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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

Un caso de urgencia (22 page)

BOOK: Un caso de urgencia
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No tenía en su mano ninguna bebida, y fumaba lenta y profundamente.

—Esto es digno de ver —dije.

Él rio.

—Es mi protesta social de esta noche.

Judith dijo:

—Estaba intentando decirle que alguien notaría el aroma.

—Aquí nadie puede notar ningún aroma —dijo Hammond, y probablemente tenía razón; la sala tenía un ambiente enrarecido por el humo de los cigarrillos—. Además, recuerda a Goodman y Gilman.
[40]

—Aun así, sé prudente.

—Fíjate bien —dijo aspirando profundamente—. Nada de carcinoma broncogénico, ni carcinoma alveolar, ni bronquitis crónica y enfisema, ni enfermedades cardíacas, arterioescleróticas, ni cirrosis, ni Wernicke-Korsakov. Es maravilloso.

—Es ilegal.

Él sonrió y se arregló el bigote:

—Tú defiendes el aborto, pero no la marihuana, ¿verdad?

—Sólo puedo hacer una cruzada.

Viéndole succionar profundamente, me acordé de algo:

—Norton, tú vives en Hill, ¿no?

—Sí.

—¿Conoces a alguien que se llame Bubbles?

—Todo el mundo conoce a Bubbles —dijo riendo—. Bubbles y Superhead. Siempre están juntos.
[41]

—¿Superhead?

—Sí. Es su acompañante en este momento. Es un músico electrónico. Un compositor. Le gusta hacer piezas que suenan como diez perros aullando. Viven juntos.

—¿No vivía ella con Karen Randall?

—No lo sé. Quizá. ¿Por qué?

—¿Cuál es el verdadero nombre de Bubbles?

Él se encogió de hombros:

—Nunca oí que nadie la llamara de otro modo. Pero el nombre del muchacho es Samuel Archer.

—¿Dónde vive?

—Detrás del ayuntamiento, en alguna parte. En un sótano; lo han arreglado como un útero.

—¿Un útero?

—Tienes que verlo para creerlo —dijo Norton, y dio un suspiro de satisfacción, relajándose al mismo tiempo.

Diez

Judith parecía nerviosa al volver a casa. Estaba sentada con las rodillas juntas y las manos a su alrededor. Se estrujaba las manos; tenía los nudillos blancos.

—¿Te pasa algo?

—No —dijo—, sólo estoy cansada.

—¿Por culpa de las esposas?

Ella sonrió ligeramente:

—Te estás haciendo muy famoso. La señora Wheatstone estaba tan disgustada que perdió una partida en el juego de esta tarde; lo comprendo.

—¿Qué oíste decir?

—Todas me preguntaron por qué hacías eso de ayudar a Art. Ellas creen que es un ejemplo maravilloso de amistad. Creen que demuestra buen corazón, es humano y maravilloso.

—¡Aja!

—Pero siguen preguntando por qué.

—Bien, espero que les dirás que porque soy un buen chico.

Ella sonrió en la oscuridad:

—Ojalá pudieran pensar eso.

Su voz era triste, y su rostro, a la tenue luz que llegaba de los faros, se veía grave. Sabía que no era fácil para ella pasarse todo el tiempo con Betty, pero alguien tenía que hacerlo.

Por alguna razón, me acordé de mis días de estudiante y de Purple Nell. Purple era una alcohólica de setenta y ocho años de edad que había muerto un año antes de convertirse en nuestro cadáver. La llamábamos Nell y muchas cosas más, y hacíamos chistes para hacer el trabajo más llevadero. Recuerdo el deseo que sentía de dejarlo de una vez, de cesar de cortar la carne fría, húmeda y pegajosa; de parar de sacar todas las capas de tejido. Soñaba con el día en que terminaría con Nell, y podría olvidarla, a ella y a su pestilencia, y el tacto grasiento de su cuerpo, muerto desde hacía tanto tiempo. Todo el mundo decía que no era tan desagradable, pero yo quería dejarlo, terminarlo. Mas nunca lo abandoné, mientras duró la disección; es decir, mientras seguía separando y aprendiéndome todos los nervios y arterias.

Después de mis primeras y duras experiencias con cadáveres, me sorprendí a mí mismo al darme cuenta de que la patología me interesaba. Me gustó el trabajo, y he aprendido a prescindir de los malos olores y de la apariencia de cada nuevo cadáver. Las autopsias, en cierto modo, son distintas; quizá tienen incluso un sentido esperanzador. En las autopsias te encuentras con un hombre que acaba de morir, y del que conoces su historia. No tiene rostro, es un cadáver anónimo, pero es una persona que ha terminado recientemente una batalla privada, la única batalla privada de la vida, y ha perdido. Y la tarea del patólogo es saber cómo, y por qué ha perdido, para poder ayudar a los demás que, tarde o temprano, tendrán que entablar también esa batalla. Está muy lejos de ser una simple disección, en la cual existe una especie de repugnante muerte profesional, como si su único propósito en el crepúsculo de su embalsamado más allá fuera inspeccionar a fondo la misma muerte.

Cuando llegamos a casa, Judith fue a dar un vistazo a los chicos y a llamar a Betty. Yo acompañé a la canguro a su casa. Era una muchacha bajita y bonita llamada Sally, una animadora en Brookline High. Normalmente, cuando la llevaba a su casa, hablábamos de cosas sin importancia: de si le gustaba la escuela, a qué universidad quería ir, y cosas semejantes. Pero esa noche me sentía inquisitivo, viejo, y desplazado, como un hombre que regresa a su país después de haber estado mucho tiempo fuera de él. Todo era distinto, incluso los niños y los jóvenes. No hacían lo que nosotros habíamos hecho. Tenían diferentes metas, diferentes problemas. Al menos tenían diferentes soluciones. Quizá los problemas fueran los mismos. O tal vez fuera eso lo que más nos gustaba creer.

Finalmente decidí que había bebido demasiado en la fiesta, y que sería mejor que me callara, así que dejé que Sally hablara de su examen de conducir y nada más. Mientras hablaba me sentía al mismo tiempo cobarde y aliviado. Y después pensé que era una tontería; que no tenía razón alguna para mostrar curiosidad sobre la muchacha que cuidaba de mis hijos; que no tenía razón alguna para intentar conocerla, y que si lo intentaba sería mal interpretado. Era más seguro hablar de los permisos de conducir; era un tema sólido, respetable y razonable.

Después, no sé por qué, pensé en Alan Zenner. Y en algo que había dicho Art:

—Si quieres saber algo sobre el mundo, enciende el televisor, busca algún programa de debate, y después apaga el sonido.

Lo hice algunos días después de que me lo dijera. Era curioso: los rostros cambiando de expresión, las lenguas moviéndose, las muecas, los gestos de las manos. Pero ningún sonido. Nada en absoluto. No tenías ni idea de lo que estaban diciendo.

Encontré la dirección en el listín telefónico: Samuel F. Archer, 1334 Langdon Street. Marqué el número. Salió una voz grabada:

—«Lamentamos comunicarle que el número que acaba de marcar no existe. Si se mantiene a la escucha un operador le dará más información».

Esperé. Hubo una serie de repiques rítmicos, como los latidos de un corazón telefónico, y después oí al operador:

—Información. ¿A qué número está usted llamando?

—Siete-cuatro-dos-uno-cuatro-cuatro-siete.

—Ese número ha sido dado de baja.

—¿Tiene usted algún otro que lo haya sustituido?

—No, señor.

Probablemente Samuel F. Archer había cambiado de residencia, pero quizá no fuera así. Me dirigí allí directamente. Su vivienda se encontraba en la falda este de Beacon Hill, era un deteriorado edificio de apartamentos. El vestíbulo olía a coles y a papilla de bebé. Bajé por unas gastadas escaleras de madera hacia el sótano, donde una luz verde iluminaba una puerta completamente pintada de negro.

Había una frase escrita: DIOS SE HACE GRANDE A SÍ MISMO.

Llamé.

De dentro llegaba un ruido de chillidos, trinos, gemidos y algo que parecían crujidos. Se abrió la puerta y me encontré ante un hombre joven, como de unos veinte años, con el pelo largo y con barba. Llevaba una especie de pantalones ceñidos, unas sandalias y una camisa roja. Me miró con una expresión carente de sorpresa e interés:

—¿Sí?

—Soy el doctor Berry. ¿Es usted Samuel Archer?

—No.

—¿Está ahí el señor Archer?

—Está muy ocupado en este momento.

—Quisiera verle.

Me miraba fijamente con recelo. Oí más ruidos, algo que rechinaba, un estruendo y un largo silbido.

—Necesito su ayuda —dije.

Él pareció relajarse ligeramente.

—Es un mal momento.

—Es urgente.

—¿Es usted médico?

—Sí.

—¿Tiene usted coche?

—Sí.

—¿De qué clase?

—Chevrolet, del sesenta y cinco.

—¿Cuál es el número de la matrícula?

—Dos-uno-uno-cinco-dieciséis.

Él asintió:

—Está bien —dijo—; lo siento, pero ya sabe usted cómo está la situación en estos días. Uno no se puede fiar de todo el mundo.
[42]
Entre —y retrocedió para dejarme pasar—; pero no diga nada, ¿de acuerdo? Yo le hablaré primero. Está componiendo y se pone furioso. Es la séptima hora y ya tendría que terminar. Pero lo hace tan fácilmente; aunque sea tarde.

Pasamos por lo que me pareció una sala. Había algunos divanes y unas lámparas baratas. Las paredes eran blancas y pintadas con cenefas ondeantes de colores fluorescentes. Una lámpara ultravioleta resaltaba el efecto.

—Salvaje —dije, esperando que ésa fuera la palabra adecuada.

—Sí, hombre.

Fuimos a la habitación contigua. La luz era escasa. Un muchacho bajito, pálido, con una cabeza inmensa llena de rizos rubios, estaba echado en el suelo, rodeado de aparatos electrónicos. Había dos micrófonos en la pared más alejada, y una cinta magnetofónica en funcionamiento. El muchacho pálido estaba trabajando con su equipo, unos mazos redondos, y produciendo sonidos. No levantó la vista cuando entramos. Parecía estar muy concentrado, y sus movimientos eran lentos.

—Espere aquí —dijo el muchacho de la barba—. Yo le avisaré.

Me quedé en la puerta. El muchacho de la barba se aproximó al otro y le dijo con suavidad:

—Sam, Sam.

Sam le miró:

—Hola —dijo.

—Sam, tienes una visita.

Sam pareció confuso:

—¿De veras? —preguntó. Todavía no me había visto.

—Sí. Es un hombre muy simpático. Muy simpático. ¿Comprendes? Y muy amable.

—Bien —dijo Sam lentamente.

—Necesita tu ayuda. ¿Querrás ayudarle?

—Claro.

El muchacho de la barba me hizo un gesto. Yo me acerqué y le pregunté:

—¿Qué es?

—Ácido —dijo—. La séptima hora. Tendría que estar terminando. Pero se va poco a poco, ¿no es verdad?

—Está bien —dije.

Me agaché para estar al mismo nivel que Sam. Él me miró sin expresión.

—No te conozco —dijo finalmente.

—Soy John Berry.

Sam no se movió.

—Eres viejo —dijo—. Realmente viejo.

—En cierto modo —dije.

—Sí, hombre, sí. ¡Eh, Marvin! —dijo, levantando la vista hacia su amigo—. ¿Has visto a este tipo? Es realmente viejo.

—Sí —dijo Marvin.

—¡Ah, muy viejo!

—Sam —dije—, soy tu amigo.

Le tendí la mano, lentamente, para no asustarle. No la estrechó; la cogió por los dedos y la llevó a la luz. La volvió lentamente, mirando la palma y después el dorso. Después hizo mover los dedos.

—Eh, hombre —dijo—. Eres médico.

—Sí —dije.

—Tienes manos de médico. Las conozco.

—Sí.

—Eh, amigo. Caramba. Hermosas manos.

Estuvo en silencio durante un momento, examinando mis manos, estrujándolas, acariciándolas, tocando los pelos del dorso, las uñas, las puntas de los dedos.

—Brillan —dijo—. Ojalá tuviera unas manos como éstas.

—Quizá las tienes —dije.

Dejó caer mi mano y miró las suyas. Finalmente dijo:

—No. Son distintas.

—¿Es eso malo?

Me echó una mirada confusa:

—¿Por qué has venido?

—Necesito tu ayuda.

—Sí. Está bien.

—Necesito una información.

No me di cuenta de que eso había sido un error hasta que vi a Marvin adelantarse. Sam se agitó; yo hice retroceder a Marvin.

—Está bien, Sam. Está bien.

—Eres policía —dijo Sam.

—No. Policía no. Yo no soy policía, Sam.

—Lo eres, estás mintiendo.

—A menudo se pone paranoico —dijo Marvin—. Se imagina monstruosidades.

—Eres un policía, un sucio policía.

—No, Sam. No soy un policía. Si no quieres ayudarme me marcharé.

—Eres un sucio y asqueroso poli.

—No, Sam. No, no.

Entonces se sentó, relajando su cuerpo y estirando todos sus músculos. Recobré el aliento.

—Sam, tú tienes una amiga. Bubbles.

—Sí.

—Sam, ella tiene una amiga llamada Karen.

Miraba fijamente al vacío; estuvo mucho rato sin contestar.

—Sí, Karen.

—Bubbles vivía con Karen. El verano pasado.

—Sí.

—¿Conociste a Karen?

—Sí.

Empezó a respirar rápidamente, pesadamente, mientras sus ojos se ensanchaban.

Le puse la mano en el hombro, suavemente:

—Calma, Sam, calma. Calma. ¿Algo va mal?

—Karen —dijo mirando a través de la habitación—. Era… terrible.

—Sam…

—Era lo peor, hombre. Lo peor.

—Sam, ¿dónde está ahora Bubbles?

—Fuera. Se fue a visitar a Ángela. Ángela…

—Ángela Harding —dijo Marvin—. Ella y Karen y Bubbles vivían juntas el verano pasado.

—¿Dónde está ahora Ángela? —le pregunté a Marvin.

En aquel momento, Sam dio un salto y empezó a gritar con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Poli! ¡Poli!

Se lanzó contra mí, erró e intentó darme un puntapié. Yo le agarré el pie, y él cayó, golpeando algún aparato electrónico. Un agudo chillido que variaba de intensidad llenó la habitación.

Marvin dijo:

—Iré por la torazina.
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—Deja la torazina y ayúdame —dije. Agarré a Sam y le hice echarse. Él chillaba por encima del ruido que hacían los aparatos electrónicos.

—¡Poli! ¡Poli! ¡Poli!

Pataleaba. Marvin trató de ayudarme, pero fue en vano. Sam golpeaba la cabeza contra el suelo.

—Ponle el pie debajo.

No comprendió.

—¡Vamos! —grité.

Le puso el pie debajo de la cabeza; así Sam no se lastimaría. Sam continuó pataleando y retorciéndose entre mis manos. Bruscamente, lo solté. Cesó de retorcerse y patalear, se miró las manos, y después me miró a mí.

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