Ella lo miró por encima del hombro y, puesto que iba ser una ducha sin más consecuencias, se aclaró el pelo. Una vez hubo acabado la tarea, le pidió que se apartara para salir en busca de una toalla.
—Déjame pasar.
—Ni hablar. Ahora que estamos limpios… podemos jugar un rato, ¿no te parece?
—No, es tarde, estoy cansada y quiero dormir —mintió ella por triplicado.
Y él debió de darse cuenta de la mentira ya que la rodeó con los brazos y la pegó a su cuerpo.
—Creo que aún puedes hacer un esfuerzo —susurró él, pegándose todo lo que pudo a su cuerpo—. Y así podrás dormir mucho mejor.
Ese tipo, en su faceta de seductor, era tan peligroso como en su faceta de tocapelotas; pero saberlo no ayudaba a resistirse.
Ella se dejó llevar. ¿Para qué negar que el contacto resultaba cuando menos agradable? Entonces, le permitió jugar con sus manos, cosa que hizo de manera bastante creativa, la verdad. Lo cual era de agradecer: un hombre que sabía hacer algo más que un simple magreo. Lástima que una vez vestido fuera insoportable.
Thomas, aprovechando el espacio reducido, la aparente conformidad de ella y que la humedad y el jabón facilitaran la tarea dejó que sus manos vagasen libremente por el cuerpo de ella, sin prisas, de forma aparentemente inocente y evitando deliberadamente las zonas más recurrentes para cualquier hombre. Ya no era un saco de hormonas revueltas dispuesto a avasallar a toda fémina que se pusiera por delante.
Buscaba algo más… elaborado, más gratificante y, aunque aparentemente simple; un masaje resultaba de lo más excitante, a la par que efectivo, pues ella no dejaba de emitir esos sonidos característicos de aprobación. Incluso se estaba reclinando en él, dándole aún mayor acceso. Pero, como perro viejo que era, no iba a tocarla donde ella quería, sus manos acariciaban la suave piel del estómago, pero cuando caía en la tentación de rozar su pubis inmediatamente corregía la trayectoria, ascendiendo por los costados y apenas rozando con las yemas de los dedos sus pechos.
Una y otra vez, de forma desquiciante y enloquecedora.
Olivia empezaba a desesperarse. ¿A qué venía tanta demora? ¿Qué pretendía? ¿Acabar con el agua caliente? Su piel, hipersensibilizada, reclamaba algo más de acción. Bien podía pincharlo un poco para que él cambiase el ritmo, pero, la verdad, a esas horas no estaba por la labor de entrar en debates dialécticos. Y, siendo objetiva, era de agradecer que un hombre tuviera tanta paciencia y le prestara tales atenciones; otros a eso lo hubieran llamado directamente pérdida de tiempo.
Pero, como él la consideraba una mujer experimentada, no podía permanecer impasible, así que movió su mano hacia atrás buscando esa erección que se pegaba a su trasero.
Él dio un respingo por la brusquedad, pero no se apartó.
Al acariciarlo le vino un pensamiento a la cabeza: quizá debería replantearse la duración y calidad de los hombres mayores respecto al sexo. O, simple y llanamente, que había topado con uno especialmente resistente.
Se inclinaba más por la primera opción. Porque, independientemente de la duración, debía considerar otra variable: la calidad.
Recordó un viejo refrán muy apropiado para esa situación: más sabe el diablo por viejo que por diablo.
Todas sus elucubraciones la estaban distrayendo, así que apartó de su cabeza todo cuanto no fuera imprescindible para disfrutar. Únicamente se estaban tocando, tanteando, provocando, sin saber hasta dónde iban a llegar, pues tras la escena del sofá no necesariamente iban a acabar follando como locos. Aunque tampoco sería un mal fin de fiesta.
—Supongo que no tendrás condones a mano —murmuró él en su oreja con voz ronca y ella negó con la cabeza—. Entiendo…. —Puso fin a su autoimpuesta censura de sólo toques suaves para bajar una mano hasta su coño y separar sus pliegues— …Tendremos que apañarnos de forma manual.
—No es el momento de hacer chistes —respondió ella pero sus palabras distaban mucho de ser una crítica.
Él sonrió contra su cuello y arqueándose un poco, para dejarle espacio sin soltarla, comenzó a masturbarla, de forma bastante efectiva, pues ella respondía no sólo con ruiditos propios de la excitación sino también con su mano, que se movía por su polla cada vez con mayor precisión. Y no sólo se limitaba a su pene, buscaba además sus testículos, acariciándolos adecuadamente.
Joder, daba gusto estar con una mujer que sabía lo que hacía. Aguantar sus salidas de tono y su cuestionable gusto en el vestir era un pequeño peaje dispuesto a pagar con tal de pasar un verano entretenido.
De repente le vino a la cabeza otra idea: ¿cómo sería tenerla, no en esa minúscula ducha, sino en su cabina de hidromasaje con chorros de agua apuntando a casi todas las partes del cuerpo? Inspiró profundamente. Si en la versión económica resultaba increíble…
Porque Olivia no se conformaba con ese odioso e irritante movimiento arriba y abajo que tantas mujeres aplican como si eso resultase placentero. Ella no se limitaba a estrujarlo: su mano abarcaba el entorno, alternando presión y roces, haciendo que sus terminaciones nerviosas se activaran por completo. Estaba a punto de correrse.
Y, teniendo en cuenta los antecedentes de aquella noche, era justo pensar que tenía entre sus brazos a una mujer conocedora del cuerpo masculino.
En esa posición estaba haciendo cuanto podía, no era fácil masturbarlo, concentrarse en el propio placer y mantenerse vertical dentro de una ducha de proporciones mínimas, pero lo estaba consiguiendo. Thomas no era uno de esos tipos que te penetran creyendo que con meter algo una sube al cielo. Rozaba su clítoris, a veces como de pasada, provocándola, ansiando el próximo contacto, desconociendo si sería tan leve o, por el contrario, contundente.
—Es una pena que seas tan desorganizada y no tengas condones en el cuarto de baño como todo el mundo —gruñó en su oreja.
—Cállate, no lo estropees.
—Follarte bajo el agua tiene que ser la hostia.
—Por supuesto —convino ella con la respiración agitada que anunciaba su inminente orgasmo.
—Pero, por tu culpa… —Ella movió la mano que agarraba su polla de modo poco recomendable—. ¡Joder!
—¿Decías?
Thomas no podía, o no debía, añadir nada, así que se limitó a lo verdaderamente importante en aquel momento.
Iba a correrse de una manera un tanto extraña, poco convencional; quizá el entorno o la situación ayudaban a su libido de una forma hasta ahora desconocida, porque no aguantó más.
En medio de ese estado casi febril al que ella lo había conducido, movió sus manos con más ímpetu, acariciándola donde sabía que necesitaba para que alcanzara el clímax.
Supo el instante exacto en el que ella se corrió al sentir cómo dejaba de sujetarlo por la muñeca.
La sostuvo sin decir nada y, del mismo modo, estiró el brazo libre y consiguió cerrar el grifo, no sin ciertos malabarismos.
Olivia estropeó su euforia poscoital separándose de él sin muchos miramientos. Cada vez estaba más confundida y cabreada consigo misma. Seguía sin entender cómo era posible sucumbir una y otra vez. Cómo podía disfrutar del sexo con un tipo al que no soportaba.
Como deseaba dormir tranquila, lo mejor era aparcar la mala leche, así que agarró una toalla, se envolvió en ella y huyó a su dormitorio.
—Buenas noches, guapa, y gracias por todo —gritó él con evidente recochineo.
Sin preocuparse por recoger el cuarto de baño (ya lo haría ella al día siguiente), se puso unos bóxers limpios y se fue a dormir.
A pesar del calor presentía que iba a caer rendido nada más acostarse.
Acababa de sentarse con una taza de café recién hecho, cuando alguien entró en casa. No hacía falta ser un detective para saber quién era. Estaba claro que su queridísma hermana prefería llegar sin avisar con el objetivo de pillarlos in fragantti.
Pues iba a llevarse una gran decepción. Con su habitual pragmatismo e indiferencia cogió la prensa, sin importarle mucho si se trataba de ese horrible periódico gratuito al que parecían tener en tanta estima en aquella casa, y se puso a leerlo por encima. Si hacía buen tiempo para una feria de ganado o si el precio del cereal ese año iba a ser ligeramente inferior al del año anterior eran noticias que le resbalaban, pero siempre resultaban una buena excusa para no dar pie a ninguna controversia.
—Buenos días —saludó a Julia cuando entró en la cocina—. Si hubieses llamado no me habría importado ir a recogerte.
—No quería molestar —le respondió con sorna—. ¿Y mi tía?
Él se encogió de hombros.
—Supongo que se le han pegado las sábanas.
Su hermana no hizo ningún comentario; ambos sabían que, en aquel caso, la prudencia no estaba de más.
Ella se preparó el desayuno e intentó averiguar por los gestos de él si se sentía culpable por algo o terminaba delatándose, pero no hubo suerte. Su hermano permanecía ajeno, en perfecto estado de revista, como si nada, cosa que la molestaba.
Mientras intentaba diluir su mosqueo a la vez que los grumos del cacao, Olivia entró en la cocina, con el pelo revuelto y bostezando.
—No te he oído llegar —dijo sin mirarla. Sabía que no tenía el mejor aspecto.
Se sirvió una taza de café, agradeciendo en silencio a Don Estirado que se hubiera ocupado de ello y se abstuvo de sentarse a la mesa con ellos dos. Prefirió tomárselo de pie, apoyada en la encimera. Mantener las distancias físicas para salvaguardar las emocionales era una idea tan buena como cualquier otra.
—¿Qué planes tenemos hoy? —preguntó Julia dirigiéndose a su tía y dejando muy claro a quién no incluía en los mismos.
—Nada especial. Había pensado en quedarme en casa, tomar el sol y leer un rato. —El impasible parecía ajeno a la conversación, lo cual era más que irritante—. Podrías aprovechar y ponerte al día con tu trabajo —dijo más que nada esperando la reacción de él.
Pero, para irritación de ambas, él pasó una página del diario y siguió a lo suyo. Ignorándolas deliberadamente, como si fueran un mueble más de la cocina.
—Pues sí, buena idea —aceptó Julia, agradeciendo en silencio la ayuda de su tía—. Además, como alguien se ocupó de destruir mi trabajo, ahora tengo que empezar de cero.
—Haberte esforzado desde el principio —murmuró su hermano.
—En fin, yo os dejo. Me voy a ligar bronce.
Ese comentario hizo que Thomas levantara la vista. ¿De qué hablaba ésa ahora?
—Tú que tantos estudios tienes, tú que tanto sabes y tú que tanto presumes, dime por dónde empiezo.
El comentario sarcástico de su hermana lo hizo olvidarse, sólo por un instante, de la sugerencia de Olivia.
—Como quieras —respondió sin muchas ganas. Si a uno le daban a elegir entre pasarse la mañana con una adolescente problemática con tendencia a meterse donde no la llamaban o con una mujer con tendencia a discutir, pero con un cuerpo increíble que, con un poco de suerte, puede estar disponible…—. Trae los papeles y empecemos.
Julia abandonó la cocina, confiada, ya que todo parecía estar bajo control, aunque, por si las moscas, tardó bien poco en buscar lo necesario para meterse en faena. No era su ideal de domingo, pero, si quería hacer un trabajo de sobresaliente, tenía que admitir que el estirado de su hermano era la mejor opción. Había quedado con su grupo de amigos, en el que por supuesto estaba Pablo, para pasar el día por ahí.
Olivia, por su parte, pensó que su mejor opción era salir de allí sin más, retirarse a tiempo. Un poco cobarde, siendo objetiva, pero ahora no quería entrar en ese tipo de consideraciones.
Thomas, abandonado, pero no triste, se quedó en la cocina y sonrió de medio lado. ¡Vaya dos!
—¿Empezamos? —murmuró Julia dejando sobre la mesa su carpeta de apuntes, con más brusquedad de la necesaria.
Él abandonó su postura relajada, se ahorró un comentario sobre los modales e intentó concentrarse, es decir, olvidarse de Olivia.
Media hora y cuatro folios arrugados más tarde, Julia estaba desquiciada, y no sólo porque él insistiera una y otra vez que era una (palabras textuales) «mierda lo que escribía», sino porque se mostraba tan impasible que daban ganas de soltarle un sopapo. Pero, por supuesto, no se le dan sopapos a quien puede conseguir que saques un sobresaliente.
Thomas, que estaba siendo más cabrón de lo normal, se puso en pie. No iba a reconocerlo ni muerto, pero se sentía orgulloso de su hermana, era jodidamente lista y perspicaz. Evidentemente, como a muchos adolescentes, no se les sabía sacar partido y se conformaban con la ley del mínimo esfuerzo.
Caminó hasta el frigorífico y sacó una cerveza bien fría. Se apoyó en la encimera y miró por la ventana.
No pudo evitarlo, se atragantó con la cerveza.
Julia levantó la vista un segundo de sus papeles y lo miró como si fuera un leproso, pero por suerte se quedó sentada en su sitio escribiendo.
«¡La madre que la parió!», pensó, controlando su creciente irritabilidad. Esa loca no se limitaba a tomar el sol como todo el mundo, no, ésa tenía que dar el espectáculo.
Dejó la bebida sobre la encimera, para evitar riesgos, y observó de nuevo a través de la ventana, sin quitar ojo a su aprendiz, ¡cualquiera la aguantaba después!
Sí, allí seguía, tumbada en la maldita esterilla, en medio del jardín, con las piernas dobladas, unas gafas de sol y mostrando ese par de tetas que parecía no haber tocado suficientemente la noche anterior, ya que en aquel momento sentía de nuevo la necesidad de manosearlas.
«Contrólate —se dijo—. Ya encontrarás una nueva oportunidad de llevarla a tu terreno. No son más que un par de tetas, muy apetecibles eso sí, pero nada nuevo.»
Pero todo parecía ir en su contra, la vio extender la mano, coger un frasco y tras verter un poco en ella empezar a restregárselo enérgicamente, primero en los brazos, después en el cuello, y claro, esas dos preciosidades también tuvieron su dosis.
—¿Tú qué opinas?
Se volvió al oír la voz ¿acusadora? de su hermana y se valió de la cerveza para refrescar no sólo su garganta, sino sus ideas.
—Déjame ver.
—Estás muy raro. —Él arqueó una ceja mientras leía—. Más raro de lo habitual, quiero decir —apostilló ella.
—Es el calor. —Podía ser hasta verdad.
Siguió leyendo, era lo más sensato que se podía hacer, dadas las circunstancias. Pero su cabeza no prestaba la atención suficiente a las palabras escritas, ya que una y otra vez su mente reproducía la imagen de ella al sol, como si fuera un canto de sirena llamándolo, pidiéndole que actuara. Sin embargo, no cabía duda que primero tenía que quitarse de encima a su querida hermana.