Hugo volvió a sentarse, aturdido, transfigurado. El alumno educado y de buena familia que siempre hacía sus deberes y sacaba buenas notas, que era cortés con los adultos y esperaba que éstos a su vez lo trataran con cortesía, que era pésimo en los juegos pero disfrutaba cuando los chicos de sexto superior se quitaban la camisa, que tenía amigos en quinto que bromeaban con él y con los que él podía bromear aunque en realidad no los comprendía, que tenía un mejor amigo llamado Sam que se sentaba a su lado en todas las clases, ese chico, ese Hugo, fue anulado de golpe por un nuevo Hugo con lascivia en la boca y ansia en la mirada, que se agazapaba en el suelo mugriento de un retrete público para mirar como un chiquillo que, con la nariz pegada al escaparate de una confitería, contempla las exquisitas delicias del interior. Todo el temor y la cautela se habían desvanecido. Hugo estaba ansioso. Pero ¿desde cuándo el ansia de un niño ha hecho que los dulces crucen el escaparate? Los escaparates de las confiterías, a diferencia de las paredes de los retretes, son de cristal y no tienen agujeros, de modo que los dulces, a diferencia del pene en el cubículo de al lado, no cruzan la pared y los niños locos de deseo no pueden apretar, acariciar, lamer y de nuevo apretar como hizo Hugo con el grueso y voluminoso pene cuando el grueso y voluminoso pene cruzó el agujero y entró en su cubículo.
En cuanto Hugo vio el pene, supo que debía tenerlo. Entre las manos. En la boca. Se quedó sentado mirando, y el pene se retiró al otro lado. Hugo saltó sobre el asiento del retrete y, mientras los últimos restos de cautela le amonestaban desde el fondo de su mente, contempló al hombre del cubículo contiguo. El hombre le miró y sonrió. Hugo salió corriendo de su cubículo y llamó a la puerta de al lado. La puerta se abrió. Hugo entró y se arrojó sobre el hombre, y el hombre lo abrazó. Sus dedos se extendieron para palpar lo que durante tanto tiempo le había estado vedado palpar. El hombre le pidió que fuera a dar una vuelta en su coche, y, para alivio del Hugo malo, el Hugo bueno respondió por él y dijo que no, gracias, y a continuación el hombre le preguntó si le gustaría ver leche, y Hugo dijo que sí, y casi inmediatamente el pene del hombre escupió una sustancia blancuzca. Hugo miró. No parecía muy extraño. Pero Hugo aún no sabía cómo hacer lo mismo, y su pene aún seguía erguido, duro y anhelante cuando el hombre comenzó a arreglarse la ropa. Hugo se colgó de él, aferrando su pene marchito y tirándole de los pelos del pecho bajo su camiseta a rayas, pero el hombre se limitó a sonreír. Fue una sonrisa distante. Ni amistosa, ni hostil. La sonrisa de todo ha terminado. Y luego el hombre se fue y Hugo se quedó allí, con el pene hinchado dentro de los pantalones y todo él volcado en el recuerdo de sus dedos sobre el cuerpo del hombre. La primera vez. La primera vez que tocaba el pene de otro hombre con sus manos, con su lengua. La primera vez que otro hombre lo abrazaba.
Estaba ya a medio camino de casa, cantando a voz en cuello, antes de darse cuenta de cuánto trecho había recorrido.
No le dijo nada a papá sobre su experiencia en los retretes de madera al borde de la Al. No le dijo a su hermana mayor ni a su hermana menor que un hombre había introducido su pene erecto por un agujero en la pared de un retrete de madera al borde de la Al. Y, desde luego, no iba a decírselo a mamá.
Lo primero que hizo Hugo cuando regresó de los retretes junto a la Al, tras haber palpado el pene del hombre de la camiseta a rayas, la gota de esperma colgante y la sonrisa de todo ha terminado, fue preparar la próxima visita. Estaba frenético. Sólo de pensarlo, el estómago le daba un salto mortal. La distancia se expandía y se acortaba. Estaba demasiado lejos para ser cómodo, pero lo bastante cerca para resultar concebible. El secreto era de capital importancia. Mentir era inevitable. Nadie debía saber nada de los retretes, de los hombres, de los graffitis, del agujero en la pared y del pene que asomaba por él. Y nadie lo sabría. Nadie de su casa y nadie de la escuela. De ahí en adelante, la vida en sí pasó a ser casi un secreto, y la verdad una cosa rara que intranquilizaba a Hugo. Las mentiras eran seguras, fáciles, flexibles y fiables. Hugo vivía sus mentiras y las creía.
Sin embargo, no era tan difícil volver al retrete de la A1. Por lo menos, no con una bicicleta. A la madre de Hugo le encantaba la idea del ejercicio físico. «Un cuerpo sano es una mente sana», rezaba uno de sus dichos favoritos. Otro era que el primer signo de inteligencia consiste en utilizarla: ser perezoso es ser estúpido. Estos criterios eran poderosos. Implicaban trabajo y esfuerzo. Realización personal. Responsabilidad. También implicaban que los largos paseos en bicicleta eran permisibles, incluso bajo la llovizna y los ventarrones del otoño.
Una semana después, el sábado por la mañana, tan pronto como le pareció prudente, tras haberse lavado y hecho la cama, Hugo partió hacia la Al y su retrete con paredes de madera. Mientras sus pies accionaban los pedales a lo largo de la Al, rumbo a la perdición, sus pensamientos eran un frenesí de posibilidades imaginadas.
El retrete no tuvo escrúpulos en añadir a Hugo a su colección de vagabundos, conductores, esposos sorprendidos y viejos pervertidos; una galería de picaros, lascivas miradas de soslayo y penes que emergían por agujeros tan grandes que se podía pasar una pierna por ellos; tanto que la gente se acoplaba a través de las propias paredes. Era un palacio de inscripciones garrapateadas y humedad maloliente. Por sus muros reptaba la lujuria en historias de seducción e incesto. Era el nuevo teatro de Hugo, su cuarto de juegos. Y él era la atracción estelar de aquel espectáculo musical de los bajos fondos. El chico educado de padres respetables se entregaba a la danza con exclamaciones de placer. Pero ¿quiénes eran sus compañeros en el tango de los retretes? Viejos, camioneros, hombres gordos y sudorosos que le daban monedas de diez peniques y le pedían que volviera y un hombre con una camioneta y un bosque cercano. La camioneta y el bosque cercano vinieron cuando la voz de aviso del chico educado, que le repetía la máxima infantil «No subas al coche de un desconocido», quedó ahogada por las voces del deseo… «Tú ya sabes lo que haces. Si la cosa se pone fea, puedes echar a correr. Esto es divertido.» Y la voz de la entrepierna, que decía: «Ve a por ello, ve a por ello, ve a por ello, ve a por ello.»
Hugo estaba hipnotizado y feliz. A los catorce años, subió a una camioneta con un desconocido y se dejó llevar a un bosque desconocido en mitad del campo.
El hombre, que era más viejo de lo que Hugo hubiera deseado (pero al jovencito Hugo le gustaban los hombres mayores, con vello en el pecho, en el vientre y en la espalda), lo condujo con voz suave y gestos amistosos hasta un claro de hojas muertas y ramitas secas. Extendió una manta y los dos se quitaron parte de la ropa. El hombre empezó a jugar y Hugo empezó a tocar. El hombre jugaba con su pene y con el de Hugo, y Hugo le tocaba el pecho y la espalda y los testículos y el pene. El pene de Hugo era el mejor faro del océano, y el hombre así se lo dijo. Y luego el pene del hombre emitió semen y el pene de Hugo aún no había hecho nada.
El pene del hombre se encogió bajo el tacto de Hugo, escondiéndose en el prepucio como un caracol asustado. Pero el hombre no dejó a Hugo insatisfecho, tendido sobre la manta en mitad del bosque desconocido. Tampoco lo apuñaló ni lo estranguló como, según todas las viejecitas de siempre, suelen hacer los desconocidos. Comenzó a frotar el faro de Hugo. Lo frotó de arriba abajo. El prepucio comenzó a cosquillearle el glande y el glande se hinchó y se hinchó hasta que Hugo sintió pulsar la sangre con tanta fuerza que le pareció que bastaría un pinchazo de alfiler para que el chorro rojo brotara como un surtidor hacia los árboles. Entonces, algo se agitó en su estómago. Y su pene comenzó a resplandecer y a cosquillearle, pero con unas cosquillas distintas. Parecía como si tuviera necesidad de mear y no pudiera.
Pensó que debía pedirle al hombre que se detuviera, pero las cosquillas lo tenían en su poder, y era incapaz de moverse. Sólo se retorció por dentro, se retorció y se dobló, y el cosquilleo aumentó y descendió por el pene hasta sus pelotas, que se elevaron, se endurecieron y se tensaron. Hugo se agitó violentamente. Su pene se iluminó y rió. Comenzó a ascender hacia el cielo y Hugo se vio arrastrado tras él. Parpadeaba y palpitaba, y Hugo creyó que iba a mearse, y entonces una mano desconocida le apretó las pelotas y Hugo estalló. Salpicó al hombre con un líquido claro, pero no era meado. Tampoco era blanco. Era el esperma acumulado de tanto tiempo sin masturbación. Era el esperma largo tiempo comprimido de un cuerpo desesperado por aliviarse pero incapaz de encontrar la llave, de abrir el cerrojo, de enviar el rocío volando hacia los árboles.
Hugo empezó a retorcerse. El placer era una agonía. La agonía era un placer insoportable.
Después, Hugo se tendió. Alzó la cabeza. Dirigió la mirada hacia su estómago distendido y todavía tenso, salpicado de gotas amarillentas. Dirigió la mirada hacia el hombre de camisa a cuadros que yacía a su lado y ahora en vez de deseo vio edad, en vez de sexo vio grasa, en vez de placer vio desagrado. Hugo se recostó de nuevo y el hombre empezó a hablar. Al principio eso le resultó irritante, pero luego apaciguó el desagrado que se había infiltrado en su cabeza.
—¿Cómo te llamas? —quiso saber el hombre, y Hugo se lo dijo.
—Oh, no —exclamó el hombre—. Yo de ti no utilizaría ese nombre. Es muy fácil de recordar. Utiliza otro que no se grabe en la memoria. Un nombre por el que nadie pueda identificarte.
Y allí, tendido de espaldas, la viscosidad del primer semen sobre su vientre aún lampiño, nació David, con catorce años y una sabiduría muy por encima de su edad.
Seducido a los catorce años en un bosquecillo sembrado de basuras junto a la Al, Hugo se soltó los pantalones cortos y empezó a danzar a los acordes del tango de los retretes. Bien, no exactamente Hugo. David. Pero David era Hugo. David era la pantalla de Hugo, su protección contra la gente que podía llamar, la gente que podía buscarlo, la gente que podía encontrarlo ante la mesa del té, compartiendo el pan, la mermelada y una loncha de queso cheddar. Y poco a poco David acabó siendo algo más que eso. Se convirtió en el otro que no era del todo Hugo pero hacía lo que Hugo juzgaba mejor no hacer. Se convirtió en el picaro que no se detenía ante nada, mentía y reía. El que jugaba en las alcobas, coches, despachos y cocinas de hombres desconocidos. El que no tenía familia, el que no tenía hermanas mayores ni menores, el que no tenía una escuela a la que asistir ni una casa donde regresar a la hora del té. David vivía para danzar, y en la pista de baile de los retretes no había nadie que danzara como él.
El tango de los retretes no era un baile cualquiera. Carecía de música escrita y los pasos no se ensayaban de antemano. Era un ritual de silencio, interrumpido por algún que otro murmullo e inevitables gruñidos esporádicos, pero no se hablaba y se sonreía muy poco. Era una rutina tensa, intensa, con frecuencia aburrida pero siempre tentadora, para dos personas… o más.
Por lo demás, tampoco se podía tanguear en cualquier retrete. Había que encontrar uno con la atmósfera adecuada, la gente adecuada y las instalaciones adecuadas. La limpieza era mala señal. Tuberías de cobre bruñido y urinarios de resplandeciente porcelana, amorosamente lustrados por el hombre que leía un programa de las carreras tras el vidrio translúcido, indicaban una meada correcta y nada de baile. Podía ser que algunos ojos brillaran y que una fugaz sonrisa brillara en respuesta, podía ser que algunos hombres se entretuvieran demasiado al cerrarse la bragueta, que se la sacudieran con demasiada fruición y remolonearan un poco bajo el letrero que rezaba, en azul esmaltado sobre blanco, «No demorarse», pero siempre se retiraban en silencio, sabiendo perfectamente que no demorarse quería decir no danzar. Territorio muerto. Estaba escrito en la pared con toda claridad, y no sólo en azul esmaltado sobre blanco; había también unas cuantas consignas futbolísticas, algunas furiosamente racistas, una historia medio borrada acerca de un hombre cuya esposa quería acostarse con tres tipos a la vez y estaba más caliente que el infierno, pero de eso hacía ya dos años, según la fecha inscrita al pie.
Allí no se danzaba.
Los mejores lugares eran los más oscuros. Un rincón olvidado del parque, un callejón, al fondo de un aparcamiento. Sucios, pero no demasiado sucios. Llenos de gente, si había suerte. Y aunque allí también había graffiti en las paredes, la historia que contaban era muy distinta. Los apasionados del fútbol y los racistas iracundos cedían su lugar a eremitas sexuales que imaginaban extravagantes combinaciones de edad y género mientras esperaban en silencio tras la puerta del cubículo.
David no escribió jamás en ninguna pared, pero, al igual que Hugo con sus revistas porno robadas, leía con avidez esos mensajes. Y si había los suficientes, si los relatos llevaban fecha y las fechas eran recientes, si la tinta aún no se había descolorido y nadie había intentado borrarla, entonces sabía que, con un poco de paciencia y un poco de autodominio, acabaría por entrar alguien.
Había que tener cuidado con las palabras, cuidado de no excitarse demasiado, de no terminar antes de que hubiera comenzado nada, de no correrse antes de que hubiera llegado alguien. Algunos de los relatos eran muy buenos. Otros, muy ordinarios. Historias de apareamientos incestuosos con primos adolescentes, con hijos e hijas, con policías que querían ser servidos, con camioneros que se llevaban a skinheads de dieciséis años en viajes de larga distancia. Historias de hombres con libros y vídeos, con poppers y sábanas de hule, con un piso al que ir. Jactancias y solicitudes de hombres con pollas de dimensiones míticas. Confesiones de hombres sin vergüenza que deseaban que alguien les pegara, les meara encima, les cagara encima, los maltratara como a un esclavo, como a un perro.
A menudo se veían lamentos relacionados con la edad. «¿Dónde se han metido los jovencitos?» Coléricos mensajes de protesta a propósito de los viejarrones que remoloneaban en un rincón sin interesar a nadie, contemplando y haciendo guiños, despreciados sin miramientos. Los viejos que, llegado su turno, se introducían a hurtadillas en los cubículos y garrapateaban en anticuada caligrafía sus historias sobre ropa interior de encaje y viejas fotografías.
David insultaba a los viejos verdes. A Hugo le daban lástima. Pero los viejos carecían de vergüenza. ¿Por qué habrían de tenerla? Habían visto su lozanía juvenil insidiosamente convertida en manchas seniles. Habían visto a todos los calientapollas engreídos rechazarlos cuando había acción y venir en su busca cuando no la había, e iban demasiado quemados para aguantarse.