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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

Un caso de urgencia (26 page)

BOOK: Un caso de urgencia
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—¿Fue alguna vez paciente tuya?

—No, por suerte —dijo suspirando—. En una ocasión se me sugirió que la aceptara, pero rehusé. En aquel momento tenía ya a tres muchachas adolescentes, y ya era suficiente. Incluso demasiado.

—¿Quién te pidió que te ocuparas de ella?

—Peter, desde luego. Es el único que tiene sentido común de toda la familia.

—¿Qué sabes de los abortos de Karen?

—¿Abortos?

—Vamos, Fritz.

Se dirigió a un armario y sacó de él una americana sport, se la puso y se alisó las solapas.

—La gente no lo comprenderá nunca —dijo—. Es un ciclo, un caso fácilmente reconocible, tan común como un infarto de miocardio. Conoces lo que es, los síntomas, el problema. Lo has visto una y otra vez. Una niña rebelde escoge el punto más débil de sus padres (con una exactitud sorprendente), y se dedica a explotarlo. Pero después, cuando llega el castigo, éste es aplicado en los mismos términos del punto débil: si alguien te pregunta en francés, tú debes contestar en francés.

—No comprendo.

—Para una muchacha como Karen, el castigo era importante. Ella quería ser castigada, pero su castigo, como su rebelión, tenía que ser de naturaleza sexual. Quería sufrir los dolores del parto; así podía compensar su ruptura con la familia, con la sociedad, con la moral… Dylan lo expresa maravillosamente; tengo el poema aquí, en alguna parte.

Empezó a buscar entre las estanterías.

—No importa —dije.

—No, no, es una cita encantadora; te gustará. —Buscó un rato más y después se enderezó—. No la encuentro; bueno, no importa. El caso es que ella necesitaba sufrimiento, pero nunca lo experimentaba. Era por eso que ella se quedaba embarazada una y otra vez.

—Hablas como un psiquiatra.

—En estos tiempos, lo hacemos todos.

—¿Cuántas veces se quedó embarazada?

—Dos. Que yo sepa. Pero eso es sólo lo que yo he oído de otras pacientes. Muchas mujeres importantes se sintieron amenazadas por Karen. Ella se metía con su escala de valores, con su sentido del bien y del mal. Las desafiaba, daba por sentado que eran viejas, asexuadas, tímidas y necias. Una mujer de mediana edad no puede afrontar tal desafío; es terrible. Debe responder, debe reaccionar, debe formarse un criterio que la reivindique ante sí misma, y, por lo tanto, debe condenar a Karen.

—Así pues, habrás oído muchos chismes.

—He oído muchos temores.

Fumaba su cigarro. La habitación estaba llena de sol y de humo azulado. Se sentó sobre la cama y empezó a ponerse los calcetines y los zapatos.

—Francamente —dijo—, al cabo de un tiempo yo mismo tenía resentimientos contra Karen. Pasaba por encima de todo, hacía demasiado, iba demasiado lejos.

—Quizá no podía evitarlo.

—Quizá necesitaba una buena zurra.

—¿Es ésa una opinión profesional?

Sonrió.

—Esto es solamente la manifestación de mi irritación humana. Si pudiera contar el número de mujeres que se han descarriado y que han tenido relaciones desastrosas por culpa de Karen…

—No me importan las demás mujeres —dije—. Me importa Karen.

—Está muerta.

—¿Te alegras?

—No seas tonto —dijo Fritz—. ¿Por qué dices eso?

—Fritz…

—Sólo una pregunta.

—Fritz —dije—, ¿cuántos abortos tuvo Karen antes del de ese fin de semana?

—Dos.

—Uno el verano pasado —dije—, en junio, y el otro ¿antes?

—Sí.

—¿Y quién la hizo abortar?

—No tengo la más ligera idea —dijo, aspirando el humo de su cigarro.

—Tenía que ser alguien bueno —observé—, porque Bubbles dijo que Karen estuvo ausente sólo durante una tarde. La operación tuvo que ser muy eficaz y sin traumatismos.

—Es probable. Después de todo, era una muchacha rica.

Lo miré, sentado en su cama, anudándose los zapatos y fumando el cigarro. No sé por qué, tuve la certeza de que lo sabía.

—Fritz, ¿fue Peter Randall?

Fritz gruñó:

—Si lo sabes, ¿por qué lo preguntas?

—Necesito una confirmación.

—Lo que necesitas es que te echen una soga al cuello. Sí, fue Peter.

—¿Lo sabía J.D.?

—¡Dios bendito! ¡Eso nunca!

—¿Lo sabía la señora Randall?

—Mmmm… No estoy seguro. Es posible, pero lo dudo.

—¿Sabía J.D. que Peter provocaba abortos?

—Sí. Todo el mundo sabe que Peter provoca abortos. Es un profesional en el asunto, créeme.

—Pero J.D. nunca supo que Karen había abortado.

—Eso es.

—¿Cuál es la relación que hay entre la señora Randall y Art Lee?

—Estás muy fino hoy —dijo Fritz.

Esperé una respuesta. Fritz aspiró su cigarro dos veces seguidas, creando una gran nube de humo alrededor de su rostro, y desvió la vista.

—Vamos. ¿Cuándo? —insistí.

—El año pasado. Cerca de la Navidad, si mal no recuerdo.

—¿J.D. no lo supo?

—Si piensas un poco te acordarás de que J.D. pasó los meses de noviembre y diciembre en la India, trabajando para el Departamento de Estado. Una especie de viaje de buena voluntad, en pro de la salud pública.

—Entonces ¿quién era el padre?

—Bien, existe cierta especulación sobre ello. Pero nadie está seguro… Quizá ni siquiera la señora Randall.

De nuevo tuve la sensación de que estaba mintiendo.

—Vamos, Fritz. ¿Vas a ayudarme o no?

—Querido muchacho. Eres inmensamente listo.

Se levantó, se dirigió al espejo, alisó su chaqueta y pasó sus manos por la camisa. Era algo que siempre observaba en Fritz; se tocaba continuamente el cuerpo, como si quisiera asegurarse de que no había desaparecido.

—A menudo he pensado —dijo Fritz— que la actual señora Randall bien pudiera haber sido la madre de Karen, ya que las dos hacían gala de la misma calentura.

Encendí un cigarrillo.

—¿Por qué se casó con ella J.D.?

Fritz se encogió de hombros inocentemente y se puso un pañuelo por debajo de las mangas de la chaqueta.

—Sólo Dios lo sabe. Se habló mucho de eso entonces. Ella proviene de una buena familia (una familia de Rhode Island), pero la mandaron a una escuela de Suiza. Esas escuelas suizas destruyen a cualquier muchacha. De todas formas, fue una mala elección para un hombre que había cumplido ya los sesenta y que era un cirujano muy ocupado. Ella se aburrió enseguida en su enorme mansión. Los suizos te enseñan a aburrirte en cualquier circunstancia.

Se abrochó la americana y se alejó del espejo, echando la última mirada por encima del hombro.

—Así pues, se dedicó a divertirse.

—¿Cuánto tiempo hace de eso?

—Más de un año.

—Fue ella quien decidió los abortos de Karen.

—Lo dudo. Uno no puede estar seguro de nada, pero lo dudo. Es más probable que fuera cosa de Signe.

—¿Signe?

—Sí, la amante de J.D.

Suspiré, preguntándome si Fritz se estaría burlando de mí. Pero, pensándolo bien, me pareció que no era así.

—¿J.D. tenía una amante?

—Oh, sí. Una muchacha finlandesa. Trabajaba en el laboratorio de cardiología del Mem. Me dijeron que era bastante atolondrada.

—¿No la viste nunca?

—No.

—¿Entonces, cómo sabes…?

Sonrió enigmáticamente.

—¿A Karen le gustaba esa tal Signe?

—Sí. Eran buenas amigas. En realidad, eran íntimas —dijo Fritz; y continuó—: Karen quería mucho a su madre, la primera señora Randall. Murió hace dos años de cáncer —rectal, creo—, y fue un gran golpe para Karen. Ella nunca había apreciado mucho a su padre, pero siempre había confiado en su madre. La pérdida de su confidente, cuando ella tenía dieciséis años, fue un gran golpe. La mayor parte de su subsiguiente… comportamiento puede atribuirse a malos consejos.

—¿De Signe?

—No. Según me han dicho, Signe es una muchacha bastante sensata.

—Entonces no lo entiendo.

—Una de las razones por las que Karen no apreciaba a su padre, era porque conocía sus inclinaciones. Verás, él ha tenido siempre amantes. Jóvenes. La primera fue la señora Jewett, y después hubo…

—No importa —dije, pues ya me había hecho cargo de la situación—. ¿J.D. engañaba también a su primera esposa?

—Pendoneaba —dijo Fritz—; digamos que pendoneaba.

—¿Y Karen lo sabía?

—Era una muchachita muy perceptiva.

—Hay una cosa que no comprendo —dije—. Si a Randall le gusta la variedad, ¿por qué volvió a casarse?

—Oh, esto está bastante claro. Sólo hay que mirar a la actual señora Randall para comprenderlo. Es un accesorio en su vida, una decoración, un adorno para su existencia. Es como una planta exótica en un tiesto, lo cual no está muy lejos de la verdad, considerando lo mucho que bebe esa dama.

—No tiene sentido —dije.

Me miró entre divertido e inquisitivo:

—¿Y qué hay de esa enfermera con la que comes dos veces por semana?

—Sandra es una amiga. Y es una muchacha excelente —dije, mientras me sorprendía de ver lo bien informado que estaba.

—¿Y nada más?

—Claro que no —dije un poco violento.

—¿Es una casualidad que te encuentres con ella en el café los jueves y viernes?

—Sí. Nuestros horarios…

—¿Qué crees que esa muchacha siente por ti?

—No es más que una niña. Tiene diez años menos que yo.

—¿No te sientes halagado?

—¿Qué quieres decir? —pregunté, sabiendo lo que quería decir.

—¿No te proporciona cierta satisfacción el hablar con ella?

Sandra era una enfermera de la planta octava del servicio de medicina. Era muy bonita, con unos ojos muy grandes y una cintura muy estrecha, y una forma de andar…

—No ha sucedido nada —dije.

—Ni sucederá. Sin embargo, os veis dos veces por semana.

—Ella representa un paréntesis agradable en mi trabajo. Dos veces por semana. Un
rendez-vous
en la íntima y sexualmente cargada atmósfera del café del hospital Lincoln.

—No es necesario que levantes la voz.

—No levanto la voz —dije, hablando más bajo.

—Ya ves —dijo Fritz—, los hombres tienen distintas maneras de actuar. Tú no sientes deseos de hacer otra cosa que hablar con esa muchacha. Es suficiente con que ella esté allí, pendiente de todas tus palabras, algo enamorada de ti…

—Fritz…

—Mira —dijo Fritz—, pongamos un caso: tengo un paciente que sentía deseos de matar a la gente. Era un deseo muy fuerte, difícil de controlar. Eso preocupaba al paciente; temía constantemente matar a alguien de verdad. Pero, finalmente, ese hombre encontró un trabajo en el medio Oeste, un trabajo de verdugo. Su
modus vivendi
consiste en electrocutar a la gente. Y lo hace muy bien; es el mejor electrocutador de toda la historia del estado. Registró diversas patentes, pequeñas técnicas que inventó para hacer el trabajo más rápido y menos doloroso. Es un estudiante de la muerte. Disfruta con su trabajo. Es un hombre entregado. Ve sus métodos y sus avances de la misma forma que un médico; un alivio del sufrimiento, una mejora.

—¿Y qué?

—Que intento decirte que los deseos normales pueden tomar muchas formas; algunas son legítimas, otras no. Cada cual debe encontrar la manera de enfocarlos.

—Estamos muy lejos de Karen —dije.

—En realidad, no. ¿No te has preguntado nunca por qué quería tanto a su madre y tan poco a su padre? ¿Te has preguntado por qué, cuando murió su madre, ella escogió ese modo de comportarse tan particular (sexo, drogas, autohumillaciones), hasta el punto de hacer amistad con la querida de su padre?

Me recliné en el sillón. Fritz volvía a ser retórico.

—La muchacha —dijo— sufría determinadas tensiones y angustias. Tenía ciertas reacciones, algunas defensivas, otras ofensivas, ante lo que sabía de sus padres. Reaccionaba según lo que sabía. Tenía que hacerlo. En cierto modo, debía estabilizar su propio mundo.

—Vaya estabilidad.

—Cierto. Desagradable, mala, perversa. Pero quizá era lo único que sabía hacer.

—Me gustaría hablar con esa Signe —dije.

—Imposible. Signe volvió a Helsinki hace seis meses.

—¿Y Karen?

—Karen se convirtió en una pobre alma solitaria. No tenía nadie en quien apoyarse, ningún amigo, ninguna ayuda. O, al menos, así se sentía ella.

—¿Qué hay de Bubbles y Ángela Harding?

Fritz me miró fijamente.

—¿Qué ocurre con ellas?

—La hubieran podido ayudar.

—¿Puede un náufrago salvar a otro náufrago? Bajamos las escaleras juntos.

Seis

Crusher Thompson había sido un luchador de los años cincuenta. Era conocido por su cabeza en forma de espátula, que solía utilizar apretándola contra el pecho de su rival una vez derribado, y para aplastarlo con ella. Durante algunos años, divirtió a mucha gente y pudo reunir el dinero suficiente para comprar un bar, que había sido el centro de reunión de muchos jóvenes. Thompson no era tonto, a pesar de su cabeza. Tenía algunos detalles —a la entrada, por ejemplo, había una alfombrilla que no era otra cosa que una colchoneta deportiva— y, a pesar de las inevitables fotografías suyas colgadas en todas partes, el efecto, en general, era agradable.

Había una sola persona en el bar cuando yo llegué, un negro corpulento, muy bien vestido, sentado en el extremo más lejano del bar ante un vermut. Me senté y pedí un whisky. El mismo Thompson servía tras el mostrador, con las mangas arremangadas para exponer sus poderosos y velludos antebrazos.

—¿Conoce usted a un individuo llamado George Wilson? —pregunté.

—Claro —dijo Thompson con una sonrisa.

—¿Querrá usted avisarme cuando llegue, por favor?

Thompson señaló con la cabeza al hombre sentado en el extremo del bar:

—Es aquel de allí.

El negro levantó la vista y me sonrió. Era una sonrisa medio divertida, medio cohibida. Me dirigí hacia él y le estreché la mano.

—Lo siento —dije—, soy John Berry.

—No tiene importancia, eso es también nuevo para mí.

Era joven, no llegaría a los treinta. Tenía una pálida cicatriz desde la oreja derecha hasta el cuello que desaparecía por debajo de la camisa. Pero sus ojos eran firmes y tranquilos mientras se alisaba su corbata a rayas.

—¿Vamos a sentarnos?

—Está bien.

Mientras nos dirigíamos a un apartado, Wilson dijo por encima del hombro:

—Dos de lo mismo, Crusher.

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