Juanita Núñez se dirigió al vestuario para buscar su ropa de calle, después volvió. Ignoró la presencia de Wainwright. Miles Eastin, que había estado esperando con una llave, la hizo salir a la calle por la puerta principal.
—Juanita —dijo Eastin—, ¿puedo ayudarla en algo? ¿Quiere que la lleve a su casa?
Ella movió la cabeza sin hablar y salió.
Nolan Wainwright, que miraba desde la ventana, la vio cruzar para tomar un autobús al otro lado de la calle. Si contara con más cantidad de empleados de Seguridad, se dijo, la habría hecho seguir, aunque dudaba que la cosa diera resultado. Mistress Núñez era inteligente y no iba a comprometerse dando el dinero a otra persona en público o guardándolo en algún lugar predecible.
Además estaba convencido que la muchacha no llevaba el dinero encima. Era demasiado astuta para correr el riesgo; por otra parte, la cantidad era demasiado voluminosa para que pudiera ocultarla. La había observado atentamente cuando hablaron y después, y había notado que las ropas se ajustaban a su cuerpecito, y que no había bultos sospechosos. La cartera que llevaba al salir del banco era pequeña, y no llevaba paquetes.
Wainwright tenía la certeza de que había un cómplice.
Le quedaban escasas dudas, si es que le quedaba alguna, de que Juanita Núñez era culpable. La negativa a someterse a un detector de mentiras, junto con otros hechos e indicaciones, le habían convencido. Al recordar el estallido emocional de hacía unos minutos, sospechó que había sido planeado, quizás ensayado. Los empleados bancarios estaban enterados de que, en caso de sospecha de robo, se usaba un detector de mentiras; probablemente la muchacha Núñez también lo sabía. Por lo tanto sabía que la cosa iba a surgir y había estado lista para enfrentarla.
Al recordar el desprecio con que lo había mirado y, antes de eso, su tácita presunción de una alianza entre ellos, Wainwright sintió una oleada de furia. Con desusada intensidad deseó que mañana el FBI le hiciera pasar un mal momento y que le hiciera perder el control. Pero no iba a ser fácil. Era dura.
Miles Eastin había vuelto a cerrar la puerta principal y volvía ahora.
—Bueno —dijo con alegría—, se vienen todos los aguaceros.
El jefe de Seguridad asintió.
—Ha sido un día bravo.
Eastin pareció a punto de decir algo, después aparentemente decidió otra cosa.
Wainwright preguntó:
—¿Pasa algo?
Nuevamente Eastin vaciló, después reconoció:
—Bueno, sí, hay algo. Es algo que no he mencionado a nadie porque puede ser una trampa brava.
—¿Tiene algo que ver con el dinero que falta?
—Podría ser.
Wainwright dijo con firmeza:
—Entonces, esté seguro o no, tiene que decírmelo.
El contador ayudante asintió.
—Bien.
Wainwright esperó.
—Creo que ya le dijeron a usted… se lo dijo mistress D'Orsey… que Juanita Núñez es casada. Su marido la ha abandonado. La dejó con una hija.
—Recuerdo.
—Cuando Juanita vivía con su marido, él acostumbraba a venir aquí a veces. Para buscarla, supongo. He hablado con él una o dos veces. Estoy casi seguro que se llama Carlos.
—¿Y qué hay con él?
—Creo que hoy estuvo en el banco.
Wainwright preguntó bruscamente:
—¿Está seguro?
—Casi seguro, aunque no como para jurarlo ante un tribunal. Vi a alguien, creí que era él, después lo olvidé. Estaba ocupado. No tenía motivo para pensar en eso… por lo menos no lo tuve hasta mucho tiempo después.
—¿A qué hora cree haberlo visto?
—A mitad de la mañana.
—Ese hombre que usted creyó era el marido de la muchacha Núñez… ¿lo vio acercarse al mostrador cuando ella estaba trabajando?
—No, no lo vi —la hermosa cara de Eastin estaba turbada—. Como he dicho, la cosa no me llamó la atención. Lo único es que, si lo vi, no puede haber estado muy lejos de Juanita.
—¿Y eso es todo?
—Así es —y Miles Eastin añadió, como excusa—. Lamento que no sea más.
—Ha hecho bien en decírmelo. Puede ser importante.
Si Eastin no estaba equivocado, pensó Wainwright, la presencia del marido encajaba con su teoría de un cómplice de afuera. Probablemente la muchacha y su marido habían vuelto a juntarse, o habían llegado a algún acuerdo. Tal vez ella le había pasado el dinero en el mostrador, y él lo había sacado del banco, para dividirlo con ella más tarde. La posibilidad era en verdad algo que haría trabajar al FBI.
—Fuera del dinero que falta —dijo Eastin— todo el mundo en el banco está hablando de míster Rosselli… nos enteramos ayer del anuncio de su enfermedad. Todos estamos muy tristes.
Fue un brusco y doloroso recuerdo, que llegó cuando Wainwright miraba al joven, generalmente tan lleno de bromas y de jovialidad. En aquel momento el jefe de Seguridad vio que había inquietud en los ojos de Eastin.
Wainwright comprendió que la investigación había borrado en su mente toda idea sobre Ben Rosselli. Ahora, al recordarlo sintió nuevamente rabia de que el robo hubiera dejado su fea marca en un momento como este.
Murmuró un agradecimiento, dio las buenas noches a Eastin, y atravesó el túnel de la sucursal, usando su propia llave de paso para volver a entrar a la Torre Principal del FMA.
Al otro lado de la calle, Juanita Núñez —una figura diminuta contra el encumbrado complejo ciudadano del First Mercantile American y la Plaza Rosselli— seguía esperando el autobús.
Había visto la cara del funcionario de Seguridad espiándola desde una de las ventanas del banco, y tuvo una sensación de alivio cuando la cara desapareció, aunque el sentido común le dijo que el alivio era sólo momentáneo, y que la desdicha del día de hoy iba a continuar y que sería tan mala, o peor, mañana.
Un viento frío cortante entre las calles del centro, penetraba el delgado sobretodo que llevaba, y temblaba mientras esperaba. El autobús que cogía siempre ya había pasado. Esperaba que llegara pronto otro.
El temblor, comprendió Juanita, se debía en parte al miedo, porque en aquel momento, estaba más asustada, más aterrada de lo que nunca había estado en su vida.
Aterrada y perpleja.
Perpleja porque no tenía idea de cómo había desaparecido el dinero.
Juanita sabía que ella no había robado el dinero, que no lo había dado por error en el mostrador, que no había dispuesto de él de una u otra manera.
Lo malo era que nadie iba a creerla.
En otras circunstancias, comprendió, ella no lo hubiera creído.
¿Cómo podían haber desaparecido seis mil dólares? Era imposible,
imposible
. Y sin embargo, había pasado.
Una y otra vez había recordado esa tarde cada momento del día, en busca de alguna explicación. No la había. Había recordado las transacciones de caja en el mostrador durante la mañana y a principios de la tarde, usando la notable memoria que sabía poseía, pero no encontró ninguna solución. Ni siquiera la más audaz posibilidad tenía sentido.
Estaba también segura de que había cerrado su caja fuerte antes de llevarla a la cámara, cuando salió a almorzar y seguía cerrada cuando ella había vuelto. En cuanto a la combinación, que Juanita había elegido y establecido ella misma, nunca la había comentado con nadie, ni siquiera la había escrito, confiando, como de costumbre, en su memoria.
En cierto modo era su memoria la que añadía cosas a su angustia.
Juanita sabía que no la habían creído, ni mistress D'Orsey, ni míster Tottenhoe, ni Miles —que por lo menos había sido más amistoso que los otros— cuando ella había afirmado saber, a las 2 de la tarde, la exacta cantidad de dinero que faltaba. Dijeron que era imposible que pudiera saberlo.
Pero lo
había
sabido. Del mismo modo que
siempre
sabía cuánto dinero en efectivo tenía cuando actuaba como pagadora, aunque le era imposible explicar a los otros cómo o por qué lo sabía.
Ni siquiera estaba segura ella misma de cómo llevaba la cuenta en la cabeza. Simplemente estaba allí. Sucedía sin esfuerzo, de manera que ella era apenas consciente de la aritmética que suponía. Desde que podía recordar, sumar, restar, multiplicar y dividir había sido para ella tan fácil como respirar, e igualmente natural.
Lo hacía automáticamente en el mostrador del banco cuando recibía el dinero de los clientes, o cuando pagaba. Y había aprendido a echar una mirada a su cajón y controlar la cantidad que tenía en mano, para saber si era la que correspondía, para ver si las diversas denominaciones de billetes estaban en orden y eran en número suficiente. Incluso con las monedas, aunque no supiera con tanta precisión el total, podía calcular la cantidad de manera bastante aproximada, en cualquier momento.
Ocasionalmente, al terminar un día ocupado, cuando contaba la caja, la cifra mental demostraba haberse equivocado en algunos dólares pero no más.
¿De dónde provenía esta habilidad? Ella no tenía idea.
Nunca se había destacado en la escuela. Durante su breve estancia en el colegio secundario en Nueva York, rara vez obtuvo más que un promedio normal en la mayoría de las materias. Incluso en matemáticas no captaba realmente los principios, sólo poseía una habilidad para calcular con la velocidad de un rayo, y también para llevar cifras en la cabeza.
Finalmente llegó el autobús con un rugido desequilibrado y olor a diesel. Con otros que esperaban, Juanita subió. No había asientos libres y los que iban de pie estaban apretados. Se las arregló para apoderarse de una manija y siguió pensando, esforzándose en recordar mientras el autobús se balanceaba por las calles de la ciudad.
¿Qué pasaría mañana? Miles le había dicho que vendrían los del FBI. La idea la llenó nuevamente de pánico y su cara se puso tensa en una angustia de ansiedad, la misma expresión que Edwina D'Orsey y Nolan Wainwright habían confundido con hostilidad.
Iba a decir lo menos posible, como había hecho hoy, cuando descubrió que no la creían.
En cuanto a la máquina, el detector de mentiras, iba a negarse a someterse a ella. Ignoraba cómo trabajaba esa máquina, pero, si nadie quería entender, creer, o ayudarla, ¿por qué una máquina —una máquina del banco— iba a ser diferente?
Tenía que caminar tres manzanas desde la parada del autobús hasta el jardín de infancia donde había dejado aquella mañana a Estela, al ir a trabajar. Juanita se apresuró, porque se había retrasado.
La chiquilla corrió hacia ella cuando penetró en el cuarto de juegos del pequeño jardín de infancia, en el sótano de una casa privada. La casa, como otras en el barrio, era vieja y ruinosa, pero los cuartos de la escuela eran limpios y alegres, aunque el costo era elevado y un sacrificio pagarlo.
Estela estaba excitada, tan alegre como siempre.
—¡Mamá, mamá… mira lo que he pintado! Éste es el purgón. Hay un
hombre
dentro.
Era una niña pequeña, parecía de menos de tres años, era morena como Juanita, con grandes ojos líquidos que reflejaban su maravilla ante cada nuevo interés y ante los nuevos descubrimientos que realizaba cada día.
Juanita la estrechó y la corrigió con dulzura.
—
Furgón
, amorcito.
Era evidente, por el silencio, que los otros niños ya se habían ido.
Miss Ferroe, propietaria y directora del jardín de infancia, se presentó muy correcta, con el ceño fruncido. Miró deliberadamente el reloj.
—Mistress Núñez, como un favor especial he consentido en que Estela se quede después de los otros, pero hoy es realmente demasiado tarde…
—Le pido que me disculpe, miss Ferroe. Ha ocurrido algo en el banco.
—Yo también tengo mis responsabilidades privadas. Y otros padres cumplen con la hora de cierre de la escuela.
—No volverá a pasar. Se lo prometo.
—Bien. Pero, ya que está usted aquí, mistress Núñez, quisiera recordarle que todavía no me ha pagado el mes pasado.
—Le pagaré el viernes. Ese día me pagarán a mí.
—Usted comprende que lamento tener que recordárselo. Estela es una chiquita adorable y nos encanta tenerla. Pero tengo cuentas que pagar y…
—Entiendo. Seguramente le pagaré el viernes. Se lo prometo.
—Ya son dos promesas, mistress Núñez.
—Sí, ya lo sé.
—Buenas noches, entonces. Buenas noches, Estela querida.
Pese a ser tan acartonada, la Ferroe dirigía magníficamente el jardín de infancia y Estela era feliz allí. Juanita decidió que el dinero que debía en la escuela tendría que salir de su paga esta semana, tal como había dicho y que, de alguna manera, tendría que arreglárselas hasta el otro día de pago. Pero ya no estaba tan segura. Su sueldo de cajera era de 98 dólares semanales; pagados los impuestos y las deducciones para Seguridad Social, su paga se reducía a 83 dólares. Con éstos tenía que comprar comida para las dos, y tenía que pagar la guardería de Estela, además del alquiler del pequeño apartamento en la planta baja donde vivían, en el Forum East; también la compañía de créditos iba a pedirle que pagara, porque no había podido hacer el último pago.
Antes de que Carlos la dejara, yéndose sencillamente y desapareciendo hacía un año, Juanita había sido lo bastante ingenua como para firmar papeles financieros juntamente con su marido. Él había comprado trajes, un coche usado, un aparato de televisión en colores, cosas que se había llevado consigo. Y ahora Juanita seguía pagando las mensualidades, que parecían extenderse en un futuro sin límites.
Tendría que ir a la compañía de créditos, pensó, para proponerles pagar menos mensualidad. Seguramente iban a ponerse groseros, como ya lo habían hecho, pero tendría que soportarlo.
En el camino a casa, Estela patinaba alegremente, con su mano en la mano de Juanita. En la otra, Juanita llevaba la pintura de Estela, cuidadosamente enrollada. Dentro de un rato en el apartamento, comerían y después generalmente jugaban y reían juntas. Pero a Juanita le resultaba difícil reír esta noche.
El terror se intensificaba a medida que consideraba, por primera vez, lo que podía pasar si perdía el empleo. Las posibilidades, comprendió, eran grandes.
También supo que iba a ser difícil encontrar otro empleo. Ningún otro banco la contrataría, y otros patronos querrían saber dónde había trabajado antes, después descubrirían la historia del dinero y la rechazarían.
Sin trabajo: ¿qué iba a hacer? ¿Cómo mantener a Estela?