Trópico de Capricornio (19 page)

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Authors: Henry Miller

BOOK: Trópico de Capricornio
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Lo conocí en medio de una lucha cuya importancia no aprecié hasta muchos años después. En aquella época no comprendía yo por qué atribuía tanta importancia al hecho de descubrir a su padre auténtico: de hecho, solía gastarle bromas a ese respecto porque la función del padre significaba poco para mí, ni la función de la madre, si vamos al caso. En Roy Hamilton vi la lucha heroica de un hombre que ya se había emancipado y, sin embargo, intentaba establecer un sólido vínculo biológico que no necesitaba lo más mínimo. Paradójicamente, aquel conflicto sobre el padre auténtico lo había convertido en un superpadre. Era un maestro y un modelo: bastaba con que abriera la boca para que yo comprendiese estar oyendo una sabiduría totalmente diferente de cualquier cosa que hasta entonces hubiera asociado con esa palabra. Sería fácil desecharlo por místico, pues indudablemente era un místico, pero era el primer místico que había conocido que sabía también mantenerse de pies a tierra. Era un místico que sabía inventar cosas prácticas, entre ellas un taladro del tipo que se necesitaba urgentemente para la industria petrolífera y con el que más adelante logró hacer una fortuna. Sin embargo, a causa de su extraña charla metafísica, nadie prestó atención en aquella época a su invento, que era muy práctico.

Hablaba continuamente de sí mismo y de su relación con el mundo que lo rodeaba, característica que daba la desafortunada impresión de que era simplemente un charlatán egotista. Incluso se decía, lo que no dejaba de ser cierto, que parecía más preocupado por la verdad de la paternidad del señor McGregor que por el señor McGregor, el padre. Lo que querían dar a entender era que no amaba realmente a su recién encontrada padre, sino que simplemente obtenía una profunda satisfacción personal con la verdad del descubrimiento, que estaba aprovechando aquel descubrimiento para autoensalzarse, como de costumbre. Desde luego, era profundamente cierto, porque el señor McGregor en carne y hueso era infinitamente menos que el señor McGregor como símbolo del padre perdido. Pero los McGregor no sabían nada de símbolos y nunca los habrían entendido, aunque se los hubieran explicado. Estaban haciendo un esfuerzo contradictorio para acoger al instante al hijo perdido desde hacía tanto tiempo y a la vez reducirlo a un nivel comprensible en el que pudieran captarlo, no como el «hijo perdido», sino simplemente como el hijo. Mientras que era evidente para cualquiera con dos dedos de frente que su hijo no era un hijo, sino una especie de padre espiritual, una especie de Cristo, diría yo, que estaba haciendo un esfuerzo de lo más valeroso para aceptar como carne y sangre aquello de lo que se había librado con toda claridad.

Así, pues, me sorprendió y halagó que aquel extraño individuo a quien yo consideraba con la más ardiente admiración me eligiese para confidente suyo. En comparación con él, yo era demasiado libresco, intelectual y mundano de modo equivocado. Pero casi inmediatamente deseché ese aspecto de mi naturaleza y me complací en la luz cálida e inmediata que su intuición profunda y natural de las cosas creaba. En su presencia tenía la impresión de estar desnudo o, mejor, descortezado, pues era mucho más que mera desnudez lo que exigía a la persona a la que hablaba. Al hablarme, se dirigía a un yo mío cuya existencia sólo había yo sospechado vagamente, el yo mío, por ejemplo, que surgía, cuando, de repente, al leer un libro, me daba cuenta de que había estado soñando. Pocos libros tenían esa virtud de colocarme en trance, ese trance de lucidez absoluta en que, sin saberlo, adopta uno las resoluciones más profundas. La conversación de Roy Hamilton tenía esa virtud. Me hacía estar más despierto que nunca, preternaturalmente despierto, sin desintegrar al mismo tiempo la trama del sueño. En otras palabras, atraía al germen del yo, al ser que tarde o temprano crecería más que la personalidad desnuda, la individualidad sintética, y me dejaría solo y solitario para realizar mi propio destino.

Nuestra charla era como un lenguaje secreto en medio del cual los demás se dormían o se esfumaban como fantasmas. A mi amigo McGregor le desconcertaba e irritaba: me conocía más íntimamente que ninguno de los otros tipos, pero nunca había encontrado en mí algo que correspondiera al personaje que ahora le mostraba. Decía que Roy Hamilton era una mala influencia, lo que también era profundamente cierto, ya que aquel encuentro inesperado con su medio hermano contribuyó más que nada a enemistarnos. Hamilton me abrió los ojos y me ofreció nuevos valores, y, aunque más adelante iba a perder la visión que me había legado, aun así nunca podría volver a ver el mundo, ni mis amigos, como lo había visto antes de su llegada. Hamilton me transformó profundamente, como sólo un libro raro, una personalidad rara, una experiencia rara, pueden transformarlo a uno. Por primera vez en mi vida entendí lo que era experimentar una amistad sin sentirse esclavizado ni apegado a causa de la experiencia. Después de que nos separáramos, nunca sentí la necesidad de su presencia efectiva: se había entregado completamente y lo poseí sin que me poseyera. Fue la primera experiencia clara y completa de amistad y nunca se repitió con ningún otro amigo. Era el símbolo personificado y, en consecuencia, enteramente satisfactorio y, por tanto, ya no necesario para mí. Él mismo entendía esto cabalmente. Quizá fuera el hecho de no tener padre lo que le impelió por el camino que conducía al conocimiento del yo, que es el proceso final de identificación con el mundo y, por consiguiente, la comprensión de la inutilidad de los vínculos. Desde luego, en su posición de entonces, en la plenitud total de autocomprensión, nadie era necesario para él, y menos que nadie el padre de carne y hueso que buscó en vano en el señor McGregor. Su venida al Este y su búsqueda de su padre auténtico debió de haber sido algo así como una prueba final, pues cuando se despidió, cuando renunció al señor McGregor y al señor

Hamilton, era como un hombre que se había purificado de toda la escoria. Nunca he visto a un hombre tan singular, tan totalmente solo y vivo y con tanta confianza en el futuro como Roy Hamilton, cuando se despidió. Y nunca he visto tanta confusión e incomprensión como la que dejó tras sí en la familia McGregor. Era como si hubiera muerto en medio de ellos, hubiese resucitado y estuviera despidiéndose de ellos como individuo enteramente nuevo, desconocido. Vuelvo a verlos en el pasaje, con las manos estúpida, irremediablemente vacías, llorando sin saber por qué, a no ser que fuese porque se veían privados de algo que nunca habían poseído. Me gusta considerarla simplemente así. Estaban perplejos y despojados, y vagamente, pero que muy vagamente conscientes de que se les había ofrecido una gran oportunidad que no habían tenido fuerza ni imaginación para aprovechar. Eso era lo que la estúpida y vacía agitación de las manos me indicaba: era un gesto más penoso de contemplar que nada de lo que puedo imaginar. Me hizo sentir la horrible inadecuación del mundo, cuando se encuentra frente a frente con la verdad. Me hizo sentir la estupidez del vínculo de sangre y del amor que no está imbuido de espiritualidad.

Miro atrás rápidamente y me vuelvo a ver en California. Estoy solo y trabajo como un esclavo en el naranjal de Chula Vista, ¿Estoy logrando lo que quería? Creo que no. Soy una persona muy desgraciada, desamparada, miserable. Parece que he perdido todo. De hecho, apenas soy una persona: estoy más cerca de un animal. Me paso todo el día de pie o caminando tras dos asnos que van uncidos a mi almádena. No tengo pensamientos, ni sueños, ni deseos. Estoy totalmente sano y vacío. Soy una nulidad. Estoy tan enteramente vivo y sano, que soy como la deliciosa y engañosa fruta que cuelga de los árboles californianos. Otro rayo de sol más y estaré podrido.
Pourri avant d'etre muri!

¿Soy realmente yo el que se pudre bajo este luminoso sol de California? ¿Es que no queda nada de mí, de todo lo que era hasta este momento? Dejadme pensar un momento... Estuve en Arizona. Recuerdo ahora que ya era de noche cuando pisé por primera vez el suelo de Arizona. Había sólo la luz suficiente para percibir el último vislumbre de una meseta que se desvanecía. Voy caminando por la calle principal de un pueblecito cuyo nombre he olvidado. ¿Qué estoy haciendo en esta calle, en este pueblo? Pues, es que estoy enamorado de Arizona, una Arizona de la imaginación que busco en vano con los ojos. En el tren todavía llevaba conmigo la Arizona que había traído de Nueva York... incluso después de que hubiéramos cruzado la frontera del estado. ¿No había un puente sobre un cañón que me había sobresaltado y me había sacado de mi ensueño? ¿Un puente como no había visto antes, un puente natural creado por una erupción cataclismática, hacía miles de años? Y sobre aquel puente había visto cruzar a un hombre, un hombre que parecía un indio, e iba montado en un caballo y junto al estribo colgaba una gran alforja. Un puente natural y milenario que en el ocaso y con un aire tan claro parecía como el puente más joven y más nuevo imaginable. Y sobre aquel puente tan resistente, tan duradero, pasaba, Dios sea loado, simplemente un hombre y un caballo, nada más. Así, que eso era Arizona y Arizona no era una invención de la imaginación, sino sólo la cosa misma clara y totalmente aislada que era el sueño y el soñador mismo montado a caballo. Y, al pasar el tren, pongo pie en tierra y mi pie ha dejado un agujero profundo en el sueño: estoy en el pueblo de Arizona que figura en la guía y es simplemente la Arizona geográfica que cualquiera que tenga el dinero puede visitar. Voy caminando por la calle principal con una maleta y veo bocadillos de hamburguesas y oficinas de venta de bienes raíces. Me siento tan terriblemente engañado, que me echo a llorar. Ahora es de noche y estoy paseando al final de una calle, donde empieza el desierto, y lloro como un bobo. ¿Cuál yo es el que llora? Hombre, pues, es el nuevo y pequeño yo que había empezado a germinar allí, en Brooklin, y que está ahora en medio de un vasto desierto y condenado a perecer.

¡Ahora, Roy Hamilton, te necesito!
Te necesito por un momento, sólo un momento, mientras me caigo a pedazos. Te necesito porque no estaba del todo preparado para hacer lo que he hecho. ¿Y acaso no recuerdo que me dijiste que no era necesario hacer el viaje, pero que lo hiciera, si debía hacerlo? ¿Por qué no me convenciste para que no fuese? Ah, convencer no fue nunca lo suyo. Y pedir consejo no fue nunca lo mío. Así, que aquí estoy, fracasado en el desierto, y el puente que era real está detrás de mí y lo irreal está ante mí y sólo Cristo sabe que estoy tan desconcertado y perplejo, que, si pudiera hundirme en la tierra y desaparecer, lo haría.

Rememoro rápidamente y veo otro hombre al que dejaron morir tranquilamente en el seno de su familia:
mi padre.
Entiendo mejor lo que le ocurrió, si me remonto muy, muy atrás y pienso en calles como Maujer, Conselyea, Humboldt... sobre todo, Humboldt. Esas calles pertenecían a un barrio que no quedaba demasiado lejos del nuestro, pero que era diferente, más fascinante, más misterioso. Sólo había estado una vez, de niño, en Humboldt Street y ya no recuerdo el motivo de aquella excursión, salvo que fuera el de visitar a algún pariente enfermo que se consumía en un hospital alemán. Pero la calle misma me dejó la impresión más duradera: por qué, no tengo la menor idea. Permanece en mi recuerdo como la calle más misteriosa y más prometedora que he visto nunca. Quizá cuando estábamos preparados para irnos hubiera prometido mi madre, como de costumbre, algo espectacular como recompensa por acompañarla. Siempre me estaba prometiendo
cosas
que nunca se hacían realidad. Quizás entonces, cuando llegué a Humboldt Street y contemplé aquel nuevo mundo con asombro, quizás olvidé completamente lo que me habían prometido y la calle misma se convirtió en la recompensa. Recuerdo que era muy ancha y que había porches muy altos, como no había visto nunca antes, a ambos lados de la calle. También recuerdo que en la tienda de una modista en el primer piso de una de aquellas casas extrañas había un busto en la ventana con un metro colgado al cuello y sé que aquella imagen me conmovió profundamente. Había nieve en el suelo, pero el sol brillaba con fuerza y recuerdo vividamente que alrededor del fondo de los cubos de basura que se habían helado había un charquito de agua dejado por la nieve al derretirse. La calle entera parecía derretirse en el radiante sol invernal. En las barandillas de los altos porches los montículos de nieve que habían formado tan bonitas almohadillas estaban ya empezando a deslizarse, a desintegrarse, dejando manchas oscuras de la piedra parda que estaba entonces muy en boga. Los rotulitos de cristal de los dentistas y médicos, colocados en los ángulos de las ventanas, lanzaban brillantes destellos con el sol del mediodía y me daban la sensación por primera vez de que aquellos consultorios quizá no fueran las cámaras de tortura que sabía que eran. Imaginé, a mi modo infantil, que en aquel barrio, en aquella calle especialmente, la gente era más amable, más expansiva, y, naturalmente, infinitamente más rica. Debí de expansionarme enormemente, a pesar de ser sólo un niño, porque por primera vez miraba una calle que parecía libre de terror. Era el tipo de calle amplia, lujosa, brillante, derretida, que más adelante, cuando empecé a leer a Dostoyevski, asocié con el deshielo de San Petersburgo. Hasta las casas eran de un estilo arquitectónico diferente; había algo semioriental en ellas, algo grandioso y cálido a un tiempo, que me asustaba y a la vez me intrigaba. En aquella calle ancha y espaciosa, vi que las casas estaban muy retiradas de la acera, descansando con calma y dignidad, en un orden que no desfiguraba la intercalación de tiendas y talleres y establos de veterinario. Vi una calle compuesta exclusivamente por residencias y me sentí lleno de reverencia y admiración. Recuerdo todo esto e indudablemente influyó en mí intensamente; sin embargo, nada de esto basta para explicar el extraño poder y atracción que la simple mención de Humboldt Street evoca todavía en mí. Algunos años después, volví de noche a mirar de nuevo aquella calle, y me sentí más turbado aún que cuando la había mirado la primera vez. Desde luego, el aspecto de la calle había cambiado, pero era de noche y la noche es siempre menos cruel que el día. Una vez más experimenté el extraño deleite de la espaciosidad, de aquel lujo que entonces estaba algo marchito, pero todavía seguía fragante, todavía se imponía irregularmente como en otro tiempo las barandillas de piedra parda habían destacado a través de la nieve que se deshacía. Sin embargo, lo más claro de todo era la sensación casi voluptuosa de estar al borde de un descubrimiento. Volví a sentir intensamente la presencia de mi madre, de las grandes mangas abultadas de su abrigo de piel, la cruel rapidez con que me había arrastrado por las calles años atrás y la terca tenacidad con que me había yo regalado la vista con todo lo nuevo y extraño. En aquella segunda visita me pareció recordar vagamente a otro personaje de mi infancia, la vieja ama de llaves a la que llamaban con el estrafalario nombre de señora Kicking. No recordaba que hubiera caído enferma, pero sí que parecía recordar que estábamos visitándola en el hospital donde estaba agonizando y que aquel hospital debía de estar cerca de Humboldt Street, la cual no estaba agonizando sino que estaba radiante en la nieve que se derretía con el sol invernal. Entonces, ¿qué era lo que me había prometido mi madre y que no he podido recordar desde entonces? Capaz como era de prometer cualquier cosa, quizás aquel día, en un momento de distracción, me había prometido algo tan disparatado, que ni siquiera yo con mi credulidad infantil podía tragármelo del todo. Y, aun así, si me hubiera prometido la luna, aunque sabía que no había ni que pensarlo, me habría esforzado por infundir a su promesa algo de fe. Deseaba desesperadamente todo lo que me prometían, y si, después de reflexionar comprendía que era claramente imposible, aun así intentaba a mi modo encontrar un medio de volver realizables esas promesas. Que la gente pudiera hacer promesas sin tener nunca la menor intención de cumplirlas era algo inimaginable para mí. Aun cuando me engañaban de la forma más cruel, seguía creyendo; descubría que algo extraordinario y totalmente ajeno a la voluntad de la otra persona había intervenido para dejar sin efecto la promesa.

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