Escuchó el informe, y Miles habló también de sus dudas.
—No descubro nada importante. Claro, trato con Jules La Rocca y con el tipo que me vendió los billetes falsos de veinte dólares, pero ambos son peces pequeños. Cuando hice preguntas a La Rocca… como por ejemplo, de dónde venía el permiso falsificado para conducir… se cerró y desconfió. No tengo más idea ahora que cuando empecé, de la gente importante que puede estar metida en el asunto, y no sé lo que pasa detrás del
Double Seven
.
—No lo puedes descubrir todo en un mes —dijo Juanita.
—Tal vez no haya nada que descubrir… por lo menos lo que Wainwright quiere.
—Tal vez no. Pero, en todo caso, no es culpa tuya. Además, es posible que hayas descubierto más de lo que crees. Está el dinero falsificado que me diste, el número del coche que condujiste…
—Que probablemente era robado.
—Que Sherlock Holmes Wainwright lo averigüe… —una idea cruzó la mente de Juanita—. ¿Y tu billete de avión? ¿El que te dieron para que volvieras?
—Lo he usado.
—Siempre hay una copia que se guarda.
—Tal vez… —Miles buscó en el bolsillo de la chaqueta; era el traje que había usado en el viaje a Louisville. El sobre del billete estaba allí, y la copia doblada dentro.
Juanita tomó ambas cosas.
—Quizás alguien entienda. Y recobraré los cuarenta dólares que pagaste por el dinero falso.
—Te ocupas mucho de mí.
—
¿Por qué no?
Alguien debe hacerlo.
Estela, que había estado visitando a una amiga en otro apartamento, entró.
—Hola —dijo— ¿vas a quedarte otra vez?
—Hoy no —dijo él—. Tengo que irme pronto.
Juanita preguntó bruscamente:
—¿Es necesario?
—No… pero pensé que…
—Entonces cenarás aquí. A Estela le gustará.
—Oh, qué bien —dijo Estela. Preguntó a Miles—: ¿Quieres leerme un cuento?
Cuando él dijo que iba a hacerlo, ella trajo un libro y se sentó feliz en su rodilla.
Después de cenar, antes de que Estela diera las buenas noches y fuera a acostarse, le leyó de nuevo.
—Eres una persona muy buena, Miles —dijo Juanita, saliendo del cuarto y cerrando la puerta tras ella. Mientras acostaba a Estela, él se levantó para irse, pero ella le hizo una seña:
—Quédate. Quiero decirte algo.
Como la vez anterior se sentaron juntos en el sofá de la sala. Juanita habló lentamente, eligiendo las palabras.
—La última vez, cuando te fuiste, lamenté las cosas duras que había pensado y dicho mientras estabas aquí. No hay que juzgar demasiado, pero eso es lo que hice. Sé que has sufrido en la cárcel. No he estado ahí, pero puedo adivinar cómo es, y nadie puede saber… a menos de estar allí… cómo son las cosas. En cuanto al hombre de quien hablaste, Karl, si fue bueno cuando los otros eran crueles… eso es lo único que importa.
Juanita se detuvo, meditó, y siguió:
—Para una mujer es difícil entender que dos hombres pueden amarse de la manera que has dicho, y hacer entre sí el amor. Pero hay mujeres que se quieren también de esa manera, al igual que los hombres y, tal vez, si se piensa, amar así es mejor que no amar a nadie, es mejor que el odio. Te ruego, pues, que olvides las palabras hirientes que te dije; sigue pensando en tu Karl, y reconoce que le has amado… —levantó los ojos y miró de frente a Miles—: Le querías, ¿verdad?
—Sí —dijo él en voz muy baja—. Le quería.
Juanita asintió.
—Es mejor que lo hayas dicho. Tal vez ahora ames a otros hombres. No lo sé. No entiendo estas cosas… pero sé que el amor es bueno, dondequiera que se encuentre.
—Gracias, Juanita —Miles vio que ella lloraba y sintió que su propia cara estaba llena de lágrimas.
Guardaron silencio largo tiempo, escuchando el zumbido del tráfico del sábado y las voces en la calle. Después empezaron a hablar, como amigos, más cerca que nunca. Hablaron, olvidando el tiempo, y donde estaban, hablaron hasta avanzada la noche, acerca de sí mismos, de sus experiencias, de las lecciones aprendidas, de los sueños que habían tenido alguna vez, de sus actuales esperanzas, de las metas que debían alcanzar. Hablaron hasta que el amodorramiento apagó sus voces. Después, siempre uno junto al otro, tomados de la mano, se abandonaron al sueño.
Miles se despertó primero. Su cuerpo estaba incómodo y acalambrado… pero había otra cosa que lo llenó de excitación.
Con suavidad despertó a Juanita y la condujo desde el sofá hasta la alfombra, donde colocó almohadones como almohadas. Tierna y amorosamente la desvistió, después se desvistió él; la besó, la abrazó y subió sobre ella confiado, avanzó con vigor hacia adelante, gloriosamente, adentro, mientras Juanita le abrazaba, le apretaba y gritaba con fuerza de dicha.
—¡Te quiero, Miles! ¡
Cariño mío
, te quiero!
Y él supo que, por intermedio de ella, había vuelto a recobrar su virilidad.
—Quiero hacerle dos preguntas —dijo Alex Vandervoort. Su tono era menos cortante que de costumbre; su mente estaba preocupada y un poco deslumbrada por lo que acababa de oír.
—Primero: ¿cómo, en nombre de Dios, ha conseguido toda esta información? Segundo: ¿hasta qué punto es verídica?
—Si no le molesta —dijo Vernon Jax— prefiero contestar en orden inverso.
Estaban en el despacho de Alex en la Casa Central del FMA al terminar la tarde. Afuera todo estaba tranquilo. La mayoría del personal del piso treinta y seis se había ido a su casa.
El detective privado que, hacía un mes, Alex había contratado para que realizara un estudio independiente sobre la Supranational Corporation —un «trabajito de entrometido» como ambos habían dicho— permanecía tranquilamente sentado, leyendo un periódico de la tarde, mientras Alex estudiaba el informe de setenta páginas que incluía un apéndice de documentos fotocopiados, que Jax había traído personalmente.
Hoy, si fuera posible, Vernon Jax parecía de aspecto más insignificante que la última vez. El traje azul brillante que llevaba podría haber sido donado al Ejército de Salvación… y rechazado… Los calcetines colgaban sobre los tobillos, y los zapatos estaban más descuidados que antes. El poco pelo que le quedaba sobre la cabeza calva se enderezaba en desorden, como mechas engomadas y sucias. De todos modos era evidente que, lo que faltaba a Jax en elegancia, era compensado por su habilidad como espía.
—En cuanto a la confianza que merecen estas informaciones —dijo—, si me pregunta usted si los hechos que he anotado, en su forma actual, pueden usarse como prueba ante un tribunal, le diré que no. Pero me alegro de decir que la información es auténtica, y no he incluido nada que por lo menos no haya sido controlado en dos buenas fuentes, en algunos casos en tres. Otra cosa: mi reputación por llegar a la verdad es mi mayor mérito en mi trabajo. Tengo buena fama. Y pienso conservarla.
«Bueno, ¿cómo lo consigo? La gente para la que trabajo en general me hace esa pregunta, y supongo que tiene usted derecho a una explicación, aunque retendré algunas cosas que caen bajo lo que denomino «secretos del oficio» y «fuentes protectoras».
»He trabajado durante veinte años para el Departamento del Tesoro de los Estados Unidos, casi ininterrumpidamente, como investigador, y he mantenido frescos los contactos, no sólo allí sino en otras partes. No muchos lo saben, míster Vandervoort, pero una de las maneras en las que trabajan los detectives es vendiendo informes confidenciales y, en mi trabajo, nunca se sabe cuándo uno puede necesitar de alguien o cuándo van a necesitarnos. Uno ayuda a alguien esta semana y, tarde o temprano, tropezaremos con él. También de esta manera se crean deudas y créditos, y hay pagos… en informes y detalles… por ambas partes. De manera que, cuando usted me contrató, yo no sólo le vendí mi sabiduría financiera… que pienso que es bastante buena, sino una red de contactos. Algunos de éstos le sorprenderían.
—Ya he recibido hoy todas las sorpresas necesarias —dijo Alex. Tocó el informe que tenía ante sí.
—De todos modos —dijo Jax— es así como he conseguido buena parte de lo que hay ahí. Lo demás ha sido habilidad, paciencia y saber debajo de qué rocas hay que mirar.
—Comprendo.
—Hay otra cosa que quiero aclarar, míster Vandervoort, y creo que lo considerará usted orgullo personal. He visto que usted me ha examinado las dos veces que nos hemos visto, y que no ha apreciado bastante lo que veía. Bueno, yo prefiero que la gente me vea de esta manera, porque un hombre insignificante e inofensivo es poco probable que sea notado o tomado en serio por las personas que él está investigando. También da resultado a la inversa, porque la gente con la que hablo no cree que yo sea importante, y bajan la guardia. Si yo tuviera un aspecto como el suyo, desconfiarían. Ése es el motivo, pero también le diré una cosa: el día que me invite usted a la boda de su hija, me presentaré tan bien trajeado como el mejor.
—Si alguna vez tengo una hija —dijo Alex— lo recordaré.
Cuando Jax partió, volvió a estudiar de nuevo el sorprendente informe. Era, pensaba, un fraude con las más graves implicaciones para el First Mercantile American. El poderoso edificio de la Supranational Corporation, la SuNatCo, estaba tambaleándose y a punto de caer.
Lewis D'Orsey, recordó Alex, había hablado de rumores sobre «grandes pérdidas que no se han informado… audaces prácticas de contabilidad entre las subsidiarias… el Gran George Quartermain que andaba detrás de una especie de subsidio gubernamental del tipo del de la Lockheed»… Vernon Jax había confirmado todo esto y había descubierto mucho, mucho más.
Era demasiado tarde para hacer nada ese mismo día, decidió Alex. Tenía toda la noche por delante para meditar cómo debía usar la información.
La cara normalmente colorada de Jerome Patterton adquirió un rojo todavía más profundo. Protestó:
—¡Caramba! ¡Lo que usted pide es ridículo!
—No pido —la voz de Alex Vandervoort estaba tensa por la rabia que se había ido acumulando desde la noche anterior—. Le digo:
hágalo
.
—Pedir… decir… ¿cuál es la diferencia? Usted quiere que yo realice una acción arbitraria sin motivo sustancial.
—Más adelante le daré un montón de motivos. Poderosos.
Estaban en las oficinas de la presidencia, donde Alex había estado esperando a Patterton esa mañana.
—El mercado de la bolsa de Nueva York se ha abierto hace cincuenta minutos —previno Alex—. Hemos perdido ese tiempo y estamos perdiendo más. Porque usted es el único que puede dar la orden al departamento de depósitos para que venda todas las acciones que tenemos de la Supranational.
—¡No lo haré! —Patterton elevó la voz—. Además, ¿qué demonios significa todo esto? ¿Quién se cree usted que es? Se ha presentado aquí como una tromba, ha empezado a dar órdenes…
Alex miró sobre el hombro. La puerta del despacho estaba abierta. Fue a cerrarla y volvió a su sitio.
—Le diré quién soy yo, Jerome. Soy el tipo que le previno a usted, y previno también a la Dirección, contra un compromiso amplio con la SuNatCo. Luché para que el departamento de grandes depósitos no comprara las acciones… y nadie, incluido usted… quiso escucharme. Ahora la Supranational se viene abajo… —Alex se inclinó sobre el escritorio y golpeó con fuerza con el puño. Su cara y sus ojos, que ardían, estaban cerca de los de Patterton—. ¿Entiende? ¡La Supranational puede arrastrarnos en su ruina!
Patterton quedó conmovido. Se dejó caer pesadamente en el asiento detrás del escritorio.
—Pero ¿
está
realmente en dificultades la SuNatCo? ¿Está usted
seguro
?
—Si no lo estuviera, ¿cree usted que habría venido aquí y me comportaría de esta manera? ¿No comprende que le estoy dando la oportunidad de salvar algo de lo que, de todos modos, será catastrófico? —Alex señaló su reloj de pulsera.— Ha pasado una hora desde la apertura del mercado. ¡Jerome, tome el teléfono y dé la orden!
Los músculos que rodeaban la cara del presidente del banco se retorcieron, nerviosos. No era un hombre fuerte ni decidido, y reaccionaba ante las situaciones, no las creaba. Una fuerte influencia, como la de Alex en este momento, con frecuencia le hacía vacilar.
—Por Dios y por usted, Alex, espero que sepa usted lo que está haciendo… —Patterton agarró uno de los dos teléfonos que tenía sobre el escritorio, vaciló, después dijo:
—Comuníqueme con Mitchell en Depósitos… No, esperaré… ¿Mitch? Habla Jerome. Escuche con atención. Quiero que dé una orden de venta inmediata de todas las acciones que tenemos de la Supranational. Sí,
venda
. Todas las acciones —Patterton escuchó, después dijo, con impaciencia—: Sí, ya sé el efecto que producirá en el mercado, y ya sé que el precio ha bajado. He visto la cotización de ayer. Arriesgaremos la pérdida. Pero venda… Sí, ya sé que es irregular… —sus ojos buscaron el apoyo de Alex. La mano que sostenía el teléfono tembló mientras decía—. No hay tiempo para hacer reuniones. Hágalo. No pierda… —Patterton hizo una mueca, mientras escuchaba—. Sí, acepto la responsabilidad.
Cuando cortó la comunicación, Patterton se sirvió un vaso de agua y lo bebió. Dijo a Alex:
—Ya ha oído lo que he dicho. El mercado ya ha bajado. Nuestra venta lo deprimirá más. Vamos a recibir una buena.
—Está usted equivocado —corrigió Alex—. Nuestros depositarios… la gente
que confía
en nosotros… serán los que recibirán el castigo. Y sería peor si hubiéramos esperado. Todavía no hemos salido del bosque. Dentro de una semana esas ventas pueden ser anuladas.
—¿Anuladas? ¿Por qué?
—El Servicio Secreto podrá decir que teníamos conocimientos internos que debíamos haber informado, y que hubieran detenido el tráfico de esas acciones.
—¿Qué clase de conocimientos?
—Que la Supranational está al borde de la bancarrota.
—¡Jesús! —Patterton se levantó del escritorio y dio unos pasos. Murmuró para sí:
—¡La SuNatCo! ¡Dios me valga, la SuNatCo! —volviéndose hacia Alex preguntó—: ¿Y nuestro préstamo de
cincuenta millones
?
—He averiguado. Casi toda la extensión del crédito ha sido retirado.
—¿Y el balance compensatorio?
—Ha bajado a menos de un millón.
Hubo un silencio en el cual Patterton respiró profundamente.
—Dijo usted que tenía motivos poderosos. Evidentemente usted sabe algo. Es mejor que me lo diga.