Traficantes de dinero (42 page)

Read Traficantes de dinero Online

Authors: Arthur Hailey

Tags: #Intriga

BOOK: Traficantes de dinero
11.04Mb size Format: txt, pdf, ePub

Mi tiempo
. Aquello lastimaba más que todo. Hasta este momento había supuesto que el motivo por el cual Avril le había telefoneado después del viaje a las Bahamas, sugiriendo que volvieran a verse, era porque él le gustaba y había disfrutado —tanto como él— de lo que había pasado entre ellos.

¿Cómo
podía
haber sido tan ingenuo?
Naturalmente
toda la cosa había sido preparada por Quartermain y era a costa de la Supranational. ¿Acaso no se lo debía haber dicho el sentido común? ¿O tal vez se había protegido y no había preguntado antes porque no quería saber? Otra cosa: si a Avril se le pagaba
su tiempo
… esto, ¿en qué la convertía? ¿En una puta? Y si era así, ¿qué era Roscoe Heyward? Cerró los ojos. San Lucas 18:13, pensó:
Señor, ten piedad de mí, un pecador
.

Naturalmente, podía hacer algo. Inmediatamente. Averiguar cuánto se había gastado hasta ahora y después enviar un cheque personal por la suma a la Supranational. Empezó a calcular, después comprendió que no tenía idea del costo de Avril. El instinto le decía que no debía ser un precio bajo.

En todo caso dudaba de la prudencia de tal acción. Su mente de contador razonó: ¿en qué forma figurarían los pagos en los libros de la Supranational? Y, todavía más efectivo: no disponía de ese dinero para gastarlo. Y además: ¿qué iba a pasar cuando nuevamente necesitara a Avril? Y ya sabía, de antemano, que así iba a ser.

Sonó el teléfono llenando la salita con su sonido. Avril atendió, habló unas palabras, y después anunció:

—Es para ti.

—¿Para

?

Al coger el aparato la voz resonó:

—¡Bravo, Roscoe!

Heyward preguntó agudamente:

—¿Dónde estás, George?

—En Washington. ¿Pero qué importa? Tengo unas noticias muy buenas sobre la SuNatCo. Declaración trimestral de ganancias. Ya la leerás mañana en los diarios.

—¿Y me has llamado aquí para decirme eso?

—Te he interrumpido, ¿eh?

—No.

El Gran George tuvo una risita.

—Una llamada de amigo, viejo. Para saber si todo andaba bien.

Si quería protestar, éste era el momento de hacerlo, comprendió Heyward. Pero, ¿protestar por qué? ¿Por la generosa disponibilidad de Avril? ¿Por su aguda turbación?

La resonante voz del teléfono cortó el dilema.

—¿Esas Inversiones «Q» tienen ya el visto bueno?

—No del todo.

—Te estás tomando tiempo, ¿eh?

—De verdad que no. Son formalidades.

—Habrá que mover el asunto o tendré que dar a otro banco ese negocio, y tal vez retirar también algunos de los de la Supranational.

La amenaza era clara. Pero la cosa no sorprendió a Heyward porque las presiones y las concesiones eran parte normal de la tarea en los bancos.

—Haré todo lo que pueda, George.

Un gruñido.

—¿Avril está todavía ahí?

—Sí.

—Déjame hablar con ella.

Heyward pasó el teléfono a Avril. Ella escuchó un momento y dijo:

—Sí, lo haré —sonrió y cortó.

Después la muchacha se dirigió al dormitorio donde él oyó abrir una maleta y reapareció con un gran sobre de papel madera.

—George dice que debo darte esto.

Era la misma clase de sobre y con sellos similares al que había contenido los certificados de acciones en las Inversiones «Q».

—George dice que te diga que es un recuerdo de la grata estancia en Nassau.

¿Más certificados de acciones? Era dudoso. Meditó, pensando rehusar, pero la curiosidad fue más fuerte.

Avril dijo:

—No debes abrirlo aquí. Debes hacerlo después que te hayas ido.

Él aprovechó la oportunidad y miró la hora.

—Tengo que irme, querida.

—Yo también. Esta noche vuelo para Nueva York.

Se despidieron en la
suite
. Podía haber habido cierta incomodidad en la despedida. Pero no la hubo gracias al práctico
savoir faire
de Avril.

Ella le rodeó con sus brazos y se mantuvieron muy juntos mientras ella murmuraba:

—Roscoe, eres un bomboncito. Nos veremos pronto.

Pese a lo que ahora sabía o a su cansancio del momento, la pasión que ella le inspiraba no había cambiado. Y pensó que, fuera cual fuera el costo de
su tiempo
, había una cosa segura: Avril pagaba con creces.

Roscoe Heyward tomó un taxi desde el hotel hasta la Torre de la Casa Central del First Mercantile American. En el recinto de la planta baja del edificio dejó dicho que para dentro de quince minutos quería un coche y un chófer para que lo llevara a su casa. Después tomó un ascensor hasta el piso treinta y seis y marchó por corredores silenciosos, pasó ante unos escritorios desiertos y llegó a sus oficinas.

Ante el escritorio abrió el sobre sellado que Avril le había dado. En un segundo paquete dentro, envuelto en tela, había una docena de fotografías ampliadas.

En la segunda noche en las Bahamas, cuando las muchachas y los hombres se habían bañado desnudos en la piscina del Gran George, el fotógrafo había permanecido discretamente escondido. Tal vez había empleado teleobjetivo, probablemente estaba oculto entre las matas del lujuriante jardín. Seguramente había utilizado sólo película, porque no había ningún flash que lo traicionara. Pero no importaba. Él… o ella… habían estado allí de todos modos.

Las fotos mostraban a Krista, Rhetta, Rayo de Luna, Avril y Harold Austin desvistiéndose y ya sin ropas. Roscoe Heyward aparecía rodeado por las muchachas desnudas, y su cara parecía un estudio de la fascinación. Había una vista de Heyward desabrochando el vestido y el sujetador de Avril; otra en la que él la besaba, mientras sus dedos se curvaban sobre los pechos de ella. Ya fuera deliberadamente o por accidente sólo podía verse la espalda del vicepresidente Stonebridge.

Técnica y artísticamente la calidad de las fotos era elevada, y era evidente que el fotógrafo no era un aficionado. Pero lo cierto era, pensó Heyward, que G. G. Quartermain estaba acostumbrado a pagar siempre lo mejor.

Notablemente, en ninguna de las fotos aparecía el Gran George.

La existencia de las fotos aterró a Heyward. ¿Y por qué se las habían dado? ¿Eran acaso una especie de amenaza? ¿O alguna broma pesada? ¿Quién tenía los negativos y otras copias? Empezaba a comprender que Quartermain era un hombre complejo, caprichoso, quizá peligroso.

Por otra parte, pese a la sorpresa, Heyward quedó fascinado. Al estudiar las fotos, inconscientemente, se mojó los labios con la lengua. Su primer impulso había sido destruirlas. Ahora ya no podía hacerlo.

Quedó sorprendido al comprobar que hacía media hora que estaba en su escritorio.

Era evidente que no podía llevar las fotos a su casa. ¿Qué hacer entonces? Volvió a empaquetarlas con cuidado y guardó el sobre en un cajón del escritorio donde guardaba varios archivos personales privados.

Por costumbre revisó otro cajón donde mistress Callaghan dejaba los papeles corrientes cuando limpiaba el escritorio por las noches. En lo alto del montón estaban los concernientes al préstamo adicional para las Inversiones «Q». Pensó: ¿para qué demorarse? ¿Por qué vacilar? ¿Era realmente necesario consultar por segunda vez a Patterton? El préstamo era sano, como G. G. Quartermain y la Supranational. Cogió los papeles, garabateó un «Aprobado» y añadió sus iniciales.

Poco más tarde llegaba al vestíbulo. El chófer le esperaba afuera, en la
limousine
.

Capítulo
14

Sólo raras veces hoy en día Nolan Wainwright tenía ocasión de visitar el depósito de cadáveres de la ciudad. La última vez había sido tres años atrás, para identificar el cuerpo de un guardia del banco muerto en un asalto y tiroteo. Cuando Wainwright era detective en la policía, visitar el depósito y ver a las víctimas del crimen violento había sido una parte necesaria y frecuente de su trabajo. Pero incluso entonces nunca se había acostumbrado. Un depósito, cualquier depósito, con su aura de muerte y su olor a cadáver, le deprimía y, a veces, le descomponía el estómago. Tal era ahora el caso.

El sargento de los detectives de la ciudad, que se había encontrado antes con él por previo acuerdo, caminaba pesadamente junto a Wainwright por un sombrío pasadizo, y sus pasos resonaban agudos en los mosaicos antiguos y rotos del suelo. El empleado del depósito que les precedía, y que daba la sensación de que pronto sería cliente del local, llevaba zapatos con suela de goma, y avanzaba silencioso al frente.

El detective, de nombre Timberwell, era joven, un poco gordo, tenía el pelo revuelto y le hacía falta afeitarse. Muchas cosas habían cambiado, pensó Nolan Wainwright, en los doce años desde que había dejado de ser comisario de policía:

Timberwell dijo:

—Si el tipo muerto es
su
hombre, ¿cuándo le vio la última vez?

—Hace siete semanas. A principios de marzo.

—¿Dónde?

—En un pequeño bar de los suburbios. El
Easy Over
.

—Conozco el lugar. ¿Tuvo alguna noticia de él después de eso?

—No.

—¿Alguna idea de dónde vivía?

Wainwright movió la cabeza.

—Él no quería que lo supiera. Y le dejé seguir su juego.

Nolan Wainwright tampoco estaba seguro del nombre del hombre. Le habían dado uno, pero seguramente era falso. Por equidad no había querido averiguar el verdadero. Todo lo que sabía era que «Vic» era un expresidiario que necesitaba dinero y estaba dispuesto a ser espía encubierto.

El octubre pasado, a petición de Wainwright, Alex Vandervoort le había autorizado a emplear un espía para averiguar la fuente de las tarjetas de crédito falsificadas, que aparecían entonces en número inquietante. Wainwright mandó «tanteadores», usó contactos en los centros de la ciudad y luego, por medio de otros intermediarios, hubo un encuentro entre él y Vic y llegaron a un acuerdo. Aquello había sido en diciembre. El jefe de Seguridad lo recordaba bien, porque el juicio de Miles Eastin había tenido lugar la misma semana.

Había habido otros dos encuentros entre Vic y Wainwright en los meses siguientes, cada uno en un bar distinto y apartado, y en las tres ocasiones Wainwright había entregado dinero, arriesgándose a no recibir más tarde el valor de lo gastado. Las comunicaciones habían sido unilaterales. Vic le telefoneaba y le daba cita en algún lugar elegido por él, pero Wainwright no tenía medios de ponerse en contacto con él. Había visto lo razonable de los motivos detrás del acuerdo, y había aceptado la cosa.

A Wainwright no le gustaba Vic, pero tampoco había esperado que le gustara. El expresidiario era escurridizo, evasivo, con una nariz que le chorreaba continuamente y otros signos exteriores de los acostumbrados a los narcóticos. Demostraba desprecio por todo, incluido Wainwright; sus labios estaban constantemente curvados. Pero en el tercer encuentro, en marzo, dio la impresión de haber tropezado con algo.

Informó de un rumor: una gran cantidad de billetes falsos de veinte dólares, de alta calidad, iba a ser pasada a distribuidores y pasantes. Según unos murmullos todavía más secretos, en alguna parte de las sombras —detrás de los distribuidores— había una organización competente de alto poder en otras líneas de acción, incluidas las tarjetas de crédito. Esta última información era vaga, y Wainwright sospechaba que tal vez Vic la había inventado para agradarle. Por otra parte, era posible que no fuera así.

Más específicamente, Vic afirmaba que se le había prometido un pequeño papel activo con el dinero falsificado. Imaginaba que, si lo obtenía y le tomaban confianza, podría penetrar más profundamente en la organización. Uno o dos detalles que, en opinión de Wainwright, Vic no tenía suficiente conocimiento ni ingenio para inventar, convencieron al jefe de Seguridad del banco de que la principal fuente de información era auténtica. El plan propuesto también tenía sentido.

Wainwright siempre había supuesto que, quien fuese el que estuviera produciendo las tarjetas clave falsas, era posible que también estuviera metido en otro tipo de falsificación. Se lo había dicho a Alex Vandervoort en octubre pasado. Había una cosa segura: iba a ser muy peligroso intentar penetrar en la organización y un espía, si era descubierto, podía darse por hombre muerto. Se había sentido obligado a prevenir de esto a Vic, y recibió como recompensa una risa burlona.

Después de aquel encuentro, Wainwright no había vuelto a tener noticias de Vic.

Ayer, una noticia breve en el «Times Register» acerca de un cuerpo que habían encontrado flotando en el río, le había llamado la atención.

—Debo prevenirle —dijo el sargento detective Timberwell— que lo que ha quedado del tipo no es muy agradable de ver. Los médicos calculan que ha estado como una semana en el agua. También hay mucho tráfico en el río y parece que alguna hélice lo ha cortado.

Siguiendo al viejo empleado entraron en un cuarto de techo bajo, largo, brillantemente iluminado. El aire era helado. Olía a desinfectante. Ocupando una pared, frente a ellos, había lo que parecía un archivo gigantesco, con cajones de acero inoxidable, cada uno identificado por un número.

El zumbido de un equipo de refrigeración surgía desde atrás de la estantería.

El empleado miró con ojos miopes una pizarra que llevaba, y se dirigió a un cajón del centro del cuarto. Dio un tirón y el cajón se deslizó silenciosamente sobre soportes de nylon. Dentro estaba la confusa forma de un cuerpo, cubierto por una hoja de papel.

—Éstos son los restos que buscaban ustedes, señores —dijo el viejo. Y tan casualmente como quien destapa unos pepinos echó hacia atrás la hoja de papel.

Wainwright deseó no haber venido. Sintió náuseas.

El cuerpo que miraban había tenido una cara alguna vez. Pero ya no la tenía. La inmersión, la putrefacción y algo más —probablemente la hélice de algún barco, como había dicho Timberwell— habían dejado las capas de carne expuestas y laceradas. Entre aquella confusión, asomaban huesos, blancos.

Estudiaron el cadáver en silencio, luego el detective preguntó:

—¿Ve usted algo que pueda identificarlo?

—Sí —dijo Wainwright. Había estado observando el costado de la cara, donde lo que quedaba de la línea del pelo se unía con el cuello. La cicatriz roja en forma de manzana —indudablemente una marca de nacimiento— era todavía claramente visible. El entrenado ojo de Wainwright la había observado en las tres ocasiones que él y Vic se habían visto. Aunque los labios que con tanta frecuencia se habían burlado ya no existían, no cabía duda que el cuerpo era el de su agente encubierto. Se lo dijo a Timberwell, que asintió.

Other books

El Secreto de Adán by Guillermo Ferrara
The Alexandrian Embassy by Robert Fabbri
Laughed ’Til He Died by Carolyn Hart
Pursuit of Justice by DiAnn Mills
Hope at Dawn by Stacy Henrie
Our First Love by Anthony Lamarr
Houseboat Girl by Lois Lenski
BUtterfield 8 by John O'Hara
Black Hull by Joseph A. Turkot