Travesuras de la niña mala (28 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Travesuras de la niña mala
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—Vaya suerte de esa chica, inspirar un amor así —se rió mi vecina—. ¡Chapeau! Le pediré la receta. Simon tiene razón: te cae como anillo al dedo ese apodo que ella te ha puesto.

A la mañana siguiente pedí permiso en la Unesco para estar en el Hospital Cochin durante la pequeña operación. Esperé en un pasillo ófrico, de techos altísimos, por el que corría un viento helado y circulaban enfermeras, médicos, pacientes y, de rato en rato, enfermos tumbados en camillas con bombas de oxígeno o botellas de plasma suspendidas sobre sus cabezas. Había un cartelito de «Prohibido fumar», al que nadie parecía hacerle caso.

El doctor Pineau habló conmigo unos minutos, delante de Elena, mientras se quitaba los guantes de goma y se lavaba minuciosamente las manos con un jabón espumoso en un chorro de agua que despedía humo. Era un hombre bastante joven, seguro de sí mismo, que no usaba remilgos al hablar:

—Quedará perfectamente bien. Pero, eso sí, ya está usted al corriente de su estado. Tiene la vagina dañada, propensa a inflamarse y sangrar. También el recto está lastimado. Cualquier cosa puede irritarla y abrirle las heridas. Tendrá que controlarse, mi amigo. Hacer el amor con mucho cuidado y no muy seguido. Por lo menos estos dos primeros meses, le recomiendo contención. De preferencia, ni tocarla. Y, si no es posible, una delicadeza extremada. La señora ha sufrido una experiencia traumática. No fue una simple violación, sino, para que lo entienda, una verdadera masacre.

Estuve junto a la niña mala cuando la trajeron del quirófano a la gran sala común donde la tenían, en un espacio aislado por dos biombos. Era un local muy amplio, de paredes de piedra y techos cóncavos y oscuros que hacían pensar en nidos de murciélagos, de baldosas implacablemente limpias y un fuerte olor a desinfectante y a lejía, mal iluminado. Estaba mucho más pálida todavía, cadavérica y con los ojos entrecerrados. Al reconocerme, me estiró la mano. Cuando la tuve entre las mías, me pareció tan delgadita y pequeña como la de Yilal.

—Estoy bien —me dijo, con fuerza, antes de que le preguntara cómo se sentía—. El doctor que me operó era muy simpático. Y buen mozo.

La besé en los cabellos, en sus lindas orejitas.

—Espero que no te pusieras a coquetear con él. Tú eres muy capaz.

Me hizo presión con su mano y, casi al instante, se quedó dormida. Durmió toda la mañana y sólo al comienzo de la tarde se despertó, quejándose de dolor. Por instrucciones del médico, una enfermera vino a ponerle una inyección. Poco después apareció Elena, de guarda—polvo blanco, trayéndole una chompita. Se la puso sobre el camisón. La niña mala le preguntó por Yilal y sonrió cuando supo que el hijo de los Gravoski preguntaba todo el tiempo por ella. Estuve a su lado buena parte de la tarde y la acompañé mientras comía, en una pequeña bandeja de plástico: una sopita de verduras y una presa de pollo hervida con papas cocidas. Se llevaba las cucharadas a la boca sin ganas, sólo debido a mi insistencia.

—¿Sabes por qué se porta todo el mundo tan bien conmigo? —me dijo—. Por Elena. Enfermeras y médicos la adoran. Es de lo más popular en el hospital.

Poco después nos echaron a las visitas. Esa noche, donde los Gravoski, Elena me tenía noticias. Había hecho averiguaciones y consultado con el profesor Bourrichon. Éste le había sugerido una pequeña clínica privada, en Petit Clamart, no muy lejos de París, donde había enviado ya a algunos pacientes, víctimas de depresión y desequilibrios nerviosos debidos a maltratos, con buenos resultados. El director era un compañero de estudios suyo. Si queríamos, podía recomendarle el caso de la niña mala.

—No sabes cuánto te agradezco, Elena. Parece el lugar indicado. Procedamos, cuanto antes.

Elena y Simon se miraron. Estábamos tomando la consabida taza de café, después de cenar una tortilla, un poco de jamón y una ensalada, con un vaso de vino.

—Hay dos problemas —dijo Elena, incómoda—. El primero, ya lo sabes, es una clínica privada y será bastante cara.

—Tengo algunos ahorros y, si no alcanzan, pediré un préstamo. Y, si es necesario, venderé este piso. El dinero no es un problema, lo importante es que se cure. ¿Cuál es el otro?

—El pasaporte que presentó en el Hospital Cochin es falso —me explicó Elena, con una expresión y un tono de voz como si me pidiera disculpas—. He tenido que hacer malabares para que la administración no la denuncie a la policía. Pero ella tiene que dejar mañana el hospital y no volver a poner los pies allí, por desgracia. Y no descarto que, apenas salga, den el soplo a las autoridades.

—Esa dama no dejará nunca de asombrarme —exclamó Simon—. ¿Ustedes se dan cuenta lo mediocres que son nuestras vidas comparadas con la de ella?

—¿Eso de los papeles se podría arreglar? —me preguntó Elena—. Me imagino que será difícil, claro. No sé, podría ser un gran obstáculo en la clínica del doctor Zilacxy, de Petit Clamart. No la aceptarán si descubren que su situación en Francia es ilegal. Y hasta podrían denunciarla a la policía.

—No creo que nunca en su vida la niña mala haya tenido sus papeles en regla —dije yo—. Estoy segurísimo que no tiene un pasaporte, sino varios. Puede que alguno parezca menos falso que los otros. Le preguntaré.

—Terminaremos todos presos —lanzó una carcajada Simon—. A Elena le impedirán ejercer la medicina y a mí me echarán del Instituto Pasteur. Bueno, así empezaremos por fin a vivir la verdadera vida. Terminamos riéndonos los tres y esa risa compartida con mis dos amigos me hizo bien. Fue la primera noche en los últimos cuatro días que dormí de corrido hasta que sonó el despertador. Al día siguiente, al volver de la Unesco, encontré a la niña mala instalada en mi cama, con el ramo de flores que yo le había enviado puesto en un jarrón con agua, en el velador. Se sentía mejor, sin dolores. Elena la había traído del Hospital Cochin y ayudado a subir, pero luego regresó a su trabajo. La acompañaba Yilal, muy contento con la recién llegada. Cuando el niño partió, la niña mala me habló, en voz baja, como si el hijo de los Gravoski todavía pudiera oírla:

—Diles a Simon y a Elena que vengan a tomar el café aquí, esta vez.

Después que acuesten a Yilal. Te ayudaré a prepararlo. Quiero agradecerles todo lo que Elena ha hecho por mí.

No dejé que se levantara a ayudarme. Preparé el café y poco después tocaron la puerta los Gravoski. Llevé a la niña mala, cargada —no pesaba nada, acaso tanto como Yilal—, a sentarse con nosotros en la salita y la cubrí con una manta. Entonces, sin siquiera saludarlos, ella, con los ojos radiantes, les soltó la noticia:

—No se caigan muertos de la impresión, por favor. Esta tarde, después que Elena nos dejó solos, Yilal me abrazó y me dijo en español, clarito: «Te quiere mucho, niña mala». Dijo «quiere», no quiero.

Y, para que no quedara la menor duda de que nos decía la verdad, hizo algo que yo no había visto hacer desde mis tiempos de alumno del Colegio Champagnat, en Miraflores: se llevó los dedos en cruz a la boca y los besó a la vez que decía: «Les juro, me lo dijo tal cual, con todas las letras».

Elena se echó a llorar y, mientras derramaba esos lagrimones, se reía, abrazada a la niña mala. ¿Había dicho Yilal algo más? No. Cuando trató de iniciar con él una conversación, el niño volvió a su mutismo y a responderle en francés valiéndose de su pequeña pizarra. Pero, esa frase, pronunciada con la misma vocecita de hilo que ella recordaba del teléfono, demostraba de una vez por todas que Yilal no era mudo. Durante un buen rato no hablamos de otra cosa. Tomamos el café, y Simon, Elena y yo bebimos un vaso de un whisky malteado que yo tenía en mi aparador desde tiempo inmemorial. Los Gravoski fijaron la estrategia a seguir. Ni ellos ni yo debíamos darnos por enterados. Como el niño había tomado la iniciativa de dirigirse a la niña mala, ésta, de la manera más natural, sin hacer presión alguna sobre él, trataría de entablar de nuevo un diálogo, haciéndole preguntas, dirigiéndose a él sin mirarlo, de manera distraída, evitando a toda costa que Yilal fuera a sentirse vigilado o sometido a una prueba.

Luego, Elena le habló a la niña mala de la clínica del doctor Zilacxy, en Petit Clamart. Era más bien pequeña, en un parque cuidado y lleno de árboles, y el director, amigo y compañero de estudios del profesor Bourrichon, psicólogo y psiquiatra prestigioso, especializado en tratar pacientes que sufrían depresiones y trastornos nerviosos resultantes de accidentes, maltratos o traumas diversos, así como anorexia, alcoholismo y drogadicción. Las conclusiones del examen eran terminantes. La niña mala necesitaba aislarse por un tiempo en un lugar apropiado, de descanso absoluto, donde, a la vez que seguía un tratamiento dietético y de ejercicios que le devolviera las fuerzas, recibiera apoyo psicológico que la ayudara a borrar las reverberaciones en su mente de aquella horrible experiencia.

—Quiere decir que estoy loca? —preguntó.

—Siempre lo estuviste —asentí yo—.

Pero, ahora, además, estás anémica y deprimida, y eso te lo pueden curar en esa clínica. Loca de remate vas a seguir hasta el fin de tus días, si eso es lo que te preocupa.

No me festejó, pero, aunque algo reticente, se rindió ante mi insistencia y aceptó que Elena pidiera una cita al director de la clínica de Petit Clamart. Nuestra vecina nos acompañaría. Cuando los Gravoski partieron, la niña mala me miró acongojada y llena de reproches:

—¿Y quién me va a pagar esa clínica, a mí, si sabes muy bien que no tengo dónde caerme muerta?

—Quién va a ser sino el cacaseno de costumbre —le dije, acomodándole las almohadas—. Tú eres mi mantis religiosa, ¿no lo sabías? Un insecto hembra que devora al macho mientras él le hace el amor. Él muere feliz, por lo visto. Mi caso, exactamente. No te preocupes por la plata. ¿No sabes que soy rico?

Se prendió de uno de mis brazos con las dos manos.

—No eres rico, sino un pobre pichiruchi —dijo, furiosa—. Si lo fueras, no me hubiera ido ni a Cuba, ni a Londres ni a Japón. Me hubiera quedado contigo desde aquella vez, cuando me hiciste conocer París y me llevabas a esos restaurantes horribles, para mendigos. Siempre te he estado dejando por unos ricos que resultaron unas basuras. Y así he terminado, hecha un desastre. ¿Estás contento que lo reconozca? ¿Te gusta oírlo? ¿Haces todo esto para demostrarme lo superior que eres a todos ellos, lo que me perdí contigo? ¿Por qué lo haces, se puede saber?

—Por qué va a ser, niña mala. Tal vez quiero ganar indulgencias e irme al cielo. También pudiera ser que esté enamorado de ti, todavía. Y, ahora, basta de adivinanzas. A dormir. El profesor Bourrichon dice que, hasta que estés repuesta del todo, debes tratar de dormir ocho horas diarias por lo menos.

Dos días después terminó mi contrato temporal con la Unesco y pude dedicarme a cuidarla todo el día. En el Hospital Cochin le habían prescrito una dieta a base de verduras, pescados y carnes hervidas, frutas y menestras, y prohibido el alcohol, incluso el vino, así como el café y todos los aderezos picantes. Debía hacer ejercicios y caminar cuando menos una hora al día. En las mañanas, luego del desayuno —yo iba a comprar mediaslunas recién salidas del horno a una panadería de la École Militaire—, dábamos un paseo, tomados del brazo, al pie de la Tour Eiffel, por el Champs de Mars, y, a veces, si el tiempo lo permitía y ella estaba con ánimos, nos alejábamos por los muelles del Sena hasta la place de la Concorde. Yo dejaba que ella dirigiera la conversación, evitando, eso sí, que me hablara de Fukuda o del episodio de Lagos. No siempre era posible. Entonces, si ella se empecinaba en tocar el tema, me limitaba a escuchar lo que quería contarme, sin hacerle preguntas. Por las cosas que, de tanto en tanto, insinuaba en esos semimonólogos, deduje que su captura, en Nigeria, había tenido lugar el día que ella partía del país. Pero su historia, deshilachada, siempre transcurría en una especie de nebulosa. Había pasado ya la aduana del aeropuerto y estaba en la cola de pasajeros, dirigiéndose al avión. Un par de policías la sacaron de allí, de buenas maneras; su actitud cambió por completo apenas la subieron a una camioneta con los vidrios pintados de negro y, sobre todo, cuando la bajaron en un edificio maloliente, donde había calabozos con rejas y olía a excremento y a orines.

—Yo creo que no me descubrieron, esa policía no era capaz de descubrir nada —decía, una y otra vez—. Me denunciaron. Pero ¿quién, quién? A veces, pienso que el propio Fukuda. Pero ¿por qué lo hubiera hecho? No tiene pies ni cabeza, ¿no es cierto?

—Qué importa eso ahora. Ya pasó. Olvídalo, entiérralo. No te hace bien torturarte con esos recuerdos. Lo único que importa es que has sobrevivido y que pronto estarás completamente curada. Y que nunca te volverás a meter en esos enredos en que has perdido media vida.

Al cuarto día, un jueves, Elena nos dijo que el doctor Zilacxy, director de la clínica de Petit Clamart, nos recibiría el lunes al mediodía. El profesor Bourrichon había hablado con él por teléfono y le había pasado todos los resultados del examen médico de la niña mala, así como sus prescripciones y consejos. El viernes, fui a hablar con el señor Charnés, que me había hecho llamar por la secretaria de la agencia de traductores e intérpretes que dirigía. Me ofreció un contrato de trabajo de dos semanas, en Helsinki, bien pagado. Lo acepté. Cuando regresé a la casa, apenas abrí la puerta, oí voces y risitas en el dormitorio. Permanecí quieto, con la puerta entreabierta, escuchando. Hablaban en francés y una de las voces era la de la niña mala. La otra, delgadita, chillona, un poco vacilante, sólo podía ser la de Yilal. Se me mojaron las manos, de golpe. Permanecí extático. No alcancé a entender lo que decían, pero estaban jugando a algo, tal vez a las damas, tal vez al Yan-Ken-Po, y, a juzgar por las risitas, la pasaban muy bien. No me habían oído entrar. Cerré la puerta de calle despacio y avancé has ta el dormitorio, exclamando en voz alta, en francés:

—Apuesto a que juegan a las damas y que gana la niña mala.

Hubo un instantáneo silencio y cuando di un paso más y entré al dormitorio vi que tenían desplegado el tablero de damas en medio de la cama y que estaban sentados en las dos orillas opuestas, ambos inclinados sobre las fichas. La figurita de Yilal me miraba con los ojos relampagueando de orgullo. Y entonces, abriendo mucho la boca, dijo en francés:

—¡Gana Yilal!

—Me gana siempre, no hay derecho —aplaudió la niña mala—. Este niñito es un campeón.

—A ver, a ver, quiero ser juez de este partido —dije yo, dejándome caer en una esquina de la cama y escrutando el tablero—. Trataba de fingir la más absoluta naturalidad, como si nada extraordinario estuviera pasando, pero apenas podía respirar.

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