Read Tratado de ateología Online
Authors: Michel Onfray
Toda teocracia que remite al modelo de un universo de ficción atemporal y no-espacial aspira, en el tiempo de una historia concreta y en la geografía de un espacio inmanente, a la reproducción según el modo tomado del arquetipo conceptual. Pues los planos de la ciudad de los hombres están archivados en la ciudad de Dios. La Idea platónica, tan parecida a Dios, sin fecha de nacimiento, ni muerte prevista, sin ninguna afectación, ni temporal, ni entrópica, sin falla y perfecta genera la fábula de una sociedad cerrada, también provista de los atributos del Concepto.
La democracia vive de movimientos, cambios, disposiciones contractuales, tiempos fluidos, dinámicas permanentes y juegos dialécticos. Se crea a sí misma, se anima, cambia, se metamorfosea y se construye frente a una voluntad que surge de fuerzas vivas. Recurre al uso de la razón, al diálogo de las partes, a los actos comunicacionales y a la diplomacia como también a la negociación. La teocracia funciona a la inversa: nace, vive y goza de la inmovilidad, de la muerte y de lo irracional. La teocracia es la enemiga más temible de la democracia, en el pasado en París, antes de 1789, hace poco en Teherán, en 1978, y hoy cada vez que Al-Qaeda recurre a las armas.
El fascismo intranquiliza siempre a un puñado de historiadores contemporáneos, nunca de acuerdo para ponerse de acuerdo sobre una definición categórica y terminante. ¿Era fascista Pétain? Nacionalista y patriota, dicen algunos, pero Vichy propone una extrema derecha francesa, aunque no por eso es necesariamente fascista, concluyen... Discusiones bizantinas: existieron numerosos fascismos en el siglo XX, cada uno con su particularidad. Podríamos bautizar, por otra parte, los últimos cien años como
el siglo de los fascismos.
Pardo y rojo en Europa o en Asia; caqui en América del Sur. Pero también verde, lo que olvidamos a menudo.
Pues la caída del sha de Irán en 1978 y la asunción de todos los poderes por el ayatolá Jomeini tiempo después, junto con ciento ochenta mil mulás, fundaron un verdadero fascismo musulmán, aún vigente un cuarto de siglo después, con la bendición de Occidente, silencioso y olvidadizo. Lejos de significar la emergencia de la
espiritualidad política
que les falta a los occidentales, como creyó falsamente Michel Foucault en octubre de 1978, la revolución iraní dio a luz un fascismo islámico inaugural en la historia de esa religión.
Lo sabemos, Foucault no advirtió lo que estaba ocurriendo. No sólo porque declaró en el
Corriere della Sera
del 26 de noviembre de 1978, «no habrá partido de Jomeini, no habrá gobierno Jomeini» —cuatro meses después, los hechos le demostraron de modo cruel que estaba equivocado—, sino porque identificó al «gobierno islámico con la primera gran insurrección contra los sistemas planetarios, la forma más moderna de la rebelión», sin tomar en consideración, ni una sola vez, la posibilidad de una gubernamentalidad inspirada por la
charla...
¿Qué sabía Foucault, realmente, del Corán y del Islam?
Más que cualquier otro, él, que mientras escribía los artículos para el diario italiano sobre la revolución iraní, ya había reflexionado sobre el encierro, la locura, la prisión, la homosexualidad y la sinrazón, debería haber sabido que un gobierno islámico activaba en esencia todo lo que él combatía: la discriminación sexual, el encarcelamiento de los marginales, la eliminación de las diferencias, el método de las confesiones, el sistema carcelario, la disciplina del cuerpo, el biopoder generalizado, el modelo panóptico, la sociedad punitiva, etc. Bastaba con leer el Corán y conocer los
hadit
—las dos fuentes de la
chana
— para saber que un gobierno islámico, lejos de significar el retorno de lo espiritual en política, marcaba el ingreso del islam en la política posmoderna, lo cual, basado en el principio teocrático, daba origen a un fascismo islámico que no llegó a comprender el hábil filósofo de la microfísica del poder.
Los políticos que teorizan sobre el poder dejan, por lo general, obras áridas, concisas, que apuntan a lo esencial y condensan ya sea su programa o su balance. Richelieu y su
Testamento político,
Lenin cuando escribió
El Estado y la revolución,
el general De Gaulle al publicar
El filo de la espada,
Mussolini con
La doctrina fascista,
y Hitler, con su demasiado célebre
Mi lucha,
etc. En ellas, encontramos una teoría de la legitimidad monárquica, un manual de marxismo-leninismo al estilo bolchevique, un tratado de polemología moderna, un manual de fascismo y una doctrina racial nacionalsocialista.
Después de su muerte, el ayatolá Jomeini dejó un testamento político espiritual que teoriza el famoso gobierno islámico que entusiasmó intelectualmente a Michel Foucault durante los primeros días de la revolución iraní. El dignatario chiíta puso en palabras, de manera simple, incluso sumaria, el programa político de una república islámica: ¿cómo, con el Corán y los
hadit
del Profeta, basándose en la
chana,
es posible gobernar los espíritus, los cuerpos y las almas según los principios de la religión musulmana? Breviario de teocracia islámica, breviario indiscutiblemente fascista.
La teocracia musulmana —como cualquier otra— presupone el fin de la separación entre creencia privada y práctica pública. Lo religioso brota del fuero interno y abarca todas las esferas de la vida social. Ya no se mantiene una relación directa con Dios, para sí, bajo el registro de la intimidad mística, sino un vínculo indirecto, mediatizado por la comunidad política y situado en el plano de la gubernamentalidad del otro. Supone el fin de lo religioso para sí y el comienzo de la religión para el otro.
A partir de ese momento la religión se convierte en un asunto de Estado. No de la comunidad reducida o del grupo limitado, sino de toda la sociedad. El totalitarismo impone esa ampliación de lo político a toda la esfera humana. El Estado se pone al servicio de una idea —racial, fascista, islámica, cristiana, etc.—, y la familia, el trabajo, la alcoba, la escuela, el cuartel, el hospital, el diario, los libros, la amistad, el ocio, las lecturas, la sexualidad, los tribunales, el estadio, la cultura, etc., transmiten la ideología dominante. De allí surge la familia islámica, el trabajo islámico, la alcoba islámica, la escuela islámica y
passim.
¿Cómo legitimar el uso totalitario e inmanente del Corán? Pretendiendo mantener una sola y única lectura legítima del libro santo. La selección de citas permite un islam a la carta, de amplio espectro. Hoy en día es posible invocar al Profeta y beber alcohol, comer cerdo, rechazar el velo, no aceptar la
chana,
apostar en las carreras de caballos, aficionarse al fútbol, adherir a los derechos del Hombre, alabar las Luces europeas, como pretenden los que desean modernizar la religión musulmana, vivir un islam laico, moderno, republicano y otras estupideces insostenibles.
Dentro de esa misma lógica incoherente, también se puede ser cristiano y no creer verdaderamente en Dios, reírse de las bulas papales, burlarse de los sacramentos, no aceptar los misterios de la eucaristía, anular los dogmas y desechar las enseñanzas conciliares. La teoría de la selección de citas permite hoy en día consagrarle un culto al significante, vaciándolo completamente de significado. De ahí en adelante, adoramos una cascara vacía, nos arrodillamos ante la nada..., uno de los signos del nihilismo de nuestra época.
En el otro extremo del espectro, encontramos lo inverso: el respeto fiel a las enseñanzas coránicas. De allí proviene la práctica de la poligamia, las conductas misóginas y falocráticas de la vida cotidiana, la negación de la cualidad existencial a toda persona que no sea musulmana, la justificación de la matanza de infieles —del monoteísta al ateo—, el respeto celoso a los rituales y obligaciones del creyente, la condena al uso de la razón, etcétera.
El Corán no permite la religión a la carta. Nada legitima que se desechen de un manotazo todos los suras que resulten molestos para una vida cómoda, burguesa e integrada en la posmodernidad. En cambio, nada prohíbe, incluso todo lo autoriza, una lectura cuidadosa que justifique los requerimientos que impone el texto sagrado: nadie está obligado a ser musulmán, pero quien se proclame como tal deberá adherir a la teoría, a las enseñanzas y practicarlas debidamente. Se trata de un principio puro y simple de coherencia. La teocracia islámica ilustra la máxima coherencia posible sobre ese tema.
Porque el Islam es arcaico en su estructura: contradice, punto por punto, todo lo que la filosofía de las Luces logró desde el siglo XVIII en Europa y que implica la condena de la superstición, la recusación de la intolerancia, la abolición de la censura, el rechazo de la tiranía, la oposición al absolutismo político, el fin de la religión del Estado, la proscripción del pensamiento mágico, la ampliación de la libertad de pensamiento y de expresión, la promulgación de la igualdad de derechos, la consideración de que la ley atañe a la inmanencia contractual, la voluntad de la felicidad social aquí y ahora, y la aspiración a la universalidad del reino de la razón. Otros tantos rechazos claramente expuestos a lo largo de los suras...
El ayatolá Jomeini presenta al imán como el
Corán ascendente,
literalmente, sin juego de palabras. Como tal, dispone de las mismas cualidades que el Papa, a saber, la infalibilidad. Además de guía espiritual, también es guía político. Como en su época el Führer, el Duce, el Caudillo, el
Conducator y
el Timonero, el dignatario musulmán dicta la ley:
lógica performativa.
Tiene el monopolio de la lectura correcta del libro sagrado, y sólo él está habilitado para seleccionar citas según su parecer, citas que justifican la teocracia integral.
Pues todo está en el Corán. Leerlo permite encontrar todas las respuestas a todas las preguntas posibles e imaginables. ¿El dinero? ¿El comercio? ¿La ley? ¿La justicia? ¿El derecho? ¿La educación? ¿La soberanía? ¿Las mujeres? ¿El divorcio? ¿La familia? ¿El buen régimen de gobierno? ¿La ecología? ¿La cultura? Nada se le escapa, todo se encuentra en él. Cada uno de los ministerios de gobierno occidental puede hallar material apropiado para conducir su acción. El jefe supremo dispone, pues, de un recurso supremo, el texto sagrado; su palabra se identifica con la ley y el derecho. Teoría del hombre providencial.
A ello hay que agregar la
lógica binaria
que enfrenta a amigos y enemigos. Guerra sin cuartel, sin consideración, ni delicadeza. Sin necesidad de ser meticuloso para saber con quién o en contra de quién se lucha. En la lógica de la revolución iraní, los enemigos son Estados Unidos, Israel, Occidente, la modernidad y las superpotencias. Nombres múltiples y declinados de la misma entidad: Satanás. El diablo, el demonio, el Príncipe del Mal. El fascismo procede de ese modo: designa al enemigo, lo sataniza al máximo con el propósito de azuzar a las tropas y alistarlas para el combate. Teoría del chivo emisario.
A continuación, como temática compartida por el fascismo y el islamismo, la pretensión de una
lógica pospolítica.
¿O sea? Ni derecha, ni izquierda, sino en otra parte, más allá o más arriba, en este caso: del lado de Dios. Así pues, nada que ver con la izquierda marxista, bolchevique, soviética en su momento, atea, materialista, comunista —¡Jomeini incluyó el comunismo de mujeres!—, nada que ver tampoco con la derecha estadounidense, consumista, gozosa, corrompida, mercantilista y capitalista. Ninguno de los dos sistemas tiene razón. Teoría del fin de la política.
Por ende, una
lógica trascendente:
Dios como resolución de las contradicciones. No obstante, esa síntesis conserva parcialmente los dos tiempos degradados: la izquierda recurre a un discurso de solidaridad con los más pobres y manifiesta en forma verbal una preocupación real y populista, para acabar de modo definitivo con la miseria del mundo; la derecha cuenta con el pequeño capitalismo privado y los bienes raíces. El conjunto dispone de una coherencia consolidada por Alá, responsable de la unión. Teoría del fin de la historia.
Por otra parte, fascismo e islamismo comulgan con una
lógica mística.
En las antípodas de la razón en la Historia, de encadenamientos racionales de causalidades o de toda dialéctica constructiva, el ayatolá decreta la ley de lo irracional. Lo colectivo requiere el sacrificio de lo individual. La individualidad debe perderse en la totalidad constituida de ese modo. Así recibe de su sacrificio una nueva identidad fusionada: la participación en el cuerpo místico de la sociedad, o sea, de la comunidad, es decir, de Dios. De ahí provendría el devenir (falsamente) divino de lo humano. Teoría del fin de la razón.
Dicha
lógica panteísta
de la comunidad implica la disolución del yo en la totalidad englobante. La fusión en el éter del cuerpo político justifica el martirio que permite al individuo no morir como tal, individual y subjetivamente, sino, por el contrario, realizar una transmutación de su ser que perdure en la comunidad mística de manera sublimada, puesto que es eterna, ahistórica y transhistórica. Así se justifican los kamikazes musulmanes. Teoría de la escatología existencial.
Asimismo, la teocracia islámica se fundamenta —como todo fascismo— en una
lógica hipermoral.
Dios gobierna la historia, su plan se inscribe en lo real y su designio se manifiesta en la permanencia. La subjetividad obedece a las órdenes de Alá, que exige la purificación ética del creyente: en consecuencia, el odio al cuerpo, a la carne, a la sexualidad libre, a los deseos, etc. La realización del orden moral como posibilidad de hipóstasis conduce al cielo místico. Y ello significa la condena del lujo, de la homosexualidad, del juego, de la droga, de las discotecas, del alcohol, de la prostitución, del cine, del perfume, de la lotería y otros vicios denunciados por el ayatolá. Teoría del ideal ascético.
Por último, fascismo e islamismo implican una
lógica de conscripción.
Nada ni nadie puede negarse a la convocatoria, lo que lleva a la movilización general de los engranajes de la maquinaria del Estado en su totalidad. Quedan paralizadas las instituciones, la prensa, las fuerzas armadas, el periodismo, la educación, la magistratura, la policía, los funcionarios, los intelectuales, los artistas, los científicos, los escritores, los oradores —
dixit
el texto...—, los investigadores... La competencia en el campo profesional pasa a segundo plano. ¿El primer plano? La fe, el fervor, la religiosidad y el celo en la práctica de la religión. Teoría de la militarización de la sociedad.