El motivo del miedo de Miles era muy simple. Podía adivinar la amplitud de los negocios de Ominsky y conocía lo absoluto de su poder.
Una vez Miles había visto un programa de televisión en donde se le hacía a Ralph Salerno, un experto norteamericano del crimen, la siguiente pregunta: «Si usted tuviera que vivir ilegalmente, ¿qué clase de criminal sería?» y el experto había contestado en el acto: «Un tiburón prestamista». Lo que Miles sabía, por sus contactos en la cárcel y por lo que había adivinado antes, confirmaba este punto de vista.
Un tiburón prestamista, como el ruso Ominsky, era un banquero que cosechaba un sorprendente beneficio con un riesgo mínimo, ocupándose de préstamos grandes y pequeños, sin ser molestado por las leyes. Los clientes iban a él; él rara vez los buscaba, o necesitaba buscarlos. No alquilaba una vivienda costosa, y hacía los negocios en un coche, en un bar… o durante el almuerzo, como ahora. Sus libros de cuentas eran muy simples, generalmente en clave, y las transacciones —generalmente al contado— no dejaban huellas. Las pérdidas por deudas no pagadas eran menores. No pagaba impuestos federales, estatales, ni municipales. Su promedio de interés era normalmente del 100 por ciento y a veces más elevado.
En cualquier momento dado, adivinaba Miles, Ominsky podía tener por lo menos dos millones de dólares «en la calle». Algo provendría del propio dinero del tiburón, el resto era dinero que invertían en él los jefes del crimen organizado, para quienes obtenía un jugoso beneficio, cobrando una comisión. Era normal que una inversión inicial de 100 000 dólares en préstamos del tiburón, formara en cinco años una pirámide de un millón y medio… un 1400 por ciento de ganancia. Ningún otro negocio en el mundo se le podía igualar.
Tampoco los clientes de un tiburón eran «gentuza». Con sorprendente frecuencia, grandes nombres y reputados hombres de negocios pedían prestado a los tiburones, cuando estaban exhaustas otras fuentes de crédito. A veces, en lugar de pago, un tiburón prestamista se convertía en socio —o propietario— del negocio de otro. Como los tiburones marinos, la mordedura de los prestamistas era amplia.
Los gastos principales de un tiburón prestamista eran para forzar a los clientes, y se las arreglaba para que fueran mínimos, sabía que los cuerpos hospitalizados y los miembros rotos producen muy poco, o ningún dinero; y sabía, también, que su mayor aliado era el miedo.
Con todo, el miedo necesitaba una base de realidad; por lo tanto, cuando uno de los pedigüeños estaba en falta, el castigo por matones alquilados era rápido y salvaje.
En cuanto a los riesgos que corre un tiburón prestamista, son muy leves comparados con los de otras formas del crimen. Pocos tiburones del préstamo han sido jamás procesados, y menos aún condenados. La falta de pruebas era el motivo principal. Los clientes de un tiburón se callaban la boca, en parte por miedo, en parte, por vergüenza de haber necesitado sus servicios. Y los que eran castigados físicamente nunca hacían una denuncia, sabiendo que, si la hacían, volverían a ser castigados.
Por lo tanto Miles permaneció allí, temeroso, mientras Ominsky terminaba su
sole
.
Inesperadamente, el tiburón dijo:
—¿Puede usted llevar libros?
—¿Llevar libros? Claro, cuando trabajaba en el banco…
Le hicieron callar con un gesto; unos ojos fríos, duros, le estudiaron.
—Tal vez pueda usted servirme en algo. Necesito un tenedor de libros en el
Double Seven
.
—¿En el club? —Era una novedad para Miles que Ominsky fuera dueño o dirigiera el club. Añadió:
—He estado hoy allí antes de…
El otro le interrumpió de golpe.
—Cuando yo hablo quédate quieto y escucha; responde a las preguntas cuando te las haga. La Rocca dice que buscas trabajo. Si te doy trabajo, todo lo que ganes será para pagar el préstamo y el interés. En otras palabras,
me
perteneces. Quiero que esto quede en claro.
—Sí, míster Ominsky —el alivio invadió a Miles. Después de todo iban a darle tiempo. Y cómo y por qué, era importante.
—Comerás tus comidas en un cuarto —dijo el ruso Ominsky— y te prevengo: no metas los dedos en la masa. Si alguna vez descubro que lo has hecho, desearás volver a robar al banco, y no haberme robado a mí.
Miles se estremeció instintivamente, menos por la preocupación de robar —cosa que no pensaba hacer— sino al comprender lo que Ominsky era capaz de hacer si alguna vez descubría que se había introducido un Judas en su campo.
—Jules te acompañará y te mostrará dónde debes estar. También se te dirán otras cosas. Eso es todo —Ominsky despidió a Miles con un gesto e hizo una seña a La Rocca, que había estado observando desde el bar. Mientras Miles esperaba en la puerta del restaurante, los otros dos conferenciaron, el tiburón dio instrucciones y La Rocca asintió.
Jules La Rocca volvió junto a Miles.
—Tienes suerte, muchacho. Vamos.
Cuando se fueron, Ominsky empezó a comer el postre, mientras otra figura que había estado esperando se deslizaba en el asiento que tenía enfrente.
El cuarto en el
Double Seven
quedaba en el piso más alto del edificio, y era poco más que un cubículo miserablemente amueblado. A Miles no le importaba. Representaba un frágil comienzo, una posibilidad de rehacer su vida y recobrar algo de lo que había perdido, aunque sabía que la cosa iba a necesitar tiempo, que iba a correr graves riesgos y que necesitaba empuje. Por el momento procuraba no pensar demasiado en su doble papel, y se concentraba en hacerse útil y en ser aceptado, como le había indicado Nolan Wainwright.
Primero aprendió la geografía del club. La mayor parte de la planta baja —fuera del bar donde había entrado en el primer momento— estaba ocupada por un gimnasio y unas canchas de juego a la pelota. En el primer piso había cuartos para baños de vapor y salas para masajes. En el segundo había oficinas; y también otros cuartos, cuyo uso comprendió más adelante. El tercer piso, más reducido que los otros, contenía algunos cubículos como el de Miles, donde a veces dormían los miembros del club.
Miles se metió fácilmente en el trabajo de tenedor de libros. Era bueno para la tarea, descubriendo alguna rémora y mejorando anotaciones que habían sido hechas al descuido. Sugirió al agente del club hacer una ficha de control más eficiente, aunque tuvo cuidado de no parecer que quería beneficiarse con los cambios.
El gerente, un expromotor de boxeo de nombre Nathanson, para quien el trabajo de oficina no era fácil, le quedó agradecido. Todavía apreció más cuando Miles propuso hacer otros quehaceres en el club, como reorganizar los archivos y los inventarios. Nathanson, en agradecimiento, permitió a Miles visitar las canchas de pelota en las horas libres, lo que le proporcionaba una oportunidad más para conocer nuevos miembros.
El club, compuesto totalmente de hombres, dentro de lo que Miles podía ver, se dividía en términos generales en dos grupos.
Uno estaba representado por los que seriamente aprovechaban las facilidades deportivas del club, incluso los baños turcos y las salas de masajes. Aquellas personas iban y venían individualmente, pocos parecían conocerse entre sí, y Miles adivinó que eran jornaleros o empleados menores, que venían al
Double Seven
simplemente para mantenerse en forma. Sospechaba que el primer grupo representaba una tapadera muy buena para el segundo, que generalmente no utilizaba las facilidades atléticas, como no fuera, alguna vez, los baños turcos.
Los del segundo grupo se reunían generalmente en el bar o en el cuarto de arriba, en el segundo piso. Su número aumentaba considerablemente por la noche, cuando los que iban a hacer ejercicios raras veces usaban el club. Era evidente para Miles que este segundo elemento era el que Nolan Wainwright había tenido en la mente cuando descubrió el
Double Seven
como un «punto de reunión».
Otra cosa que Miles descubrió rápidamente era que los cuartos de arriba se usaban para juegos ilegales de cartas, por altas sumas, y también para juegos de dados. Tras haber trabajado una semana, algunos de los frecuentadores nocturnos llegaron a conocerle, y se sentían tranquilos ante él, ya que Jules La Rocca les había asegurado que él era «muy bien, un tipo que sabe aguantar».
Poco después y continuando con su política de hacerse útil, Miles empezó a ayudar cuando había que servir bebidas y sándwiches en el piso segundo. La primera vez que lo hizo, uno de la media docena de toscos individuos que estaban fuera de los cuartos de juego, y que evidentemente eran guardias, le sacó la bandeja y la llevó personalmente. Pero a la noche siguiente y en las posteriores, se le permitió pasar a las salas donde se jugaba. Miles también se hizo útil bajando a comprar cigarrillos y trayéndolos para quien los necesitara, incluidos los guardias.
Comprendió que empezaba a hacerse simpático.
Uno de los motivos era su buena voluntad general. Otro, que algo de su antigua alegría y buena disposición estaban volviendo, pese a los problemas y peligros de estar donde estaba. Y otro motivo era que Jules La Rocca, que parecía estar bordeando todas las cosas, se había convertido en el padrino de Miles, aunque, a veces, hacía que Miles se sintiera como un artista de
varieté
.
Era el conocimiento que Miles tenía del dinero y de su historia lo que fascinaba —al parecer interminablemente— a La Rocca y sus compinches. Una saga favorita era la del dinero falsificado por algunos gobiernos, que Miles había descrito primeramente en la cárcel. En las primeras semanas en el club repitió la historia, aguijoneado por La Rocca, por lo menos una docena de veces. Siempre producía señales de asentimiento, junto con comentarios como «hipócritas asquerosos» y «malditos cuervos».
Para reforzar sus historias básicas, Miles fue un día a la casa de apartamentos donde había vivido antes de ir a prisión, y recobró sus libros referentes al tema. La mayoría de sus escasas pertenencias habían sido vendidas hacía tiempo para pagar el alquiler atrasado, pero el portero había guardado los libros y los devolvió a Miles. En una ocasión Miles había poseído una colección de monedas y billetes de banco, y la había vendido cuando sus deudas le forzaron. Esperaba, algún día, volver a ser coleccionista, aunque la perspectiva parecía lejana.
Al poder sumergirse al fin en sus libros, que guardaba en su cubículo del tercer piso, Miles habló a La Rocca y a otros acerca de las más extrañas formas de dinero. La moneda corriente más pesada que nunca había existido, les dijo, eran los discos de piedra agronita, usados en la isla Yap, en el Pacífico, hasta el estallido de la segunda guerra mundial. La mayoría de los discos, explicó, tenían treinta centímetros de ancho, pero una denominación tenía una anchura de cuatro metros y, cuando la llevaban para compras, había que transportarla en un palo.
—¿Y qué pasaba con el cambio? —preguntó alguien entre carcajadas, y Miles les aseguró que lo daban… en discos de piedra más pequeños.
Por el contrario, informó, la moneda más ligera que se conocía era un tipo raro de plumas usadas en las Nuevas Hébridas. También, durante siglos, la sal había circulado como dinero, especialmente en Etiopía, y los romanos la usaban para pagar a sus obreros, de ahí la palabra «salario», que provenía de «sal». Y en Borneo incluso en el siglo XIX, dijo Miles a los otros, las calaveras humanas eran moneda legal.
Pero invariablemente antes que terminaran las charlas, la conversación volvía a las monedas falsas.
Después de una de estas charlas, un enorme guardia que recorría el club mientras los otros jugaban a las cartas, llevó aparte a Miles.
—Eh, muchacho, hablas muy bien de falsificaciones. Mira esto… —y le mostró un limpio y crujiente billete de 20 dólares.
Miles aceptó el billete y lo examinó. La experiencia no era nueva para él. Cuando trabajaba en el First Mercantile American solían traerle los billetes sospechosos a causa de sus conocimientos de especialista.
El grandullón mostró los dientes, sonriendo.
—Bueno, ¿eh?
—Si es falso —dijo Miles— es la mejor falsificación que he visto.
—¿Quieres comprar unos pocos? —de un bolsillo interior el guardaespaldas sacó nueve billetes de a veinte dólares—. Dame cuarenta de los verdaderos, y estos doscientos son tuyos.
Era el precio habitual, según sabía Miles, para los falsificados de elevada calidad. Percibió también que los otros billetes eran tan buenos como el primero.
Vaciló antes de rehusar la oferta. No tenía intenciones de pasar dinero falso, pero comprendió que era algo que podía enviar a Wainwright.
—Un momento —dijo al tosco individuo y subió a su cuarto, donde había escondido un poco más de cuarenta dólares. Algunos provenían del adelanto de cincuenta dólares que le había dado Wainwright, los otros de propinas que había recibido en las salas de juego. Tomó el dinero, casi todo en billetes menores, y lo cambió abajo por los doscientos dólares falsos. Más tarde, esa noche, escondió en su cuarto el dinero falsificado.
Al día siguiente, con una mueca, Jules La Rocca le dijo:
—He oído que has hecho un negocio de cambios —Miles estaba ante un escritorio de tenedor de libros, en la oficina del segundo piso.
—Un poco —reconoció.
La Rocca acercó su barriga y bajó la voz.
—¿Tienes ganas de entrar en acción?
Miles dijo, con cautela:
—Depende de lo que sea.
—Hacer un viaje a Louisville, por ejemplo. Llevar algo del dinero que compraste anoche.
Miles sintió que se le contraía el estómago: la cosa no sólo podía volver a llevarle a la cárcel, sino que además sería por mucho más tiempo. Pero, si no se arriesgaba: ¿cómo seguir aprendiendo y ganando la confianza de los otros?
—No hay más que llevar un coche desde aquí hasta allá. Se te pagarán doscientos dólares.
—¿Y si me detienen? Estoy bajo libertad condicional y no tengo permiso para conducir.
—El permiso no es problema si tienes una foto… de frente, de la cabeza y los hombros.
—No tengo, pero puedo tenerla.
—Date prisa.
En el intervalo para el almuerzo, Miles se dirigió a una estación de autobuses y se sacó una foto en una máquina automática. La entregó a La Rocca esa misma tarde.
Dos días después, mientras Miles trabajaba, una mano silenciosa colocó un trocito de papel en el estante que tenía delante. Con sorpresa vio que era un permiso de chófer, con la foto que él había suministrado.