—Eso es mucho pedir. No tengo tiempo —se quejó Julia.
—Pues te jodes. —Así, sin anestesia ni nada, se lo dijo—. Haberlo hecho bien desde el principio. —Y, para que no tuviera tentaciones de aprovechar nada de lo ya hecho, cogió los papeles desperdigados por la mesa y los rompió delante de sus narices.
—¡Eh! ¿Qué coño haces? —Julia intentó arrebatárselos.
—Me has pedido que te ayude, ¿no?
—Oye, no puedes hacer eso —dijo Olivia molesta.
—A mí no me vengáis con estupideces. Si no queríais mi opinión, no habérmela pedido. No me extraña que luego haya tanto mediocre suelto, si para un simple trabajo no se molesta ni en hacerlo bien…
—Mira, eres de lo más pedante que he visto en mi vida —espetó Julia levantándose de la mesa—. Ahora voy a tener que empezar de nuevo.
—Una excelente oportunidad para hacerlo bien, ¿no crees? —sugirió él con sarcasmo.
Pero su hermana era más lista de lo que dejaba ver. Si pasaba de su colaboración, eso significaba dejarlo sin vigilancia y eso no podía ser. Así que se tragó su orgullo y volvió a sentarse.
—De acuerdo —cogió papel y boli le miró y añadió—: Dime exactamente cómo tengo que hacerlo.
Thomas, por un instante se quedó sin saber qué decir, la muy bruja no era tan tonta como uno podía pensar a primera vista, mataba dos pájaros de un tiro: lo mantenía ocupado y además conseguía su propósito de presentar un buen trabajo.
Se sintió orgulloso, opinión que se guardaría muy mucho de expresar en voz alta, pero en el fondo sabía que era así. Aunque le jodiera los planes.
—Ya contesto yo —dijo Olivia al oír el timbre del teléfono—. ¿Quién será a estas horas? —Se dio la vuelta y descolgó el auricular—. ¿Diga?
—Hola, soy Petra. ¿Está Julia?
—Sí, está aquí, ¿por qué? —preguntó jugando con el cordón del teléfono mientras observaba a esos hermanos, aparentemente tan diferentes.
—Verás, ya sabes que mi hermana estaba a punto de dar a luz, aún le quedaban diez días, pero por lo visto hay alguien que tiene prisa por salir y se ha puesto de parto. Y como ha sido así, tan de repente, pues no tengo a nadie con quien dejar a Carlitos. ¿Puede Julia venir esta noche a casa?
—Voy a preguntárselo.
—Le estaría muy agradecida.
—Siento interrumpir tan conmovedora estampa —dijo Olivia mirándolos mientras mantenía tapado el auricular—. ¿Puedes ir a hacer de canguro a casa de Petra?
—¿Hoy? Quiero decir, ¿ahora?
—Por lo visto es una emergencia.
—Dile que le daré una buena propina —apuntó Petra desde el otro lado de la línea.
Thomas, que hacía mucho tiempo que se había alejado de la fe (si alguna vez había estado cerca), estaba empezando a reconsiderar su opción, ya que semejante interrupción era una especie de milagro.
—Te pagará bien. —Olivia transmitió el comentario.
Julia miró a los dos. Maldita sea, estaba entre la espada y la pared. Necesitaba esos eurillos, pero, por otro lado, si los dejaba a solas…
—Bueno —aceptó al final. Ese dinero siempre iría bien, no era justo que sólo su tía se matase a trabajar. Sólo esperaba que el petardo de su hermano arreglara cuanto antes lo del testamento para no depender de su voluntad y vivir más cómodamente—. Dile que voy. —Se puso en pie y recogió los papeles—. ¿Puedes llevarme? —le preguntó a su hermano. Desde luego por el tono no parecía una amable petición, sino más bien una orden.
—Como quieras —respondió él con su tono de perdonavidas.
Olivia se despidió de su amiga por teléfono y no se perdió detalle. ¿Qué tramaba? Porque esa amabilidad no era ni de lejos tan inocua como parecía.
Thomas las dejó a solas mientras iba a su habitación a por las llaves del coche. Julia aprovechó para repetirle a su tía cierto asunto.
—Me lo prometiste. No vas a acostarte con él.
—¡Claro que no! —exclamó rápidamente—. ¿Tan poca confianza tienes en mí?
—No es de ti de quien desconfío. Al fin y al cabo, es un tío. Ya sabemos en lo que están pensando todo el día.
—Oye, ¿no eres un poco joven para saber de esas cosas?
Julia resopló.
—Sé lo que hay que saber —dijo toda ufana—. Y no desvíes el tema. Prométemelo.
—Palabra. Prometo no acostarme con él.
—Vale.
Unos minutos después apareció Thomas e instó a Julia a que se diera prisa en recoger sus cosas.
—No tengo toda la noche. —Fue su forma de hacerlo.
Durante el trayecto a casa de Petra, Julia pensó en el modo de abordar el asunto. Al fin y al cabo, con su tía tenía confianza, pero con su hermano… y conociéndolo…
Cuando él detuvo el coche frente a la casa, repiqueteó impaciente los dedos contra el volante y, a ella, ese gesto no le pasó desapercibido.
—No sé cómo decirte esto…—Julia se mordió el labio—. Vale, está bien, te lo diré y punto.
Ante el titubeo de la joven, Thomas, que intuía por dónde iban los tiros, no se lo puso fácil. Donde las dan las toman.
Petra apareció con Carlitos en brazos y sólo quedaban treinta segundos para transmitir el mensaje.
—Ni se te ocurra acostarte con mi tía, ¿vale?
—¡Ya habéis llegado! —exclamó la mujer sonriendo y examinando a Thomas de arriba abajo, esperando sin duda ser presentada.
—Hola, Carlitos. —Julia se acercó al niño, obviando los deseos de la madre.
—Mañana vendré a buscarte, dime a qué hora —dijo Thomas.
—Oh, no se preocupe por eso, yo me encargaré de llevarla por la mañana.
Ésa no era la idea, pensó él, lo mejor era ajustar un horario para evitar imprevistos.
—Gracias —contestó sonriendo de medio lado. Tampoco era cuestión de permanecer allí más tiempo del necesario.
Quería llegar a casa cuanto antes. Aunque, si lo pensaba bien, si pisaba a fondo el acelerador y ponía a trabajar todos los caballos del motor, daría tal espectáculo en el pueblo que no haría falta anunciar su llegada.
Así que no le quedó más remedio que disfrutar de la calma nocturna mientras regresaba a casa.
Nada más aparcar el coche entró en la casa, fue a la nevera y sacó una cerveza bien fría. Podía haber cogido dos, pero le gustaba la idea de compartir: tenía un punto extra de excitación eso de que los dos bebieran a morro. Cosa que le habría parecido bastante extraña, por otro lado, si en otra circunstancia se lo hubiese sugerido otra persona.
Se asomó a la ventana para ver a la pirada tomando baños de luna.
Ni rastro.
Sólo faltaba que hubiera decidido atrincherarse en su habitación y cumplir esa estúpida promesa…
Oyó el débil murmullo del televisor encendido y caminó hacia el salón.
Y allí la encontró, a oscuras, sentada en un extremo del sofá, viendo la tele con el volumen en el mínimo y comiendo algo… un helado.
Se sentó sin decir nada en el otro extremo del sofá. A saber qué explicación daba para tal comportamiento, porque hasta donde él sabía, si alguien pone la tele es para enterarse de algo, cosa que no era el caso. Para más inri observó que la peli que emitían estaba en versión original subtitulada.
Más misterio aún.
Pero resolverlo iba a quedar en su larga lista de «Quizá algún día cuando tenga tiempo», es decir: nunca. Sin embargo, lo que empezaba a preocuparlo seriamente era la forma en la que esa mujer saboreaba su helado.
Metía la cuchara (sopera para más señas) directamente en el envase, jugueteaba con el contenido y después se la llevaba a la boca, a medio llenar, donde sus labios apresaban el helado. Un gesto de lo más provocador.
Por si acaso, dio otro sorbo a su cerveza, ya no tan fría, y se abstuvo de preguntar.
Pero claro, ella continuaba con esa mala imitación de una actriz porno tentando al protagonista para que tomara cartas en el asunto e hiciera algo contundente, como agarrarla, tumbarla en el sofá y cepillársela; todo ello aproximadamente en seis minutos y sin despeinarse ni quitarse los pantalones.
Como un adolescente revolucionado se fue acercando, sin disimulos, hasta rozar su muslo. Quizá la teoría del aquí te pillo aquí te mato tuviera que ser abandonada, de momento.
Inspiró profundamente cuando ella, en un descuido, que él quiso pensar no intencionado, recogió con la yema del dedo la porción de helado que se había caído en su escote.
Otro sorbo para calmar su sed, que no su ansia de pasar a la acción.
Porque todo parecía ir en su contra, desde la semioscuridad que proporcionaba la pantalla del televisor, hasta el calor que invitaba a desnudarse, por no hablar de la semanita que llevaba de «Se mira pero no se toca».
De nuevo ese gesto, ese reto en forma de helado sobre su escote; quedaba claro que no era un simple descuido. Y de nuevo con la yema del dedo lo recogía y lo lamía.
Jodidamente perverso.
Ella ni siquiera lo miraba, su atención estaba al cien por cien en la pantalla.
¿Puede que su mente calenturienta le hiciera ver una provocación donde tan sólo había un descuido?
Sí, claro, y los cerdos vuelan.
Porque de nuevo, y con ésa ya iban tres, ella dejaba caer el maldito helado. Nadie es tan descuidado ni la película era tan interesante.
Se posicionó convenientemente.
—Déjame probarlo —pidió él señalando el envase.
Ella, sin decir palabra, le pasó la cuchara, pero él negó con la cabeza.
—¿En qué quedamos? —preguntó ella, poniendo los ojos en blanco. Señor, qué paciencia había que tener con ese hombre.
Él estiró la mano para agarrarle la muñeca e hizo que girara un cuarto de vuelta para que el contenido cayera sobre su escote. Bueno, más o menos, porque entre la resistencia de ella y su error de cálculo cayó sobre el hombro.
Inmediatamente se movió hasta poder recoger el helado con la lengua.
Olivia reaccionó inmediatamente, su cuerpo sintió una especie de rayo interior que la recorrió de arriba abajo, que la puso en alerta…
—Más, por favor —murmuró él.
Ella podía jugar al despiste, a no saber qué pretendía, pero estaba en el mismo barco. En el barco del deseo, como hubiesen dicho en las novelas más cursis. Aunque, ¡qué caramba!, era cierto.
Maldita sea.
Solamente pretendía tocarle un poco la moral y después volver a su cuarto, gran error.
Y gran mentira, por supuesto. No obstante, en el caso de caer de nuevo en el mismo error, siempre le resultaría más cómodo culparlo a él por insistir que a ella misma por asumir sus deseos.
Esta vez, y sin la intervención de él, dejó que el helado cayera en su canalillo. No tuvo que esperar ni dos segundos para que de nuevo su piel se viera limpia.
Por supuesto, él tardó más de lo necesario en limpiarla, apartando innecesariamente la tela de la camiseta para moverse a su antojo.
Ella interpretó a la perfección su mirada, estaba pidiendo más. Por lo que se manchó convenientemente.
Thomas modificó su postura, pues desde un costado no podía acceder como deseaba. Se colocó de rodillas frente a ella, importándole un comino si le quedaban luego marcas en los pantalones por haberse puesto de tal guisa.
—Más —pidió él con voz ronca y ella no lo decepcionó.
Con bastante precisión, fue dejando caer gotas sobre su piel para que él las recogiese. No importaba si resultaba de difícil acceso, él siempre llegaba.
—Hum —ronroneó ella siendo plenamente consciente de cómo él levantaba su camiseta para dejar a la vista su estómago.
—Esto también debería ir fuera —aseveró él, no en tono de sugerencia, sino más bien de forma urgente, señalando la minifalda vaquera.
Así que no esperó su consentimiento, soltó el botón superior, bajó la cremallera y tiró de la tela para solucionar uno de los enigmas del día: ¿de qué color era su tanga?
—¿Algún problema? —preguntó ella al ver cómo se detenía y clavaba la vista en la parte superior de sus piernas.
—¿Morado? —replicó arqueando una ceja—. ¿Cómo cojones puedes ir por ahí con un tanga morado?
—Oye, que en tu mundo sólo haya ropa interior negra no significa que las demás tengamos que ir de luto por la vida —arguyó ella agarrando el envase de helado y conteniéndose las ganas para no dejarlo caer sobre su cabeza. ¡Qué hombre, por Dios, a todo le tenía que poner pegas!
—Solamente era una apreciación.
—Pues te la ahorras.
¿Era tonto o muy tonto? ¿Desde cuándo se discute el color de la ropa interior de una mujer a la que se pretende llevar al huerto?
—Tienes toda la razón —dijo mostrándose dócil.
Ella desconfió inmediatamente de ese tono tan repentinamente humilde, pero no siguió con la discusión.
Prefirió darle algo con lo que entretenerse.
Y él, por supuesto, utilizó la lengua, pero no para hablar.
Decir que el helado estaba deshecho al entrar en contacto con su piel no era exagerar, pues ella lo había dejado un buen rato fuera del congelador para disfrutarlo así, cremoso y frío. Sin embargo, el hecho de que una gota rozara su estómago para ser limpiada en seguida la estaba poniendo extremadamente excitada.
A simple vista, parecía un juego de lo más simple, pero el desarrollo del mismo lo estaba transformando en algo sumamente placentero.
Ésas eran la clase de cosas que ella buscaba, que imaginaba, que necesitaba para salir de la monotonía, algo que, de habérselo sugerido a Juanjo, de entrada hubiese respondido que no.
Y con ese relamido y/o presumido ni siquiera tenía que sugerir, surgía espontáneamente.
La vida, a veces, da unas sorpresas…
Él, que parecía obviar sus preferencias en lo que a colorido se refiere, se había olvidado de pedir su dosis para seguir lamiendo y ahora se concentraba en el borde de la prenda de la discordia.
—Puede que tu gusto a la hora de elegir color sea cuestionable, pero si tenemos únicamente en cuenta lo pragmático que resulta, tienes mi aprobación.
—¡Idiota! —exclamó aguantando la risa—. Eres ridículo hasta en esta situación.
—¿Ridículo? —repitió bajándole la ropa interior hasta los tobillos. Con lo que estaba viendo bien podía soportar ese tipo de adjetivos.
—Sí. Y mucho, además —sentenció ella, preparándose para algo bueno.
O, al menos, eso esperaba. En su encuentro-maratón de hacía una semana sólo se habían dedicado a follar, con ligeras variaciones posturales, pero no pasaron del coito.
Esperaba que en la versión oral fuera igual de competente. No sería ni el primero ni el último que fallaba, pero… algo en su interior estaba diciéndole que no.