—No todo es cuestión de dinero.
—Ahórrame las tonterías. Lo es, claro que lo es. Y, si no, ¿de qué vas a vivir? ¿Del aire?
—Me gusta mi trabajo, disfruto ayudando a la gente a sentirse mejor. Puede que nunca sea millonaria, pero no me falta para comer.
Ella se defendía con tal vehemencia que hasta podía convencerlo.
Pero llevaba muchos años, demasiados, escuchando a todo tipo de gente y no se iba a dejar convencer.
Si ella era feliz trabajando en una peluquería, no era de su incumbencia.
—Supongo que tú eres un picapleitos de esos que sólo miran el dinero. Te importa un comino si a quien defiendes es culpable o no —lo acusó ella.
—¿Y? ¿A quién le importa?
—Pues a mí.
—Déjame decirte una cosa, si andas por la vida con tanto idealismo, te va ir de culo —sentenció él sin ningún remordimiento.
Ella quería dar el tema por zanjado. Con Thomas era imposible mantener un diálogo, siempre tan radical… tan inamovible… y para rematar subestimando su profesión.
—Supongo que tú eres de los que no pierden nunca. —Ella tanteó el terreno.
—Lo intento —replicó sin ofenderse.
—Pero alguna vez habrás metido la pata, ¿no? —insistió. Nadie es perfecto.
—Sí —respondió tras un silencio prolongado.
—¿Podrías desarrollar más la respuesta?
Él sonrió, esa fórmula la utilizaba muy a menudo, que ella le intentara sonsacar de la misma forma resultaba gracioso. Podía dejarla con la duda, pero… ¡qué coño!
—Mi primer cliente. La jodí con mi primer cliente.
—La falta de experiencia. —Ella se mostró comprensiva.
—Pues no. Más bien mis hormonas.
—¿Cómo es eso? —preguntó con curiosidad. No esperaba para nada esa contestación.
—Mi primer caso fue un divorcio. Aparentemente muy simple. Uno de los clientes del bufete de toda la vida, íntimo amigo de mi jefe. Me pidieron que llevara los trámites legales. Sólo eran eso, simples trámites.
—¿Cómo la jodiste?
Él sonrió de medio lado.
—Ella no quería divorciarse por razones obvias. Según el acuerdo prematrimonial, sus ingresos mermaban considerablemente. Legalmente no tenía ninguna posibilidad de recurrir, así que buscó otra alternativa.
—¿Cuál?
—Follarse al incauto que llevaba los papeles.
—Jodeeeer…
—Se presentó en mi despacho. La tía estaba bien buena y, claro, yo caí como un tonto.
—La carne es débil. —Se rió ella.
—Pensé con la cabeza equivocada, desde luego —convino él, no tenía sentido echar balones fuera—. No calculé el riesgo y pensé que no era más que el capricho de una mujer despechada.
—¿Y? ¿Qué pasó?
—Una semana antes de ir al juzgado se presentó de nuevo en mi despacho. Yo esperaba otro revolcón, pero no. Me sacó una cinta donde se nos veía follando encima de mi mesa.
—¡Qué fuerte!
—Por supuesto su intención era chantajearme. Que convenciera a su ex marido para que fuera más generoso.
—Vaya lío. Te tuviste que bajar de nuevo los pantalones, ¿no? Y esta vez, no por gusto.
Él negó con la cabeza.
—No. Pensé que si accedía, mi carrera como abogado tenía los días contados. Nadie te da una segunda oportunidad, como mucho acabaría como un abogado de tercera en algún bufete de mierda. Así que me fui con la copia de la cinta a hablar con mi jefe y con el cliente.
—Eso sí que es echarle huevos.
—Para mi sorpresa, cuando acabé de contarles el desafortunado incidente el cliente únicamente se limitó a preguntarme si tenía pruebas de lo ocurrido. Evidentemente eso me desconcertó aún más, esperaba una severa reprimenda o el despido inmediato.
—Esto se pone cada vez más interesante.
—El cornudo me chocó la mano y me dio la enhorabuena por mi trabajo.
—¿Cómo?
—Por lo visto, en el contrato prematrimonial se especificaba que, en caso de infidelidad, ella no recibiría absolutamente nada.
—¿Bromeas?
—¿Tengo cara de hacerlo?
—O sea, eres un novato, te tiras a la mujer de tu cliente en tu despacho y encima te dan la enhorabuena. Joder, a lo mejor sí debería cambiar de profesión. —Esto último era más un pensamiento en voz alta.
A él le hizo gracia la exposición resumida de la historia.
—Ya ves. Pensé que iban a joderme, pero a base de bien, y al final…
—Increíble…
—Pero cierto —sentenció él—. A partir de aquel instante, por supuesto, no volví a jugármela. Me había librado por los pelos y, si quería llegar lejos, no podía dedicarme a follar en los despachos.
—Pero, cuando os lo proponéis, sí jodéis a la gente —apuntó ella.
—Puede ser. Pero todo bajo el amparo de las leyes.
—Lo has dicho tan serio que hasta me lo creo.
Dicho esto se echó a reír a carcajadas. Al final, él se contagió.
Cuando el ataque de risa fue remitiendo ella se dio cuenta de que por primera vez habían mantenido una conversación amistosa, sin dobles sentidos, sin ataques directos.
Él había compartido una anécdota y ella lo había escuchado.
La tarde fue avanzando y, sin querer proponérselo, fueron surgiendo nuevos temas de conversación. Si bien en algunos aspectos no compartían opinión, lo cierto era que la mala leche o las malas contestaciones quedaron al margen.
Olivia le puso al día sobre los cotilleos que a diario escuchaba mientras trabajaba. Él no entendía algunos de los motes que se les ponía a los del pueblo; ella trataba de explicárselo, pero, al final, tenía que admitir que la imaginación popular la superaba.
Él empezó a sentir curiosidad sobre la relación de ella con el Pichurri, pero se abstuvo de preguntar. Habían logrado una especie de pacto de no agresión y no quería romperlo.
También le hubiera gustado averiguar más cosas sobre la vida y milagros de su padre. Al fin y al cabo, Olivia había convivido con él, pero tocar ese tema era abrir una puerta que prefería mantener cerrada a cal y canto. Si se le ocurría preguntar, daría pie a que ella contraatacara con sus propias preguntas, y eso sí que no.
La luz iba disminuyendo y era hora de ir recogiendo. Así que ella fue la primera en ponerse en pie. Metió los tápers vacíos en la nevera. Al final, entre una cosa y otra habían acabado con todas las provisiones y él no había vuelto a criticar, cosa que ella agradeció.
Cuando se acercó para enrollar la esterilla vio el resto de los condones allí esparcidos. Podía hacer un ácido comentario sobre «las muestras de cariño», pero, siendo honesta, hasta ella había relegado el tema del sexo durante la tarde.
Lo cual no dejaba de ser curioso, al fin y al cabo era, hasta ahora, el único punto en común.
Sin decir ni pío los agarró y se los guardó en el bolsillo trasero del pantalón.
Lo que no sabía es que él no se estaba perdiendo ni un detalle, estaba pendiente de cada uno de sus movimientos.
Cada vez que se agachaba, su trasero, enfundado en esos minipantalones, le provocaba serios problemas de autocontrol.
Si ella se daba la vuelta iba a tener la prueba evidente de que estaba empalmado.
Pasó por delante de él, cargada con todos los bártulos. Aunque lo cierto es que podía ser un caballero y echarle una mano, en realidad resultaba más gracioso contemplar cómo se las apañaba. No podía negar que la mujer sabía defenderse.
Al final decidió colaborar, abrió el maletero con el mando a distancia para que ella no tuviera que dejar los trastos en el suelo.
Ella resopló y, tras dejarlos en el maletero, cerró con fuerza. Se movió hasta llegar al asiento del copiloto pero antes de ni siquiera dar medio paso se encontró aplastada contra el lateral del vehículo. Su espalda sintió en el acto el frío de la carrocería.
—No puedo más.
No sólo la aprisionaba contra el coche, sino que sus manos empezaron a moldear su cuerpo, sin un criterio concreto. Parecía querer abarcar mucho más de lo que sus dos extremidades le permitían.
Ella, sorprendida al principio, quiso apartarlo. No era amiga de esas demostraciones tan repentinas de efusividad. La mayoría de las veces eran un reflejo del hombre primitivo, casi machista, que no de otra cosa. Pero, sin saber por qué, no lo percibió de esa forma.
Puede que Thomas fuera un ejemplo más de ese espécimen que tanto detestaba, pero todo lo relacionado con él era imposible de racionalizar.
Como no estaba por la labor de dejarse llevar, en seguida se metió en faena. Él se apretaba contra ella y no tuvo reparos en buscar un punto donde poder posar las manos y de paso provocarlo, tentarlo, hacerle saber que sus avances no iban a ser rechazados, que ella podía jugar a ese juego del «aquí te pillo, aquí te mato» tan bien o mejor que él, y, por lo tanto, la opción más rentable era acariciarlo por encima del pantalón.
—Déjate de manoseos y desabróchame los pantalones —gruñó él, mientras le subía la camiseta hasta las axilas y apartaba el biquini para descubrir sus pezones. Como era de esperar, se lanzó a por uno, sin lamerlo primero, como cabría pensar. Lo atrapó entre los dientes y tiro de él. Era una reacción justa, ya que la mano de ella le estaba agarrando la polla sin consideración alguna.
—Parecemos adolescentes cachondos —bromeó ella, sin detenerse.
—Si quieres, follamos en el asiento trasero.
Ella iba a responder que, conociéndolo, dudaba que quisiera arriesgarse a manchar el cuero. Pero cuando atrapó su boca, cualquier pensamiento quedó relegado a un segundo plano.
No era un beso amable, ni siquiera posesivo, era uno de esos que rozaban la desesperación.
Olivia siguió su ritmo, incluso en algunos momentos era ella quien llevaba la voz cantante.
Cuando no le devoraba la boca aprovechaba para mordisquearle la oreja, incitándolo, excitándolo, indicándole que ella ni se quedaba de brazos cruzados ni iba a dejarse magrear sin hacer lo mismo.
—Espera… —pidió él separándose a regañadientes.
Con celeridad, tiró de ella con una mano y con la otra se sujetó los pantalones, para arrastrarla hasta la parte delantera del vehículo y le indicó que se tumbara sobre el capó delantero.
Maniobrando con rapidez, le quitó los dichosos pantalones cortos y, como él ya estaba casi libre, sólo apartó a un lado la braguita del biquini para introducirse en ella de una sola arremetida.
—Joder, qué bueno… —siseó él deteniéndose sólo un instante, para inspirar, para creérselo, para comprobar si estaba soñando.
Ella, la verdad, no tenía por qué poner pega alguna, pero la postura no favorecía su estabilidad. No sabía dónde sujetarse, la aerodinámica del coche la empujaba hacia abajo. Él sólo la sujetaba por un punto, muy bueno, pero insuficiente, y si seguía así no iba a disfrutar nada, pues no podía centrarse.
Thomas empezó a moverse, apoyando las manos sobre la chapa, una a cada lado de su cabeza, ella se agarró a sus hombros, pero tampoco conseguía la postura idónea para moverse con él. Y, por supuesto, no iba a quedarse tumbada boca arriba, abierta de piernas esperando una intervención divina que la llevara al orgasmo. Nadie mejor que ella para saber que, si no buscaba más puntos de estimulación, llegar a correrse sería un acto de fe.
—¿Qué coño te pasa? —Él se detuvo, bastante mosca con la actitud de ella. De repente no era más que una muñeca hinchable, muy lejos de la apasionada mujer que lo volvía loco.
—Esto de follar sobre un deportivo queda muy bien en las pelis, pero en la práctica… —Negó con la cabeza—… Me falla la logística.
Era la última explicación que esperaba.
—Pues agárrate a mí, o, yo qué sé, dobla las rodillas y apoya los talones en el coche —arguyó de la mala gana. Estaba echando un polvo, cualquier cosa no relacionada con el asunto no interesaba.
—¿Con estos taconazos? —Estiró una pierna para que él prestara atención a su explicación—. Y sin mencionar los posibles daños a la pintura, cualquiera te aguanta después.
Él no se perdió detalle de su pierna mientras ella hablaba.
—¿Te estás quedando conmigo? —preguntó, entrecerrando los ojos—. ¿Tú te crees que me importa una mierda la pintura en mitad de un polvo?
—Ah, bueno, si es así… —Ella se colocó en la posición sugerida, pero se deslizaba igualmente—. ¿Ves? Me parece que después de todo vamos a terminar en el asiento trasero.
—Hay que joderse… Enrosca las piernas en mi cintura. Y vamos a dejarnos de tonterías.
—Vale —aceptó ella regalándole una sonrisa.
Y así, sin más, se olvidó de todo, de si ella le estaba tomando el pelo, de si estaba allí por una serie de circunstancias adversas o de si tenían los días contados.
A partir de ese momento encontraron el punto exacto de equilibro, él podía moverse sobre ella, y Olivia podía salir al encuentro de sus arremetidas sin preocuparse por su integridad física. Y no sólo eso, con aquel acoplamiento la cosa iba por buen camino.
Ella giró la cara y observó el entorno, la noche no tardaría en caer, y ella estaba allí, montándoselo con él, de una forma bastante primitiva y desvergonzada.
Y estaba encantada.
Él no desaprovechó ese cuello tan expuesto y empezó a lamer la piel, desde el hombro hasta poder chuparle el lóbulo de la oreja.
Inmediatamente escuchó sus jadeos y cómo lo atenazaba aún más con sus piernas. Y no sólo eso, sus músculos internos ejercían una presión muy localizada, en su polla, para ser más exactos.
—Deja de hacer eso si quieres que esto dure lo suficiente —ordenó él hablándole junto a su oreja.
—¿El qué? —quiso saber ella sin comprender. En aquel momento, todo parecía ir más o menos bien.
Empujó con más brío antes de hablar.
—Lo que haces, joder —dijo como si eso lo explicara todo.
Ella seguía sin entender y como tampoco estaba por la labor de alargar la conversación, que a buen seguro acabaría en discusión, se mantuvo callada. Además, después de los problemas técnicos iniciales, ya solventados, habían conseguido una buena sintonía.
No tenía por qué hacerle caso y se concentró de nuevo en lo que tenía entre las piernas. En ese vaivén, en cada penetración, en la fricción que recibía su clítoris… Todo ello resultaba increíble y como podía poner en práctica la teoría… ahora veía el resultado de hacer sus ejercicios Kegel.
Al principio de hacer dichos ejercicios se reía ella sola, o incluso pensó en dejarse de tonterías, al fin y al cabo, no notaba ninguna mejoría, ya que no se atrevía llevar a la práctica la teoría. Pero puede que sencillamente necesitara un cambio de pareja, alguien que fuera una simple estación de paso, sin compromisos, que le permitiera mostrarse sin máscaras, alguien con el que luego no fuera a tener ningún tipo de compromiso, que tarde o temprano se iría.