Read Trópico de Capricornio Online
Authors: Henry Miller
La vida que pasa a la deriva por el escaparate... también yo soy parte de la vida, como la langosta, el anillo de catorce quilates, pero hay un hecho muy difícil de probar, y es el de que la vida es una mercancía con una carta de porte pegada a ella, pues lo que escojo para comer es más importante que yo, el que come, ya que el uno se come al otro y, en consecuencia, comer,
el verbo,
rey del gallinero. En el acto de comer el huésped se ve perturbado y la justicia derrotada temporalmente. El plato y lo que hay en él, mediante el poder depredador del aparato intestinal, exige atención y unifica el espíritu, primero hipnotizándolo, después masticándolo, luego absorbiéndolo. La parte espiritual del ser pasa como espuma, no deja testimonio ni rastro alguno de su paso, se esfuma, se esfuma más completamente que un punto en el espacio después de una disertación matemática. La fiebre, que puede volver mañana, guarda la misma relación con la vida que la que guarda el mercurio en un termómetro con el calor. La fiebre no convertirá la vida en calor, por lo que consagra las albóndigas y los espaguetis. Masticar mientras otros miles mastican, cuando cada mascada es un asesinato, proporciona el necesario molde social desde el que te asomas a la ventana y ves que hasta se puede hacer una escabechina con la especie humana, o que se la puede mutilar o matar de hambre o torturar porque, mientras se mastica, la simple ventaja de estar sentado en una silla con la ropa puesta, limpiándote la boca con una servilleta, te permite comprender lo que los más sabios de los sabios nunca han sido capaces de comprender, a saber, que no hay otra forma de vida posible, pues con frecuencia dichos sabios no se dignan usar silla, ropa ni servilleta. Así, los hombres que corren cada día a horas regulares por una raja coñiforme de una calle llamada Broadway, en busca de esto o de lo otro, tienden a probar esto y lo otro, que es exactamente el método de los matemáticos, lógicos, físicos, astrónomos, y demás. La prueba es el hecho y el hecho no tiene otro significado que el que le atribuyen los que establecen los hechos.
Devoradas las albóndigas, tirada cuidadosamente al suelo la servilleta de papel, eructando un poquito y sin saber por qué ni adonde, salí al bullicio de veinticuatro quilates y con la multitud que se dirigía al teatro. Aquella vez erré por las calles adyacentes siguiendo a un ciego con un acordeón. De vez en cuando me siento en un porche y escucho un aria. En la ópera, la música carece de sentido; aquí, en la calle, presenta el tono demente preciso que le infunde intensidad. La mujer que acompaña al ciego sostiene una taza de hojalata en las manos; es tan parte de la vida como la taza de hojalata, como la música de Verdi, como la Metropolitan Opera House. Todo el mundo y todas las cosas son parte de la vida, pero, cuando se han sumado todos, todavía falta no sé qué para que sea vida.
¿Cuándo es vida?,
me pregunto,
¿y por qué ahora no?
El ciego sigue su vagabundeo y yo me quedo sentado en el porche. Las albóndigas estaban podridas: el café era asqueroso, la mantequilla estaba rancia. Todo lo que miro está podrido, rancio, es asqueroso. La calle es como un mal aliento; la calle siguiente es igual, y la siguiente y la siguiente. En la esquina el ciego se vuelve a detener y toca
Home to Our Mountams.
Me encuentro un trozo de goma de mascar en el bolsillo: me pongo a masticarla. Mastico por masticar. No hay absolutamente nada mejor que hacer, a no ser tomar una decisión, lo que es imposible. El porche es cómodo y nadie me molesta. Soy parte del mundo, de la vida, como se suele decir, y pertenezco y no pertenezco a ella.
Me quedo sentado en el porche una hora más o menos, soñando despierto. Llego a las mismas conclusiones a que llego siempre, cuando dispongo de un minuto para pensar. O bien debo ir a casa inmediatamente para empezar a escribir o debo huir y empezar una nueva vida. La idea de empezar un libro me aterroriza: hay tanto que decir, que no sé dónde o cómo empezar. La idea de huir y empezar de nuevo es igualmente aterradora; significa trabajar como un negro para subsistir. Para un hombre de mi temperamento, siendo el mundo como es, no hay la más mínima esperanza ni solución. Aun cuando
pudiera
escribir el libro que quiero escribir, nadie lo aceptaría: conozco a mis compatriotas demasiado bien. Aun cuando
pudiese
empezar de nuevo, sería inútil, fundamentalmente porque no deseo trabajar ni llegar a ser un miembro útil de la sociedad. Me quedo ahí sentado mirando la casa de enfrente. No sólo tiene un aspecto feo y carente de sentido, como todas las demás casas de la calle, sino que, además, de mirarla tan intensamente, se ha vuelto absurda de repente. La idea de construir un lugar para refugiarse de esa forma particular me parece absolutamente demencial. La propia ciudad me parece un ejemplo de la mayor demencia; demencia, todo lo que hay en ella, alcantarillas, metro elevado, maquinas tragaperras, periódicos, teléfonos, polis, pomos de puerta, hostales de mala muerte, rejas, papel higiénico, todo. Todo podría perfectamente no existir y no sólo no se habría perdido nada, sino que se habría ganado todo un universo. Miro a la gente que pasa presurosa a mi lado para ver si por casualidad uno de ellos pudiera coincidir conmigo. Supongamos que detuviese a uno de ellos y le hiciera una simple pregunta. Supongamos que me limitase a decirle de sopetón:
«¿Por qué sigue usted llevando la vida que lleva?»
Probablemente llamaría a un poli. Me pregunto: «¿Se habla alguien a sí mismo como lo hago yo?» Me pregunto si me pasará algo raro. La única conclusión que puedo sacar es la de que
soy diferente.
Y ésa es una cuestión muy grave, lo mires como lo mires. Henry, me digo, alzándome despacio del porche, estirándome, sacudiéndome el polvo y escupiendo la goma de mascar, todavía eres joven, eres un chaval, y si les dejas que te tengan atrapado, eres un idiota, porque vales más que cualquiera de ellos, sólo que necesitas liberarte de tus ideas falsas sobre la humanidad. Tienes que comprender, Henry, hijo, que tienes que habértelas con asesinos, con caníbales, sólo que van bien vestidos, afeitados, perfumados, pero eso es lo que son: asesinos, caníbales. Lo mejor que puedes hacer ahora, Henry, es ir a comprarte un helado y cuando te sientes en el despacho de refrescos, estáte ojo avizor y olvídate del destino del hombre, porque todavía podrías encontrar un buen polvete y un buen polvete te limpiará los rodamientos de bolas y te dejará buen sabor de boca, mientras que esto lo único que produce es dispepsia, caspa, halitosis, encefalitis. Y mientras estoy calmándome así, se me acerca un tipo a pedirme diez centavos y le doy veinticinco para no quedarme corto, pensando para mis adentros que, si hubiera tenido un poco más de sentido común, me habría tomado una jugosa chuleta de cerdo con ellos en lugar de las asquerosas albóndigas, pero qué más da ahora, todo es comida y la comida produce energía y la energía es lo que mueve el mundo. En lugar de tomarme el helado de chocolate, sigo caminando y al cabo de poco estoy exactamente donde he querido estar todo el tiempo, que es delante de la ventanilla de despacho de localidades del Roseland. Y ahora, Henry, voy y me digo, si tienes suerte, tu viejo amigo McGregor estará aquí y primero te echará una bronca de la hostia por escapar corriendo y luego te prestará cinco dólares, y, si contienes la respiración mientras subes las escaleras, quizá veas a la ninfómana también y consigas un polvo puro y simple. ¡Entra con mucha calma, Henry, y estáte ojo avizor! Y entro con pies de plomo, como siguiendo instrucciones, dejo el sombrero en el guardarropas, orino un poco, cosa normal, y después vuelvo a bajar las escaleras y examino a las
taxi girls,
todas diáfanamente vestidas, empolvadas, perfumadas, con aspecto lozano y despierto, pero probablemente muertas de aburrimiento y con las piernas cansadas. Al pasar, echo un polvo imaginario a todas y cada una de ellas. El local está rebosante de coños y jodienda y por eso estoy bastante seguro de encontrar a mi viejo amigo McGregor aquí. Es maravilloso con qué facilidad he dejado de pensar en la condición del mundo. Lo menciono porque por un momento, justo mientras estudiaba con la mirada un jugoso culo, he tenido una recaída. Casi he vuelto a entrar en trance. Estaba pensando, ¡palabra!, que quizá debería largarme a casa y empezar el libro. ¡Una idea aterradora! En cierta ocasión pasé toda una tarde sentado en una silla y no vi ni oí nada. Debí de escribir un libro de buen tamaño antes de despertar. Mejor no sentarse. Más vale seguir circulando. Henry lo que deberías hacer es venir aquí algún día con una pasta gansa y ver simplemente lo que daba de sí. Quiero decir cien o doscientos dólares, y gastarlos como el agua y decir que sí a todo. Esa de aspecto arrogante y figura de estatua, apuesto a que se retorcería como una anguila, si se le untara la mano bien. Supongamos que dijese: «¡Veinte dólares!», y tú pudieras decir: «¡Cómo no!» Supongamos que pudieses decir: «Oye, tengo un coche abajo... vámonos a Atlantic City por unos días.» Henry, no hay coche ni veinte dólares. No
te sientes... sigue circulando.
En la barandilla que separa de la pista de baile me quedo parado y los miro deslizarse. No es una recreación inofensiva... es cosa seria. A cada extremo de la pista de baile hay un letrero que dice: «Prohibido bailar indecorosamente.» Pero que muy requetebién. No hay nada malo en colocar un letrero en cada extremo de la pista. En Pompeya probablemente colgaran un falo. Así se hace en América. Significa lo mismo. No debo pensar en Pompeya o me veré sentado y escribiendo un libro de nuevo.
Sigue circulando, Henry. Concentra la atención en la música.
Sigo haciendo esfuerzos para imaginar lo bien que me lo pasaría, si tuviese el precio de una ristra de boletos, pero cuanto más esfuerzos hago, más vuelvo a caer. Al final, estoy hundido hasta las rodillas en lechos de lava y el gas me está asfixiando. No fue la lava lo que mató a los pompeyanos, fue el gas venenoso que precipitó la erupción. Así fue como los atrapó la lava en posturas tan extrañas, con los pantalones bajados, por decirlo así. Si de repente todo Nueva York se viera sorprendido así... ¡qué museo formaría! Mi amigo McGregor parado ante el lavabo restregándose la picha... los que practican abortos en el East Side cogidos con las manos en la masa... las monjas tumbadas y masturbándose unas a otras... el subastador con un despertador en la mano... las telefonistas ante el conmutador... J. P. Morganana sentado en la taza del retrete limpiándose el culo plácidamente... los polizontes con mangueras de goma torturando... bailarinas desnudistas haciendo el último
striptease...
Hundido en la lava hasta las rodillas y con los ojos nublados de esperma; J. P. Morganana se está limpiando el culo plácidamente, mientras las telefonistas conectan las clavijas, mientras polizontes con mangueras de goma practican la tortura, mientras mi amigo McGregor se restriega la picha para quitarse los gérmenes y la unta de pomada y la examina al microscopio. Todo el mundo se ve sorprendido con los pantalones bajados, incluidas las bailarinas desnuditas que no llevan pantalones, ni barba, ni bigote, sólo un pedacito de tela para taparse el coñito centelleante. Sor Antolina tumbada en la cama del convento, con la barriga ajustada con un braguero, los brazos en jarras y esperando la Resurrección, esperando, esperando una vida sin hernia, sin relaciones sexuales, sin pecado, sin maldad, mientras mordisquea unas galletas, un pimiento, unas aceitunas finas, un poco de queso de cerdo. Los muchachos judíos en el East Side, en Harlem, en el Bronx, Carnarsie, Bronville, abriendo y cerrando las trampas, sacando los brazos y las piernas, haciendo girar la máquina de fabricar salchichas, obstruyendo los desagües, trabajando como furias por dinero al contado y si abres el pico, te ponen de patas en la calle. Con mil cien boletos en el bolsillo y un «Rolls Royce» esperándome abajo, podría pasármelo pipa, echando un polvo a todas y cada una de ellas respectivamente sin. tener en cuenta la edad, el sexo, la raza, la religión, la nacionalidad, el nacimiento ni la educación. No hay solución para un hombre como yo, por ser yo quien soy y por ser el mundo lo que es. El mundo se divide en tres partes, de las cuales dos son albóndigas y espaguetis y la otra un enorme chancro sifilítico. La arrogante de la figura de estatua probablemente sea un polvo sin rodeos, una especie de
con anonyme
revestido de hoja de oro y papel de estaño. Más allá de la desesperación y de la desilusión hay siempre la ausencia de cosas peores y los emolumentos del hastío. Nada es más asqueroso ni más vano que la alegría viva captada en plena juerga por el ojo mecánico de la época mecánica, mientras la vida madura en una caja negra, un negativo al que hace cosquillas un ácido y que revela un simulacro momentáneo de nada. En el límite extremo de esa nada momentánea llega mi amigo McGregor y se detiene a mi lado y con él está aquella de la que ha hablado, la ninfómana llamada Paula. Esta se mueve con ese balanceo flexible y garboso del sexo ambiguo, todos sus movimientos irradian de la ingle, siempre en equilibrio, siempre lista para flotar, para serpentear y retorcerse, y asir, con los ojos haciendo tictac, los dedos de los pies crispándose y centelleando, la carne rizándose como un lago surcado por una brisa. Es la encarnación de la alucinación del sexo, la ninfa del mar culebreando en los brazos del maníaco. Los observo a los dos mientras se mueven espasmódicamente centímetro a centímetro por la pista; se mueven como un pulpo excitado por el celo. Entre los tentáculos balanceantes la música riela y fulgura, tan pronto rompe en una cascada de esperma y agua de rosas, como forma de nuevo un chorro aceitoso, una columna que se alza erecta sin base, se desintegra otra vez como greda, dejando la parte superior de la pierna fosforescente, una cebra de pie en un charco de malvavisco dorado con charnelas de goma y pezuñas derretidas, con el sexo desatado y retorcido en un nudo. En el suelo marino las ostras bailan la danza de San Vito, unas con trismo, otras con rodillas de articulación doble. La música está espolvoreada con raticida, con el veneno de la serpiente de cascabel, con el fétido aliento de la gardenia, con el esputo del yak sagrado, con el sudor de la rata almizclera, la nostalgia confitada del leproso. La música es una diarrea, un lago de gasolina, estancado con cucarachas y orina de caballo rancia. Las empalagosas notas son la espuma y la baba del epiléptico, el sudor nocturno de la negra fornicadora jodida por el judío. Toda América está en la embarradura del trombón, ese relincho agotado y exhausto de las morsas gangrenadas atracadas a la altura de Point Loma, Pawtucket, cabo Hatteras, Labrador, Carnarsie y puntos intermedios. El pulpo está bailando como una picha de goma: la rumba de Spuyten Duyvil
inédit.
Laura, la ninfómana, está bailando la rumba, la encarnación de la alucinación del
sexo,
la ninfa del mar culebreando en los brazos del maníaco. Los miro bailando la rumba, con el sexo exfoliado y retorcido como la cola de una vaca. En el vientre del trombón se encuentra el alma americana pediéndose a sus anchas. Nada se desperdicia: ni el menor esputo de un pedo. En el sueño dorado y dulzón de la felicidad, en la danza de orina y gasolina pastosas, la gran alma del continente americano galopa como un pulpo, con todas las alas desplegadas, todas las escotillas echadas, y el motor zumbando como una dinamo. La gran alma dinámica atrapada en el clic del ojo de la cámara, en el ardor del celo, exangüe como un pez, resbaladiza como mucosidad, el alma de gentes de razas diferentes copulando en el suelo marino, con ojos desorbitados por el deseo, atormentados por la lascivia. La danza del sábado por la noche, la danza de melones que se pudren en el cubo de la basura, de moco verde fresco y ungüentos viscosos para las partes tiernas. La danza de las máquinas tragaperras y de los monstruos que las inventan. La danza de los revólveres y de los cabrones que lo usan. La danza de la cachiporra y de los capullos que golpean sesos hasta convertirlos en un pulpo de pólipo. La danza del mundo del magneto, de la bujía que no hace chispa, del suave zumbido del mecanismo perfecto, de la carrera de velocidad en una plataforma giratoria, del dólar a la par y los bosques muertos y mutilados. El sábado por la noche de la danza apagada del alma, en la que cada bailarín que brinca es una unidad funcional o el baile de San Vito del sueño de la culebrilla, Laura, la ninfómana, sacudiendo el coño, con los dulces labios de pétalo de rosa dentados con garras de rodamiento de bolas, con el culo como una articulación esférica. Centímetro a centímetro, milímetro a milímetro, empujan por la pista el cadáver copulador. Y después, ¡zas! Como si desconectaran un conmutador, cesa la música de repente y con la interrupción los bailarines se separan, con los brazos y las piernas intactos, como hojas de té que bajan al fondo de la taza. Ahora el aire está azul de palabras, un lento chisporroteo como el del pescado en la plancha. La broza del alma vacía alzándose como cháchara de monos en las ramas más altas de los árboles. El aire azul de palabras que salen por los ventiladores, y vuelven de nuevo en el sueño por túneles y chimeneas arrugadas, aladas como el antílope, rayadas como la cabra, ora inmóvil como un molusco, ora escupiendo llamas. Laura, la ninfómana, fría como una estatua, con las partes devoradas y el cabello arrebatado musicalmente. Al borde del sueño, Laura de pie con los labios mudos y sus palabras cayendo como polen a través de una niebla. La Laura de Petrarca sentada en un taxi, cada una de cuyas palabras suena en la caja registradora, y después queda esterilizada, y luego cauterizada. Laura, el basilisco hecho enteramente de amianto, caminando a la hoguera con la boca llena de goma de mascar. Excelente es la palabra que lleva en los labios. Los pesados labios aflautados de la concha marina. Los labios de Laura, los labios de un amor uranio. Todo flotando hacia la sombra a través de la niebla en declive. Ultimas heces murmurantes de labios como conchas deslizándose a lo largo de la costa del Labrador, escurriéndose hacia el este en la corriente de yodo. Laura perdida, la última de los Petrarcas, desvaneciéndose lentamente al borde del sueño. No es gris el mundo, sino falto de lascivia, el ligero sueño de bambú de la inocencia suave como la superficie de una cuchara.