El propósito de la reunión de hoy era asegurar que las acciones que debían tomarse en caso de una crisis seria fueran entendidas, y que las comunicaciones funcionaran. Aparentemente así era.
—Eso es todo por ahora —dijo Alex al grupo—. Volveremos a reunimos mañana a la misma hora.
Nunca lo hicieron.
A las 10,30 de la mañana siguiente, viernes, el gerente de la sucursal de Tylersville del First Mercantile American, a unas veinte millas en el interior, telefoneó a la Casa Central y su llamada fue pasada inmediatamente a Alex Vandervoort.
Cuando el gerente se identificó, Alex preguntó cortante:
—¿Qué problema hay?
—Una «estampida», míster Vandervoort. El lugar está repleto de público… más de cien personas de la clientela habitual, en fila, con libros de pases y libretas de cheques, y están llegando más. Lo están retirando todo, limpiando las cuentas, piden hasta el último dólar —la voz del gerente era la de un hombre alarmado que quiere parecer tranquilo.
Alex se quedó helado. Una «estampida» así en un banco es una pesadilla que aterra a todo banquero; también era, en los últimos días, lo que Alex y los otros en la dirección habían temido más. La «estampida» indicaba pánico entre el público, psicología de masas, una pérdida total de fe. Todavía peor, una vez que la noticia de la «estampida» en una sucursal se difundiera, podía propagarse a otras en el sistema del FMA, como el fuego de un rayo, imposible de ser apagado y que se convierte en una catástrofe. Ninguna institución bancaria, ni siquiera la más grande y sana, tiene jamás bastante líquido para pagar inmediatamente a todos los depositantes, si todos exigen dinero al contado. Por lo tanto, si el miedo persistía, las reservas de caja iban a agotarse y el FMA se vería obligado a cerrar sus puertas, quizá para siempre.
Le había pasado antes a otros bancos. Dada una combinación de mala dirección, tiempos adversos y mala suerte, podía pasar en cualquier parte.
Lo esencial, según sabía Alex, era asegurar a aquellos que querían sacar su dinero de que iban a recibirlo. Lo segundo era localizar el estallido.
Sus instrucciones al gerente de Tylersville fueron precisas.
—Fergus, usted y todo su personal deben actuar como si no pasara nada raro. Paguen
sin preguntar
, sea lo que sea lo que la gente pida y tenga en sus cuentas. Y no ande por ahí con aire preocupado. Muéstrese alegre.
—No será fácil, míster Vandervoort. Lo intentaré.
—Haga
más
que intentarlo. En este momento todo el banco descansa sobre sus hombros.
—Bien.
—Le mandaremos ayuda en cuanto podamos. ¿Cuál es su situación de caja?
—Tenemos en el tesoro unos ciento cincuenta mil dólares —dijo el gerente—. Al paso que vamos, podemos durar una hora, no mucho más.
—Le mandaré dinero —aseguró Alex—. Entretanto saque el dinero del tesoro y colóquelo sobre las mesas y los escritorios, para que todos lo vean. Después camine entre los clientes. Hable con ellos. Asegúreles que el banco está en excelente forma, pese a lo que han leído, y dígales que todos recibirán su dinero.
Alex cortó. Por otro teléfono llamó inmediatamente a Straughan.
—Tom —dijo Alex—, la bomba ha estallado en Tylersville. La sucursal de allí necesita ayuda y dinero… rápido. Ponga en acción el Plan de Emergencia Número Uno.
La municipalidad de Tylersville, como muchos seres humanos, estaba ocupada en «descubrirse a sí misma». Era un neosuburbio, una mezcla de ruidoso mercado y granjas, parcialmente rodeada por una ciudad que oprimía, pero le quedaba bastante de sus orígenes como para resistir, por un tiempo, la conformidad urbana.
La población era una mezcla híbrida de viejo y nuevo, familias conservadoras, profundamente arraigadas, de granjeros y comerciantes locales, y nuevos residentes, muchos asqueados con la decadencia de valores morales de la ciudad que habían dejado, y que buscaban absorber, para ellos y para sus crecientes familias, algo de la paz de las costumbres rústicas antes de que desaparecieran. El resultado era una increíble alianza de ruralistas reales y de otros que deseaban serlo, desconfiados de los grandes negocios y del estilo de las maniobras ciudadanas, incluidas las de los bancos.
Únicos también, en el caso de «estampida» en el banco de Tylersville, eran los chismes de un cartero. El martes, mientras entregaba cartas y paquetes, también había esparcido el rumor:
—¿Han oído que el First Mercantile American está en quiebra? Dicen que quien tenga allí dinero y mañana no lo haya sacado, lo perderá todo.
Sólo unos pocos de los que habían oído al cartero le creyeron. Pero la historia corrió, después recibió el refuerzo de las noticias, incluidas las de la televisión nocturna. Por la noche, entre los granjeros, los comerciantes y los nuevos inmigrantes, había crecido tanto la ansiedad que, el viernes por la mañana, el consenso fue: ¿para qué arriesgarse? Saquemos ahora el dinero.
Una ciudad pequeña tiene su propio telégrafo selvático. Las noticias de la decisión de la gente circularon rápidamente y, mediada la mañana, había más y más gente que se dirigía a la sucursal del FMA para poner a salvo sus ahorros.
Así, con hilos delgados, se tejen las grandes tapicerías.
En la Torre de la Casa Central, algunos, que apenas habían oído hablar de Tylersville, lo oían nombrar ahora. Iban a oír más a medida que la cadena de acontecimientos en el Plan de Emergencia de Vandervoort se desenvolviera con rapidez.
Siguiendo instrucciones de Tom Straughan la computadora del banco fue consultada primero. Un programador tecleó la pregunta en un tablero: «¿Cuántos son los ahorros totales y la demanda de depósitos en la sucursal de Tylersville?» Instantáneamente la computadora, como estaba en contacto continuo y directo, dio cifras del cierre de los negocios el día anterior.
CUENTAS DE AHORRO $ 26.170.627,54 DEPÓSITOS EN CUENTA CORRIENTE $ 15.042.767,18 TOTAL $ 41.213.394,72
La computadora recibió entonces instrucciones: deduzca de ese total las cuentas sin movimiento y los depósitos municipales. (Era una segura suposición que ninguna de estas dos cosas podían ser turbadas, ni siquiera en una «estampida».)
La computadora respondió:
SIN MOVIMIENTO Y MUNICIPALES $ 21.340.964,61 BALANCE $ 19.782.430,11
Más o menos unos veinte millones de dólares que los depositantes en Tylersville podían pedir y que quizá pedirían.
Un subordinado de Straughan ya había alertado al Tesoro de la Casa Central, una fortaleza subterránea debajo de la Torre del FMA. Ahora se avisó al supervisor del Tesoro:
—Veinte millones de dólares para la sucursal de Tylersville… ¡corriendo!
La cantidad era más de la que podía necesitarse, pero un objetivo, decidido durante el planeamiento avanzado del grupo de Alex Vandervoort, era hacer una demostración de fuerza, como quien agita una bandera. O, como Alex había expresado:
—Para apagar un incendio hay que tener más agua de la que se necesita.
En las cuarenta y ocho horas pasadas, anticipando exactamente lo que ahora estaba ocurriendo, el suplemento normal de dinero en el Tesoro de la Casa Central había sido aumentado con retiros especiales del
Federal Reserve
. El
Fed
había sido informado y había aprobado los planes de emergencia del FMA.
Una fortuna de Midas en billetes y monedas, ya contada y colocada en bolsas con etiquetas, fue cargada en camiones blindados, mientras un montón de guardias armados vigilaban la rampa de acceso. En total iban a ser seis camiones blindados, algunos convocados por radio para que dejaran otras tareas, y cada uno iba a viajar por separado con escolta policial, precaución debida a la cantidad desusada de dinero al contado. De todos modos, sólo tres camiones llevarían dinero. Los otros estaban vacíos, eran monigotes, una salvaguardia extra contra los asaltos.
Veinte minutos después de la llamada del gerente de la sucursal, el primer camión blindado estaba listo para salir de la Casa Central y, poco después, se abría camino entre el tráfico rumbo a Tylersville.
Ya antes de esto, personal bancario estaba en camino, en coches privados y
limousines
.
Edwina D'Orsey encabezaba la marcha. Estaba encargada de la operación de ayuda ahora en acción.
Edwina dejó su escritorio de la sucursal principal casi inmediatamente, se detuvo sólo para informar al subgerente principal y para recoger a tres miembros del personal que iban a acompañarla, un funcionario de préstamos, Cliff Castleman, y dos cajeros. Uno de los cajeros era Juanita Núñez.
Al mismo tiempo pequeños contingentes de personal de otras dos sucursales de la ciudad recibían instrucciones de ir directamente a Tylersville, donde se pondrían en contacto con Edwina. Parte de la estrategia general era no hacer despliegue de personal, para el caso de que empezara una «estampida» en alguna otra parte. Para tal caso, estaban listos otros planes de emergencia, aunque había un límite para aplicarlos a la vez. No podían ser más de dos o tres.
El cuarteto encabezado por Edwina avanzó con paso rápido por el túnel que comunicaba la sucursal principal con la Casa Central del FMA. En el vestíbulo del gran edificio tomaron un ascensor hacia el garaje del banco, donde un coche había sido designado y esperaba. Cliff Castleman tomó el volante.
En el momento que subían, Nolan Wainwright pasó apresurado, dirigiéndose hacia donde estaba aparcado su Mustang. El jefe de Seguridad había sido informado de la operación de Tylersville y, como estaban involucrados veinte millones de dólares, decidió vigilar personalmente el sistema de protección. Detrás de él venía un furgón con media docena de guardias armados. La policía local y estatal de Tylersville había sido alertada.
Tanto Alex Vandervoort como Tom Straughan siguieron donde estaban, en la Torre del FMA. La oficina de Straughan, cerca del Centro Monetario del Comercio, se había convertido en el puesto de comando. En el piso treinta y seis, la preocupación de Alex era mantenerse en contacto con el resto del sistema de sucursales, y saber inmediatamente si surgían nuevas dificultades.
Alex había mantenido informado a Patterton y ahora el presidente del banco esperaba tenso junto a Alex, cada uno atragantado con las preguntas que no hacían: ¿podrían contener la «estampida» en Tylersville? ¿Podría el First Mercantile American cerrar los negocios del día sin un pánico en alguna otra parte?
Fergus W. Gatwick, el gerente de la sucursal de Tylersville había esperado que los pocos años que le faltaban para jubilarse pasaran sin prisa y sin acontecimientos. Estaba en la sesentena, era un hombrecito como una manzana, de mejillas rosadas, ojos azules, pelo gris, un afable rotariano. En su juventud había conocido la ambición, pero se había agotado hacía tiempo, y había decidido, sabiamente, que su papel en la vida debía ser secundario; era un seguidor que nunca iba a abrir una senda. La gerencia de una pequeña sucursal bancaria se adecuaba idealmente a su capacidad y sus limitaciones.
Había sido feliz en Tylersville, donde sólo una crisis le había molestado hasta ahora. Algunos años atrás una mujer con un resentimiento imaginario contra el banco había alquilado una caja fuerte. Colocó en la caja un objeto envuelto en periódicos, luego partió para Europa sin dejar dirección. Durante días, un olor pútrido se infiltró en el banco. En el primer momento se sospechó de las cañerías, que fueron examinadas inútilmente, mientras el hedor aumentaba. Los clientes se quejaban y el personal sentía náuseas. Finalmente se llegó a sospechar de las cajas de depósitos, donde el atroz olor parecía más fuerte. Entonces surgió la pregunta crucial: ¿qué caja?
Fue Fergus W. Gatwick quien, cumpliendo con su deber, olfateó todas las cajas, deteniéndose en una donde el mal olor era abrumador. Tras esto se necesitaron cuatro días de procedimientos legales antes de obtener un permiso del tribunal que permitiera al banco abrir la caja. En su interior, se encontraron los restos de lo que alguna vez fuera un enorme, fresco róbalo. A veces, en el recuerdo, Gatwick todavía podía oler aquellos atroces momentos.
Comprendía que la exigencia de ahora era mucho más grave que un pescado en una caja. Miró su reloj. Una hora y diez minutos desde que había telefoneado a la Casa Central. Aunque cuatro cajeros habían estado pagando continuamente, el número de gente que llenaba el banco era aún mayor, y seguían llegando más personas, sin que hubiera llegado ayuda.
—¡Míster Gatwick! —una cajera le hizo señas.
—Sí… — dejó la zona cercada de la dirección donde normalmente trabajaba y se acercó a ellas. Al otro lado del mostrador, frente a ellos, a la cabeza de una fila, estaba un criador de aves, cliente regular del banco a quien Gatwick conocía bien. El gerente dijo con alegría:
—Buenos días, Steve.
En agradecimiento recibió un frío saludo de cabeza, mientras, en silencio, la cajera le mostraba cheques contra dos cuentas. El hombre del criadero de aves las había presentado. Totalizaban 23 000 dólares.
—Son buenos —dijo Gatwick y, tomando los cheques, puso sus iniciales en ambos. En voz baja, aunque se pudo oír desde el otro lado del mostrador, la cajera dijo:
—No tenemos dinero para pagar eso.
Él debía haberlo sabido, lógicamente. El vaciado de la caja, desde que se había abierto el banco, había sido continuo, con varios retiros grandes. Pero la frase fue desdichada. Se oyeron rumores enojados entre los que formaban cola, y el comentario de la cajera fue repetido y corrió.
—¿Has oído? ¡Dicen que no tienen más dinero!
—¡Por Cristo! —el hombre del criadero de aves se inclinó enfurecido hacia adelante, con el puño cerrado—. ¡Págueme estos cheques, Gatwick, si no quiere que haga trizas este banco!
—No es necesario eso, Steve. Tampoco quiero gritos ni amenazas —Fergus W. Gatwick levantó la voz, procurando ser oído sobre la escena, súbitamente fea—. Señoras y señores, experimentamos una breve escasez de caja debido a las demandas excepcionales, pero les aseguro que mucho más dinero está en camino y llegará aquí pronto.
Las últimas palabras fueron ahogadas por furiosos gritos de protesta.