Tras el incierto Horizonte (21 page)

BOOK: Tras el incierto Horizonte
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Wan estalló.

—¡He llegado por este pasillo hasta donde alcances a ver! —presumió—. El mismo lugar donde están los libros se encuentra mucho más adentro, ¿te enteras? Sólo algunos están en los pasillos.

Lurvy miró en la dirección que Wan señalaba sin estar segura de entenderle. A una docena de metros o así, había un montón brillante de desperdicios, pero nada de libros. Paul, que estaba cortando cinta adhesiva para colgar del muro la cámara tan alta como pudiera, dijo:

—Qué pesado estás con los dichosos libros. ¿Quieres explicarme qué es lo que puede hacer un Heechee con
Moby Dick
o
Don Quijote?

Wan entonó con dignidad:

—Paul, eres idiota. Ésos no son más que los que me dan los Difuntos, no los libros de verdad. Los de verdad son ésos.

Janine le miró con curiosidad y avanzó unos pasos corredor adentro.

—¡No son libros! —gritó por encima del hombro.

—¡Claro que lo son! ¡Acabo de decírtelo!

—Que no, que no lo son. Míralo tú mismo.

Lurvy abrió la boca para pedirle que volviera; dudó y la siguió. El pasillo estaba vacío y Wan no parecía más agitado que de costumbre. Cuando estaba a medio camino del montón reluciente reconoció lo que veía, y se reunió rápidamente con Janine para coger uno.

—Wan —le dijo—, los he visto antes. Son molinetes de oraciones Heechees. Los hay a cientos en la Tierra.

—¡No! —se estaba enfadando—. ¿Por qué insistes en que miento?

—No digo que mientas, Wan.

Lo desenrolló entre las manos. Era como una cinta de plástico; se abría fácilmente, pero en cuanto su mano soltaba el extremo, se enrollaba de nuevo. Era el artefacto más corriente de la cultura Heechee, hallados a montones en los túneles abandonados de Venus, llevados de regreso a Pórtico después de cada misión exitosa. Nadie había sabido jamás qué hacían con ellos los Heechees, ni tampoco si el nombre que se les daba era el apropiado.

—Se les llama molinetes de oraciones, Wan.

—¡Que no! —chilló contrariado, llevándose uno y yendo en dirección a la intersección de pasillos—. No se usan para rezar. Se leen así.

Empezó a poner el rollo sobre uno de los salientes en forma de tulipán que había en las paredes; le echó un vistazo y lo tiró al suelo.

—Éste es uno de los malos —dijo mientras revolvía por entre los montones de molinetes que había por el suelo—. Espera. Sí. No es que éste sea de los buenos, pero al menos es de los que se pueden entender.

Lo deslizó dentro del tulipán, se produjo un súbito y débil crepitar, y el rollo y el tulipán desaparecieron. Una nube coloreada en forma de limón los envolvió, y tomó la forma de un libro cosido por el lomo, abierto por una página que mostraba líneas verticales de ideogramas. Una voz débil —¡humana!— empezó a declamar algo en un idioma de registros tonales agudos.

Lurvy no entendía las palabras, pero dos años en Pórtico la habían hecho cosmopolita. Carraspeó.

—¡Creo... creo... que es japonés! ¡Y eso de ahí parecen poesías Haiku! Wan, ¿qué es lo que hacen los Heechees con los libros japoneses?

Él le contestó con un tono de superioridad:

—Pues ésos no son los originales, Lurvy, sólo copias de otros libros. Los buenos son todos como ése. Tiny Jim dice que todos los libros y las cintas de los Difuntos, todos los Difuntos, incluso los que no están aquí ya, están ahí almacenados. Eso es lo que suelo leer.

—Dios mío —dijo Lurvy-—. ¡La de veces que los he tenido entre las manos sin saber qué hacer con ellos ni para qué servían!

Paul movió la cabeza pensativamente. Entró dentro de la resplandeciente imagen y sacó el molinete de oración fuera del tulipán. Salió con facilidad; la imagen se desvaneció y la voz quedó interrumpida a media sílaba. Volvió el molinete del revés entre sus manos.

—Me ha dejado pasmado —reconoció—. Todos los científicos del mundo han hecho alguna intentona. ¿Cómo demonios es que a nadie se le ocurrió lo que podían ser?

Wan se encogió de hombros. Ya no estaba enfadado: ahora disfrutaba con el triunfo de haberles demostrado a todos ellos que les superaba en conocimiento.

—A lo mejor es que también ellos son idiotas —espetó. Y luego, con más cuidado—: O tal vez es que sólo hayan encontrado los que no hay quien entienda... a excepción de los Primitivos, si es que alguna vez se han molestado en leerlos.

—¿Tienes alguno de ésos a mano, Wan? —preguntó Lurvy.

Él negó con petulancia.

—Nunca pierdo el tiempo con ésos —explicó—. Sin embargo, si no me crees...

Revolvió entre los montones, con una expresión que manifestaba a las claras que estaban perdiendo el tiempo en cosas que él ya había investigado previamente y que había catalogado como de nulo interés.

—Sí, creo que éste es uno de los desechables.

Cuando lo deslizó en el interior del tulipán, el holograma que brotó era brillante... y desconcertante. Era tan difícil de leer como el juego de colores de los controles que dirigían las naves Heechees. Más difícil incluso. Unas extrañas y oscilantes líneas que se mezclaban unas con otras, que se precipitaban en una cascada de colores y volvían a unirse. Si se trataba de un lenguaje escrito, estaba a tanta distancia del alfabeto occidental como lo estaba el cuneiforme. O tal vez más. Todos los alfabetos terrestres comparten algunas características, como mínimo, el hecho de representar símbolos dispuestos en una superficie plana. Esto, en cambio, parecía tener que percibirse en tres dimensiones. Y al mismo tiempo se oía algo así como el zumbido ininterrumpido de un mosquito, como el ruido de la telemetría captado erróneamente por una radio de bolsillo. En conjunto, desconcertante.

—No creí que fuera a gustaros —observó Wan con rencor.

—Apágalo, Wan —dijo Lurvy; y entonces añadió con energía—: Hemos de llevarnos tantos como podamos. Paul, quítate la camisa. Reúne tantos como puedas y llévatelos a la sala de los Difuntos. Y llévate también la cámara rota; dásela a la unidad de bioanálisis para ver si puede sacar alguna conclusión a partir de la sangre Heechee.

—¿Y qué vais a hacer vosotros —preguntó Paul. Pero mientras tanto, ya se había quitado la camisa y la estaba llenando con los resplandecientes «libros».

—Iremos a continuación. Adelántate, Paul. Wan, ¿puedes decirnos cuáles son los de cada tipo? Quiero decir, los que no te interesaban y los que sí.

—Por supuesto que puedo, Lurvy. Son mucho más antiguos, a veces están incluso un poco oscurecidos, como puedes ver.

—De acuerdo. Vosotros dos, quitaos también la ropa... la que necesitéis para hacer un hatillo. Venga, ya racionaremos otras cosas —dijo quitándose el mono.

Se quedó en sujetador y panties, haciendo nudos a las mangas y perneras de la prenda. Calculó que podrían meter dentro cincuenta o sesenta molinetes, y sumados a los que podrían llevarse en la túnica de Wan y el vestido de Janine, se llevarían más de la mitad de los objetos. Con eso bastaría. No había que ser avariciosos. De todas formas, había más en la Factoría Alimentaria, aunque se trataría sólo de los que Wan había llevado allí, lo que significaba que serían únicamente de los que él era capaz de entender.

—¿Hay descifradores en la Factoría Alimentaria, Wan?

—Claro, ¿cómo si no iba a llevarme los libros allí? —contestó.

Iba seleccionando de mala gana los molinetes, murmurando para sí mientras les pasaba los más viejos, los inservibles,
a Janine
y a Lurvy.

—Tengo frío —se quejó.

—Todos tenemos frío. Preferiría que llevaras puesto un sujetador, Janine —le dijo ceñuda a su hermana.

Janine contestó indignada:

—¿Sabes? No había planeado quitarme la ropa. Wan tiene razón, hace frío.

—Es sólo un momento. Date prisa, Wan, y tú también, Janine, a ver si podemos recoger rápido los libros de los Heechees.

Habían llenado prácticamente su mono, y Wan, muy digno con su falda escocesa, estaba empezando a meterlos en su túnica de mal humor. Sería posible incluso, observó Lurvy, meter una docena en la falda. Al fin y al cabo, debajo llevaba un slip. Pero de todas maneras, había suficientes. Paul se acababa de llevar, por lo menos, treinta o cuarenta. Su propio mono parecía contener unos setenta y cinco. Y, en todo caso, podían volver a por el resto si así lo decidían.

Lurvy no creía que fueran a tomar semejante decisión. Con aquéllos, sobraba. Fuera lo que fuera lo que el Paraíso Heechee les reservaba todavía, de momento tenían ya algo de incalculable valor. ¡Los molinetes de oraciones eran libros! Sabiendo eso, media batalla se había ganado; con la certidumbre de su parte, los científicos podrían, con toda seguridad, dar con la clave de su lectura. Si no conseguían hacerlo de buenas a primeras, siempre contaban con los descifradores de la Factoría Alimentaria. En el peor de los casos, podían leer cada molinete ante alguno de los monitores de Vera, codificar sonido e imagen y enviar toda la información a la Tierra. Tal vez consiguieran separar uno de los descifradores y llevárselo de vuelta a casa. Pues de vuelta iban, de pronto Lurvy se sintió segura. Si no encontraban la manera de mover de su sitio la Factoría Alimentaria, la abandonarían. Nadie podría reprochárselo. De haber necesidad, otros grupos podían seguir sus huellas, pero mientras... ¡Mientras tanto, los objetos llevados por ellos a la Tierra serían los más valiosos descubrimientos del asteroide Pórtico! Se les recompensaría en consonancia con tales hallazgos, sin duda alguna. Tenía incluso la palabra de honor de Robinette Broadhead. Por primera vez desde que abandonaran la Luna, sobre la ondulante llama de sus cohetes de despegue, Lurvy pensó en sí misma ya no como en una persona que está luchando por un premio, sino como en quien ya lo ha ganado... ¡Y qué contento iba a ponerse su padre!

—Ya es suficiente —dijo, ayudando a Janine a sujetar el desbordante saco de molinetes—. Y ahora, directos a la nave.

Janine apretó el torpe bulto contra sus pequeños pechos, y cogió algunos más con la mano que le quedaba libre.

—Lo dices como si nos fuéramos a ir a casa —dijo.

—A lo mejor —sonrió Lurvy—. Por supuesto que tendremos que decidirlo y votar. ¿Wan, qué pasa?

Wan estaba en el umbral de la puerta, con la túnica llena de molinetes debajo del brazo. Y parecía asustado.

—Nos hemos demorado demasiado —susurró, escudriñando corredor adelante—. Hay Primitivos junto al árbol de bayas.

—Oh, no.

Pero así era. Lurvy miró con cautela hacia el fondo del pasillo, y allí estaban, mirando la cámara que Paul había fijado al techo. Con dificultad, uno de ellos la alcanzó y la arrancó mientras ella miraba.

—Wan, ¿hay otra manera de llegar a resguardo?

—Sí, a través de los dorados, pero...

Su pituitaria trabajaba con denuedo.

—Creo que también allí hay unos cuantos. Puedo olerlos. ¡Y, sí, también puedo oírles!

Y era verdad. Lurvy podía oír un débil susurro de gruñidos agudos y gorjeos, que llegaban desde el lugar en que el corredor se doblaba en un recodo.

—No tenemos elección —dijo—. Sólo hay dos de ellos en el camino por el que vinimos. Les tomaremos por sorpresa y nos abriremos paso a la fuerza. ¡Vamos!

Sujetando todavía los molinetes, empujó a los otros dos delante de sí. Los Heechees podían ser fuertes, pero Wan había dicho que eran lentos. Con un poco de suerte...

Pero no la tuvieron. Al llegar a la intersección se dieron cuenta de que había más de dos, tal vez media docena o incluso más, de pie y observándoles desde las bocas de los pasillos.

—¡Paul! —le gritó a la cámara—. ¡Nos han cogido! Ve a la nave, y si no aparecemos...

No pudo decir más, porque los Primitivos se les echaron encima, ¡y eran condenadamente fuertes!

Les hicieron subir a empellones media docena de niveles, con un raptor a cada brazo, estólidamente hablando entre ellos mediante gorjeos, absolutamente indiferentes a cualquier cosa que ellos tres pudieran decir, y también a sus forcejeos. Wan no hablaba. Dejó que le empujaran a placer durante todo el recorrido, hasta que todos desembocaron en un espacio abierto en forma de huso, donde esperaba otra media docena de Primitivos, a cuyas espaldas una enorme máquina de brillo azulado aguardaba en silencio. ¿Practicaban los Heechees sacrificios? ¿Realizaban experimentos con sus prisioneros? ¿Acabarían ellos mismos como los propios Difuntos, llenos de obsesiones, divagando en espera del siguiente grupo de visitantes? Lurvy contempló aquel abanico de interesantísimas preguntas sin poder contestar a ninguna. No había llegado todavía a experimentar miedo. Sus sentimientos no se habían adecuado aún a la nueva situación, hacía demasiado poco que se había permitido experimentar la sensación del triunfo. El temor tendría que esperar.

Los Primitivos se comunicaron entre sí mediante gorjeos, gesticulaciones en dirección a los prisioneros, a los corredores, a la gran máquina silenciosa que parecía un tanque sin cañones. Era como una pesadilla. Lurvy no entendió ni una sola palabra, si bien la situación era más que clara. Tras unos minutos de charla desordenada los empujaron al interior de un cubículo en el que encontraron —¡sorprendentemente!— objetos más que familiares. Una vez cerrada la puerta, Lurvy deambuló entre ellos: había ropa, un juego de ajedrez, raciones de comida deshidratadas desde hacía mucho. En la punta de un zapato había un grueso rollo de billetes brasileños, más de un cuarto de millón, calculó. ¡No habían sido los primeros cautivos del lugar! Pero no había nada parecido a un arma entre aquellos desperdicios. Se volvió hacia Wan, quien temblaba palidísimo.

—¿Qué pasará? —quiso saber.

Él sacudió la cabeza como uno de los Primitivos. Era todo lo más que podía contestar.

—Mi padre —empezó, y tuvo que tragar saliva antes de poder continuar— ...Capturaron a mi padre una vez, sí, de veras, y le dejaron marchar. Pero me temo que ésa no es la regla general, porque mi padre me advirtió que no debía dejarme capturar jamás.

Janine intervino:

—Al menos Paul ha podido escapar. Tal vez... tal vez pueda conseguirnos ayuda.

Pero se detuvo sin esperar respuesta alguna. Cualquier respuesta esperanzada hubiera sido un alarde de fantasía, ya que a cualquier nave le llevaría cuatro años llegar hasta la Factoría Alimentaria. En caso de que recibieran ayuda, tardaría en llegar.

Empezó a escoger prendas de entre la ropa.

—Al menos podremos ponernos algo encima —dijo—. Ánimo, Wan, vístete.

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