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Authors: Arthur Hailey

Tags: #Intriga

Traficantes de dinero (48 page)

BOOK: Traficantes de dinero
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—Desde que fue usted condenado y enviado a la cárcel —declaró Wainwright— no hemos vuelto a saber nada de usted.

Miles hizo una mueca.

—Es un acuerdo lateral.

—Exacto. Pero recuerde esto: es usted quien ha venido aquí. Yo no he ido a buscarlo. Cuál es su respuesta… ¿sí o no?

—Si usted estuviera en mi lugar… ¿cuál sería?

—No soy usted, y es poco probable que tenga jamás sus problemas. Pero le diré cómo veo la cosa. En su situación, no tiene usted muchas posibilidades.

Por un momento el antiguo humor y buen genio de Miles relampagueó.

—Cara, pierdo; cruz, pierdo. Creo que estoy en la bolsa del perdedor. Quiero preguntarle algo más.

—¿Qué?

—Si todo da resultado, si consigo… si usted consigue, las pruebas que necesita… ¿me ayudará después a conseguir un puesto en el FMA?

—No se lo puedo prometer. Ya le he dicho que no soy yo quien ha escrito las reglas.

—Pero tiene usted influencia para ampliarlas.

Wainwright meditó antes de responder. Pensó: si llegaba el caso podía ir a ver a Alex Vandervoort y presentar el caso en favor de Eastin. El éxito valdría la pena. Dijo en voz alta:

—Lo intentaré. Pero es
todo
lo que le prometo.

—Es usted un hombre duro —dijo Miles Eastin—. Está bien. Lo haré.

Discutieron la cuestión del intermediario.

—A partir de hoy —previno Wainwright— usted y yo no volveremos a vernos. Es demasiado peligroso, cualquiera de los dos podría ser vigilado. Necesitamos a alguien que sirva de contacto para los mensajes… y para el dinero… entre ambas partes; alguien en quien los dos podamos confiar totalmente.

Miles dijo lentamente:

—Juanita Núñez. Si ella quiere hacerlo.

Wainwright pareció incrédulo.

—¿La cajera a quien usted…?

—Sí. Pero me ha perdonado —había una mezcla de exaltación y excitación en su voz—. Fui a verla y… ¡que Dios la bendiga… me ha perdonado!

—¡Que me cuelguen!

—Pídaselo usted —dijo Miles Eastin—. No hay ningún motivo para que consienta. Pero creo… creo, nada más, que seguramente aceptará.

Capítulo
5

¿Hasta qué punto era exacto el presentimiento de Lewis D'Orsey acerca de la Supranational Corporation? ¿Hasta qué punto era sólida la Supranational? La cosa preocupaba continuamente a Alex Vandervoort.

El sábado por la noche Alex y Lewis habían hablado de la SuNatCo. En lo que faltaba del fin de semana Alex meditó sobre las recomendaciones del «D'Orsey Newsletter» de vender las acciones de la Supranational a cualquier precio que pagara el mercado, y las dudas de Lewis acerca de la solidez del grupo.

Todo el asunto era excesivamente importante, incluso vital, para el banco. Pero, como Alex bien comprendía, era una situación delicada en la que debía actuar con cautela.

En primer lugar, la Supranational era ahora un cliente importante y cualquier cliente se sentiría justamente indignado si sus propios banqueros hacían circular rumores adversos acerca de él, especialmente si eran falsos. Y Alex no se hacía ilusiones: una vez que empezara a hacer preguntas en gran escala, éstas y su fuente serían comentadas y la cosa marcharía rápido.

Pero ¿eran falsos los rumores? Evidentemente —como había reconocido Lewis D'Orsey— no se basaban en nada concreto. Pero tampoco habían tenido en qué basarse los rumores sobre quiebras tan espectaculares como la de la Perm Central, la Equity Funding, el Franklin National Bank, el Security National Bank, el U. S. National Bank of San Diego, el American Bank y Trust y otros. Y también estaba la Lockheed, que todavía no había quebrado, aunque estaba cerca, y se hallaba en el aire, sostenida por un adelanto del gobierno de los Estados Unidos. Alex recordaba con inquietante claridad la referencia de Lewis D'Orsey al presidente de la SuNatCo, Quartermain, que, según Lewis, buscaba en Washington una especie de préstamo similar al de la Lockheed… excepto que Lewis había usado la palabra «subsidio», lo que no estaba tan lejos de la verdad.

Era posible, naturalmente, que la Supranational sufriera meramente de una escasez temporal de dinero líquido, cosa que ocurría a veces con las mejores compañías. Alex esperaba que esto —o algo menos grave— fuera la verdad. De todos modos, como funcionario del FMA no podía permanecer sentado y esperar. Cincuenta millones de dólares del dinero del banco habían sido otorgados a la SuNatCo; además, utilizando fondos que era tarea del banco salvaguardar, el departamento de depósitos había invertido fuertemente en acciones de la Supranational, hecho que todavía estremecía a Alex cuando lo recordaba.

Decidió que lo primero que correspondía hacer en justicia era informar a Roscoe Heyward.

El lunes por la mañana se dirigió desde su despacho, por el alfombrado corredor del piso treinta y seis, al despacho de Heyward. Llevaba consigo el último número del «D'Orsey Newsletter», que Lewis le había dado el sábado por la noche.

Heyward no estaba allí. Con un amistoso saludo de cabeza a la secretaria principal, mistress Callaghan, Alex entró y puso directamente el periódico sobre el escritorio de Heyward. Ya había marcado el comentario sobre la Supranational, y dejó prendida una nota que decía:

«
Roscoe: Creo que debe usted ver esto
».

Después Alex volvió a su despacho.

Media hora después se presentó Heyward como una tromba, con la cara enfurecida. Arrojó el periódico.

—¿Es usted quien ha puesto sobre mi escritorio este asqueante insulto contra la inteligencia?

Alex señaló la nota que había dejado.

—Creo que sí.

—¡Entonces hágame el favor de no mandarme más basura escrita por ese ignorante pretencioso!

—¡Oh, vamos! No cabe duda de que Lewis D'Orsey es pretencioso, y me desagrada en parte lo que escribe, lo mismo que a usted. Pero no es un ignorante, y algunos de sus puntos de vista merecen ser tomados en cuenta.

—Ésa será su opinión, en todo caso. No la de otros. Sugiero que lea esto —y Heyward arrojó una revista abierta sobre el periódico.

Alex miró, sorprendido ante la vehemencia del otro.

—Ya lo he leído.

La revista era el «Forbes», y el artículo de dos páginas un violento ataque contra Lewis D'Orsey. A Alex el artículo le había parecido largo en rencor y breve en cuanto a los hechos. Pero señalaba algo que él ya sabía: los ataque al «D'Orsey Newsletter» por la prensa financiera establecida eran frecuentes. Alex señaló:

—El «Wall Street Journal» dijo algo similar hace un año.

—Entonces me sorprende que no acepte usted el hecho de que D'Orsey no tiene preparación ni conocimientos para ser consejero de inversiones. En cierto modo lamento que su mujer trabaje con nosotros.

Alex dijo cortante:

—Edwina y Lewis D'Orsey tienen a gala mantener separadas sus ocupaciones, como seguramente usted ya sabe. En cuanto a la preparación, debo recordarle que muchos expertos cargados de títulos no han servido para prever nada en las finanzas. Y Lewis D'Orsey lo ha previsto, con mucha frecuencia.

—No en lo referente a la Supranational.

—¿Sigue usted convencido de que la SuNatCo es sólida?

Alex hizo la última pregunta con tranquilidad, no por antagonismo, sino buscando información. Pero el efecto en Roscoe Heyward fue casi de un explosivo. Los ojos de Heyward lanzaron chispas desde sus lentes sin aro y en su cara congestionada surgió un rojo aún más profundo.

—¡Estoy seguro de que nada le gustaría a usted más que ver un tropiezo de la SuNatCo y, por lo tanto, mío!

—No, no es ese…

—¡Déjeme terminar! —Los músculos faciales de Heyward se torcieron a medida que fluía su rabia—. Hace tiempo que vengo observando sus pequeñas intrigas y su manera de provocar dudas, como cuando ha hecho correr esta basura… —señaló el «D'Orsey Newsletter»— y ahora debo decirle que termine con eso y que desista. La Supranational fue, es y será una compañía sana, progresista, con elevadas ganancias y muy buena dirección. Conseguir a la SuNatCo… por mucha envidia personal que usted tenga… ha sido obra mía. Y es asunto mío. Y ahora le prevengo: no se meta en esto.

Heyward giró sobre sus talones y salió.

Durante varios minutos Alex Vandervoort permaneció en silencio, pensativo, meditando sobre lo que había ocurrido. El estallido le había dejado atónito. En los dos años y medio que conocía y había trabajado con Roscoe Heyward, entre los dos había habido desacuerdos, y ocasionalmente se había revelado su mutua antipatía. Pero nunca había perdido Heyward el control de esta manera.

Alex creyó comprender el motivo. Debajo del ruido, Roscoe Heyward estaba preocupado. Cuanto más pensaba en la cosa más convencido se sentía.

Antes, Alex había estado personalmente preocupado con la Supranational. Ahora se planteaba el interrogante: ¿estaba también Heyward preocupado con la SuNatCo? Si así era… ¿qué iba a pasar?

Mientras meditaba, algo se agitó en su recuerdo. Un fragmento de una conversación reciente. Alex apretó un botón del intercomunicador y dijo a su secretaria:

—Vea si puede localizar a miss Bracken.

Pasaron quince minutos antes que la voz de Margot dijera, alegre:

—Esto tiene que ser importante. Me has sacado del tribunal.

—Confía en mí, Bracken —y no perdió tiempo—. En esa historia de la tienda de la que hablaste el sábado… dijiste que habías empleado a un detective privado.

—Sí. Vernon Jax.

—Creo que Lewis le conocía, o sabía algo de él.

—Así es.

—Y Lewis añadió que era un hombre capaz y que trabajaba para el Servicio Secreto.

—También estaba enterada. Tal vez se deba a que Vernon tiene un título en ciencias económicas.

Alex añadió la información a unas notas que ya había tomado.

—¿Es discreto Jax? ¿Se puede confiar en él?

—Totalmente.

—¿Dónde puedo dar con él?

—Yo lo buscaré. Dime cuándo y dónde quieres verle.

—En mi despacho, Bracken. Hoy, sin falta.

Alex estudió al hombre descuidado, medio calvo, indescriptible, sentado frente a él en la zona de conferencias de su despacho. Era mediada la tarde.

Jax, calculó Alex, tendría cincuenta y tantos años. Parecía un almacenero de pueblo, no demasiado próspero. Sus zapatos estaban gastados y tenía una mancha de comida en la chaqueta. Alex ya estaba enterado de que Jax había sido detective del Servicio Secreto antes de establecerse privadamente.

—Me dicen que tiene usted un título en ciencias económicas —dijo Alex.

El otro se encogió de hombros, con desdén.

—Escuela nocturna. Ya sabe usted cómo es eso. El tiempo de que se dispone… —su voz se arrastró, dejando incompleta la explicación.

—¿Y trabajos de contaduría? ¿Sabe usted algo de eso?

—Algo. Estudio ahora mismo para examinarme.

—Escuela nocturna, supongo —Alex empezaba a ponerse a la par.

—Ajá… —una pálida sonrisa fantasma.

—Míster Jax… —empezó Alex.

—Casi todo el mundo me llama Vernon.

—Vernon, estoy pensando en encargarle una investigación. Requiere una discreción total y la rapidez es esencial. ¿Ha oído hablar de la Supranational Corporation?

—Claro.

—Quiero una investigación financiera de esa compañía. Pero tendrá que ser… me temo que no haya otra palabra… una tarea de entrometido.

Jax sonrió de nuevo.

—Míster Vandervoort —esta vez su tono era más decidido—, ése es precisamente mi oficio.

Se pusieron de acuerdo en que sería necesario un mes de trabajo, aunque Alex recibiría un informe entretanto, si era necesario. El secreto respecto al papel investigador del banco sería guardado. El pago del detective iba a ser de 15 000 dólares, además de los gastos razonables, la mitad pagaderos inmediatamente, el resto cuando entregara el informe final. Alex efectuaría el pago por intermedio de los fondos de operaciones del FMA. Comprendió que, más adelante, debería justificar el gasto, pero ya se preocuparía de eso cuando llegara el momento.

Al fin de la tarde, cuando Jax se había ido, telefoneó a Margot.

—¿Le has contratado?

—Sí.

—¿Te ha impresionado?

Alex decidió jugar el juego.

—De verdad, no.

Margot rió suavemente.

—Te impresionará. Ya vas a ver.

Pero Alex esperaba que no fuera así. Esperaba ardientemente que el instinto de Lewis D'Orsey estuviera equivocado, que Vernon Jax no descubriera nada, y que los rumores adversos contra la Supranational demostrasen ser nada más que rumores.

Aquella noche Alex hizo una de sus visitas periódicas a Celia en el Remedial Center. Ahora temía más que nunca las visitas; siempre se retiraba profundamente impresionado, pero seguía visitándola por un sentimiento de deber. ¿O era porque se sentía culpable? No podía estar seguro.

Como de costumbre fue acompañado por una enfermera hasta el cuarto privado que ocupaba Celia en la institución. Cuando la enfermera se fue, Alex se sentó a hablar en una charla tonta, una especie de monólogo sobre cualquier cosa que se le ocurría, aunque Celia no daba señales de escuchar, y ni siquiera parecía percibir su presencia. En una ocasión había hablado una especie de trabalenguas, para ver si la expresión inmutable de ella cambiaba, pero no había sido así. Después se había sentido avergonzado y no había vuelto a repetirlo.

De todos modos, en aquellas visitas a Celia, había tomado la costumbre de charlar sin ton ni son, apenas atento a lo que decía, mientras la mitad de su mente vagaba por otra parte. Esta noche, entre otras cosas dijo:

—La gente tiene toda clase de problemas hoy en día, Celia; problemas en los que nadie hubiera pensado hace algunos años. Junto con cada cosa que la humanidad descubre o inventa, se presentan docenas de interrogantes y decisiones que nunca debimos tomar antes. Pongamos, por ejemplo, los abrelatas eléctricos. Si se tiene uno… y yo lo tengo en mi apartamento… está el problema de dónde enchufarlo, cuándo usarlo, cómo limpiarlo, qué hacer con él cuando se avería. Son problemas que nadie tendría si no hubiera abrelatas eléctricos y, después de todo, ¿quién los necesita? Hablando de problemas, tengo varios en estos momentos… personales y en el banco. Hoy se ha presentado uno grande. En cierto modo tú estás aquí mejor.

Alex se interrumpió comprendiendo que, si no hablaba un trabalenguas, por lo menos estaba diciendo tonterías. Nadie estaba aquí mejor, en este trágico crepúsculo de semivida.

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