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Authors: Oscar Moore

Tags: #Drama, #Erótico, #Romántico, #LGTB

Un asunto de vida y sexo (15 page)

BOOK: Un asunto de vida y sexo
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Era terrible.

Hugo no sabía qué hacer.

Ya era bastante malo que los padres de Hugo estuvieran muy vivos en la seguridad de su casa con tres habitaciones, trabajando las horas estipuladas y viajando al extranjero en vacaciones sólo una vez cada dos o tres años. Ya era bastante malo que Sam se pasara las vacaciones viajando por remotos reinos tribales con un padre geopolíticamente correcto y una madre flamante, mientras que Hugo languidecía en interminables recorridos a pie durante los que subía y bajaba de diversas cumbres secundarias, visitaba una variedad de abadías en ruinas y mansiones señoriales restauradas, se pateaba una serie de museos ferroviarios, de máquinas de vapor, minería e ingeniería general (en los que su padre pronunciaba conferencias sobre Telford, Brunel, Watt y Stephenson) y comía bocadillos en el coche. Fueran adonde fuesen, siempre comían bocadillos en el coche. Comieron bocadillos en el coche para refugiarse de la plaga de mariquitas en Rye y comieron bocadillos en el coche bajo una lluvia torrencial cuando cerró el Museo del Juguete en Saundersfoot. Así pues, descubrir que Sam había sufrido un grave trauma infantil sólo empeoró las cosas.

A lo largo de su vida, Hugo conoció a varios supervivientes de graves traumas infantiles, y cada vez que oía su historia, por lo general narrada por un amigo del traumatizado, quedaba intimidado por la intensidad de su sufrimiento. Estaba el muchacho que vio ahogarse a su madre tras caer al mar desde el embarcadero. Estaba el muchacho cuya madre, borracha, se había ahogado en la bañera y cuyo padre se había matado a fuerza de comer y beber en exceso, en un resuelto suicidio de consumidor. Estaba el muchacho cuyos padres fueron fulminados por un rayo mientras se hallaban de acampada en España, y que tuvo que ir en busca de ayuda y cuidar él solo de su hermano pequeño, que ya era sordo antes y además había quedado casi ciego. El mayor tenía entonces nueve años. Hugo se quedaba sin habla ante estas experiencias, y envidiaba a sus víctimas. Eran diferentes. Habían tocado el fondo del barril y resurgido a la superficie. Poseían un aura. El pesar había tocado sus nervios descarnados y los había transformado, quemado, marcado.

Era algo que no se podía fingir. En la redacción de Sam se veía bien a las claras. Escueta. Desapasionada. Pulcramente escrita en una letra nítida y apretada. Sin delatar ninguna emoción, pero implicándolas todas. ¿Qué podía hacer Hugo? Necesitaba una tragedia familiar. Tenía que inventársela. La necesitaba quizá para llamar la atención; desde luego, no para suscitar compasión; sin duda alguna, para redondear la imagen de sí mismo que tan minuciosamente estaba creando. Hugo se reinventaba lentamente a partir del material inadecuado que sus padres le habían proporcionado, y se daba cuenta de que un trauma decisivo era parte imprescindible de la constitución emocional del nuevo Hugo. Un trauma, además, que la gente conociera pero no comentara delante de él. Hacía mucho tiempo que flirteaba con fantasías de catástrofes e imaginaba la expresión compungida que mostraría en la escuela al día siguiente cuando sus compañeros acudieran a susurrarle su condolencia. Cada vez que su madre se retrasaba al volver de la compra, Hugo saltaba con afán a las peores conclusiones y anticipaba un grave accidente de circulación, una repentina masacre en el supermercado o la caprichosa descarga de un rayo. Claro que nunca se sentía obligado a esperar los acontecimientos antes de narrar sus historias. A medida que Hugo y su Hugo reinventado iban tejiendo su red de fantasías, y, más tarde, cuando David hizo sus primeras apariciones en las calles del norte de Londres, Hugo aprendió a prescindir de la irritante discrepancia entre lo que él decía y la realidad.

En sus intentos por hacerse más interesante a ojos de Sam, Hugo creó una vida imaginaria con una impresionante riqueza de detalles. Lo único que le faltaba era una relación bien establecida con algún país extranjero y las manifestaciones de una riqueza evidente. Eran cosas difíciles de simular, pero eso no iba a impedir que Hugo lo intentara. Se limitaba a inventar todo lo que necesitaba. Comenzó con su propio nombre. No era bastante bueno. Hugo estaba bien, pero cualquier apellido era mejor que Harvey. La guía telefónica estaba llena de Harveys, la escuela estaba llena de Harveys. Los Harvey venían de cualquier parte y no iban a ningún lado en particular, y cuando gritaban el nombre de Harvey en la escuela había tres alumnos de su curso, varios en toda la escuela y uno en su propia clase que podían responder: «Aquí estoy, señor.» Así que Hugo empezó creándose un complicado linaje judío y el sobrenombre de Schneeberger. Consideraba que los judíos de la escuela gozaban de indiscutibles ventajas. Todos tenían familias europeas, iban de vacaciones al extranjero y era evidente que disponían de mucho dinero. Sus padres conducían Jaguar y Mercedes, y sus madres lucían un bronceado permanente antes de la época de los viajes chárter. Del apellido, Hugo pasó a la vivienda: la amplió, añadió una segunda casa en el campo, añadió piscina en una y pistas de tenis en la otra, y se disponía a añadir otra más en algún lugar de veraneo al sur del Mediterráneo cuando decidió que le hacía falta un drama.

La riqueza fabulosa resultaba cansada y difícil de demostrar. Más exactamente, resultaba difícil ocultar la realidad de su vida familiar en una casa de tres habitaciones en lo más bajo de la escala Richter de Hadley. No podía dar fiestas ni invitar a nadie a merendar. Debía impedir que su padre acudiera a la parada del autobús de la escuela, o justificarse con la explicación de que siempre usaba el segundo o el tercer coche y nunca el Jensen (que luego ascendió a un Bentley). No menos exasperante le resultó descubrir que, a medida que iba creciendo y sus amigos ganaban en comprensión, se le hacía necesario deshacer gran parte de lo que había dicho. Mientras que los chicos de once años se quedaban fascinados con las mansiones imaginarias y los automóviles super rápidos, los de catorce años sostenían la perversa opinión inversa de que el dinero era una carga y lo que molaba era la pobreza. De repente, los Jaguar, los Mercedes, los Jensen y los Bentley, las vacaciones en el Mediterráneo y en Miami, las piscinas, las pistas de tenis y las saunas se convirtieron en algo embarazoso. Hugo observaba y escuchaba con incredulidad cómo los apartamentos de dos habitaciones en Hornsey se volvían atractivos, las trifulcas familiares en Blackpool hacían furor y el trabajar los sábados para contribuir a los ingresos de la familia pasaba a ser de rigor. Naturalmente, tampoco así podía ganar. De un modo u otro, Hadley, con su enorme montón de riqueza y su lento descenso colina abajo hacia la vulgar normalidad, resultaba ofensivo. La casa de Hugo era demasiado pequeña para los muy ricos, y su barrio era demasiado rico para la pobreza en boga. Así pues, abandonó discretamente el papel de potentado y esperó a que la imagen se disipara antes de iniciar ningún experimento de pobreza repentina. Y mientras esperaba a que una imagen se disolviera y la otra cuajara, concentró toda su atención en la familia, canalizando todo el interés de sus amigos por su fortuna no demostrada hacia unos parientes invisibles.

Sólo había una persona que no se dejaba impresionar en un sentido ni en otro y que nunca hablaba de dinero, y esa persona era Sam; sin embargo, Hugo no podía creer que a Sam le diera lo mismo. No parecía darse cuenta de que Sam nunca le preguntaba nada ni prestaba atención a sus mentiras. Seguía creando nuevos barroquismos elásticos, nuevos relatos maleables de excentricidades domésticas, con la esperanza de que un día Sam se volviera hacia él y le dijera: «Dios mío, qué extravagante es tu familia, qué rica, qué alocada… ¿Cómo te las arreglas?» Por supuesto, si alguna vez Sam se lo hubiera preguntado, Hugo no habría sabido qué responder, puesto que lo único que debía arreglar era la orquestación de sus mentiras. La realidad jamás había interferido con ellas, y mucho menos la idea de que él fuese menos extravagante, rico y alocado que los demás.

De incrementar sus cuentas bancarias, Hugo pasó a entrometerse en la paz y tranquilidad de su familia. Ya había creado un séquito de parientes desastrosos, en particular una abuela alcohólica para la que había inventado innumerables correrías siempre en busca de la mayor ginebra con naranjada del mundo, pero ahora tenía que hacer intervenir a sus padres. La discordia marital poseía un auténtico patetismo. El divorcio todavía era poco frecuente, al menos entre los padres acomodados de hijos bien educados, y quienes lo habían vivido (el de sus padres) habían quedado teñidos con los colores de la bohemia, además de escuchar largas y apesadumbradas pláticas de otros muchachos acerca de lo muy desdichados, con-mocionados y desvalidos que se sentirían si en su hogar llegara a producirse una tragedia semejante. Así pues, los padres de Hugo tuvieron un divorcio imaginario, por lo menos un año antes de que el divorcio se volviera obligatorio entre sus contemporáneos. Su padre se fue a vivir en Nueva York y Miami para atender negocios imaginarios, y su madre se quedó en la imaginaria mansión de treinta y cinco habitaciones con sala de billar, salas de recibir, salas de lectura y todas las demás salas que Hugo conocía por los anuncios de los escaparates de las agencias inmobiliarias, aunque esa mansión no tardó en reducirse a las dimensiones de un piso modesto o algún otro lugar de un tamaño más adecuado.

Hugo no estaba del todo a oscuras en este tema, puesto que Howard Mallory-Smart, un chico del grupo, había vivido el divorcio de sus padres cuando apenas contaba cinco años y ahora tenía por padrastro a un piloto comercial un tanto maníaco. Howard Mallory-Smart estaba situado en lo más alto de la escala. Tenía otros hermanos en la escuela a quienes se les daba bien el arte. A él se le daba bien el arte. Los tres hermanos Mallory-Smart llevaban el pelo largo y vivían en Belsize Park. Eso bastaba para convertirlos en deidades dentro de la jerarquía mundana de Hugo. El tremendo esnobismo de éste —ya fuera hacia arriba o hacia abajo, inverso o perverso— estaba estrechamente relacionado con la geografía de Londres y el impacto de los códigos postales. Cualquier código postal de una sola cifra concedía a su poseedor una gran ventaja, partiendo de la premisa básica de que cuanto más cerca del centro viviera uno, más enrollado era. En este juego de prestigio, el dinero no lo era todo. No servía de nada gastarse cientos de miles de libras en una casa situada en Stanmore, por ejemplo. Pero cuando se supo en la escuela que Michael McPadden, recién llegado del Canadá, vivía con su madre en un apartamento de Hyde Park Square, la máquina social de Hugo encendió todas las luces y concedió a Mc-Padden una bonificación de varios miles de puntos, pero volvió a perderlos con la misma rapidez cuando Simón Moyes le pasó un porro y él se puso todo blanco y vomitó entre los dedos.

Para Hugo, pues, la idea del divorcio conjuraba visiones de casas con porches blancos, con la pintura descascarillada, grandes helechos en macetas, libros y constantes discusiones por naderías, de las que los muchachos (los hermanos que él siempre había deseado) huían para refugiarse en alejadas habitaciones donde pintaban, fumaban, bebían y se dejaban crecer el pelo. La noticia de las desavenencias conyugales de sus padres fue aceptada sin reservas, y no sólo empezó a recibir sentidas muestras de condolencia de sus preocupados compañeros de escuela, sino que hasta el propio Sam pareció tragarse el anzuelo.

Hugo, viendo que tenía las de ganar, jugó sus cartas con gran habilidad. Para describir los diferentes pasos de aquel largo y doloroso proceso de separaciones de prueba, intentos de reconciliación y traiciones repentinas, adoptó el tono reticente del embustero al que, en apariencia, hay que arrancarle las palabras como si fueran dientes, cuando en realidad es él quien va sugiriendo cuidadosamente las preguntas: adelante, arráncame otro, deja que sufra ante tus ojos. Siempre estrenaba los nuevos relatos con amigos de poca monta, a fin de atraer a su verdadero público (Sam) mediante la astuta maniobra de hacer que algún otro comentara las trágicas circunstancias domésticas de Hugo en presencia de él. Y el sistema daba resultado. Sam se preocupaba por la situación de sus hermanas (eso siempre impacientaba a Hugo, pues apenas tenía tiempo para inventar un paisaje emocional completo para ellas, además del suyo propio), de su madre (como Hugo no recordaba bien cuál de sus progenitores había iniciado la separación y cuál era culpable de adulterio, repartió las culpas entre ambos, esperando confundir a los quisquillosos con la magnitud del desastre) y, lo más importante para Hugo, de la casa. El destino de la casa le dio una solución perfecta para todos aquellos meses de inventar y aumentar sus dilatadas proporciones. Ahora, antes de que nadie hubiera podido verla, su familia tendría que venderla, y la suma así obtenida (una suma inmensa, por supuesto) se dedicaría a indemnizaciones, honorarios, pensiones de manutención y fondos fiduciarios, con lo que Hugo pudo pasar sin esfuerzo de una riqueza embarazosa a la pobreza entonces de moda. Sólo una cosa no podía cambiar mientras sus padres se negaran a mudarse, y algunos seguían sin comprenderla: ¿por qué su familia seguía viviendo en Hadley? Incluso su padre, que en teoría pasaba la mayor parte del año en Nueva York, parecía hallarse siempre disponible para irlo a buscar en coche a las fiestas de sus amigos. Ante esta clase de preguntas, Hugo esbozaba una sonrisa fatigada y modificaba rápidamente sus historias de modo que los desplazamientos de su padre al extranjero parecieran más repentinos y menos previsibles. Su madre permanecía arraigada en Hadley. Después de todo, corría el año 1979. Eran los maridos quienes tenían aventuras transatlánticas; las esposas se limitaban a los coqueteos locales. Así que, a fin de desconcertar a los incrédulos, Hugo elaboró un programa para su padre (cuyo trabajo rara vez lo había llevado más allá del North Circular) que lo hubiera sumido en un profundo pozo de jet lag.

Cuando comenzaba a insinuarse el escepticismo en la voz de sus oyentes, Hugo siempre salvaba la papeleta aportando nuevos detalles sobre el tumulto doméstico que reinaba en Hadley. Había violencia física y muebles volcados, recriminaciones, hijos abandonados que se encerraban en sus habitaciones, abuelos refuseniks
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, tías borrachas… Toda la maulladora parafernalia de parientes imaginarios tuvo su papel en estas intrincadas historias. Y no había nadie que pudiera comprobarlas. Al principio.

Al principio, ni siquiera había nadie que pudiera rivalizar con ellas. Luego, de pronto, los divorcios pasaron a ser cosa de todos los días. Todo el mundo se divorciaba. Lo que antes había sido una tragedia personal de la que sólo se hablaba en susurros, como el mal aliento y las hermanas feas, se convirtió en la última moda, y el prestigio de Hugo perdió todo su fundamento. Cualquier Adam, Mark, Simón o Paul parecía haber adquirido padres separados, adúlteros y abandonados. Había amantes maduros y amantes jovencitas, había trifulcas familiares y separaciones de hermanos. El furor apenas disimulaba el nuevo atractivo social de pertenecer a la clase divorciada, y las historias de Hugo perdieron su utilidad desde el punto de vista de la tragedia y la compasión. Curiosamente, Hugo se sentía incómodo en esa situación imprevista: quizá había pulsado las cuerdas del llanto durante demasiado tiempo para cambiar ahora de registro. Al final, decidió abandonar por completo sus historias sobre el divorcio, desmoralizado por el exceso de competencia y el cansancio.

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