Un caso de urgencia (31 page)

Read Un caso de urgencia Online

Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

BOOK: Un caso de urgencia
8.8Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Sí —dijo.

Cuando terminábamos de comer le pregunté a Evelyn:

—¿Qué dijo en realidad Karen cuando estaba en el coche?

—Decía: «El hijo de puta». Una y otra vez. Nada más.

—¿No explicó nada?

—No.

—¿Tiene idea de lo que quería decir, o a quién se refería?

—No, ni idea —contestó.

—¿No dijo nada más?

—Sí. Hablaba de la aguja. Algo sobre que no quería la aguja; no la quería dentro de ella ni a su alrededor. La aguja.

—¿Se refería a alguna medicina?

—No podría asegurarlo —dijo Evelyn.

—¿Qué pensó usted entonces?

—No pensé nada —dijo Evelyn—. La llevé al hospital y vi cómo se moría ante mis ojos. Estaba preocupada por Peter; temía que lo hubiera hecho él, aunque no lo creía. Me preocupaba que Joshua lo descubriera. Estaba preocupada por un montón de cosas.

—¿Por ella no?

—Sí —dijo ella—, también por Karen.

Tres

La comida fue buena. Hacia el final, mirándoles a los dos, deseé no haber ido allí y no haber sabido nada de lo suyo. No quería saber; quería pensar.

Después tomé café con Peter. Oíamos cómo Evelyn lavaba los platos. Era difícil imaginársela lavando platos, pero al lado de Peter parecía otra; casi era agradable.

—Supongo —dijo Peter— que fue una mala pasada el que te hiciéramos venir hoy aquí.

—Lo es.

Suspiró y se alisó la corbata por encima de su voluminoso estómago:

—Nunca me había encontrado en una situación semejante.

—¿Cómo?

—Atrapado.

Pensé que toda la culpa era suya; que se había metido en eso con los ojos abiertos. Intenté enojarme con él, pero no sabía cómo.

—Lo terrible es pensar en el pasado y preguntarse de qué otro modo podría haberse actuado. Continuamente lo intento. Y nunca puedo encontrar la nota falsa, el momento en que me equivoqué. Quizá fuera cuando empecé con Ev, pero eso volvería a hacerlo. Quizá fuera cuando me comprometí con Karen. Pero eso lo haría de nuevo también. Cada cosa en sí estaba bien; fue la combinación de todas ellas…

—Obliga a J.D. a que retire la acusación —dije.

Peter negó con la cabeza:

—Mi hermano y yo nunca nos hemos entendido bien. Desde que tengo uso de razón, no recuerdo que tuviéramos una cosa en común, ni siquiera en el aspecto físico. Pensamos de forma diferente y actuamos de distinta manera. Cuando era joven me dolía incluso el hecho de que fuera mi hermano, y secretamente confiaba en que no lo fuera, en que lo hubieran adoptado, o algo parecido. Supongo que él pensaba lo mismo de mí.

Terminó su café y dejó descansar la barbilla sobre el pecho.

—Ev ha intentado convencer a J.D. para que retirara la acusación, pero él está firmemente decidido, y ella en realidad…

—¿No puede inventarse una excusa?

—Eso es.

—Nunca hubiera debido mencionar a Lee.

—No, pero lo hecho, hecho está.

Me acompañó hasta la puerta, salí al sol pálido y brumoso. Mientras íbamos hacia el coche, él dijo:

—Si no quieres mezclarte en todo esto, yo lo comprenderé muy bien.

Lo miré.

—Sabes perfectamente que no tengo otra posibilidad.

—No lo sabía, pero lo esperaba.

Me metí en el coche, preguntándome lo que haría a continuación. No tenía ni idea; carecía de un objetivo hacia donde dirigir mis pasos. Quizá pudiera ver de nuevo a Zenner e intentar hacerle recordar algo más de su conversación. Quizá pudiera visitar a Ginnie en el Smith, o a Ángela o Bubbles, y conseguir que recordaran alguna otra cosa interesante. Pero dudaba de conseguir nada.

Metí la mano en el bolsillo en busca de mis llaves y toqué una cosa. La saqué: era la fotografía de un negro con un traje brillante. Román Jones.

Había olvidado a Román. En la línea de mis pensamientos su rostro había desaparecido entre los demás. Me quedé mirándole durante un rato, intentando leer algo en sus facciones, conocer al hombre. Era imposible; la fotografía era vulgar; un muchacho con un vestido reluciente, balanceándose, medio sonriendo, y con una expresión algo sensual. Era una pose para las multitudes; no me decía nada en absoluto.

Nunca he sido hábil con las palabras, y siempre me ha sorprendido que mi hijo Johnny tuviera esa cualidad. Cuando está solo, se entretiene con sus cosas y hace juegos de palabras; hace rimas o se cuenta historias. Tiene el oído muy fino y siempre viene a pedirme explicaciones. Una vez vino a preguntarme lo que era una «ecdisis»; pronunciaba la palabra perfectamente, pero con cuidado, como si fuera una palabra frágil.

Por eso no me sorprendió demasiado, cuando se acercó a mí y me preguntó:

—Papá, ¿qué significa un «abortista»?

—¿Por qué?

—Uno de los policías dijo que tío Art era un abortista. ¿Es eso malo?

—A veces.

Se inclinó por encima de mis rodillas, apoyando en ellas la barbilla. Tenía unos grandes ojos pardos; los ojos de Judith.

—Pero ¿qué significa?

—Es complicado —dije, para darme tiempo a pensar.

—¿Quiere decir una especie de médico? ¿Como neurólogo?

—Sí —dije—. Pero un abortista hace otras cosas.

Coloqué bien la rodilla, sintiendo el peso de su cuerpo. Estaba creciendo. Judith decía que había llegado el momento para tener otro hijo.

—Tiene algo que ver con los bebés.

—¿Como los tocólogos?

—Los tocólogos, eso es —contesté.

—¿Saca al bebé de su mamá?

—Sí —dije—, pero es distinto. A veces, el bebé no es normal. A veces está muerto, y no puede hablar…

—Los bebés no pueden hablar hasta muy tarde.

—Sí —dije—, pero a veces nace sin pies o sin manos. A veces está deformado. Así pues, si un médico evita que el bebé crezca, y lo saca antes de tiempo…

—¿Antes de que haya crecido?

—Eso es: antes de que haya crecido.

—¿A mí me sacaron antes de tiempo?

—No —dije riendo.

—¿Por qué algunos bebés no tienen brazos o piernas?

—Es un accidente, un error.

Estiró la mano y se la miró, flexionando los dedos.

—Son bonitos los brazos —dijo.

—Sí.

—Pero todo el mundo tiene brazos.

—Todo el mundo no.

—Todo el mundo que yo conozco.

—Sí —dije—, pero a veces hay personas que nacen sin ellos.

—¿Pueden jugar a la pelota sin brazos?

—No.

—Eso no me gusta —dijo. Se miró de nuevo la mano, cerrando los dedos y observándolos—. ¿Por qué tienes brazos?

—Porque… —Esa era una pregunta demasiado difícil para mí.

—¿Porque qué?

—Porque dentro del cuerpo las personas llevamos un código escrito.

—¿Qué es un código?

—Unas instrucciones. Dicen cómo debe ser el cuerpo.

—¿Un código?

—Es como una especie de libro de instrucciones. Un plano.

—Ah.

Se quedó pensativo.

—Debe de ser como ese juego que tengo. Miras los dibujos, y copias lo que ves. Eso es un plano.

—Sí, eso es.

No podía estar seguro de si lo comprendía o no. Él consideró lo que le había dicho y después me miró:

—Si se saca el bebé fuera de su mamá antes de que esté crecido, ¿qué pasa?

—Desaparece.

—¿Dónde?

—Desaparece, simplemente —dije; no quería explicar nada más.

—Oh —dijo; volvió a apoyarse en mi rodilla—. ¿Es en realidad un abortista el tío Art?

—No —dije. Sabía que no tenía más remedio que decirle eso; de lo contrario, le explicaría la historia de su tío abortista al maestro de su escuela. Pero de todas maneras, me sentí incómodo.

—Bueno, me alegro.

Y se alejó.

—No comes nada —dijo Judith. Aparté la comida.

—No tengo apetito.

Judith se volvió hacia Johnny y dijo:

—Termina tu plato, Johnny.

Él sostuvo el tenedor en su pequeño y apretado puño.

—No tengo apetito —dijo, mirándome.

—Claro que sí —dije.

—No —insistió—. No tengo.

Debby, que apenas alcanzaba a ver lo que había sobre la mesa, dejó el cuchillo y el tenedor y dijo:

—Yo tampoco tengo apetito; esta comida sabe muy mal.

—Sabe muy bien —dije, llevándome la cuchara a la boca. Los chicos me miraron recelosos. Especialmente Debby: a los tres años era una muchachita muy despierta.

—Lo único que quieres es que comamos, papi.

—Me gusta —dije, comiendo más.

—Estás disimulando.

—No, no estoy disimulando.

—¿Por qué no sonríes? —dijo Debby. Afortunadamente, Johnny decidió en aquel momento comer un poco más. Se frotó el estómago.

—Está bueno —dijo.

—¿De veras? —preguntó Debby.

—Sí —aseguró Johnny—, está muy bueno.

Debby mordisqueó un poco. Lo probaba. Tomó otra cucharada y, cuando se la llevaba a la boca, la derramó sobre su vestido. Después, como cualquier mujer normal, se enfadó con todos los que estábamos a su alrededor. Anunció que era horrible y que no le gustaba; no quería comer más. Judith empezó a llamarla «señorita», señal de que se estaba enfadando de veras. Debby se calmó, mientras Johnny continuaba comiendo, hasta que nos mostró el plato con orgullo: limpio.

Pasó otra media hora antes de que los niños estuvieran acostados. Me quedé en la cocina; Judith volvió:

—¿Café?

—Sí. Será mejor.

—Siento lo de los niños; están pasando unos días malos.

—Todos los estamos pasando.

Ella me sirvió café y se sentó en la mesa ante mí.

—No dejo de pensar en las cartas —dijo ella—. Las que recibió Betty.

—¿Y qué piensas?

—Lo que significan. Hay miles de personas por ahí esperando su oportunidad. Estúpidos, necios…

—Esto es una democracia —dije—. Son esas personas las que llevan el país.

—Te estás burlando de mí.

—No. Comprendo lo que quieres decir —dije.

—Bueno, pues eso me asusta —dijo Judith; me acercó el azúcar por encima de la mesa y agregó—: Creo que me gustaría marcharme de Boston. Y no volver nunca más.

—En todas partes sucede lo mismo —repuse—. Será mejor que te hagas a la idea.

Pasé dos horas en mi estudio, dando un vistazo a algunos viejos libros de texto y artículos de los periódicos. También estuve pensando y relacionando los datos sobre Karen Randall, y Superhead, y Alan Zenner, y Bubbles y Ángela. Intenté que todo eso tuviera sentido; y también lo que sabía sobre Weston, pero no lo tenía.

Judith entró y me dijo:

—Son las nueve.

Me levanté y me puse la americana.

—¿Vas a salir?

—Sí.

—¿A dónde?

Le sonreí.

—A un bar, en los barrios bajos.

—¿Para qué?

—Si lo supiera…

El Electric Grape se encontraba al final de la calle Washington; desde fuera no decía nada; era un viejo edificio de ladrillos, con grandes ventanas. Las ventanas estaban cubiertas de papel, haciendo imposible la visión del interior. En los papeles estaba escrito: «Los Zephyrs. Nocturno.
Go-Go girls
». A medida que me acercaba, oía el sonido de los compases de un rock.

Eran las diez de la noche del jueves. Una noche lenta. Había algunos marineros, y un par de prostitutas, de pie, con todo su peso apoyado en una cadera y la pelvis echada hacia adelante. Una subió a un coche deportivo que se detuvo ante ella y, antes de marcharse, se volvió hacia mí. Su rostro parecía una máscara.

El ambiente era caliente, húmedo, maloliente, con un olor animal y un ruido ensordecedor; las paredes vibraban, la atmósfera estaba cargada. Empezaron a dolerme los oídos. Me detuve un momento para dejar que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad del interior. Había unas mesas de madera barata a lo largo de la pared, separadas entre sí por unos biombos fijos. A un lado había una pequeña pista de baile. Dos marineros estaban bailando con dos mujeres gordas y de aspecto sucio. Aparte de ellos, el local estaba vacío.

En la tribuna estaban los Zephyrs, sacando el hígado por la boca. Había cinco; tres tocaban la guitarra, uno la batería y el otro cantaba, acariciando el micrófono y rodeándolo con las piernas. Hacían mucho ruido, pero sus rostros eran inexpresivos, como si estuvieran esperando algo, matando el tiempo con aquel juego.

A cada lado del conjunto había dos muchachas encargadas de poner los discos en el descanso. Llevaban muy poca ropa, unos biquinis con flecos. Una era regordeta, y la otra tenía un rostro gracioso en un cuerpo sin gracia. Bajo las luces su piel parecía blanca como el yeso.

Me dirigí al bar y pedí un whisky con hielo. Así me darían whisky con agua, que era lo que quería.

Pagué mi bebida y me volví para observar al grupo. Román era uno de los guitarristas, un hombre con unos músculos de hierro, de unos treinta años, con una gruesa cabeza llena de ensortijados cabellos negros. Su piel grasienta resaltaba bajo la luz rosa. Se miraba continuamente los dedos mientras tocaba.

—Lo hacen bien, ¿eh? —dije al barman.

Él se encogió de hombros.

—¿A usted le gusta eso?

—Claro. ¿A usted no?

—Porquería —replicó el barman—, porquería pura.

—¿Qué clase de música le gusta?

—La ópera —dijo, y se alejó para servir a otro cliente. No podía estar seguro de si bromeaba o no.

Me quedé allí de pie. Los Zephyrs terminaron la pieza y los marineros de la pista aplaudieron. Nadie más lo hizo. El cantante todavía se balanceaba al ritmo de la canción; se inclinó ante el micrófono y dijo con voz entrecortada, como si le estuvieran aplaudiendo miles de espectadores:

—Gracias, gracias. —Después dijo—: Nuestra próxima canción será una antigua pieza de Chuck Berry.

Resultó ser
Long Tall Sally
. Realmente antigua. Tan antigua que recordaba que era una canción de Little Richard, y no de Chuck Berry; tan antigua que me hizo recordar los días anteriores a mi matrimonio, cuando llevaba a las muchachas a lugares semejantes para pasar una tarde loca; los días en que los negros no eran otra cosa que una diversión, y no personas como las demás, sino solamente músicos. Los días en que los muchachos blancos podían ir al Apolo, de Harlem.

Los viejos tiempos.

Tocaron bien la canción, fuerte y rápido. Judith aborrece el rock, y lo siento; a mí siempre me ha gustado. Pero ya no estaba de moda cuando nos hicimos mayores. Era algo vulgar, barriobajero. Entonces estaban de moda Lewter Lanm y Eddie Davis, y Leonard Bernstein aún no había aprendido el twist.

Other books

Night Sky by Jolene Perry
Mudwoman by Joyce Carol Oates
The MacGregor Brides by Nora Roberts
Maggie MacKeever by Lady Bliss
Forever Yours by Elizabeth Reyes
The Divine Whisper by Rebekah Daniels
Red Queen by Victoria Aveyard
Deadly Diamonds by John Dobbyn
Ironroot by S. J. A. Turney