesita alguna revisión —añadió.
—No. Publicadlo en rústica, como habéis hecho hasta ahora.
Hubo un silencio de desconcierto.
—Normalmente los autores
prefieren
que sus libros se publiquen en tapa dura —dijo.
—Yo no —repuse—. No quiero tener que revisarlo. Estoy estudiando. No tengo tiempo.
Pero al final, me ofreció reescribir la novela durante el verano, y
Un caso de urgencia
se publicó el año siguiente, en 1968. En él no aparecía la foto del autor, Jeffrey Hudson, del que sólo se decía que era el «seudónimo de un científico norteamericano que estudió en Boston y normalmente reside en Londres». (Pensé que esto evitaría al autor posibles entrevistas.)
El libro causó cierta conmoción en los círculos médicos de Boston. Todos los estudiantes lo leyeron y se preguntaban: «¿Quién será este tal Hudson que tan bien conoce los entresijos de la escuela de medicina?». Yo me unía a sus conversaciones y a mi vez preguntaba: «Sí, ¿quién será?».
Pero no quería que nadie lo supiera. La medicina era un asunto serio, y estaba claro que un estudiante que se dedicaba a escribir
thrillers
no mostraba excesiva seriedad.
Algunos meses después, cuando me enteré de que el libro había sido nominado para el Edgar como el mejor libro de misterio del año, me asusté. Mi agente, Lynn Nesbit, me llamó para decirme que si ganaba tendría que asistir al banquete de celebración y aceptar el premio. La perspectiva me horrorizaba, ya que tendría que revelar mi identidad. Me consolé con la esperanza de que no ganaría.
Como si la suerte se hubiera confabulado contra mí, gané. Un viernes, a última hora de la tarde, me escapé en secreto del hospital, volé a Nueva York y recibí el premio. Estaba encantado de recibir un Edgar, pero pronuncié un discurso de aceptación apresurado. No quería que me hicieran fotografías; cada flash me producía un sobresalto. Durante las siguientes semanas, viví en estado de pánico temiendo que el premio llegara a oídos de mis profesores de Boston.
Pero nada de eso ocurrió. Incluso cuando el libro fue adaptado al cine, me las arreglé para mantener mi identidad en secreto. Por otra parte, cada vez se me hacía más difícil ocultar lo que me estaba ocurriendo y el modo en que asimilaba todos esos cambios. Ahora que había conseguido el éxito como escritor, empecé a pensar seriamente en dejar la medicina una vez acabara la carrera. Y eso fue lo que al final ocurrió.
Es por todo esto que, retrospectivamente, siento un gran afecto por este pequeño libro, a pesar de sus evidentes debilidades. Se trata de la obra de un escritor joven, de menos de veinticinco años, escrita con un entusiasmo y una prisa considerables. Ahora que se reedita, un cuarto de siglo después, sólo puedo pedir la indulgencia del lector en nombre de ese escritor joven y de sus esfuerzos.
M
ICHAEL
C
RICHTON
Octubre de 1993
Los Ángeles
A: 22 - 6712
RANDALL, KAREN
SER. MED.
(Continuación)
Descrita como reacción hipersensible más cuatro (4+), con expiración a las 4.23 de la madrugada. Reconocida la defunción a las 4.34.
DIAGNÓSTICO DEL FALLECIMIENTO
DISPOSICIÓN
FALLECIMIENTO EN: Serv. de urg.
Fecha: 10 oc.
Firma: John B. Williamson, Dr. en Medicina
JB/ka
(traducción de esta ficha médica al dorso)
Todos los cirujanos del corazón son insoportables, y Conway no es una excepción. Entró hecho una furia en el laboratorio de patología a las ocho y media de la mañana, llevando todavía la bata y el gorro verdes del quirófano, y estaba fuera de sí. Cuando Conway está enloquecido, aprieta los dientes y habla a través de ellos con un tono monótono. El rostro se le enrojece y le aparecen unas manchas purpúreas en sus sienes.
—Imbéciles, malditos imbéciles —decía Conway entre dientes. Golpeó la pared con los puños; los frascos de las estanterías temblaron.
Todos sabíamos lo que había sucedido. Conway hace dos intervenciones diarias de corazón, empezando con la primera a las seis y media. Cuando se deja ver en el laboratorio patológico dos horas después, sólo puede ser debido a una causa.
—Estúpidos, malditos bastardos —decía Conway; dio un puntapié a un cubo de desperdicios, que se deslizó ruidosamente rodando por el suelo—. Les aplastaría los sesos; sus malditos sesos —decía Conway, gesticulando y mirando hacia el techo como si se dirigiera a Dios.
Dios, como todos los demás, lo había oído ya otras veces. El mismo enojo, los mismos dientes apretados y los mismos gestos. Conway siempre daba el mismo espectáculo; era como pasar una y otra vez la misma película. A veces su ira iba dirigida contra el especialista torácico, a veces contra las enfermeras, a
veces
contra los anestesistas. Pero lo raro es que nunca se volvía contra sí mismo.