Read Trópico de Capricornio Online
Authors: Henry Miller
Cuando pienso en los esfuerzos titánicos que hice para canalizar la lava caliente que bullía dentro de mí, los esfuerzos repetidos mil veces para colocar el embudo en su sitio y captar
una
palabra,
una
frase, pienso inevitablemente en los hombres de la antigua edad de piedra. Cien mil, doscientos mil años, trescientos mil años para llegar a la idea del paleolítico. Una lucha quimérica, porque no soñaban con una cosa como el paleolítico. Llegó sin esfuerzo, en un segundo, un milagro podríamos decir, excepto que todo lo que ocurre es milagroso. Las cosas ocurren o no ocurren, y nada más. Nada se realiza mediante el sudor y los esfuerzos. Casi todo lo que llamamos vida es simplemente insomnio, una agonía porque hemos perdido la costumbre de quedarnos dormidos. No sabemos dejarnos llevar. Somos como un muñeco de una caja de sorpresas colocado sobre un resorte y cuanto más esfuerzos hacemos más difícil es volver a la caja.
Creo que si hubiera estado loco, no habría encontrado nada mejor para consolidar mi fondeadero que instalar ese objeto de Neanderthal en medio del salón. Con los pies en el escritorio, recogiendo la corriente, y la columna vertebral cómodamente encajada en un espeso cojín de cuero, estaba en una relación ideal con los restos y desechos que giraban a mi alrededor y que por ser demenciales y formar parte de la corriente, mis amigos intentaban convencerme de que eran la vida. Recuerdo vivamente el primer contacto con la realidad en que entré a través de los pies, por decirlo así. El millón de palabras, fijaos bien, que había escrito, bien ordenadas, bien ensambladas, no eran nada para mí, —vulgares cifras de la antigua edad de piedra—, porque el contacto era a través de la cabeza y la cabeza es un apéndice inútil, a no ser que estés anclado en medio de un canal y en pleno cieno. Todo lo que había escrito antes era material de museo, y la mayoría de lo que se escribe es material de museo y por eso es por lo que no se incendia, no inflama el mundo. Yo era un simple portavoz de la raza ancestral que hablaba a través de mí; ni siquiera mis sueños eran sueños auténticos, genuinos, de Henry Miller. Estar sentado y quieto y concebir una idea que brotara de mí, del salvavidas, era una tarea hercúlea. No me faltaban ideas ni palabras ni capacidad de expresión... me faltaba algo más importante: la palanca que cortara el paso al jugo. La maldita máquina no se detenía, ésa era la dificultad. No sólo estaba en medio de la corriente, sino que, además, la corriente pasaba a través de mí y no podía controlarla en absoluto.
Recuerdo el día en que detuve en seco la máquina y en que el otro mecanismo, el que iba firmado con mis iniciales y que había fabricado con mis propias manos y mi propia sangre, empezó a funcionar lentamente. Había ido a un teatro cercano a ver una función de variedades; era la función de la tarde y tenía una localidad para la galería. Estando en fila en el vestíbulo, experimenté ya una extraña sensación de firmeza. Era como si estuviera coagulándome, convirtiéndome en una masa de jalea reconocible. Era como la última fase de la curación de una herida. Estaba en el punto culminante de la normalidad, lo que es una situación muy anormal. Podía llegar el cólera y echarme su fétido aliento: no importaría. Podía inclinarme a besar las úlceras de una mano leprosa, y ningún mal me sobrevendría. No había simplemente un equilibrio en esa constante contienda entre la salud y la enfermedad, que es a lo máximo a que podemos aspirar la mayoría de nosotros, sino que había un número positivo en la sangre que significaba que, al menos por unos momentos, la enfermedad estaba completamente derrotada. Si uno tuviera la sagacidad de arraigar en ese momento, no volvería nunca a estar enfermo ni a ser desgraciado ni a morir siquiera. Pero llegar a esa conclusión es dar un salto que le llevaría a uno a una época anterior a la antigua edad de la piedra. En ese momento no estaba soñando siquiera con arraigar; estaba experimentando por primera vez en mi vida el significado de lo milagroso. Me sentí tan asombrado al oír mis propias piezas engranarse, que estaba dispuesto a morir allí y entonces por el privilegio de la experiencia.
Lo que ocurrió fue lo siguiente... Al pasar ante el portero con el boleto roto en la mano, las luces se apagaron y subió el telón. Me quedé ligeramente aturdido un momento por la repentina oscuridad. Mientras el telón subía lentamente, tuve la sensación de que a lo largo de las eras el hombre se había visto calmado siempre misteriosamente por ese breve momento que precede al espectáculo. Sentía el telón subiendo
en el hombre.
E inmediatamente comprendí también que ése era un símbolo que se le presentaba incesantemente en el sueño y que, si hubiera estado despierto, los actores nunca habrían entrado en escena, sino que él, el Hombre, habría subido a las tablas. No concebí esa idea: fue una comprensión, como digo, y era tan simple y abrumadoramente clara, que la máquina se detuvo ante mi propia presencia bañada en una realidad luminosa. Aparté la vista del escenario y contemplé lentamente las escaleras, con la mano apoyada en la barandilla. El hombre podría haber sido yo mismo, el antiguo yo que había estado caminando siempre dormido desde que nací. No abarqué con la mirada toda la escalera, sólo los pocos escalones que el hombre había subido o estaba subiendo en el momento en que comprendí todo. El hombre no llegó nunca al final de las escaleras y nunca apartó la mano de la barandilla. Sentí que bajaba el telón, y por unos pocos momentos más me encontré entre bastidores moviéndome entre los decorados, como el tramoyista que se despierta repentinamente y no está seguro de si sigue soñando o si está contemplando un sueño en el escenario. Era tan fresco y tan verde, tan extraordinariamente nuevo como las tierras de pan y queso que las doncellas de Biddenden veían cada día de su larga vida unidas a las caderas. ¡Vi sólo lo que estaba vivo! El resto se desvaneció en una penumbra. Y fue para mantener el mundo vivo para lo que corrí a casa sin esperar a ver la función y me senté a describir el pequeño tramo de escaleras que es imperecedero.
Era más o menos por aquella época cuando los dadaístas —a los que iban a seguir poco después los surrealistas— estaban en su apogeo. No oí hablar de ninguno de los dos grupos hasta unos diez años después; nunca leí un libro francés ni tuve nunca una idea francesa. Quizá fuera yo el único dadaísta de América y no lo sabía. Tenía tan poco contacto con el mundo exterior, que igual podría haber estado viviendo en las junglas del Amazonas. Nadie entendía aquello de lo que yo escribía ni por qué escribía de ese modo. Estaba tan lúcido, que decían que estaba chiflado. Estaba describiendo el Nuevo Mundo... demasiado pronto desgraciadamente, porque todavía no se había descubierto y no podía convencerse a nadie de que existiera. Era un mundo ovárico, todavía escondido en las trompas de Falopio. Naturalmente, nada estaba formulado claramente: sólo había visible la leve insinuación de una espina dorsal, y desde luego ni brazos ni piernas, ni pelo, ni uñas, ni dientes. En el sexo no había ni que soñar; era el mundo de Cronos y su progenie ovicular. Era el mundo de la pizca, en que cada pizca era indispensable, espantosamente lógica, y absolutamente imprevisible. No existía algo así como una
cosa,
porque faltaba el concepto de «cosa».
Digo que era un Mundo Nuevo el que estaba describiendo, pero, como el Nuevo Mundo que Colón descubrió, resultó ser un mundo mucho más antiguo que cualquiera de los que hemos conocido. Por debajo de la fisonomía superficial de piel y huesos vi el mundo indescriptible que el mundo siempre ha llevado consigo; no era ni antiguo ni nuevo, sino el mundo eternamente verdadero que cambia de un momento a otro. Todo lo que miraba era un palimpsesto y no había capa de escritura, por extraña que fuese, que yo no descifrara. Cuando mis compañeros me dejaban por la noche, muchas veces me sentaba y escribía a mis amigos los bosquimanos australianos o a los
Mound Builders
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del valle del Mississippi o a los igorrotes de las Filipinas. Tenía que escribir en inglés, naturalmente, porque era la única lengua que hablaba, pero entre la lengua y el código telegráfico empleado por mis amigos del alma había un mundo de diferencia. Cualquier hombre primitivo me habría entendido, cualquier hombre de épocas arcaicas me habría entendido: sólo los que me rodeaban, es decir, un continente de cien millones de personas, eran incapaces de entender mi lenguaje. Para escribir de forma inteligible para ellos me habría visto obligado en primer lugar a matar algo y, en segundo lugar, a detener el tiempo. Acababa de comprender que la vida es indestructible y que no existe una cosa como el tiempo, sólo el presente. ¿Esperaban que negara una verdad que había tardado toda la vida en vislumbrar? Sin lugar a dudas eso era lo que esperaban. La única cosa que no querían oír era que la vida era indestructible. ¿Acaso no se alzaba su precioso nuevo mundo sobre la destrucción de los inocentes, sobre la violación y el pillaje y la tortura y la devastación? Ambos continentes se habían visto violados; ambos continentes se habían visto despojados y saqueados de todo lo precioso...
en cosas.
En mi opinión, a ningún hombre se le ha sometido a una humillación mayor que a Moctezuma; ninguna raza ha sido exterminada más despiadadamente que la del indio americano; ninguna tierra ha sido violada del modo execrable e infame como lo fue California por los buscadores de oro. Siento vergüenza al pensar en nuestros orígenes: nuestras manos están empapadas de sangre y crimen. Y la carnicería y el pillaje no cesan, como descubrí con mis propios ojos viajando a lo largo y ancho del país. Cualquier hombre, hasta el amigo más íntimo, es un asesino en potencia. Muchas veces no necesitaban sacar el rifle ni el lazo ni la calimba: habían encontrado formas más sutiles y perversas de torturar y matar a sus semejantes. Pues la agonía más dolorosa era que aniquilaran la palabra antes de que hubiese salido siquiera de la boca. La amarga experiencia me enseñó a callar; aprendí incluso a quedarme sentado en silencio, e incluso a sonreír, cuando en realidad estaba echando espuma por la boca. Aprendí a estrechar las manos y a decir cómo está usted a todas esas fieras de aspecto inocente que lo único que esperaban era que me sentara para chuparme la sangre.
¿Cómo iba a ser posible, cuando me sentaba a mi escritorio prehistórico en el salón, usar aquel lenguaje cifrado de la violación y el asesinato? Estaba solo en ese gran hemisferio de violencia, pero no estaba en relación con la raza humana. Estaba solo en medio de un mundo de cosas iluminado por destellos fosforescentes de crueldad. Deliraba con una energía que no se podía liberar salvo al servicio de la muerte y la futilidad. No podía empezar con una declaración completa: habría significado la camisa de fuerza o la silla eléctrica. Era como un hombre que había estado encarcelado demasiado tiempo en una mazmorra: tenía que abrirme paso despacio, vacilante, para no caer y ser pisoteado. Tenía que acostumbrarme gradualmente a los inconvenientes de la libertad. Tenía que crecerme una nueva epidermis que me protegiera de aquella luz abrasadora del cielo.
El mundo ovárico es el producto de un ritmo de vida. En el momento en que nace un niño pasa a formar parte de un mundo en que hay no sólo el ritmo de la vida, sino también el ritmo de la muerte. El deseo desesperado de vivir, de vivir a toda costa, no es el resultado del ritmo de vida en nosotros, sino del ritmo de muerte. No sólo no hay necesidad de mantenerse vivo a toda costa, sino que, además, si la vida es indeseable, es un error tremendo. Ese mantenerse uno vivo, por una ciega inclinación a derrotar a la muerte, es en sí mismo una forma de sembrar la muerte. Todo el que no haya aceptado la vida plenamente, que no esté aumentando la vida, está ayudando a llenar el mundo de muerte. Hacer el gesto más simple con la mano puede comunicar el mayor sentido de vida; una palabra pronunciada con todo el ser puede dar vida. La actividad en sí misma no significa nada: con frecuencia es un signo de muerte. Por la simple presión exterior, por la fuerza del ambiente y del ejemplo, por el propio clima que la actividad engendra, puede uno convertirse en parte de una monstruosa máquina de muerte, como América, por ejemplo. ¿Qué sabe una dinamo de la vida, de la paz, de la realidad? ¿Qué sabe cualquier dinamo americana individual de la sabiduría y de la energía, de la vida abundante y eterna que posee un mendigo harapiento sentado bajo un árbol en el acto de meditar? ¿Qué es la
energía?
¿Qué es la
vida?
Basta con leer las estúpidas chácharas de los libros de texto científicos y filosóficos para comprender que el saber de esos americanos enérgicos es menos que nada. Mirad, a mí me tuvieron ajetreado, esos monomaniacos del caballo de vapor; para romper su ritmo demencial, su ritmo de muerte, tuve que recurrir a una longitud de onda que, hasta que encontrase el apoyo apropiado en mis entrañas, anularía por lo menos el ritmo que habían establecido. Desde luego no necesitaba aquel escritorio grotesco, incómodo, antediluviano que había instalado en el salón; desde luego, no necesitaba doce sillas vacías colocadas alrededor en semicírculo; lo único que necesitaba era espacio amplio para escribir y una decimotercera silla que me sacara del zodíaco que ellos usaban y me colocase en un cielo más allá del cielo. Pero cuando se conduce a un hombre casi hasta la locura y cuando, para su propia sorpresa quizá, descubre que todavía le queda alguna resistencia, algunas fuerzas propias, entonces es probable descubrir que esa clase de hombre actúa en gran medida como un hombre primitivo. Esa clase de hombre no sólo es capaz de volverse terco y obstinado, sino también supersticioso, un creyente en la magia y un practicante de la magia. Esa clase de hombre se sitúa más allá de la religión... de lo que sufre es de su religiosidad. Esa clase de hombre se convierte en un monomaníaco, empeñado en hacer solamente una cosa, a saber, destruir el maleficio que le han echado. Esa clase de hombre ha superado eso de tirar bombas, ha superado la rebelión; quiere dejar de reaccionar, ya sea inerte o ferozmente. Ese hombre, de entre todos los hombres de la tierra, quiere que el acto sea una manifestación de vida. Si, al comprender su terrible necesidad, empieza a actuar regresivamente, a volverse asocia!, a balbucir y tartamudear, a mostrarse tan totalmente inadaptado como para ser incapaz de ganarse la vida, sabed que ese hombre ha encontrado el camino del regreso al útero y a la fuente de la vida y que mañana, en lugar del despreciable objeto de ridículo en que lo habéis convertido, dará su paso adelante como un
hombre
por derecho propio y nada podrán contra él todos los poderes del mundo.