Read Trópico de Capricornio Online
Authors: Henry Miller
Naturalmente, a partir de semejante manía extravagante de perfección nadie habría esperado una evolución hasta la conversión en parque salvaje, ni siquiera yo, pero es infinitamente mejor, mientras esperas la muerte, vivir en estado de gracia y asombro natural. Infinitamente mejor, a medida que la vida avanza hacia una perfección mortal, ser simplemente una brizna de espacio vivo palpitante, un trecho de verde, un poco de aire fresco, un estanque de agua. Mejor también recibir a los hombres silenciosamente y abrazarlos, pues no hay respuesta que darles mientras sigan corriendo frenéticamente a doblar la esquina.
Pienso ahora en la pedrea de una tarde de domingo de hace mucho tiempo, cuando estaba pasando una temporada en casa de mi tía Caroline cerca de Hill Gate. Mi primo Gene y yo nos habíamos visto acorralados por una pandilla de chicos mientras jugábamos en el parque. No sabíamos de qué parte luchábamos, pero estábamos luchando con todo ahínco entre el montón de piedras junto a la orilla del río. Teníamos que mostrar más valor incluso que los otros muchachos porque sospechaban que éramos mariquitas. Así fue como ocurrió que matamos a uno de la pandilla contraria. Justo cuando nos atacaban, mi primo Gene tiró una piedra de buen tamaño al cabecilla y le dio en el vientre. Yo lancé mi piedra al mismo tiempo y le di en la sien y cayó para quedarse en el sitio sin decir ni pío. Unos minutos después llegaron los polis y encontraron muerto al muchacho. Tenía ocho o nueve años, más o menos la misma edad que nosotros. No sé lo que nos habrían hecho, si nos hubiesen atrapado. El caso es que, para no despertar sospechas corrimos a casa: por el camino nos habíamos limpiado un poco y nos habíamos peinado. Entramos con aspecto tan inmaculado como cuando habíamos salido de casa. La tía Caroline nos dio nuestras dos grandes rebanadas de pan de centeno con mantequilla fresca y un poco de azúcar por encima y nos sentamos en la mesa de la cocina a escuchar con sonrisa angelical. Era un día extraordinariamente caluroso y pensó que era mejor que nos quedáramos en casa, en la gran habitación del frente, donde habían bajado las persianas, y que jugásemos a las canicas con nuestro amigo Joey Kesselbaum. Joey tenía fama de ser un poco retrasado y normalmente lo habríamos desplumado, pero aquella tarde, en virtud de una especie de acuerdo tácito, Gene y yo le permitimos que nos ganara todo lo que teníamos. Joey estaba tan contento, que después nos llevó abajo, a su sótano, e hizo que su hermana se levantase las faldas y nos enseñara lo que había debajo. Weesie la llamaban y recuerdo que se enamoró de mí instantáneamente. Yo venía de otra parte de la ciudad, tan lejana, les parecía, que era casi como si viniera de otra ciudad. Incluso parecían pensar que hablaba de forma diferente que ellos. Mientras que los otros chavales solían pagar para hacer que Weesie se levantara las faldas, para nosotros lo hacía por amor. Al cabo de un tiempo, la convencimos para que no volviese a hacerlo para los otros chicos: estábamos enamorados de ella y queríamos que se portara bien. Después de separarme de mi primo al final del verano no volví a verlo durante veinte años o más. Cuando por fin volvimos a vernos, lo que me impresionó profundamente fue su expresión de inocencia: la misma expresión que el día de la pedrea. Cuando le hablé de la pedrea, me asombró todavía
má.s
descubrir que había olvidado que fuimos nosotros quienes matamos al muchacho : recordaba la muerte del muchacho, pero, por el modo como hablaba de ella, parecía que ni él ni yo habíamos tenido nada que ver. Cuando mencioné el nombre de Weesie, le costó trabajo situarla. ¿No recuerdas el sótano de la casa de al lado...
Joey Kesselbaum?
Al oír aquello, una débil sonrisa pasó por su rostro. Le parecía extraordinario que recordara yo cosas así. Ya estaba casado, tenía hijos, y trabajaba en una fábrica de estuches para pipas. Consideraba extraordinario recordar acontecimientos que habían ocurrido en un pasado tan lejano.
Al separarme de él aquella tarde, me sentí terriblemente abatido. Era como si hubiera intentado extirpar una parte preciosa de mi vida, y a él mismo con ella. Parecía más apegado a los peces tropicales que coleccionaba que al maravilloso pasado. Por mi parte, recuerdo todo, todo lo que ocurrió aquel verano, y especialmente el día de la pedrea. De hecho, hay ocasiones en que el sabor de aquella gran rebanada de pan de centeno que su madre me dio aquella tarde es más fuerte que el de la comida que estoy saboreando. Y la imagen del chichi de Weesie casi más vivida que la sensación real de lo que tengo en la mano. La forma como quedó tumbado el muchacho, después de que lo derribáramos, mucho, pero mucho más importante que la historia de la Guerra Mundial. De hecho, todo aquel largo verano me parece como un idilio sacado de las leyendas artúricas. Con frecuencia me pregunto qué hubo en aquel verano particular que lo hace tan vívido en mi recuerdo. Basta con que cierre los ojos un momento para volver a vivir cada día. Desde luego, la muerte del muchacho no me causó angustia: antes de que pasara una semana, había quedado olvidada. También la imagen de Weesie parada en la penumbra del sótano con las faldas levantadas se esfumó fácilmente. Lo extraño es que la gruesa rebanada de pan de centeno que su madre me dio aquel día parece tener más fuerza que ninguna otra imagen de aquella época. Me sorprende... me sorprende profundamente. Quizá sea porque siempre que me daba la rebanada de pan, lo hacía con una ternura y una simpatía que nunca antes había conocido. Era una mujer muy agradable, mi tía Caroline. Tenía la cara marcada de viruela, pero era una cara cordial, simpática, que ninguna deformidad podía estropear. Era tremendamente enérgica y tenía una voz suave y acariciadora. Cuando se dirigía a mí, parecía prestarme más atención incluso, tenerme más consideración, que a su propiohijo. Me habría gustado quedarme con ella para siempre; si me lo hubiesen permitido, la habría escogido como madre. Recuerdo perfectamente que, cuando mi madre vino de visita, pareció enojarse de que estuviera tan contento con mi nueva vida. Incluso observó que era un desagradecido, observación que nunca olvidé, porque entonces comprendí por primera vez que ser desagradecido era quizá necesario y bueno para uno. Si cierro los ojos ahora y pienso en ella, en la rebanada de pan, pienso casi al instante que en aquella casa nunca supe lo que era una regañina. Creo que si hubiera dicho a mi tía Carolina que había matado a un muchacho en el solar, si le hubiese contado cómo ocurrió simplemente, me habría pasado el brazo por el hombro y me habría perdonado... al instante. Quizá sea por eso por lo que aquel verano es tan precioso para mí. Fue un verano de absolución tácita y completa. Por eso es por lo que tampoco puedo olvidar a Weesie. Tenía una bondad natural, una niña que estaba enamorada de mí y que no reprochaba nada. Fue la primera persona del otro sexo que me admiró por ser
diferente.
Después de Weesie, fue al revés. Me amaban, pero también me odiaban por ser lo que era. Weesie hizo un esfuerzo para entender. El propio hecho de que yo procediera de otro lugar, de que hablase otra lengua, la aproximaba más a mí. La forma como le brillaban los ojos cuando me presentó a sus amiguitos es algo que nunca olvidaré. Sus ojos parecían rebosar de amor y admiración. A veces, los tres íbamos paseando hasta la orilla del río por la tarde y sentados al borde hablábamos como hablan los niños, cuando los mayores no están presentes. Hablábamos entonces, ahora lo sé tan bien, de forma más sana y más profunda que nuestros padres. Para darnos aquella gruesa rebanada de pan cada día, los padres tenían que pagar un precio muy alto. El precio más alto era acabar alejados de nosotros. Pues, con cada rebanada que nos daban a comer, no sólo nos volvíamos más indiferentes hacia ellos, sino que, además, nos volvíamos superiores cada vez más. Nuestra fuerza y nuestra belleza radicaban en nuestra ingratitud. Al no ser afectuosos, éramos inocentes de cualquier delito. El muchacho al que vi caer muerto, que yacía allí inmóvil, sin emitir el menor sonido ni gemido, el asesinato de aquel muchacho parece casi una acción limpia, sana. En cambio, la lucha por la comida parece asquerosa y degradante y, cuando estábamos delante de nuestros padres, sentíamos que habían llegado hasta nosotros impuros y eso era algo que nunca podríamos perdonarles. La espesa rebanada de pan de por las tardes, precisamente porque no la ganábamos, nos sabía deliciosa. Nunca volverá el pan a tener ese sabor. Nunca volverán a dárnoslo así. El día del asesinato estaba más sabroso incluso que nunca. Tenía un ligero sabor a terror que no ha vuelto a tener nunca más. Y lo recibimos con la tácita pero completa absolución de la tía Caroline.
Hay algo en el pan de centeno que estoy intentando desentrañar: algo vagamente delicioso, terrorífico y liberador, algo asociado con los primeros descubrimientos. Pienso en otra rebanada de pan de centeno que está relacionada con un período anterior, cuando mi amiguito Stanley y yo solíamos saquear la nevera. Aquél era pan
robado
y, por consiguiente, más maravilloso incluso para el paladar que el pan que nos daban con amor. Pero fue en el acto de comer el pan de centeno, de caminar por ahí con él y hablar al mismo tiempo, como ocurrió algo parecido a una revelación. Fue como un estado de gracia, un estado de completa ignorancia, de abnegación. Parece que he conservado intacto lo que se me impartía en aquellos momentos, fuera lo que fuese, y no hay miedo de que vaya a perder nunca el conocimiento que obtuve. Quizá fuera simplemente el hecho de que no era conocimiento tal como lo concebimos normalmente. Era casi como recibir una verdad, si bien verdad es una palabra demasiado precisa. Lo importante de las discusiones que sosteníamos mientras comíamos el pan de centeno es que siempre se producían lejos de casa, lejos de la mirada de nuestros padres, a quienes temíamos pero nunca respetábamos. Abandonados a nosotros mismos, no había límites para lo que podíamos imaginar. Los hechos tenían poca importancia para nosotros: lo que pedíamos a un tema era que nos diera la oportunidad de expansionarnos. Lo que me asombra, cuando vuelvo a pensarlo, es lo bien que nos entendíamos mutuamente, lo bien que calábamos en el carácter esencial de todos y cada uno, joven o viejo. A la edad de siete años sabíamos con absoluta certeza, por ejemplo, que tal tipo acabaría en la cárcel, por ejemplo, que otro trabajaría como un esclavo, y otro sería un inútil, etc. Nuestros diagnósticos eran absolutamente correctos, mucho más correctos, por ejemplo, que los de nuestros padres, que los de nuestros maestros, más correctos, de hecho, que los de los llamados psicólogos. Alfie Betcha resultó ser un vago rematado; Johny Gerhardt fue a la cárcel; Bob Kunst llegó a ser un burro de carga. Predicciones infalibles. Las enseñanzas que recibíamos sólo servían para oscurecer nuestra visión. Desde el día en que entramos en el colegio, no aprendimos nada: al contrario, nos volvieron obtusos, nos envolvieron en una bruma de palabras y abstracciones.
Con el pan de centeno el mundo era lo que es esencialmente, un mundo primitivo regido por la magia, un mundo en que el miedo desempeñaba el papel más importante. El muchacho que pudiera inspirar mayor miedo era el jefe y se lo respetaba mientras pudiese mantener su poder. Había otros chicos que eran rebeldes, y se los admiraba, pero nunca llegaban a ser el jefe. La mayoría eran barro en las manos de los que no tenían miedo: en unos pocos se podía confiar, pero en la mayoría no. El aire estaba lleno de tensión: nada podía predecirse para mañana. Aquel núcleo vago y primitivo de una sociedad creaba apetitos vehementes, emociones intensas, curiosidad incisiva. Nada se daba por sentado: cada día requería una nueva prueba de poder, una nueva sensación de fuerza o de fracaso. Y así, hasta la edad de nueve o diez años, conocimos el auténtico sabor de la vida: éramos independientes. Es decir, aquellos de nosotros que teníamos la suerte de no haber sido echados a perder por nuestros padres, aquellos de nosotros que éramos libres para vagar por las calles de noche y descubrir las cosas con nuestros propios ojos.
Lo que pienso, con cierta pena y nostalgia, es que esa vida tan restringida de la infancia parece un universo ilimitado y la vida que la siguió, la vida del adulto, un dominio que disminuye constantemente. Desde el momento en que te meten en el colegio, estás perdido: tienes la sensación de que te han puesto un ronzal en torno al cuello. El pan pierde el sabor igual que lo pierde la vida. El hecho de conseguir el pan pasa a ser más importante que el de comerlo. Todo está calculado y todo tiene un precio.
Mi primo Gene llegó a ser una absoluta nulidad; Stanley llegó a ser un fracasado de primera. Además de esos dos muchachos, por los que sentía el mayor afecto, había otro, Joey, que más adelante llegó a ser cartero. Me dan ganas de llorar al pensar en lo que la vida ha hecho de ellos. De niños eran perfectos, Stanley el que menos, porque Stanley era más temperamental. Stanley se ponía furioso de vez en cuando y no sabías a qué atenerte con él de un día para otro. Pero Joey y Gene eran la esencia de la bondad: eran amigos en el antiguo sentido de la palabra. Pienso con frecuencia en Joey cuando voy al campo, porque era lo que se llama un muchacho de campo. Eso significa, en primer lugar, que era más leal, más sincero, más tierno, que los muchachos que nosotros conocíamos. Vuelvo a verlo viniendo a mi encuentro: siempre corría con los brazos abiertos y dispuesto a abrazarme, siempre sin aliento al contarme las aventuras que planeaba para que yo participara, siempre cargado de regalos que había guardado para cuando yo llegase. Joey me recibía como los monarcas de tiempos antiguos a sus huéspedes. Todo lo que veía era mío. Teníamos innumerables cosas que contarnos y nada era tedioso ni aburrido. La diferencia entre nuestros mundos respectivos era enorme. Aunque yo también era de la ciudad, cuando visitaba a mi primo Gene, me daba cuenta de que existía una ciudad más grande, una ciudad de Nueva York propiamente dicha en la que mi mundanidad era insignificante. Stanley no había hecho nunca excursiones fuera de su barrio, pero procedía de otro país, del otro lado del mar, Polonia, y entre nosotros siempre había el signo distintivo del viaje. El hecho de que hablase otra lengua también aumentaba nuestra admiración hacia él. Cada uno de nosotros iba rodeado de un aura que lo distinguía, de una identidad bien definida que se mantenía inviolada. Con la entrada en la vida esos rasgos diferenciales desaparecieron y todos nos volvimos más o menos parecidos y, desde luego, muy diferentes de lo que habíamos sido. Y es esa pérdida del yo particular, de la individualidad, quizá sin importancia, lo que me entristece y hace resaltar vivamente el pan de centeno. El maravilloso pan de centeno contribuyó a la formación de nuestro yo individual: era como el pan de la comunión en el que todos participan pero del que cada cual recibe según su estado de gracia particular. Ahora comemos del mismo pan, pero sin el beneficio de la comunión, sin gracia. Comemos para llenar el vientre y tenemos el corazón frío y vacío. Estamos separados pero no somos individuos.