Read Travesuras de la niña mala Online
Authors: Mario Vargas Llosa
Hablaba con tanta frialdad que no parecía una muchacha haciendo el amor sino un médico que formula una descripción técnica y ajena del placer. No me importaba nada, era totalmente feliz, como no lo había sido en mucho tiempo, acaso nunca. «Jamás podré pagarte tanta felicidad, niña mala.» Estuve largo rato con mis labios aplastados contra su sexo fruncido, sintiendo que los vellos de su pubis me cosquilleaban la nariz, lamiendo con avidez, con ternura, su clítoris pequeñito, hasta que la sentí moverse, excitada, y terminar con un temblor de su bajo vientre y sus piernas.
—Entra, ahora —susurró, con la misma vocecita mandona.
Tampoco esta vez fue fácil. Era estrecha, se encogía, me resistía, se quejaba, hasta que por fin lo conseguí. Sentí mi sexo como fracturado por esa víscera palpitante que lo estrangulaba. Pero era un dolor maravilloso, un vértigo en el que me hundía, trémulo. Casi inmediatamente eyaculé.
—Te vienes muy rápido —me riñó la señora Arnoux, jalándome los cabellos—. Tienes que aprender a demorarte, si quieres hacerme gozar.
—Aprenderé todo lo que tú quieras, guerrillera, pero ahora calla y bésame.
Ese mismo día, al despedirnos, me invitó a cenar, para presentarme a su marido. Tomamos una copa en su bonito departamento de Passy, decorado de la manera más burguesa que cabía imaginar, con cortinajes de terciopelo, mullidas alfombras, muebles de época, mesitas con figuritas de porcelana y, en las paredes, unos grabados de Gavarni y de Daumier con escenas picantes. Fuimos a cenar a un
bistrot
de la vecindad cuya especialidad, según el diplomático, era
le coq au vin
. Y, de postre, sugería la
tarte tatin
.
Monsieur Robert Arnoux era bajito, calvo, con un bigotito mosca que se movía cuando hablaba, de anteojos de espesos cristales, y debía doblarle la edad a su mujer. La trataba con grandes miramientos, poniéndole o retirándole la silla y ayudándola con el impermeable. Toda la noche estuvo alerta, sirviéndole vino cuando se le vaciaba la copa y alcanzándole la panera si le hacía falta pan. No era muy simpático, más bien algo estirado y cortante, pero parecía muy culto, en efecto, y hablaba de Cuba y de América Latina con gran seguridad. Su español era perfecto, con un ligero deje en el que se advertían los años que había servido en el Caribe. En verdad, no estaba en la delegación francesa de la Unesco sino cedido por el Quai d'Orsay como asesor y director de gabinete del director general, René Maheu, un compañero de Jean-Paul Sartre y de Raymond Aron en la École Normale, del que se decía que era un discreto genio. Yo lo había visto algunas veces, siempre escoltado por ese calvito bizco que resultó ser el marido de madame Arnoux. Cuando le conté que trabajaba como traductor «temporero» para el departamento de español, me ofreció recomendarme a «Charnés, una excelente persona». Me preguntó qué pensaba de lo que ocurría en el Perú y yo le dije que hacía tiempo no recibía noticias de Lima.
—Bueno, esas guerrillas en la sierra —dijo, encogiéndose de hombros, como si no les diera mucha importancia—. Esos atracos a haciendas y asaltos a la policía. ¡Qué absurdo! Justamente en el Perú, uno de los pocos países latinoamericanos que está tratando de construir una democracia.
Así, pues, ya habían ocurrido las primeras acciones de la guerrilla mirista.
—Tienes que dejar a ese caballero cuanto antes y casarte conmigo —le dije a la chilenita, la próxima vez que nos vimos—. ¿Me vas a hacer creer que estás enamorada de un Matusalén que, además de parecer tu abuelo, es feísimo?
—Otra calumnia contra mi marido y no me verás nunca más —me amenazó, y, en una de esas fulminantes mudanzas que eran su especialidad, se rió-:
¿De veras parece viejísimo a mi lado? Esta mi segunda luna de miel con madame Arnoux terminó poco después de aquella cena porque, apenas me mudé al barrio de la École Militaire, el señor Charnés me renovó mi contrato.
Entonces, debido a mis horarios, ya no pude verla sino a ratitos, algún mediodía en que, en esa hora y media libre entre la una y las dos y media, en vez de subir al restaurante de la Unesco, me iba a comer un sándwich con ella en cualquier
bistrot
, o al gunas tardes en que, no sé con qué pretextos, ella se libraba de monsieur Arnoux para ir a un cine conmigo. Veíamos la película tomados de la mano y yo la besaba en la oscuridad. «
Tu m'embêtes
», practicaba ella su francés. «
Je veux voir le film, grosse
.» Había hecho rápidos progresos en la lengua de Montaigne; se lanzaba a hablarla sin el menor pudor y sus faltas de sintaxis y de fonética resultaban divertidas, una gracia más de su personalidad. No volvimos a hacer el amor hasta muchas semanas después, luego de un viaje de ella a Suiza, sola, del que volvió a París varias horas antes de lo previsto para pasar un rato conmigo en mi departamento de la rue Joseph Granier.
Todo en la vida de la señora Arnoux seguía siendo bastante misterioso, como lo había sido en la de Lily la chilenita y en la de la guerrillera Arlette. Si era cierto lo que me contaba, hacía ahora una intensa vida social, de recepciones, cenas y cócteles, donde se codeaba con el
tout Paris
, y, por ejemplo, ayer había conocido a Maurice Couve de Murville, ministro de Relaciones Exteriores del general De Gaulle, y la semana pasada vio a Jean Cocteau presentarse, en una proyección privada de Morir en Madrid un documental de Frédéric Rossif, del brazo de su amante, el actor Jean Marais, que, dicho sea de paso, era guapísimo, y mañana iría a un té que le daban sus amigas a Farah Diba, la esposa del Sha de Irán, en visita privada a París. ¿Meros delirios de grandeza y esnobismo o, en efecto, su marido la había introducido en ese mundillo de luminarias y frivolidades que la deslumbraba? Por otra parte, constantemente estaba haciendo, o me decía que estaba haciendo, viajes a Suiza, a Alemania, a Bélgica, de apenas dos o tres días, por razones nunca claras: exposiciones, galas, fiestas, conciertos. Como sus explicaciones me parecían tan evidentemente fantasiosas opté por no hacerle más preguntas sobre sus viajes, simulando creerle al pie de la letra las razones que se dignaba darme a veces de esos centelleantes desplazamientos.
Una tarde de mediados de 1965, en la Unesco, un compañero de oficina, un viejo republicano español que hacía años escribía «una novela definitiva sobre la guerra civil que corregiría las inexactitudes de Hemingway», y que se titularía
Por quién no doblan las campanas
, me alcanzó el ejemplar de
Le Monde
que hojeaba. Los guerrilleros de la columna Túpac Amaru del MIR, que dirigía Lobatón y operaba en las provincias de La Concepción y Satipo, en el departamento de Junín, habían saqueado el polvorín de una mina, volado un puente sobre el río Moraniyoc, ocupado la hacienda Runatullo y repartido los víveres entre los campesinos. Y, un par de semanas después, emboscado a un destacamento de la Guardia Civil en el desfiladero de Yahuarina. Nueve guardias civiles, entre ellos el mayor al mando de la patrulla, murieron en el combate. En Lima, había habido atentados con bombas en el Hotel Crillón y el Club Nacional. El gobierno de Belaunde había decretado el estado de sitio en toda la sierra central. Sentí que se me encogía el corazón. Ese día y los siguientes estuve desasosegado, con la cara del gordo Paúl estampillada en mi mente.
El tío Ataúlfo me escribía de cuando en cuando —había reemplazado a la tía Alberta como mi único corresponsal en el Perú— unas cartas llenas de comentarios sobre la actualidad política. Por él me enteré de que, aunque la guerrilla actuaba de manera muy esporádica en Lima, las acciones militares en el centro y el sur de los Andes tenían convulsionado al país.
El Comercio
y
La Prensa
, y apristas y odriaistas, ahora aliados contra el gobierno, acusaban a Belaunde Terry de debilidad frente a los rebeldes castristas, y hasta de secretas complicidades con la insurrección. El gobierno había encargado al Ejército la represión de los rebeldes. «Esto se está poniendo feo, sobrino, y me temo que en cualquier momento haya golpe. Se oye ruido de sables en el ambiente. ¡Cuándo no será Pascua en diciembre en nuestro Perú»! En sus cariñosas cartas, la tía Dolores ponía siempre un recuerdo de su puño y letra.
De una manera totalmente inesperada, resulté haciendo buenas migas con monsieur Robert Arnoux. Se presentó un día en la oficina de español de la Unesco a proponerme, a la hora del almuerzo, que subiéramos a la cafetería a tomar un bocado juntos. Por ninguna razón especial, para charlar un poco, el tiempo de despachar un Gitanes con filtro, la marca que fumábamos los dos. Desde entonces caía a veces, cuando sus compromisos se lo permitían, e íbamos a tomar un café y un bocadillo mientras comentábamos la actualidad política en Francia y en América Latina, y la vida cultural parisina, de la que estaba también muy al día. Era un hombre con lecturas e ideas y se quejaba de que, aunque trabajar junto a René Maheu era interesante, tenía el inconveniente de que sólo le quedaba tiempo para leer los fines de semana e ir muy rara vez al teatro y a conciertos.
Gracias a él tuve que alquilar un esmoquin y vestirme de etiqueta, por primera y sin duda última vez en mi vida, para asistir a un ballet, seguido de cena y baile, a beneficio de la Unesco, en l'Opéra de París. Nunca había entrado en el imponente local, engalanado con los frescos para la cúpula pintados por Chagall. Todo me pareció hermoso y elegante. Pero aún me lo pareció más la ex chilenita y ex guerrillera, que, con un vaporoso vestido de gasa blanca con flores estampadas que le dejaba los hombros descubiertos, y un peinado alto, llena de alhajas en el cuello, las orejas y las manos, me dejó boquiabierto de admiración. Toda la noche los vejetes conocidos de monsieur Arnoux se le acercaban, le besaban la mano y la miraban con brillos codiciosos en los ojos. «
Quelle beauté exotique
»
!,
le oí decir a uno de esos excitados moscardones. Por fin pude sacarla a bailar.
Apretándola, le dije al oído que nunca había imaginado siquiera que podía estar alguna vez tan bella como en ese momento. Y que me desgarraba las entrañas pensar que, luego del baile, en su casa de Passy sería su marido y no yo quien la desnudaría y amaría. La beauté exotique se dejaba adorar con una sonrisita condescendiente, que remató con un comentario cruel: «Qué huachaferías me dices, Ricardito». Yo aspiraba la fragancia que manaba de toda ella y sentía tanto deseo de poseerla que apenas podía respirar.
¿De dónde sacaba dinero para esos vestidos y joyas? Aunque yo no era un experto en lujos, me daba cuenta de que, para lucir esos modelos exclusivos y para cambiar de vestuario de ese modo —cada vez que la veía estaba con un vestido nuevo y estrenando unos primorosos zapatitos—, se necesitaban más ingresos de los que podía tener un funcionario de la Unesco, por más que fuera el brazo derecho del Director. Se lo traté de sonsacar, preguntándole si, además de engañar de vez en cuando a monsieur Robert Arnoux conmigo, no lo engañaba también con algún millonario gracias al cual podía vestirse con modelos de las grandes tiendas y con joyas de las mil y una noches.
—Si sólo te tuviera como amante a ti, andaría como una pordiosera, pichiruchi —me respondió, y no bromeaba.
Pero inmediatamente me dio una explicación que parecía impecable, aunque yo estaba seguro de que era falsa. Los vestidos y las joyas que llevaba no eran comprados sino prestados por los grandes modistos de l'avenue Montaigne y los joyeros de la Place Vendôme, que, a manera de publicidad para sus creaciones, los hacían lucir por las damas
chic
que frecuentaban el gran mundo. De modo que gracias a sus relaciones sociales ella podía vestirse y adornarse como las elegantes de París. ¿O me creía yo que con el sueldito de un diplomático francés podía ella competir en lujos con las grandes damas de la Ciudad Luz? Algunas semanas después de aquel baile de l'Opéra recibí una llamada de la niña mala en la oficina de la Unesco.
—Robert tiene que acompañar a su jefe a Varsovia este fin de semana —me anunció—. ¡Te sacaste la lotería, niño bueno! Te puedo dedicar sábado y domingo a ti solito. A ver qué programa me preparas.
Dediqué horas a imaginar qué podía sorprenderla y divertirla, qué lugares curiosos de París no conocía, a estudiar qué espectáculos daban ese sábado y qué restaurante, bar o
bistrot
podía llamarle la atención por su originalidad o carácter secreto y exclusivo. Al final, después de barajar mil posibilidades y descartarlas todas, terminé eligiendo, para la mañana del sábado, si hacía buen tiempo, un paseo al cementerio de perros de Asniéres, situado en una islita de árboles frondosos en medio del do, y una cena en Chez Allard, de la rue de Saint André des Arts, en la misma mesa en la que yo había visto una noche a Pablo Neruda cenando con dos cucharas, una en cada mano. Para prestigiar el local a sus ojos, diría a la señora Arnoux que ése era el restaurante favorito del poeta y le inventaría el menú que ordenaba siempre. La idea de pasar una noche entera con ella, de hacerle el amor, gustar en mis labios el parpadeo de «su sexo de pestañas nocturnas» (un verso del poema
Material nupcial
, de Neruda, que yo le había recitado al oído la primera noche que pasamos juntos, en mi buhardilla del Hotel du Sénat), sentir que se dormía en mis brazos y despertar en la mañana del domingo con su cuerpecito tibio acurrucado contra el mío, me tuvo los tres o cuatro días que faltaban para el sábado en un estado en el que la ilusión, la alegría y el miedo a que algo frustrara el plan apenas me permitían concentrarme en el trabajo. El revisor de mis traducciones debió enmendarme la plana un par de veces.
Ese sábado fue esplendoroso. En mi flamante Dauphine, comprada hacía un mes, llevé a madame Arnoux a media mañana al cementerio de perros de Asniéres, que ella no conocía. Estuvimos más de una hora curioseando entre las tumbas —además de perros, había gatos, conejitos y loros enterrados allí— y leyendo los epitafios, sentidos, poéticos, risueños y absurdos con que los dueños habían despedido a sus animales queridos. Ella parecía de veras divertida. Sonreía, su mano abandonada en la mía, con sus ojos color miel oscura encendidos por el sol primaveral y los cabellos agitados por una brisa que corría con el río. Llevaba una blusa ligera, transparente, que dejaba ver la orilla de sus pechos, una casaca suelta que aleteaba con sus movimientos y unos botines de taco alto color ladrillo. Se quedó un buen rato contemplando la estatua al perro desconocido de la entrada y, con aire melancólico, lamentó tener una vida «tan complicada», si no, le hubiera gustado adoptar un cachorrito. Tomé nota, mentalmente: ése sería mi regalo el día de su cumpleaños, si conseguía averiguarlo.