Creo que siente cierta hostilidad hacia la medicina, y se emborracha y así puede liberar su hostilidad con una excusa: está borracho. Estando borracho, se ha enzarzado a veces en amargas y violentas peleas con otros médicos; una vez le dijo a Janis que había hecho abortar a su esposa, y Janis, que no lo sabía, le miró como si le hubiera dado un porrazo en la ingle. Janis es católico, pero su esposa no. Art consiguió terminar en un instante con una cena feliz.
Yo asistí también a aquella fiesta, y me enfadé con Art. Se disculpó conmigo algunos días más tarde, y le dije que le pidiera excusas a Janis, cosa que hizo. Por alguna extraña razón, después de esto Janis y Art se hicieron muy amigos, y Janis se convirtió en un defensor del aborto. No sé lo que le diría Art, ni cómo lo convenció, pero, fuera lo que fuera, surtió efecto.
Puesto que conozco a Art mejor que la mayoría de la gente, le doy gran importancia a su procedencia china. Creo que su origen y su apariencia física tienen gran influencia sobre él. Hay muchos chinos y japoneses dentro del campo de la medicina, y se hacen muchos chistes sobre ellos; chistes sobre su energía y su inteligencia para encaminarse hacia el éxito. Es precisamente la clase de chistes que uno oye sobre los judíos. Creo que Art, como chinoamericano, ha luchado contra esta tradición, y ha luchado también contra su educación, que fue esencialmente conservadora. Al final se ha inclinado hacia el otro extremo; es radical y de izquierda. Prueba de ello es su disposición a aceptar todas las cosas nuevas. Tiene el equipo más moderno que cualquier otro tocólogo de Boston. Siempre que sale un nuevo producto él lo compra. También se hacen chistes sobre eso —sobre la afición a los regalos de los orientales—, pero los motivos son diferentes. Art lucha contra la tradición, la rutina y las formas aceptadas.
Cuando uno habla con él se tiene la sensación de que está lleno de ideas. Tiene un nuevo método para hacer la prueba Papp.
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Quiere abandonar la rutina, el examen pélvico digital, como una inútil pérdida de tiempo. En su opinión la temperatura basal es un indicador de la ovulación más efectivo de lo que se cree. Cree que los fórceps tendrían que eliminarse de todos los partos, a pesar de las complicaciones que pudieran presentarse. Piensa que la anestesia general en los partos tendría que ceder su lugar a grandes dosis de tranquilizantes.
Cuando uno oye por primera vez esas ideas y esas teorías se queda impresionado. Sólo más tarde uno se da cuenta de que eso no es sino un ejemplo más de su lucha contra la tradición, y de su intento de encontrar defectos en todo y en todas las cosas que puede.
Supongo que es natural que empezara a provocar abortos. Y supongo que debería preguntarle sus motivos. Pero generalmente no lo hago, porque creo que las razones de un hombre para hacer algo son menos importantes que el valor real de lo que hace. Es una verdad histórica que un hombre puede hacer algo malo con un fin bueno. En este caso él pierde. O quizás haga cosas buenas con un fin malo. En este caso es un héroe.
De toda la gente de la fiesta, sólo habría uno que podría ayudarme, quizá. Se trataba de Fritz Werner, pero no lo vi al llegar, así que continué buscándole.
En lugar de Werner me encontré con Blake. Éste es un antiguo patólogo del General, pero todo el mundo le conoce por su cabeza, que es enorme, redonda y lisa. Tiene las facciones pequeñas e infantiles; una pequeña mandíbula, los ojos separados; Blake se parece a la idea que la gente tiene del hombre del futuro.
Es un hombre tan frío e intelectual que a veces le saca a uno de quicio, y es muy aficionado a los juegos. Él y yo hemos estado jugando a lo mismo durante años.
Me saludó levantando su vaso de vermut y preguntó:
—¿Listo?
—Claro.
—De POLLO a TANGO.
Parecía fácil. Saqué mi libreta y el lápiz y lo intenté. En la parte superior de la página escribí POLLO y al final TANGO. Después intenté unir las palabras:
POLLO
POLIO
PALIO
SALIÓ
SALTO
SANTO
CANTO
TANTO
TANGO
Necesité pocos segundos.
—¿Cuántas? —dijo Blake.
—Nueve.
Sonrió.
—Me han dicho que puede hacerse con cinco. Yo lo he hecho con siete.
Me tomó la libreta de la mano y escribió:
POLLO
POLIO
PALIO
PALCO
TALCO
TALGO
TANGO
Busqué en el bolsillo y le di un cuarto de dólar. Las tres últimas veces me había ganado, y a lo largo de los años me había ganado en muchas más ocasiones que yo a él. Pero, ya para entonces, Blake había vencido a todo el mundo.
—Por cierto —dijo—. He oído otra teoría. ¿Conoces el DNA templado?
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—Sí —dije. Movió la cabeza:
—Qué pena. Disfruto con eso. Quiero decir, explicándoselo a la gente.
Le sonreí, apenas incapaz de ocultar mi satisfacción.
—¿Sabes lo último sobre la juventud de Asia? ¿Sobre el derecho a rehusar la medicación? Está de acuerdo con las argumentaciones retóricas, y de una forma muy clara.
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También había oído eso, y se lo dije. Esto pareció deprimirle. Me dejó probar suerte con alguien más.
Blake colecciona argumentos sobre filosofía médica. Nunca es más feliz que cuando puede demostrar lógicamente a un cirujano que no tiene derecho a operar, o a un internista que está éticamente inclinado a matar a todos los pacientes que puede. Blake disfruta con las palabras y las ideas, de la misma forma que los niños pequeños disfrutan jugando a canicas en la calle. Es fácil para él, no requiere ningún esfuerzo y lo entretiene. Él y Art se han entendido siempre bien. El año pasado sostuvieron una discusión de cuatro horas sobre si un tocólogo era moralmente responsable de todos los niños que nacían bajo su asistencia, desde el momento en que nacían hasta que morían.
Mirados retrospectivamente, todos los argumentos de Blake no parecen más sutiles o importantes que un ejercicio gimnástico, pero a veces son fascinantes. Blake tiene un agudo sentido de la arbitrariedad, y lo mantiene cuando trabaja con miembros de la más arbitraria profesión que hay sobre la tierra.
Me paseé por la sala, oyendo trozos de chistes y de conversaciones; me pareció una típica fiesta de médicos.
—¿Sabes lo del bioquímico francés que tuvo gemelos? Bautizó a uno y el otro lo reservó como control.
—Todos acaban con la septicemia tarde o temprano…
—Iba por ahí, POR AHÍ, fíjese bien, con un PH sanguíneo de siete coma seis y un potasio de uno…
—Bien, ¿y qué demonios puede usted esperar de un Hopkins?
—Y dijo: «He dejado de fumar, pero maldita sea si tengo que dejar de beber».
—Desde luego, usted puede corregir la presión sanguínea, pero eso no evita que los vasos…
—Ella siempre había sido una muchacha encantadora. Muy bien vestida. Debía de gastar una fortuna para vestirse…
—… Claro que está hecho una porquería. Cualquiera lo estaría en su lugar…
—… Qué diablos oligúrico. Estuvo anúrico durante cinco días, y aún sobrevivió…
—… Era un hombre de setenta y cuatro años de edad; la incisión fue local solamente y lo mandamos a casa. De todas maneras crece lentamente…
—… Un hígado que le llegaba hasta las rodillas. Pero no había fallo hepático…
—Dijo que se marcharía si no operábamos; así que, naturalmente, nosotros…
—… Pero los estudiantes están siempre a la que salta; no es una respuesta específica…
—Bien, aparentemente, esa muchacha le ha sacado de quicio…
—¿De veras? ¿Harry con esa enfermera pequeñita del siete? ¿La rubia?
—… Ni lo creo. Publica más artículos en los periódicos que los que cualquier persona podría leer en su vida…
—… Metástasis del corazón…
—Te voy a contar lo que pasaba: una prisión desierta, con un viejo prisionero, resignado a su vida, y otro joven, recién llegado. El joven hablaba constantemente de escapar, y después de algunos meses consigue abrir un boquete. Estuvo ausente una semana tras la cual los guardas de la prisión lo devolvieron a su celda. Estaba medio muerto, y casi se había vuelto loco a causa del hambre y la sed. Describió su horrible aventura al antiguo prisionero. Las interminables dunas de arena, sin oasis, sin signos de vida en ninguna parte. El viejo escuchó durante un rato, y después dijo: «Sí, ya sé. Yo intenté escapar hace veinte años». Y el joven le replicó: «¿Por qué, por qué no me lo dijo durante esos meses que yo estuve pensando en huir? ¿Por qué no me hizo comprender que era imposible?». Y el viejo prisionero se encogió de hombros y dijo: «¿Y quién cree en los resultados negativos?».
A las ocho me empecé a sentir cansado. Vi entrar a Fritz Werner, saludando a todo el mundo y hablando alegremente. Me dirigí a él, pero Charlie me cortó el camino.
Charlie iba siempre inclinado sobre sí mismo, con una expresión dolorosa y retorcida pintada en el rostro, como si acabaran de darle un porrazo en el estómago. Sus ojos eran grandes y tristes. En conjunto, producía un efecto bastante dramático, pero Charlie siempre tenía ese aspecto. Siempre traía un aire de crisis inevitable y de inminente tragedia sobre sus espaldas, que parecía abrumarle con su peso hasta doblarle. Yo no le había visto sonreír jamás.
En un murmullo de voz dijo:
—¿Qué tal está?
—¿Quién?
—Art Lee.
—Está bien.
Yo no quería hablar de Lee con Charlie Frank.
—¿Es cierto que ha sido detenido?
—Sí.
—Oh, Dios mío —dijo suspirando.
—Creo que todo acabará bien —dije.
—¿De veras?
—Sí —dije—, lo creo.
—Oh, Dios mío —se mordió los labios—. ¿Puedo hacer alguna cosa?
—No lo creo.
Todavía me sujetaba del brazo. Miré al otro lado de la habitación, donde estaba Fritz, esperando que Charlie lo notara y me soltara. No lo hizo.
—Dime, John…
—¿Sí?
—¿Qué hay acerca de lo que he oído de que tú estabas comprometido en eso?
—Digamos que me interesa.
—Debería decírtelo —dijo Charlie, inclinándose aún más cerca de mí—. Hay habladurías en el hospital. La gente dice que te preocupas de eso porque tú también estás metido en ello.
—Hablar no cuesta nada.
—John, puedes crearte muchos enemigos.
Sin darme cuenta, estaba pensando en los amigos de Charlie Frank. Era un pediatra y muy bueno: se preocupaba más de sus jóvenes pacientes que sus mismas madres, y eso las hacía felices.
—¿Por qué lo dices?
—Es sólo una sensación que tengo —dijo con una triste mirada.
—¿Qué me sugieres que haga?
—Aléjate de todo eso, John. Es feo. Realmente feo.
—Lo recordaré.
—Hay muchas personas que lo sienten profundamente…
—Yo también.
—… Y creen que hay algo que debe dejarse para un juicio.
—Gracias por el consejo.
Su mano oprimió aún más fuerte el brazo que me tenía agarrado.
—Te digo esto como un amigo, John.
—Está bien, Charlie; lo recordaré.
—Es realmente feo, John.
—Me acordaré.
—Esa gente no se parará ante nada —dijo.
—¿Qué gente?
Con brusquedad, me soltó el brazo. Se encogió de hombros, bastante confuso:
—Bien, de todas maneras debes hacer lo que creas mejor.
Y se alejó.
Fritz Werner estaba en el bar, como de costumbre. Era un hombre alto y terriblemente delgado, casi demacrado. Llevaba el pelo muy corto y eso hacía resaltar aún más sus grandes ojos oscuros. Cuando andaba recordaba a un pájaro, y tenía una forma rara de torcer el cuello cuando se le hablaba, como si no oyera bien. Había en él cierta intensidad, que quizá era debida a su procedencia austríaca, o a su naturaleza artística. La afición de Fritz era pintar y hacer bocetos, y su despacho tenía siempre un aspecto desordenado, y parecía un estudio. Pero había hecho su fortuna como psiquiatra, escuchando pacientemente, hasta aburrirse, a las matronas de mediana edad que al fin se habían dado cuenta de que algo en sus mentes no funcionaba del todo bien.
Sonrió al estrecharme la mano.
—Bien, supongo que el ambiente no estará demasiado envenenado.
—Eso espero.
Dio una ojeada por la sala:
—¿Cuántos sermones hasta ahora?
—Sólo uno. Charlie Frank.
—Sí —dijo Fritz—, siempre se puede contar con él para malos consejos.
—¿Y qué me dices tú?
—Tu esposa está encantadora esta noche. El azul es su color.
—Se lo diré.
—Encantadora. ¿Qué tal tu familia?
—Bien, gracias. Fritz…
—¿Y tu trabajo?
—Escucha, Fritz. Necesito ayuda.
Rio suavemente:
—Necesitas algo más que ayuda. Necesitas un rescate.
—Fritz…
—Has estado viendo a una serie de personas. Supongo que ya los habrás visto a todos. ¿Qué piensas de Bubbles?
—¿Bubbles?
—Sí.
Fruncí el ceño. Nunca había oído hablar de nadie llamado Bubbles.
—¿Quieres decir Bubbles el destripador?
—No, quiero decir Bubbles, la compañera de habitación.
—¿Su compañera de habitación?
—Sí.
—¿La del Smith?
—No, por Dios. La que estuvo el verano pasado en Hill. Eran tres mujeres que compartían un apartamento. Karen, Bubbles, y una tercera muchacha que tenía cierta relación con la profesión médica; era enfermera, o practicante o algo así. Formaban un grupo bastante unido.
—¿Cuál es el verdadero nombre de esa muchacha Bubbles? ¿A qué se dedica?
Alguien se acercó al bar en busca de otra bebida. Fritz dejó vagar la mirada por la sala y dijo con voz profesional:
—Esto parece grave. Te aconsejo que me lo traigas. Por casualidad, tengo una hora libre mañana a las dos y media.
—Lo arreglaré —dije.
—Bien, encantado de verte, John.
Nos estrechamos las manos.
Judith estaba hablando con Norton Hammond, que se recostaba contra la pared. Al acercarme a ellos me dije a mí mismo que Fritz tenía razón: estaba encantadora. Y después me di cuenta de que Hammond estaba fumando. No es que eso sea nada raro, excepto por el hecho de que Hammond no fuma.