Un asunto de vida y sexo (13 page)

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Authors: Oscar Moore

Tags: #Drama, #Erótico, #Romántico, #LGTB

BOOK: Un asunto de vida y sexo
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—¿Cómo se llama?

—Me parece que voy a dejar a tu padre.

—Ya me lo dijiste hace años. En el ballet. Me acuerdo muy bien. Esperaste hasta que sonó el último aviso del entreacto, y justo cuando nos acabábamos el café dijiste: «Creo que voy a dejar a tu padre.»

—Pensaba hacerlo.

—Ya lo sé. ¿No te acuerdas? Nos pasamos horas sentados en aquella habitación de Muswell Hill, discutiendo los pros y los contras. Nunca habías ido antes.

Había sido uno de sus momentos de mayor intimidad.

Al terminar el ballet, Hugo llevó a su madre a la habitación en la que vivía. Se había pasado la segunda mitad de la representación intentando observarla por el rabillo del ojo, preguntándose qué pasaría y cómo era que, tantos años después de que hubiera inventado el divorcio de sus padres (cuando resultaba infrecuente y fascinante tener padres separados), su madre decidía finalmente dejar a su marido (cuando era infrecuente y estaba de moda que los matrimonios permanecieran juntos). La idea le hizo sonreír. Ya no necesitaba que sus padres siguieran la moda. Pero la voz de su madre, su agitación silenciosa durante la segunda parte del ballet, sus nudillos blancos, los ojos llenos de lágrimas y los dientes que mordían su labio inferior despertaron en él deseos de abrazarla, de llevarla a casa y prepararle una bolsa de agua caliente.

No la abrazó. En la familia Harvey no se estilaban los abrazos. Pero la llevó a la habitación que William y Barry le alquilaban durante las vacaciones universitarias. Ella necesitaba desesperadamente poder hablar. En aquellas circunstancias, a Hugo no le disgustó la intrusión. Él la había invitado, y no lo lamentó.

La señora Harvey no sabía de qué conocía Hugo a William y Barry, y en realidad no quería saberlo. Había cosas que prefería ignorar, cosas que creía mejor que su hijo resolviera por sí mismo. Mientras estuviera seguro y a cubierto, seco y feliz. Naturalmente, Hugo había tenido que darle alguna explicación. Le había dicho que William era primo de un amigo suyo de Cambridge, y casi era verdad. William tenía un primo en Cambridge y Hugo lo conocía. Vagamente. Su madre no se imaginaba que Hugo conocía a William desde que Hugo era David, pero no habían ido a la casa por aquel motivo y, además, William estaba fuera, Barry estaba en el piso de arriba y Hugo no pensaba enseñarle la vivienda a su madre. Todavía no. Así que se acomodaron en el cuarto de Hugo, entre cajas polvorientas apiladas sobre viejas sillas de tapicería raída, y conversaron durante horas y horas. Barry les llevó la cena al dormitorio. Barry adoraba a las madres. Los hijos ya no le gustaban tanto. Les llevó gin tonics y su madre le dedicó la misma sonrisa que dedicaba a camareros y enfermeras. Como si sólo pudiera verlo a medias entre la bruma. Como si fuera un espejismo. Estaba demasiado perdida en su propia desdicha para verlo con claridad.

Permanecieron juntos hasta altas horas de la madrugada, rescatando fragmentos del pasado, dándose seguridades de su mutuo amor. Hugo pudo contarle cosas que había mantenido en el mayor secreto, y ella se rió de cómo su hijo había logrado engañarla o de cómo había creído que la engañaba. Su madre pudo explicarle paso a paso una desastrosa aventura que la había dejado estrujada, desgraciada y con el anhelo desesperado de hacer algo desesperado, como abandonar a su marido. Había sido una relación marcada por las conferencias de fin de semana. Una aventura que se había convertido en lo que nunca debió ser, que nunca habría llegado a aquel extremo de no ser por la desatención de su esposo y su propia inactividad. Se aburría. Sus hijos se habían ido de casa. Su vida se extendía en un horizonte largo y gris, como la línea larga y gris donde el mar de Scarborough se unía con el cielo de Scarborough. Y, de pronto, había aparecido un hombre que la trataba como a una mujer. Un hombre que la mimaba y la llevaba a bailar a salones provincianos bajo arañas de cristal casi nuevas, mientras su marido participaba en largas reuniones nocturnas. La había llevado a tomar el té y a bailar en establecimientos del rompeolas, y la sedujo ante unos bollos azucarados. Hubiera podido ser el argumento de una película norteamericana —angustia y servicio de habitaciones en moteles de todo el Midwest, momentos pecaminosos en cuartos penumbrosos—, pero estaban en una populosa Inglaterra verde grisácea sin grandes horizontes, sin amplias y despejadas carreteras que condujeran a amplios y despejados panoramas. Había sido una aventura que seguía las rutas de los ejecutivos del circuito de conferencias. Frías poblaciones costeras en temporada baja, descoloridas, remotas.

Y él, el hombre con quien había arriesgado su orgullo, por quien había mentido a su familia, a quien había susurrado por teléfono y por quien había desafiado a Hugo en la cocina. Hugo no lo había visto nunca, desde luego. Pero se lo imaginaba. Lo tenía calado. Sólo por lo que había oído de él. Un mujeriego. Un hombre con una casita discreta y capaz de moverse con desenvoltura sobre las pistas de baile casi nuevas. Una criatura de aquellas costas frías y desoladas. Un habitual de los salones de plástico con sus asientos de cuero rojo de imitación y sus lámparas de cristal amarillo de imitación. Un hombre que florecía pasada la medianoche a la luz de velas artificiales y daba caza a la presa elegida a lo largo de siete copas (ella) y tres cervezas (él). Justo lo suficiente, pero no demasiado.

A Hugo le parecía increíble que la cosa hubiera podido durar lo que había durado. Había comenzado en la época en que él hacía sus deberes y acechaba los susurros de su madre. Y ahora, tres años después, ella contemplaba los restos del naufragio y decidía dejar a su padre.

Sabía que había durado algún tiempo. Aun después de irse de casa. Su hermana lo mantenía informado. Su madre había empezado a desaparecer durante fines de semana enteros en compañía de una mítica holandesa que había surgido repentinamente de su pasado. Pero aunque todos sospechaban que algo andaba mal, nadie se atrevía decir nada a los demás por miedo a equivocarse. Y Hugo sólo intentó hablar con ella en aquella ocasión. Pero allí en su habitación, comprendió que era ésa la razón de que lo hubiera invitado al ballet. Por eso había dicho lo que había dicho tras el segundo aviso del entreacto. Por eso estaba allí con él, contándole cómo la había humillado aquel calavera. Descubrió que los calaveras son veleidosos. Las mismas promesas que le había hecho en el rompeolas de Scarborough ante unos bollos azucarados eran repetidas a otras mujeres de cierta edad en los malecones y rompeolas de todas las poblaciones del circuito inglés de conferencias. Y de pronto la señora Harvey descubrió que no podía contar con sus fines de semana en el campo y que no podía contar con su propia discreción. Fue testigo de su propia traición. Contempló su propia humillación a través de objetivos fotográficos, a través de ventanas y cerraduras. Oyó cómo ella misma se traicionaba en contestadores automáticos. Murió silenciosamente una y otra vez, a solas en un silencio que su temor, su cólera y su dolor le impedían romper. Hasta aquel momento. Con él.

Y Hugo hizo todo lo posible por revivirla con gin tonics y estofado caliente en la habitación de las cajas polvorientas y el techo alto, mientras escuchaba el relato de una aventura ya terminada, una aventura que él siempre había esperado y a veces deseado, pero que, ahora que le había sido revelada en toda su estereotipada vulgaridad, le parecía sencillamente tonta, una lamentable historia de autoengaño, de vulnerabilidad explotada, de adulación creída, de excesivos bollos azucarados y excesivas promesas secretas.

Hugo, que no había conocido aventuras con éxito, y sí únicamente dolorosas separaciones, se sintió tan sabio y tan experimentado que le dijo a su madre qué debía hacer, y ella juzgó que estaba en lo cierto. Le dijo que no dejara a su padre. Le dijo que regresara y aceptara el perdón que le era ofrecido, que no se sentara a lamerse las heridas hasta que no le quedara nada que hacer sino arrancarse las costras y nada que esperar sino la soledad. Y poco a poco los ojos de su madre fueron secándose y poco a poco sus labios pintados de rojo comenzaron a esbozar sonrisas y su vaso, manchado de la misma pintura roja, se vació una y otra vez.

Hugo la acostó en su habitación a las cuatro de la madrugada y la contempló en silencio durante unos minutos, y pensó qué extraño era que siguiera sin poder abrazar a aquella mujer a la que tanto había amado y odiado durante toda su vida y a la que ahora tanto amaba y compadecía. ¿Por qué obraban así los Harvey?

Y ahora las cosas volvían a tomar el mismo cariz de nuevo, con otro hombre bajo y robusto, desnudo en una fotografía. Y ahora, una vez más, su madre lo negaba todo y rechazaba su invitación. Los Harvey eran tensos y quebradizos. No les era fácil ser sinceros, excepto a su padre, y él no tenía nada que revelar.

Tampoco esta vez habría ningún abrazo.

Su madre guardó todas las cosas en su bolso delator y, con un brusco movimiento de muñeca, abrió una polvera de bolsillo y comenzó a retocarse el maquillaje con una expresión de concentración artificial. La polvera se cerró con un chasquido y la atmósfera de la habitación se volvió expeditiva. Ella se puso en pie y, de súbito, Hugo se sintió como un inválido. No podía levantarse para despedirla. Se sentía como un chiquillo atrapado en una pesadilla en la que había crecido demasiado para todo, pero nadie se daba cuenta de que era un adulto. Su madre se inclinó y le dio un beso fugaz en la frente. Era una mala manera de separarse, pero Hugo carecía de fuerzas para discutir, para pedirle que se quedara y le contara toda la historia. De modo que su madre se marchó. Casi sin decir palabra. Una mirada hacia atrás y una sonrisa, pero la sonrisa fue inexpresiva. Estaba irritada y avergonzada e irritada por su propia vergüenza.

Era siempre el sexo lo que creaba estas confusiones.

Hugo se volvió de lado y miró hacia la ventana, esperando la llegada de la enfermera y pensando en el escándalo del diario, en Sam, en aquel curso escolar, en la primera tribulación grave de su vida. Se preguntó cómo había podido superarla sin llorar en ningún momento. Más tarde, cuando la gente le decía que era duro, cuando la gente le decía que tenía una personalidad fuerte, él pensaba que se había endurecido durante aquel año. Lo había cauterizado. Pero también le había herido. Nunca volvió a arriesgarse por nadie como lo había hecho por Sam. Nunca volvió a revelar tanto de sí mismo como lo había hecho en aquel diario. A partir de entonces, Hugo pasó de mentiroso a reservado.

Le hubiera gustado saber qué había entre su madre y aquel hombre fornido y desnudo. ¿Duraría éste un poco más o sólo era otro juerguista? ¿Sabía quién era ella, qué buscaba? ¿Le importaba acaso? Y ella, ¿podía sentir algo por él más allá de un encaprichamiento pasajero? No era bastante bueno para ella, eso estaba claro. ¿Qué necesidad tenía de un hombrecito fornido que se fotografiaba desnudo? O tal vez había tomado la foto ella misma. Eso no podía ni pensarlo. Si no iba con cuidado, pronto tendría que imaginarse a su madre desnuda. Pero ¿cómo reaccionaría su padre? Por unos instantes, se esforzó por recordar qué aspecto tenía su padre. Cuando comprobó que no podía, cayó dormido. Soñó que su madre y él estaban separados por un muro de cristal en un aeropuerto, y que ninguno de los dos podía encontrar el camino para cruzar el cristal. La gente desaparecía del lado de Hugo y reaparecía en el lado de su madre, pero ellos dos no encontraban la puerta. Ella tenía los billetes de Hugo y él tenía que darle un beso de despedida. Pero no hacían más que andar a lo largo del muro de cristal, mirándose el uno al otro e intentando leerse el movimiento de los labios.

UN AMIGO SIN COMPASIÓN

22 de septiembre de 1980

Querido Hugo:

Es de suponer que aún conservarás ciertas dudas acerca de por qué rompí tan bruscamente nuestra amistad; ahora me parece que ha transcurrido el tiempo suficiente para que pueda exponer mis motivos sin embarazo.

Sencillamente, comprendí —¡y vaya si tardé en darme cuenta!-que eres homosexual (o bisexual). Por favor, no rompas esta hoja en un arranque de ira. Los dos sabemos que es verdad, así que, por favor, sigue leyendo. No tengo absolutamente nada contra la homosexualidad, te lo aseguro, pero considero que no debe ser impuesta a otras personas, como creo era el caso entre nosotros. Mi decisión no fue repentina; antes de llegar a ella pasé muchas semanas de lastimosa indecisión, tratando de encontrar suficiente coraje para dejarte, una tarea tanto más difícil cuanto que sentía un verdadero afecto por ti. Como puede verse por este mensaje tardío, aún no he reunido el coraje suficiente. Lo siento. También he explicado a una o dos personas las razones de nuestra separación, movido sólo por un despecho que ahora lamento profundamente.

Si esta carta (?) te parece impersonal, acepta mis disculpas; en realidad, es sumamente emotiva. Sigo sintiendo un gran respeto por ti y conservo muchos recuerdos felices de nuestra amistad. Solamente desearía que no hubiera terminado de un modo tan desagradable.

Sam

4
SEPARADOS POR EL AMOR

Hugo tenía quince años. Lo mismo que Sam. Eran grandes amigos.

Y entonces Hugo se enamoró de Sam y ahí acabó todo. Y entonces la señora Harvey encontró el diario en el que Hugo había escrito que estaba enamorado de Sam y eso fue todavía peor. Tal vez tener quince años consistía en eso. En problemas.

Durante tres años, Sam y Hugo habían sido inseparables. Se sentaban juntos en todas las clases. Comparaban e intercambiaban y copiaban sus apuntes. Se habían contado el uno al otro la historia de su vida (o parte de ella). Eran el tipo de colegiales que se encuentran en los libros de internado de Ladybird y en los cuentos Boys' Own. Se querían. En cierto modo. Y entonces, una mañana, Sam se alejó. Una mañana entró en el aula para la primera clase y, sin decir palabra, sin mirar siquiera a Hugo, cruzó la sala y fue a sentarse al lado de Perry Rickston.

Perry había sido el mejor amigo de Sam hasta que apareció Hugo, y durante tres años Perry había detestado a Hugo, aunque sin atreverse a demostrarlo por miedo a perder del todo a Sam. Ahora Hugo había perdido y Perry podía regocijarse maliciosamente. Las sonrisas que le dirigía desde el otro lado del aula eran reptilescas pero triunfales. Pero a Hugo no le importaba Perry, que se peinaba demasiado y pronunciaba de modo sibilante. Perry no le caía bien a nadie, seguramente ni al propio Perry. Era rencoroso y traicionero, el tipo de muchacho que se burlaba de todos los defectos ajenos.

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