Read Trópico de Capricornio Online
Authors: Henry Miller
Antes de que pasara la tarde, entró mi viejo amigo McGregor. Llegó con su habitual aspecto melancólico y quejándose de la llegada de la vejez, a pesar de que apenas pasaba de los treinta años. Cuando le conté lo de Arline, pareció animarse un poco. Dijo que siempre había estado convencido de que le pasaba algo raro. ¿Por qué? Porque cuando intentó forzarla una noche, ella se echó a llorar histéricamente. Lo peor no era el llanto, sino lo que decía. Decía que había pecado contra el Espíritu Santo, por lo que iba a tener que llevar una vida de continencia. Al recordar el caso, se echó a llorar con su tristeza habitual. «Yo le dije: "Bueno, no tienes por qué hacerlo, si no quieres... basta conque lo sostengas en la mano." ¡La hostia! Cuando dije aquello, creí que iba a volverse tarumba. Dijo que yo estaba intentando mancillar su inocencia: así es como lo dijo. Y, al mismo tiempo, la cogió con la mano y me la apretó tan fuerte, que casi me desmayé. Y sin dejar de llorar, además. Y aún machacando sobre lo del Espíritu Santo y su "inocencia". Recordé lo que tú me habías dicho una vez y le di un buen bofetón en la boca. Surtió efecto como una magia. Al cabo de poco, se tranquilizó, lo suficiente para metérsela suavemente poco a poco, y entonces empezó la auténtica diversión. Oye, ¿te has follado alguna vez a una mujer chalada? Vale la pena. Desde el momento en que se la metí, empezó a hablar por los codos. No te lo puedo describir exactamente, pero era como si no supiese que me la estaba jodiendo. Oye, no sé si alguna vez has hecho que una mujer se comiese una manzana, mientras lo hacías... pues, bien, ya te puedes imaginar el efecto que te causa. Este era mil veces peor. Me crispó los nervios de tal modo, que incluso empecé a pensar que también yo estaba un poco chiflado... Y ahora escucha esto, que seguro te costará creer, pero te estoy diciendo la verdad. ¿Sabes lo que hizo cuando acabamos? Me abrazó y me dio las gracias... Espera, eso no es todo. Después se levantó y se arrodilló y elevó una plegaria por mi alma. Joder, lo recuerdo tan bien. "Por favor, haz de Mac un buen cristiano", dijo. Y yo allí tumbado escuchándola y con la picha fláccida. No sabía si estaba soñando o qué. "¡Por favor, haz de Mac un buen cristiano!" ¿Qué te parece?»
— ¿Qué vas a hacer esta noche? —añadió alegremente.
— Nada en particular —dije.
— Entonces vente conmigo. Tengo una chavala que quiero que conozcas...
Paula,
la conocí en el Roseland hace unas noches. No está loca: simplemente es ninfómana. Quiero verte bailar con ella. Será un placer... sólo de verte. Oye, si no te corres en los pantalones cuando empiece a menearse, entonces yo soy un hijo de puta. Vamos, cierra la oficina. ¿Para qué seguir muriéndose de asco aquí?
Como había mucho tiempo por matar antes de ir al Roseland, nos fuimos a un tugurio cerca de la Séptima Avenida. Antes de la guerra, era un establecimiento francés; ahora era una taberna clandestina regentada por un par de italianos. Había una pequeña barra junto a la puerta y en la trastienda un cuartito con suelo de serrín y una máquina de música tragaperras. Nuestra intención era tomar un par de copas y después comer. Esa era nuestra
intención.
Sin embargo, conociéndolo como lo conocía, no estaba nada seguro de que fuéramos al Roseland juntos. Si aparecía una mujer que fuese de su gusto —y para eso no importaba que fuera fea, que tuviese mal aliento, ni que fuera coja—, yo sabía que me dejaría en la estacada y se largaría. Lo único que me preocupaba, cuando estaba con él, era asegurarme por adelantado de que tenía dinero suficiente para pagar las copas que pedía. Y, naturalmente, no perderlo nunca de vista hasta que estuviesen pagadas las copas.
Las dos o tres primeras copas lo sumergían siempre en los recuerdos. Reminiscencias de gachís, claro está. Sus recuerdos traían a la memoria una historia que me había contado una vez y que me había causado una impresión indeleble. Trataba de un escocés en su lecho de muerte. Justo cuando estaba a punto de fallecer, su mujer, viéndole hacer esfuerzos por decir algo, se inclinó sobre él con ternura y le dijo: «¿Qué, Jock? ¿Qué es lo que estás intentando decir?» Y Jock, con un último esfuerzo, se alzó fatigosamente y dijo: «Simplemente coño... coño... coño.»
Ese era siempre el tema inicial y el tema final, con McGregor. Era su forma de decir:
futilidad.
El leitmotiv era la enfermedad, porque entre polvo y polvo, por decirlo así, se preocupaba hasta perder la cabeza o, mejor, se preocupaba hasta perder el capullo. Era la cosa más natural del mundo, al final de una noche, que dijera: «Vamos arriba un momento, quiero enseñarte la picha.» De tanto sacarla y mirarla y lavarla y restregarla una docena de veces al día, naturalmente tenía siempre la picha entumecida e inflamada. De vez en cuando iba al médico para que se la explorara con la sonda. O, simplemente para tranquilizarlo, el médico le daba una cajita de ungüento y le decía que no bebiese demasiado. Eso provocaba discusiones interminables, porque, como me decía, «si el ungüento sirve para algo, ¿por qué tengo que dejar de beber?». O, «si dejara de beber totalmente, ¿crees tú que necesitaría usar el ungüento?». Desde luego, cualquiera que fuese mi recomendación, le entraba por un oído y le salía por el otro. Tenía que preocuparse de algo y el pene era indudablemente buen motivo de preocupación. A veces, lo que le preocupaba era el cuero cabelludo. Tenía caspa, como casi todo el mundo, y cuando tenía la picha en buenas condiciones, se olvidaba de ella y se preocupaba del cuero cabelludo. O bien del pecho. En cuanto pensaba en el pecho, se ponía a toser. ¡Y qué tos! Como si estuviera en las últimas fases de la tisis. Y cuando andaba tras una mujer, estaba nervioso e irritable como un gato. Nunca la conseguía demasiado rápido para su gusto. En cuanto la había poseído, ya estaba preocupándose de cómo librarse de ella. A todas les encontraba alguna falta, alguna cosita trivial, generalmente, que le quitaba el apetito.
Estaba repitiendo eso mientras estábamos sentados en la penumbra de la trastienda. Después de tomar un par de copas, se levantó, como de costumbre, para ir al retrete, y de camino echó una moneda en la máquina tragaperras y el mecanismo se puso en marcha, ante lo cual se animó y señalando los vasos, dijo: «¡Pide otra ronda!» Volvió del retrete con aspecto extraordinariamente satisfecho, ya fuese porque había descargado la vejiga o porque se había tropezado con una chavala en el pasillo, no lo sé. El caso es que, mientras se sentaba, cambió de tema... muy sosegado ahora y muy sereno, casi como un filósofo. «¿Sabes una cosa, Henry? Estamos entrando en años. Ni tú ni yo deberíamos estar desperdiciando el tiempo así. Si es que alguna vez vamos a llegar a algo, ya es hora de que empecemos...» Hacía años que le oía ese rollo y sabía cuál iba a ser la conclusión. Eso era un pequeño paréntesis mientras echaba un vistazo por la habitación tranquilamente y escogía a la tía que tuviera menos aspecto de tonta. Mientras charlaba sobre el lamentable fracaso de nuestras vidas, le bailaban los pies y los ojos le brillaban cada vez más. Ocurriría como siempre ocurría, que, mientras decía: «Por ejemplo, Woodruff. Nunca saldrá adelante porque no es otra cosa que un hijo de puta, mezquino y gorrón por naturaleza...», en ese preciso momento, como digo, alguna gorda borracha pasaría por delante de la mesa y le llamaría la atención y, sin la más mínima pausa, interrumpiría su relato para decir: «¡Hola, chica! ¿porqué no te sientas y tomas una copa con nosotros?» Y, como una puta borracha como ésa nunca anda sola, sino en pareja siempre, pues, nada, respondería: «Desde luego, ¿puedo traer a mi amiga?» Y McGregor, como si fuera el tío más galante del mundo, diría: «¡Pues, claro! ¿Por qué no? ¿Cómo se llama?» Y después, tirándome de la manga, se inclinaría hacia mí y me susurraría: «No te me escapes, ¿oyes? Las invitaremos a una copa y nos las quitaremos de encima, ¿comprendes?»
Y, como ocurría siempre, tras una copa vino otra y la cuenta estaba subiendo demasiado y él no conseguía entender por qué había de desperdiciar el dinero con un par de gorronas, así que sal tú primero, Henry, y haz como que vas a comprar una medicina y te seguiré dentro de unos minutos... pero espérame, so hijoputa, no me dejes en la estacada como hiciste la última vez. Y, como hacía siempre, cuando salí afuera, caminé todo lo rápido que me permitieron las piernas, riéndome para mis adentros y agradeciendo a mi estrella por haberme librado de él tan fácilmente. Con todas aquellas copas en la barriga, no me importaba demasiado dónde me llevaran los pies. Broadway iluminado exactamente tan demencial como siempre y la multitud espesa como melaza. Métete en ella como una hormiga y déjate llevar a empujones. Todos haciéndolo, unos por alguna razón válida y otros sin razón alguna. Todos esos empujones y movimientos representan acción, éxito, progreso. Párate a mirar los zapatos o las camisas elegantes, el nuevo abrigo para el otoño, anillos de matrimonio a noventa y ocho centavos cada uno. Uno de cada dos establecimientos, un emporio de comida. Cada vez que tomaba aquel camino hacia la hora de cenar, una fiebre de expectación se apoderaba de mí. Es sólo un trecho de unas cuantas manzanas desde Times Square hasta la Calle Cincuenta, y cuando dice uno Broadway, eso es lo único que quiere uno decir en realidad, y la verdad es que no es nada, simplemente un gallinero y, para colmo, asqueroso, pero a las siete de la tarde, cuando todo el mundo se precipita hacia una mesa, hay una especie de chisporroteo eléctrico en el aire y se te ponen los pelos de punta como antenas y, si eres receptivo, no sólo percibes todos los golpes y parpadeos, sino que, además, te entra el prurito estadístico, el
quid pro quo
de la suma interactiva, intersticial, ectoplasmática de cuerpos chocando en el espacio como las estrellas que componen la Vía Láctea, sólo que ésta es la Alegre Vía Blanca, la cima del mundo sin techo y sin siquiera una raja o un agujero bajo tus pies por el que caer y decir que es mentira. Su absoluta impersonalidad te provoca tal grado de cálido delirio humano, que te hace correr hacia adelante como una jaca ciega y sacudir tus delirantes orejas. Todo el mundo deja de ser quien es tan total, tan execrablemente, que te conviertes automáticamente en la personificación de toda la raza humana, dándote la mano con mil manos humanas, cacareando con mil lenguas humanas diferentes, maldiciendo, aplaudiendo, silbando, canturreando, monologando, perorando, gesticulando, orinando, fecundando, lisonjeando, engatusando, lloriqueando, cambalacheando, maullando, etc. Eres todos los hombres que vivieran hasta Moisés, y a partir de ahí eres una mujer comprando un sombrero, o una jaula de pájaro, o simplemente una trampa para ratones. Puedes estar al acecho en un escaparate, como un anillo de oro de catorce quilates, o puedes trepar por el costado de un edificio como una mosca humana, pero nada detendrá la procesión, ni siquiera paraguas volando a la velocidad de la luz, ni morsas de dos cubiertas que avancen tranquilamente hacia los bancos de ostras. Broadway, tal como lo veo ahora y lo he visto durante veinticinco años, es una rampa que fue concebida por Santo Tomás de Aquino cuando estaba todavía en el útero. Originalmente, estaba destinado a ser usado sólo por serpientes y lagartos, por el lagarto cornudo y la garza roja, pero cuando la Armada Invencible española se hundió, la especie humana salió culebreando del queche y se derramó por todos lados, creando mediante una especie de serpenteo y culebreo ignominiosos la raja coniforme que va de Broadway, por el sur, hasta los campos de golf, por el norte, a través del centro inerte y carcomido de la isla de Manhattan. Desde Times Square hasta la Calle Cincuenta aparece incluido todo lo que Santo Tomás de Aquino olvidó incluir en su magna obra, es decir, entre otras cosas, bocadillos de hamburguesa, botones de cuello, perros de lanas, máquinas tragaperras, bombines grises, cintas de máquina de escribir, pirulíes, retretes grasientos, paños higiénicos, pastillas de menta, bolas de billar, cebollas picadas, servilletas arrugadas, bocas de alcantarilla, goma de mascar, sidecares y caramelos ácidos, celofán, neumáticos de cuerdas, magnetos, linimento para caballo, pastillas para la tos, pastillas de menta, y esa opacidad felina de eunuco histéricamente dotado que se dirige al despacho de refrescos con un fusil de cañones recortados entre las piernas. La atmósfera de antes de comer, la mezcla de pachulí, pecblenda caliente, electricidad helada, sudor azucarado y orina pulverizada te provoca una fiebre de expectación delirante. Cristo no volverá a bajar nunca más a la tierra ni habrá legislador alguno, ni cesará el asesinato ni el robo ni la revolución y, sin embargo... y, sin embargo, uno espera algo, algo terroríficamente maravilloso y absurdo, quizás una langosta fría con mayonesa servida gratis, quizás una invención, como la luz eléctrica, como la televisión, sólo que más devastadora, más desgarradora, una invención impensable que produzca una calma
y
un vacío demoledores, no la calma y el vacío de la muerte sino de una vida como la que soñaron los monjes, como la que sueñan todavía en el Himalaya, en Polinesia, en la Isla de Pascua, el sueño de Hombres anteriores al diluvio, antes de que se escribiera la palabra, el sueño de hombres de las cavernas y antropófagos, de los que tienen doble sexo y colas cortas, de aquellos de quienes se dice que están locos y no tienen modo de defenderse porque los que no están locos los sobrepasan en número. Energía fría atrapada por brutos astutos y después liberada como cohetes explosivos, ruedas intrincadamente engranadas para causar la ilusión de fuerza y velocidad, unas para producir luz, otras energía, otras movimiento, palabras telegrafiadas por maníacos y montadas como dientes postizos, perfectos y repulsivos como leprosos, movimiento congraciador, suave, escurridizo, absurdo, vertical, horizontal, circular, entre paredes y a través de paredes, por placer, por cambalache, por delito; por el sexo; todo luz, movimiento, poder concebido impersonalmente, generado, y distribuido a lo largo de una raja asfixiada semejante a un coño y destinada a deslumbrar y espantar al salvaje, al patán, al extranjero, pero nadie deslumbrado ni espantado, éste hambriento, aquél lascivo, todos uno y el mismo y no diferentes del salvaje, del patán, del extranjero, salvo en insignificancias, un batiburrillo, las burbujas del pensamiento, el serrín de la mente. En la misma raja coñiforme, atrapados pero no deslumbrados, millones han caminado antes de mí, entre ellos uno, Blaise Cendrars, que después voló a la luna y de ella a la tierra de nuevo y Orinoco arriba personificando a un hombre alocado pero en realidad sano como un botón, si bien ya no vulnerable, ya no mortal, la masa magnífica de un poema dedicado al archipiélago del insomnio. De los que padecían esa fiebre pocos salieron del cascarón, entre ellos yo mismo todavía sin salir de él, pero permeable y maculado, conocedor con ferocidad tranquila del tedio de la deriva y el movimiento incesantes. Antes de cenar el golpear y el tintinear de la luz del cielo que se filtra suavemente por la cúpula de gris osamenta, los hemisferios errantes cubiertos de esporas con núcleos de huevos azules coagulándose, en un cesto langostas, en el otro la germinación de un mundo antisépticamente personal y absoluto. De las bocas de las alcantarillas, cenicientas por la vida subterránea, hombres del mundo futuro saturados de mierda, la electricidad helada mordiéndolos como ratas, el día que se acaba y la oscuridad que se acerca como las frías y refrescantes sombras de las alcantarillas. Como un nabo blando que se sale deslizándose de un coño recalentado, yo, el que todavía no ha salido del cascarón, haciendo algunas contorsiones abortivas, pero o bien todavía no lo bastante muerto y blando o bien libre de esperma y patinando
ad astra,
pues todavía no es hora de cenar y un frenesí peristáltico se apodera del intestino grueso, de la región hipogástrica, del lóbulo umbilical pospineal. Las langostas, cocidas vivas, nadan en hielo, sin dar ni pedir cuartel, simplemente inmóviles e inmotivadas en el tedio acuoso y helado de la muerte, mientras la vida flota a la deriva por el escaparate rebozado en desolación, un escorbuto lastimoso devorado por la tomaína, mientras el gélido vidrio de la ventana corta como una navaja, limpiamente y sin dejar residuos.