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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

Un caso de urgencia (9 page)

BOOK: Un caso de urgencia
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—¿De quién es la sangre?

—Oh. Un caso entre muchos —dije, encogiéndome de hombros.

—Un embarazo de cuatro meses y no sabes de quién es, ¿eh? John, muchacho, no engañes a tu viejo camarada, a tu antiguo oponente de bridge.

—Sería mejor que te lo dijera después —dije—. Está bien, está bien. No quiero parecer pesado. Haz lo que quieras, pero ¿después me lo dirás?

—Prometido.

—Una promesa de patólogo —dijo levantándose—. Un tesoro eterno.

Siete

La última vez que alguien las contó, había veinticinco mil enfermedades conocidas en la humanidad, y cura para cinco mil de ellas. Aun así, el sueño de todo médico joven es descubrir una nueva enfermedad. Éste es el camino más rápido y más seguro para ganar la fama en la profesión médica. En la práctica, es mucho mejor descubrir una nueva enfermedad que encontrar el remedio para una antigua. El remedio será probado, discutido y disputado durante años, mientras que una nueva enfermedad se acepta rápida y confiadamente.

Lewis Carr, cuando todavía era interno, dio en el clavo; encontró una enfermedad nueva. Era un poco rara —una disgammaglobulinemia hereditaria que afectaba a la fracción-beta—, y la encontró en una familia de cuatro miembros, pero esto no tenía importancia. Lo importante de verdad es que Lewis la había descubierto, la había descrito, y había publicado sus resultados en el
New England Journal of Medicine
.

Seis años después se convirtió en profesor clínico en el Mem; el puesto perfecto para un joven y ambicioso internista. Nunca se tuvo ninguna duda de cuál sería su porvenir; simplemente era cuestión de esperar a que alguien se retirara y dejara un lugar vacante.

Carr tenía un buen despacho, si se tiene en cuenta lo que esto significa en el Mem. Por un lado, era pequeño, y el montón de periódicos, textos y notas de investigación que había esparcidos por todas partes lo hacía todavía más reducido. Por otro lado, era muy sucio y muy viejo, y quedaba en un rincón lejano del edificio Calder, cerca de las unidades dedicadas a la investigación urológica. Y, para dar el toque de gracia, entre todo el desorden y la suciedad se sentaba una hermosa y sensual secretaria, eficiente, y totalmente inabordable: una belleza no funcional que contrastaba con la fealdad funcional de la oficina.

—El doctor Carr está haciendo sus visitas —dijo ella con expresión adusta—. Dijo que le esperara usted dentro.

Entré y después de retirar un montón de ejemplares del
American Journal of Experimental Biology
me senté en una silla. Al rato llegó Carr. Llevaba una chaqueta blanca de laboratorio, abierta por delante (un profesor nunca se abrocha sus ropas de laboratorio) y un estetoscopio le colgaba del cuello. El cuello de su camisa estaba gastado (los profesores no están bien pagados), pero sus zapatos negros brillaban (los profesores son cuidadosos con las cosas realmente importantes). Como de costumbre, sus gestos fueron muy fríos, muy estudiados y muy diplomáticos.

Las almas rencorosas decían que Carr era algo más que diplomático; que era vergonzosa la forma que tenía de hacer la pelota a los viejos que formaban la plana mayor del hospital. Pero lo que ocurría es que mucha gente estaba resentida por la forma tan rápida y segura con que se había situado. Carr tenía un rostro redondo y de expresión infantil; sus mejillas eran suaves y rubicundas. Tenía una encantadora sonrisa de muchacha que le era de gran utilidad entre sus pacientes femeninas. En esta ocasión me dirigió su sonrisa.

—Hola, John.

Cerró la puerta que daba a la otra habitación y se sentó detrás del escritorio. Apenas podía distinguirle entre los montones de periódicos y revistas. Se sacó el estetoscopio del cuello, lo dobló, y se lo guardó en el bolsillo. Después me miró.

Supongo que es inevitable. Cualquier médico que se encare a otra persona desde detrás de su escritorio adquiere una expresión especial, un aire profundo, inquisitivo y examinador que se hace insoportable si resulta que a la otra persona no le pasa nada fuera de lo corriente. Lewis Carr tomó esta expresión en aquella ocasión.

—Quieres saber algo sobre Karen Randall —dijo, como si me informara de algún grave descubrimiento.

—Cierto.

—Por razones personales.

—Cierto.

—¿Y lo que yo te diga no se divulgará?

—Cierto.

—Está bien —dijo—. Te lo diré. No estaba presente, pero he seguido el caso de cerca.

Sabía que lo había hecho. Lewis Carr seguía de cerca todo lo que sucedía en el Mem; sabía más chismes locales que cualquier enfermera. Reunía sus conocimientos de una manera reflexiva. De la misma forma que otras personas respiran.

—La muchacha llegó a la sala de urgencias a las cuatro de la mañana. Estaba moribunda; cuando la sacaban del coche en una camilla deliraba. Su problema era, sin lugar a dudas, hemorragia vaginal. Tenía treinta y nueve de fiebre, la piel seca, la respiración acelerada, pulso rápido y la presión sanguínea muy baja. Se quejaba de sed.
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Carr se detuvo un momento para recobrar el aliento.

—El interno la examinó y pidió una prueba para poder empezar la transfusión. Le sacó algo de sangre con una jeringa, para hacer un recuento y un hematocrito,
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y le inyectó rápidamente un poco de D5.
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Intentó también localizar el lugar de la hemorragia, pero no pudo; así, pues, le dio oxitocina para que el útero se contrajera y disminuyera la hemorragia; y taponó la vagina como solución provisional. Después averiguó quién era la muchacha gracias a su madre, que la acompañaba, y empezó a cagarse en los pantalones. Se asustó. Llamó al residente. Empezó a hacerle una transfusión de sangre. Y le dio una buena dosis de penicilina profiláctica. Desgraciadamente, hizo esto sin consultar su ficha, ni preguntar a su madre sobre las reacciones alérgicas de la joven.

—Era hipersensible.
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—Mucho —dijo Carr—; diez minutos después de darle la penicilina intramuscular, la muchacha empezó a presentar espasmos y pareció incapaz de respirar, a pesar de que en la habitación había aire suficiente. Por entonces, ya habían bajado su ficha del archivo, y el interno se había dado cuenta de lo que había hecho. Así, pues, le administró un miligramo de epinefrina intramuscular. Al no obtener respuesta, le inyectó lentamente, vía intravenosa, benadril, cortisona y aminofilina. La puso bajo una presión positiva de oxígeno. Pero ella se puso cianótica,
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convulsa y murió a los veinte minutos.

Encendí un cigarrillo y pensé que no me gustaría estar en la piel de aquel interno en aquellos momentos.

—Probablemente —dijo Carr—, la muchacha hubiera muerto igualmente. No estamos seguros, pero todo indica que cuando ingresó había perdido ya un cincuenta por ciento de sangre. Y ya sabes que eso está en el límite; el choque es, en este estado, irreversible. Así pues, probablemente no la hubiéramos podido salvar. Claro que esto no cambia para nada las cosas.

—¿Por qué le dio penicilina en primer lugar?

—Ésa es la costumbre del hospital —dijo Carr—. Es una especie de rutina ante ciertos síntomas. Normalmente, cuando nos llega una muchacha con evidente hemorragia vaginal y fiebre (posible infección), le hacemos un rápido examen local, la metemos en la cama, y le damos una inyección de penicilina. Generalmente, al día siguiente la mandamos a su casa. Y el caso queda archivado como aborto.

—¿Es éste el diagnóstico final en la ficha de Karen Randall? ¿Aborto?

Carr asintió:

—Espontáneo. Siempre ponemos eso, porque así no tenemos que informar a la policía. Aquí vemos muy pocos abortos ilegales. A veces, las muchachas ingresan con tanto jabón vaginal que la espuma lo invade todo como si fuera una lavadora. En otras ocasiones sangran. En todos los casos, la muchacha está histérica y no hace otra cosa que contar mentiras. Nosotros no hacemos más que cuidar de ella y dejar que siga su camino.

—¿Y nunca se informa a la policía?
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—Nosotros somos médicos, no funcionarios de la justicia. Vemos un centenar de muchachas así cada año. Si informáramos de todos los casos, pasaríamos el tiempo haciendo de testigos ante un juez en lugar de practicar la medicina.

—Pero la ley exige…

—Desde luego —dijo Carr rápidamente—. La ley exige que se haga un informe. La ley exige también que se informe de las agresiones; que se informe de todos los borrachos que se pelean, y de una lista interminable de delitos. Ningún servicio de urgencias informa de todo lo que debiera. No se puede actuar según esas bases.

—Pero si ha habido un aborto…

—Míralo con un poco de lógica —dijo Carr—. Un considerable número de estos casos son abortos espontáneos. Hay muchos que no lo son, pero no tiene sentido que nosotros los tratemos de otra forma. Supón que sabes que el carnicero le ha hecho una faenita a una muchacha; supón que llamas a la policía. Al día siguiente se presentarán y la muchacha les dirá que fue espontáneo. O les dirá que intentó hacérselo ella misma. Pero de ningún modo hablará, y eso molesta a la policía. Principalmente por el hecho de haber sido llamados.

—¿Sucede eso?

—Sí —dijo Carr—, he visto ocurrir eso dos veces. En ambos casos la muchacha estaba loca de miedo, creyendo que iba a morir. Quería matar a arañazos al que le había hecho el aborto, y exigió que se llamara a la policía. Pero, a la mañana siguiente, se sentía bien, le habían practicado una buena cura en el hospital, y se daba cuenta de que no presentaba ningún problema. No quería tener tratos con la policía; no quería verse comprometida. Cuando llegaron los policías, ella dijo que todo había sido un gran error.

—¿Y te da lo mismo dejar que alguien practique los abortos así tan tranquilamente?

—Nosotros intentamos devolver la salud a las personas. Eso es todo. Un médico no puede hacer juicios de valor moral. Ya acusamos a muchos malos conductores y a muchos borrachos empedernidos. Pero no es nuestro trabajo dar garrotazos a diestro y siniestro; ni pronunciar conferencias ni sermones sobre cómo conducir y aborrecer el alcohol. Lo único que intentamos es que vuelvan a sentirse bien.

Yo no quería discutir con él; sabía que no conseguiría nada positivo; así que cambié de tema.

—¿Qué hay de las acusaciones contra Lee? ¿Qué sucedió ahí?

—Cuando la muchacha murió —dijo Carr—, la señora Randall se puso histérica. Empezó a chillar, y le dieron un tranquilizante y un sedante. Después de eso, ella se calmó, pero continuó diciendo que su hija había nombrado a Lee como autor del aborto. Y ella misma llamó a la policía.

—¿Lo hizo la señora Randall?

—Eso es.

—¿Y qué hay del diagnóstico del hospital?

—Continúa siendo aborto espontáneo. Es una interpretación médica legítima. El cambiar a aborto ilegal no tiene sentido médico, en lo que nos concierne a nosotros. De todas maneras la autopsia demostrará si el aborto fue o no fue provocado.

—La autopsia lo demostrará —dije—. Un buen aborto, excepto por una sola laceración del endometrio. Fue hecho por alguien con habilidad, pero no suficiente.

—¿Has hablado con Lee?

—Esta mañana —dije—. Dice que él no lo hizo. Basándome en la autopsia, lo creo.

—Un error…

—No lo creo. Art es demasiado bueno, demasiado hábil.

Carr se sacó el estetoscopio del bolsillo y se puso a jugar con él; parecía incómodo.

—Todo esto es muy desagradable —dijo—. Muy desagradable.

—Tiene que aclararse —dije—. No podemos esconder la cabeza bajo tierra y dejar que Lee se vaya al infierno.

—No, claro que no —dijo Carr—. Pero J.D. se sentía muy disgustado.

—Lo imagino.

—Casi mató al pobre interno cuando vio el tratamiento que había hecho a su hija. Yo estaba allí y creí que iba a estrangular al muchacho con sus propias manos.

—¿Quién era el interno?

—Un muchacho llamado Roger Whiting. Un excelente muchacho, a pesar de que se vio metido de lleno en esa M.

—¿Dónde está ahora?

—En casa, probablemente. Dejó el hospital a las ocho de la mañana. —Carr frunció el entrecejo y jugueteó una vez más con el estetoscopio—. John, ¿de verdad quieres meterte en este lío?

—No quiero meterme en ningún lío —dije—. Si pudiera escoger, ahora mismo volvería a mi laboratorio. Pero no veo elección posible.

—El problema es —dijo Carr lentamente— que todo esto está fuera de control. J.D. está muy disgustado.

—Ya lo dijiste antes.

—Estoy intentando ayudarte a comprender cómo están las cosas. —Carr arreglaba maquinalmente los objetos que había sobre la mesa, sin mirarme. Finalmente dijo—: El caso está ya en las manos apropiadas. Y supongo que Lee tendrá un buen abogado.

—Hay muchas preguntas sin respuesta. Quiero asegurarme de que todo quede bien claro.

—Está en las manos apropiadas —repitió Carr.

—¿En qué manos? ¿En las de los Randall? ¿En las de los individuos que vi en la comisaría de policía?

—Tenemos una policía excelente en Boston —dijo Carr.

—Mierda.

Suspiró profundamente y dijo:

—¿Qué esperas probar?

—Que Lee no lo hizo.

Carr meneó la cabeza:

—Este no es el punto.

—A mí me parece precisamente que ése es el punto.

—No —dijo Carr—. El punto es que la hija de J.D. Randall murió en manos de un abortista, y alguien tiene que pagar el pato. Lee es un abortista, eso no será difícil demostrarlo en el tribunal. Y en una ciudad como Boston es probable que más de la mitad del jurado sea católico. Lo condenarán basándose en los principios básicos.

—¿En los principios básicos?

—Ya sabes lo que quiero decir —dijo Carr, moviéndose en su silla.

—Quieres decir que Lee es quien va a pagar el pato.

—Eso es. Lee es el cabeza de turco.

—¿Ésa es la expresión oficial?

—Más o menos —dijo Carr.

—¿Y a ti qué te parece todo esto?

—Un hombre que practica abortos se pone a sí mismo en peligro. Infringe la ley. Cuando hace abortar a la hija de un famoso médico de Boston…

—Lee dice que no lo hizo.

Carr me dirigió una triste sonrisa:

—¿Tiene eso alguna importancia?

Ocho

Desde que se deja la universidad hasta el momento de convertirse en cirujano cardiólogo pasan trece años. Cuatro años en la escuela de medicina, un año de internado, tres de cirugía general, dos de cirugía torácica, y dos de cirugía cardiaca. Entre ellos hay que contar también los dos años que se pasa trabajando para el Tío Sam.
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