Read Travesuras de la niña mala Online
Authors: Mario Vargas Llosa
Yo fui el último en enterarme, cuando ya Lily y Lucy habían misteriosamente desaparecido, sin despedirse de Marirosa ni de nadie —«tascando el freno de la vergüenza», sentenciaría mi tía Alberta—, y cuando el sibilino rumor se había extendido por toda la pista de baile y levantado en vilo al centenar de chicos y chicas que, olvidados de la orquesta, de sus enamorados y enamoradas, de tirar plan, se secreteaban, se repetían, se alarmaban, se exaltaban, abriendo unos ojazos que bullían de maledicencia: «¿Sabes? ¿Te enteraste? ¿Has oído? ¡Qué te parece! ¿Te das cuenta? ¿Te imaginas, te imaginas?». «¡No son chilenas! ¡No, no lo eran! ¡Puro cuento! ¡Ni chilenas ni sabían nada de Chile! ¡Mintieron! ¡Engañaron! ¡Se inventaron todo! ¡La tía de Marirosa les fregó el pastel! ¡Qué bandidas, qué bandidas»!
Eran peruanitas, nomás. ¡Pobres! ¡Pobrecitas! La tía Adriana, recién llegadita de Santiago, debió llevarse la sorpresa de su vida al oírlas hablar con aquel acento que a nosotros nos engañaba tan bien pero que ella identificó de inmediato como una impostura. Qué mal debieron sentirse las chilenitas cuando la tía de la gordita pufi, adivinando la farsa, comenzó a preguntarles sobre su familia santiaguina, el barrio donde vivían en Santiago, el colegio en el que habían estudiado en Santiago, sobre su parentela y las amistades de su familia en Santiago, haciendo pasar a Lucy y Lily el trago más amargo de su corta vida, ensañándose con ellas hasta que, despedidas de la sala, hechas unas ruinas, espiritual y físicamente demolidas, pudo proclamar ante sus parientes y amistades y la estupefacta Marirosa: «¡Qué chilenitas ni ocho cuartos! ¡Esas niñas no han pisado jamás Santiago y son tan chilenas como yo tibetana»!.
Aquel último día del verano de 1950 —yo acababa de cumplir quince años también— comenzó para mí la vida de verdad, la que divorcia los castillos en el aire, los espejismos y las fábulas, de la cruda realidad.
La historia completa de las falsas chilenitas no la supe con exactitud, ni la supo nadie salvo ellas, pero sí escuché las conjeturas, chismes, fantasías y supuestas revelaciones que, como una estela rumorosa, persiguieron largo tiempo a las chilenitas de a mentiras, cuando éstas dejaron de existir —una manera de decirlo—, porque nunca más fueron invitadas a las fiestas, ni a los juegos, ni a los tes, ni a las reuniones del barrio. Las malas lenguas decían que, aunque las chicas decentes del Barrio Alegre y de Miraflores ya no las frecuentaban, y les volteaban la cara si se las cruzaban por la calle, los chicos, los muchachos, los hombres, sí las buscaban, a escondidas, como se busca a las huachafitas —ay ¿qué otra cosa eran Lily y Lucy sino dos huachafitas de algún barrio como Breña o El Porvenir que, para ocultar su procedencia, se habían hecho pasar por extranjeras a fin de colarse entre la gente decente de Miraflores?—, para tirar plan con ellas, para hacerles esas cosas que sólo las cholitas y las huachafitas se dejan hacer.
Después, me imagino, unos y otros se fueron olvidando de Lily y de Lucy, porque otras personas, otros asuntos vinieron a reemplazar esa aventura del último verano de nuestra infancia. Pero, yo no. Yo no las olvidé, sobre todo a Lily. Y aunque hayan corrido tantos años, y Miraflores haya cambiado tanto, y lo mismo las costumbres, y se eclipsaran barreras y prejuicios que antes se exhibían con insolencia y ahora se disimulan, yo la guardé en la memoria, y vuelvo a veces a evocarla, a oír la risa traviesa y la mirada burlona de sus ojos color miel oscura, a verla cimbreándose como una caña a los compases de los mambos. Y sigo pensando que, a pesar de haber vivido ya tantos veranos, aquél fue el más fabuloso de todos.
El México Lindo estaba en la esquina de la rue des Canettes y la rue Guisarde, a un paso de la place Saint Sulpice, y en mi primer año de París, en que pasé apuros de dinero, muchas noches fui a apostarme a la puerta falsa de ese restaurante, a esperar a que Paúl se apareciera con un paquetito de tamales, tortillas, carnitas o enchiladas, que yo me iba a despachar en mi buhardilla del Hotel du Sénat antes de que se enfriaran.
Paúl había entrado a trabajar en el México Lindo como pinche de cocina, y al poco tiempo, gracias a sus habilidades culinarias, fue ascendido a ayudante del
chef
y cuando lo dejó todo para dedicarse en cuerpo y alma a la revolución ya era cocinero titular del establecimiento.
En esos comienzos de los años sesenta París vivía la fiebre de la Revolución Cubana y pululaba de jóvenes venidos de los cinco continentes que, como Paúl, soñaban con repetir en sus países la gesta de Fidel Castro y sus barbudos y se preparaban para ello, en serio o en juego, en conspiraciones de café. Además de ganarse la vida en el México Lindo, cuando yo lo conocí, a los pocos días de mi llegada a París, Paúl tomaba unos cursos de Biología en la Sorbona, que abandonó también por la revolución.
Nos hicimos amigos en un cafecito del Barrio Latino, donde nos reuníamos un grupo de esos sudamericanos que Sebastián Salazar Bondy llamó en un libro de cuentos
Pobre gente de París
. Paúl, al enterarse de mis apuros, me propuso echarme una mano en lo concerniente a la comida, pues en el México Lindo ella sobraba. Que, a eso de las diez de la noche, me pasara por la puerta falsa y me ofrecería «un banquete gratis y caliente», algo que había hecho ya con otros compatriotas menesterosos. Debía de tener unos veinticuatro o veinticinco años a lo más, y era un barrilito con pies —muy, muy gordo—, simpático, amiguero y conversador. Andaba siempre con una gran sonrisa en la boca que le inflaba los cachetes. En el Perú había estudiado varios años de Medicina y pasó algún tiempo en la cárcel por ser uno de los organizadores de la célebre huelga de la Universidad de San Marcos del año 1952, cuando la dictadura del general Odría. Antes de llegar a París estuvo un par de años en Madrid, donde se casó con una chica de Burgos. Acababan de tener un hijo.
Vivía en el Marais, que, entonces, antes de que André Malraux, ministro de Cultura del general De Gaulle, emprendiera la gran limpieza y rehabilitación de las antiguas mansiones desvencijadas y arrebozadas de mugre de los siglos XVII y XVIII, era un barrio de artesanos, ebanistas, zapateros, sastres y judíos pobres, y gran número de estudiantes y artistas insolventes. Además de esos rápidos encuentros en la puerta de servicio del México Lindo, solíamos reunirnos también, al mediodía, en La Petite Source del Carrefour del Odeón o en la terraza de Le Cluny, en la esquina de Saint Michel y Saint Germain, para tomar un café y contarnos nuestras andanzas. Las mías consistían exclusivamente en múltiples gestiones para conseguir un trabajo, algo nada fácil, pues mi título de abogado de una universidad peruana no impresionaba a nadie en París, ni tampoco que me desenvolviera bastante bien en inglés y francés. Y las de él, en los preparativos de la revolución que hacía del Perú la segunda República Socialista de América Latina. Un día en que de improviso me preguntó si me interesaría ir con una beca a Cuba a recibir instrucción militar, le dije a Paúl que, aunque tenía toda la simpatía del mundo por él, la política no me interesaba lo más mínimo; más, la detestaba, y todas mis ilusiones se cifraban —perdón por la mediocridad pequeñoburguesa, compadre— en conseguir un trabajito estable que me permitiera pasar sin pena ni gloria el resto de mis días en París. Le dije también que no se le ocurriera contar me nada de sus conspiraciones, no quería vivir con la angustia de que se me fuera a escapar alguna información que pudiera perjudicarlos a él y a sus compañeros. —No te preocupes. Tengo confianza en ti, Ricardo.
Me la tenía, en efecto, y tanta que no me hizo caso. Me contaba todo lo que hacía y hasta las complicaciones más íntimas de los preparativos revolucionarios. Paúl pertenecía al Movimiento de Izquierda Revolucionaria, MIR, fundado por Luis de la Puente Uceda, un disidente del Partido Aprista. El gobierno cubano había concedido al MIR un centenar de becas para que muchachas y muchachos peruanos recibieran entrenamiento guerrillero. Eran los años de la confrontación entre Pekín y Moscú y en ese momento parecía que Cuba se inclinaría por la línea maoísta, aunque luego, por razones prácticas, terminó aliándose con los soviéticos. Los becarios, debido al estricto bloqueo impuesto por Estados Unidos a la isla, tenían que pasar por París camino a su destino y Paúl se las veía negras para alojarlos en la escala parisina.
Yo le echaba una mano en esos trajines logísticos, ayudándolo a reservar cuartos en hotelitos misérrimos —«de árabes», decía Paúl— en los que embutíamos a los futuros guerrilleros de dos en dos, y a veces hasta de tres en tres, en un cuartito charcheroso o en una
chambre de bonne
de algún latinoamericano o francés dispuesto a poner su granito de arena para la causa de la revolución mundial. En mi buhardilla del Hotel du Sénat, de la rue Saint Sulpice, alojé alguna vez, a escondidas de madame Auclair, la administradora, a alguno de esos becarios.
Constituían una fauna muy variada. Muchos eran alumnos de Letras, Derecho, Economía, Ciencias y Educación de San Marcos, que habían militado en la Juventud Comunista o en otras organizaciones de izquierda, y, además de limeños, aparecían muchachos de provincias, e incluso algunos campesinos, indios de Puno, Cusco y Ayacucho, aturdidos por el salto de sus aldeas y comunidades andinas, donde habían sido reclutados vaya usted a saber cómo, a París. Lo miraban todo alelados. Por las pocas frases que cambiaba con ellos en el trayecto de Orly a su hotel, me daban a veces la impresión de no tener muy claro el tipo de beca que iban a disfrutar ni darse cuenta cabal de en qué consistía el entrenamiento que recibirían. No todos habían sido becados en el Perú. Algunos lo fueron en París, entre la variopinta masa de peruanos —estudiantes, artistas, aventureros, bohemiosque merodeaban por el Barrio Latino. Entre ellos, el más original resultó mi amigo Alfonso el Espiritista, enviado a Francia por una secta teosófica de Lima a seguir estudios de parapsicología y teosofía, a quien la elocuencia de Paúl arrebató a los espíritus e instaló en el mundo de la revolución. Era un muchacho blancón y tímido, que apenas abría la boca, y había en él algo descarnado e ido, de espíritu precoz. En nuestras conversaciones de mediodía en Le Cluny o La Petite Source yo le insinuaba a Paúl que muchos de esos becarios que el MIR mandaba a Cuba, y a veces a Corea del Norte o China Popular, aprovechaban la ocasión para hacer un poco de turismo, y que jamás subirían a los Andes o se sumirían en la Amazonia con un fusil al hombro y una mochila en la espalda.
—Todo está calculado, mi viejo —me respondía Paúl, posando de magister que tiene de su lado las leyes de la historia—. Si la mitad nos responde, la Revolución es pan comido.
Cierto, el MIR hacía las cosas con un poco de prisa, pero ¿cómo podía darse el lujo de dormirse? La historia, después de andar tantos años a paso de tortuga, de pronto, gracias a Cuba, se volvió un bólido. Había que actuar, aprendiendo, tropezando, levantándose. No estaban los tiempos para reclutar a los jóvenes guerrilleros haciéndoles pasar exámenes de conocimiento, pruebas físicas y tests psicológicos. Lo importante era sacar partido a esas cien becas antes de que Cuba las ofreciera a otros grupos —el Partido Comunista, el Frente de Liberación, los trotskistas— que competían por ser los primeros en poner en marcha la revolución peruana.
La mayoría de becarios que fui a recoger a Orly para llevarlos a los hotelitos y pensiones donde pasarían encerrados la escala de París, eran varones y muy jóvenes, algunos adolescentes. Un día descubrí que también había mujeres entre ellos.
—Recógelas y llévatelas a este hotelito de la rue Gay-Lussac —me pidió Paúl—. Camarada Ana, camarada Arlette y camarada Eufrasia. Trátalas bien.
Una regla sobre la que los becarios venían bien aleccionados era no dar a conocer sus verdaderos nombres. Incluso entre ellos sólo usaban sus apodos o nombres de guerra. Apenas aparecieron las tres chicas tuve la impresión de que a la camarada Arlette la había visto en alguna parte.
La camarada Ana era una morochita de ademanes vivos, algo mayor que las otras, y por las cosas que le oí aquella mañana y las dos o tres veces que la vi, debía de haber sido dirigente del sindicato de maestras. La camarada Eufrasia, una chinita de huesos frágiles, parecía quinceañera. Venía muerta de fatiga porque en el largo viaje no había pegado los ojos y vomitó un par de veces por las turbulencias. La camarada Arlette tenía una silueta graciosa, una cintura delgadita, una piel pálida, y aunque vestía, como las otras, con gran sencillez —Faldas y chompas toscas, blusas de percala y unos zapatones sin taco y con pasadores de esos que venden en los mercados—, había en ella algo muy femenino en la manera como caminaba y se movía, y, sobre todo, en el modo de fruncir sus gruesos labios al hacer preguntas sobre las calles que el taxi atravesaba. En sus ojos oscuros, expresivos, titilaba algo ansioso contemplando los bulevares arbolados, los edificios simétricos y la muchedumbre de jóvenes de ambos sexos con bolsas, libros y cuadernos que merodeaban en las calles y
bistrots
de los alrededores de la Sorbona, mientras nos acercábamos a su hotelito de la rue Gay-Lussac. Les dieron un cuarto sin baño ni ventanas, con dos camas que debían compartir las tres. Al despedirme, les repetí las instrucciones de Paúl: no moverse de aquí hasta que él, en algún momento de la tarde, pasara a verlas y les explicara su plan de trabajo en París.
Estaba en la puerta del hotel, encendiendo un cigarrillo antes de partir, cuando me tocaron el hombro:
—Ese cuartito me da claustrofobia —me sonrió la camarada Arlette—. Y, además, una no llega todos los días a París, caramba.
Entonces, la reconocí. Había cambiado mucho, por supuesto, sobre todo su manera de hablar, pero seguía manando de toda ella esa picardía que yo recordaba muy bien, algo atrevido, espontáneo y provocador, que se traslucía en su postura desafiante, el pechito y la cara adelantados, un pie algo atrás, el culito en alto, y una mirada burlona que dejaba a su interlocutor sin saber si hablaba en serio o bromeando. Era menuda, de pies y manos pequeños y unos cabellos, ahora negros en vez de claros, sujetos con una cinta, que le llegaban a los hombros. Y aquella miel oscura en sus pupilas.
Advirtiéndole que lo que íbamos a hacer estaba terminantemente prohibido y que por esto el camarada Jean (Paúl) nos reñiría, la llevé a dar una vuelta por el Panteón, la Sorbona, el Odeón y el Luxemburgo y por fin —un dispendio para mi economía— a almorzar en L'Acropole, un restaurancito griego de la rue de l'Ancienne Comédie. En esas tres horas de conversación me contó, violando las reglas del secretismo revolucionario, que había estudiado Letras y Derecho en la Universidad Católica, que llevaba años militando en la clandestina Juventud Comunista y que, al igual que otros camaradas, se había pasado al MIR porque éste era un movimiento revolucionario de verdad y, aquél, un partido esclerotizado y anacrónico en los tiempos que corrían. Me decía esas cosas de manera algo mecánica, sin mucha convicción. Yo le conté mis trajines en busca de trabajo para poder quedarme en París y le dije que ahora tenía puestas todas mis esperanzas en un concurso para traductores de español, convocado por la Unesco, que pasaría al día siguiente.