Un caso de urgencia (36 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

BOOK: Un caso de urgencia
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—Lo sé; no te preocupes.

—Demonios, no te preocupes. Diez miligramos de eso la mandarán al infierno más deprisa…

—No te preocupes.

—Podrías matarla. Tendríamos que administrárselo en dosis que aumentaran gradualmente. Empieza con dos, y si al cabo de veinte minutos no le han hecho efecto le das cinco, y así sucesivamente.

—Sí —dije—. Pero las dosis graduales no la matarán.

Hammond me miró y dijo:

—John, ¿estás en tus cabales?

—No —dije.

Entramos en la habitación de Ángela. Estaba tumbada de lado, con la cabeza de espaldas a nosotros. Tomé la ampolla de nalorfina de manos de Hammond y la coloqué con la jeringa encima de la mesa que había junto a la cama; quería estar seguro de que leería la etiqueta.

Di la vuelta, y me coloqué al lado de la cama, de espaldas a ella. Cogí la ampolla por encima de ella y la jeringa y llené ésta última con el agua del vaso.

—¿Quiere usted volverse, Ángela, por favor?

Ella se volvió y tendió el brazo. Hammond estaba demasiado atónito para moverse; puse el torniquete sobre su brazo y froté la vena hasta que ésta salió a la superficie. Entonces pinché con la aguja y le inyecté el contenido de la jeringa. Ella me miraba en silencio.

Cuando hube terminado, me levanté dándole la espalda.

—Ya estamos.

Ella me miró, después miró a Hammond, y a continuación otra vez a mí.

—No tardará mucho —dije.

—¿Cuánto me dio?

—Lo suficiente.

—¿Eran diez? ¿Me dio usted diez?

Ella empezaba a agitarse. Le di unas palmaditas en el brazo, como infundiéndole confianza:

—No hay por qué preocuparse.

—¿Eran veinte?

—Bien, no —dije—. Eran sólo dos. Dos miligramos.

—¡Dos!

—No la matarán —dije serenamente.

Ella gruñó y nos volvió de nuevo la espalda.

—¿Desilusionada? —dije.

—¿Qué está usted intentando probar? —dijo ella.

—Usted sabe cuál es la respuesta a esa pregunta, Ángela.

—Pero dos miligramos. Eso es…

—Lo suficiente para producirle a usted los síntomas. Sólo los sudores, los calambres y el dolor. Sólo el principio del mono.

—Dios mío.

—No la matará —dije—. Y usted lo sabe.

—Es usted un hijo de puta. No pedí que me trajeran aquí. Yo no…

—Pero está usted aquí, Ángela. Y dentro de sus venas hay nalorfina. No mucha, pero la suficiente.

Ella empezó a sudar.

—Párelo —dijo.

—Podemos utilizar morfina.

—Párelo. Por favor. No lo quiero.

—Háblenos de Karen —dije.

—Primero, párelo.

—No.

Hammond parecía preocupado. Se adelantó hacia la cama. Le detuve.

—Háblenos, Ángela.

—No sé nada.

—Entonces espere a que empiecen los síntomas. Y nos lo tendrá que decir entre gritos de dolor.

La almohada estaba empapada de sudor.

—No lo sé, no lo sé.

—Dígalo.

—No sé nada.

Empezó a temblar, primero ligeramente, después de una forma más incontrolada, hasta que todo el cuerpo entró en movimiento.

—Empiece, Ángela.

Ella apretó los dientes.

—No me importa.

—Se volverá peor, Ángela.

—No… no… no…

Saqué una ampolla de morfina y la coloqué en la mesa, ante ella.

—Díganoslo.

Cada vez temblaba más, hasta que su cuerpo empezó a retorcerse entre espasmos. La cama se movía violentamente. Habría sentido lástima si no hubiera sabido que la causa de su reacción estaba en ella misma, puesto que yo no le había inyectado ni pizca de nalorfina.

—Ángela.

—Está bien —dijo, jadeando—. Lo hice. Tuve que hacerlo.

—¿Por qué?

—Necesitaba dinero.

—¿Había estado robando morfina del departamento de cirugía?

—Sí… no mucha; sólo un poco… pero la suficiente.

—¿Cuánto tiempo?

—Tres años… quizá cuatro…

—¿Y qué sucedió?

—Román robó en la clínica… Román Jones.

—¿Cuándo?

—La semana pasada.

—¿Y qué sucedió?

—Yo también necesitaba. Y vigilaban a todo el mundo…

—¿Y tuvo que dejar de robar?

—Sí…

—¿Qué hizo usted?

—Intenté comprarle a Román.

—¿Y…?

—Quería dinero. Mucho dinero.

—¿Quién sugirió el aborto?

—Román.

—¿Para conseguir dinero?

—Sí.

—¿Cuánto pedía?

Ya sabía la respuesta de antemano.

—Trescientos dólares —dijo ella.

—Así pues, usted provocó el aborto.

—Sí… sí… sí…

—¿Quién actuó como anestesista?

—Román. Era fácil. Tiopental.

—¿Y Karen murió?

—Estaba bien cuando se marchó… lo hicimos en mi cama… todo… Todo fue bien… en mi cama…

—Pero después murió.

—Sí… Oh, Dios mío, deme un poco de pasta…

—Enseguida —dije.

Llené la jeringa con un poco más de agua, saqué el aire hasta que salió despedido un chorro finísimo y se la inyecté en la vena. Inmediatamente se calmó. Su respiración se volvió lenta y relajada.

—Ángela —dije—, ¿llevó usted a cabo el aborto?

—Sí.

—¿Y de ello resultó la muerte de Karen?

—Sí —dijo con voz inexpresiva.

—Está bien —dije, dándole una palmadita en el brazo—. Ahora, relájese.

Bajamos por el pasillo. Tom Harding estaba allí, esperando con su esposa, fumando un cigarrillo y paseando arriba y abajo.

—¿Está bien, doctor? Las pruebas…

—Estupenda —dije—. Se está recobrando maravillosamente.

—Es un alivio oír eso —dijo, con los hombros caídos.

—Sí —dije.

Norton Hammond me echó una rápida mirada y yo evité sus ojos. Me encontraba fatal; el dolor de cabeza era mucho más intenso y había momentos en que se me nublaba la vista. Aún me parecía tener peor el ojo derecho que el izquierdo.

Pero alguien tenía que decírselo.

—Señor Harding, me temo que su hija está comprometida en algunos asuntos que conciernen a la policía.

Me miró sorprendido, incrédulo. Después vi cómo su expresión se volvía comprensiva, como si lo aceptara todo. Como si lo supiera.

—Drogas —dijo en voz baja.

—Sí —dije, y me sentí peor que nunca.

—No lo sabíamos —dijo rápidamente—. Es decir, nosotros…

—Lo sospechábamos —dijo la señora Harding—. Nunca pudimos controlar a Ángela. Era una muchacha muy lista, muy independiente. Muy segura de sí misma, muy confiada. Incluso cuando era una niña, siempre estaba segura de sí misma.

Hammond se secó el sudor de la frente.

—Bien —dijo—, ya está.

—Sí.

Aunque estaba a mi lado, me parecía tenerle muy lejos. Su voz se hizo de pronto apagada e insignificante. Todo a mi alrededor me parecía insignificante. La gente parecía haberse vuelto pequeña y descolorida. El dolor de cabeza se había convertido en punzadas intensas. Tuve que pararme un momento a descansar.

—¿Qué te ocurre?

—Nada, no es más que cansancio.

Hammond asintió.

—Bien —dijo—, ya terminó todo. Estarás contento.

—¿Lo estás tú?

Entramos en la sala de los médicos, una pequeña habitación con dos sillas y una mesa. Había carteles en las paredes detallando los procedimientos necesarios en algunos casos urgentes: choque hemorrágico, edema pulmonar, infarto de miocardio, accidentes por aplastamiento… Nos sentamos y encendí un cigarrillo. La mano izquierda me temblaba al sostener el encendedor.

Hammond se quedó mirando los carteles un momento; ninguno de los dos decía nada. Finalmente, Hammond dijo:

—¿Quieres un trago?

—Sí —dije. Me sentía mareado, con dolor de estómago y un malestar tremendo en todo el cuerpo. Un trago me iría bien, me haría olvidar un poco todos mis males. O quizá me hiciera sentir aún peor.

Abrió un armario y sacó del fondo una botella.

—Vodka —dijo—. No huele. Es para los casos de extrema urgencia. —La abrió y se tomó un trago; después me la pasó.

Mientras yo bebía, dijo.

—Dios mío, para; déjala ya.

—Me hacía mucha falta.

Le devolví la botella.

—Es una muchacha bonita.

—Sí.

—¡Y qué autosugestión! Le hiciste coger el mono con agua y se lo sacaste con agua.

—Ya viste por qué lo hice —dije.

—Sí. Ella te creyó.

—Eso es. Ella me creyó.

Levanté la vista y vi un cartel que ilustraba una lesión patológica y que daba las instrucciones de urgencia para el tratamiento de un embarazo ectópico. Me detuve donde hablaba de la irregularidad menstrual y de los calambres y dolores en el bajo cuadrante derecho; entonces, las palabras empezaron a borrarse.

—¿John?

Necesité bastante rato para contestar. Me pareció como si necesitara mucho tiempo para oír las palabras. Tenía sueño, tardaba en reaccionar, en actuar.

—¿John?

—Sí. —Mi voz era profunda, como si saliera de un agujero, de una tumba. Parecía tener eco.

—¿Estás bien?

—Sí, perfectamente.

Continué oyendo las palabras, repetidas como si estuviera soñando: perfectamente, perfectamente…

—Tienes un aspecto terrible.

—Estoy perfectamente.

Perfectamente, perfectamente, perfectamente…

—John, no seas loco…

—No estoy loco —dije, cerrando los ojos. Los párpados me pesaban. Se me pegaban, no podía abrirlos—. Soy feliz.

—¿Feliz?

—¿Qué?

—¿Eres feliz?

—No —dije; estaba diciendo tonterías, pues aquello no quería decir nada; su voz me parecía el gorgoteo de un bebé, una voz infantil—. No, no estoy loco. En absoluto.

—John…

—Deja ya de llamarme John.

—Ése es tu nombre —dijo Norton.

Se levantó lentamente, moviéndose con la lentitud de un sueño; me sentí muy cansado mientras lo miraba moverse. Sacó una linterna del bolsillo y la enfocó hacia mi rostro. Desvié la vista; la luz era brillante y me dolían los ojos. Especialmente el derecho.

—Mírame.

La voz era fuerte y autoritaria. La voz de un sargento. Brusca e irritante.

—Vete a la mierda —dije.

Sus fuertes dedos me sujetaban la cabeza; la luz brillaba dentro de mis ojos.

—Déjalo ya, Norton.

—John, aguanta un poco más.

—Déjalo. —Cerré los ojos. Estaba cansado. Muy cansado. Quería dormir durante millones de años. El sueño era algo maravilloso, como un océano bañando la arena de la playa, con el suave y maravilloso ronroneo de las olas lavándolo todo.

—Estoy bien, Norton. Sólo un poco loco.

—John, aguanta.

John, aguanta… John, aguanta… John, aguanta…

—Norton, por el amor de Dios.

—Calla —dijo—. Calla… Calla…

Había sacado el martillo de goma. Me daba golpecitos en las piernas, que se balanceaban arriba y abajo. Los golpecitos me irritaban. Quería dormir. Quería dormir profundamente… profundamente.

—Norton, hijo de perra.

—Calla. Eres tan malo como todos.

Como todos, como todos… Las palabras producían eco en mi cabeza. «¿Como todos?», me pregunté. Después, el sueño se apoderaba de mí; después los dedos se estiraban; dedos de plástico, de goma, que se cernían sobre mis ojos, manteniéndolos cerrados…

—Estoy cansado.

—Ya lo sé. Ya lo veo.

—No puedo. No veo nada. Nada.

No podía ver. Intenté abrir los ojos.

—Café. Necesito café.

—No —dijo él.

—Dame un feto —dije, y me pregunté por qué había dicho eso.

No tenía sentido. ¿Lo tenía? Todo era tan confuso… Me dolía el ojo derecho. El dolor de cabeza estaba exactamente detrás del ojo derecho. Como si hubiera allí un enanito que me diera golpes con un martillo.

—Un enanito —dije.

—¿Qué?

—Un enanito —expliqué. Era clarísimo. Norton era estúpido por no comprender. Estaba perfectamente claro; una afirmación razonable, de un hombre razonable. Norton estaba jugando, simulando no comprender.

—John —dijo—, quiero que cuentes del uno al cien, pero al revés. A ver, resta siete de cien. ¿Puedes?

Hice una pausa. No era fácil. En mi cabeza veía un trozo de papel, una hoja de papel blanca y brillante y encima un lápiz. Cien menos siete. Y una línea debajo para hacer la resta.

—Noventa y tres.

—Bien. Continúa.

Era más difícil. Necesitaba otro pedazo de papel.

Tenía que romper el usado antes de poder empezar con uno nuevo. Y cuando hube roto el viejo ya no me acordaba de lo que tenía que hacer.

Complicado. Confuso.

—Adelante, John. Noventa y tres.

—Noventa y tres menos siete —hice una pausa—. Ochenta y ocho. No, ochenta y seis.

—Continúa.

—Setenta y nueve.

—Sí.

—Setenta y tres. No. Setenta y cuatro. No, no. Espera un momento.

Estaba haciendo pedazos el papel, pero ahora más despacio. Era mucho más difícil romper el papel. Muy difícil. Y todo tan confuso. Era mucho más difícil concentrarse.

—Ochenta y siete.

—No.

—Ochenta y cinco.

—John, ¿qué día es?

—¿El día?

Qué pregunta tan tonta. Norton no hacía más que formular preguntas tontas aquel día. ¿Qué día era?

—Hoy —dije.

—¿Qué fecha?

—¿La fecha?

—Sí, la fecha.

—Mayo. —Quizá estuviéramos en mayo.

—¿Dónde estás ahora, John?

—Estoy en el hospital —dije, mirándome la bata.

Abrí un poco los ojos, pero me pesaban los párpados y la luz me dolía. Deseé que me dejara en paz y poder dormir. Necesitaba dormir. Estaba muy, pero que muy cansado.

—¿Qué hospital?

—El hospital.

—¿Qué hospital?

—El… —empecé, pero no pude recordar lo que tenía intención de decir.

El dolor de cabeza era ahora insoportable; me golpeaba el ojo derecho, sobre la frente, en el lado derecho de la cabeza; un dolor terrible.

—Levanta la mano izquierda, John.

—¿Qué?

—Que levantes la mano izquierda, John.

Le oí, oía las palabras, pero eran necias. Nadie prestaría atención a unas palabras como aquéllas. Nadie las escucharía.

—¿Qué?

Después sentí una vibración en el lado derecho de la cabeza. Una curiosa vibración. Abrí los ojos y vi a una muchacha. Era bonita, pero estaba haciendo cosas muy raras. Sobre mi cabeza movían objetos de color marrón, y después caían. Norton estaba observando y pedía algo, pero no comprendí las palabras. Estaba casi dormido, y todo me parecía muy extraño. Tras el objeto marrón, apareció la espuma.

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