Traficantes de dinero (10 page)

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Authors: Arthur Hailey

Tags: #Intriga

BOOK: Traficantes de dinero
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Bruscamente Juanita se detuvo en la calle, se agachó y estrechó contra sí a su hija.

Rogó que alguien la creyera mañana, que alguien reconociera la verdad. Alguien,
alguien
.

Pero… ¿quién?

Capítulo
9

Alex Vandervoort también estaba perdido en la ciudad. A primera hora de la tarde, de regreso de la reunión con Nolan Wainwright, Alex había recorrido paseando sus oficinas, procurando ver los recientes acontecimientos en su verdadera perspectiva.

El anuncio hecho ayer por Ben Rosselli era causa mayor para reflexionar. Y también lo era la situación resultante en el banco. Y también los acontecimientos de los meses recientes, en la vida personal de Alex.

Marchaba de arriba abajo, doce pasos para un lado, doce para otro, según una antigua costumbre, ya establecida. Una o dos veces se detuvo, volvió a examinar las tarjetas de créditos falsificadas, que el jefe de Seguridad le había permitido llevar. El crédito y las tarjetas de crédito eran parte adicional de sus preocupaciones… no sólo las tarjetas falsas sino también las legítimas.

La variedad genuina estaba representada por una serie de pruebas de anuncios, también sobre el escritorio, y ahora extendidas. Habían sido preparadas por la Agencia de Publicidad Austin, y el propósito era alentar a los poseedores de tarjetas de crédito a usar el crédito y las tarjetas cada vez más.

Un anuncio decía:

¿PARA QUE PREOCUPARSE POR EL DINERO?

USE SU TARJETA CLAVE DE CRÉDITO

Y DEJE QUE NOSOTROS

NOS PREOCUPEMOS POR USTED

Otro proclamaba:

LAS CUENTAS NO SON DOLOROSAS

CUANDO USTED DICE:

«PÓNGALO EN MI TARJETA DE CRÉDITO»

Un tercero anunciaba:

¿PARA QUE ESPERAR?

HOY PUEDE PERMITIRSE EL SUEÑO DE MAÑANA.

USE AHORA SU TARJETA CLAVE

Había otra media docena en términos similares.

Alex Vandervoort se sentía inquieto con todo aquello.

Pero su inquietud no iba a traducirse en acción. Los anuncios, ya aprobados por la división de Tarjetas Clave, habían sido enviados a Alex simplemente para información general. Igualmente, el amplio margen de aproximación había sido decidido hacía varias semanas por la dirección del banco, como medio para aumentar los beneficios del sistema de Tarjetas Clave, que —como todos los programas de tarjetas de crédito— había dado pérdidas en los años iniciales de lanzamiento.

Pero Alex se preguntaba: ¿había calculado la Dirección una campaña promocional tan groseramente agresiva?

Reunió las pruebas de anuncios y volvió a colocarlas en las carpetas en las que habían llegado. Esta noche, en su casa, volvería a considerarlas, y oiría una segunda opinión, pensó —probablemente una opinión bastante fuerte— de parte de Margot.

Margot.

La idea de ella se mezcló al recuerdo de la revelación hecha ayer por Ben Rosselli. Lo que había sido dicho entonces había recordado a Alex la fragilidad de la vida, la brevedad del tiempo que nos queda, la inevitabilidad de los finales, había sido una señal hacia lo inesperado, siempre tan cercano. Se había sentido conmovido y entristecido por lo de Ben; pero nuevamente, sin quererlo, el viejo había renovado un continuo interrogante: ¿debía Alex iniciar una nueva vida para él y para Margot? ¿O debía esperar? ¿Y esperar qué?

¿Esperar a Celia?

Esta pregunta también se la había hecho miles de veces.

Alex miró hacia la ciudad, hacia el lugar donde sabía que estaba Celia. Se preguntó qué estaría haciendo, cómo estaría.

Había una manera sencilla de averiguarlo.

Volvió a su escritorio y marcó un número que sabía de memoria.

Una voz de mujer contestó:

—Remedial Center.

Él se identificó y dijo:

—Quisiera hablar con el doctor McCartney.

Tras unos momentos una voz de hombre, tranquilamente firme, preguntó:

—¿Dónde está, Alex?

—En mi oficina. Quería saber cómo anda mi mujer.

—Se lo pregunto porque pensaba telefonearle hoy y sugerirle que visitara a Celia.

—La última vez que hablamos usted dijo que no quería que lo hiciera.

El psiquiatra le corrigió con suavidad.

—Dije que las visitas no me parecían aconsejables por un tiempo. Como recordará, las anteriores inquietaron a su mujer, en lugar de ayudarla.

—Recuerdo… —Alex vaciló, después preguntó—: ¿Ha habido algún cambio?

—En efecto, ha habido un cambio. Me gustaría que fuera para bien.

Había habido tantos cambios que Alex se había inmunizado contra ellos.

—¿Qué clase de cambio?

—Su mujer se está alienando todavía más. Su huida de la realidad es casi total. Por eso creo que una visita suya podría hacerle bien —el psiquiatra se corrigió—. Por lo menos no le hará daño.

—Bien. Iré esta noche.

—En cualquier momento, Alex; y no deje de pasar a verme. Como sabe no tenemos aquí horas de visita y hay un mínimo de reglas.

—Sí, ya lo sé.

La carencia de formalidad, reflexionó, al dejar el teléfono, era el motivo por el que había elegido el Remedial Center cuando tuvo que afrontar la desesperada decisión con Celia, hacía cuatro años. La atmósfera era deliberadamente no institucional. Las enfermeras no usaban uniforme. Dentro de lo conveniente, los pacientes tenían libertad de movimiento y eran alentados para tomar decisiones por su cuenta. Con ocasionales excepciones, amigos y parientes eran bienvenidos en cualquier momento. Incluso el nombre de «Remedial Center» había sido elegido intencionalmente, de preferencia al más desagradable de «hospital psiquiátrico». Otro motivo era que el doctor Timothy McCartney, joven, brillante e innovador, encabezaba un grupo de especialistas que habían logrado la curación de enfermedades mentales en casos en los que habían fallado tratamientos más convencionales.

El Center era pequeño. Los pacientes nunca sobrepasaban los ciento cincuenta, aunque en comparación, había mucho personal. En cierto modo era como una escuela con pequeñas aulas donde los estudiantes recibían la atención personal que no hubieran podido tener en otra parte.

El edificio moderno y los jardines espaciosos eran tan agradables como podían crearlos la imaginación y el dinero.

La clínica era privada. También era atrozmente cara, pero Alex había estado decidido, y seguía estándolo, a que, pasara lo que pasara, Celia iba a recibir la mejor atención. Era, pensaba, lo menos que podía hacer.

El resto de la tarde se ocupó de los negocios del banco. Poco después de las 6 dejó la Torre del FMA, dio a su chófer la dirección del Remedial Center y se puso a leer el periódico vespertino mientras se deslizaban entre el tráfico. Una
limousine
y un chófer, disponibles en cualquier momento entre los coches del banco, eran prerrogativas de la tarea de vicepresidente y Alex disfrutaba de ellas.

Típicamente, el Remedial Center tenía la fachada de una gran casa privada, sin nada aparte del número de la calle, que pudiera identificarlo.

Una simpática muchacha rubia, con un alegre vestido estampado, le hizo pasar. Se dio cuenta de que era una enfermera por una pequeña insignia clavada en el hombro izquierdo. Era la única distinción en el vestuario que se autorizaba entre el personal y los enfermos.

—El doctor nos ha anunciado su llegada, míster Vandervoort. Le llevaré a ver a su esposa.

Caminó con ella por un alegre corredor. Predominaban los amarillos y los verdes. Flores frescas ocupaban hornacinas a lo largo de las paredes.

—Me han informado —dijo él— que mi mujer no ha mejorado.

—De verdad que no, mucho me temo —la enfermera le lanzó una mirada de soslayo; él percibió piedad en sus ojos. Pero, ¿por quién? Como siempre cuando venía aquí, sintió que su entusiasmo natural le abandonaba.

Estaban en un ala, una de las tres que partían de la zona de recepción central. La enfermera se detuvo ante una puerta.

—Su esposa está en su cuarto, míster Vandervoort. Hoy ha tenido un mal día. Procure recordarlo si ella… —dejó sin terminar la frase, le tocó levemente el brazo y después se le adelantó.

El Remedial Center colocaba a los enfermos en cuartos compartidos o solos, según el efecto que la compañía de otros podía producir. Cuando Celia llegó había ocupado un cuarto doble, pero la cosa no había dado resultado; ahora estaba en una habitación privada. Aunque pequeño, el cuarto de Celia era amablemente cómodo y personal. Contenía un diván de tipo estudio, un profundo sillón y una otomana, una mesa de juegos y una estantería con libros. Reproducciones impresionistas adornaban las paredes.

—Mistress Vandervoort —dijo amablemente la enfermera—, su marido ha venido a visitarla.

No hubo ningún reconocimiento, ni movimiento, ni respuesta hablada de parte de la figura que estaba en el cuarto.

Hacía mes y medio que Alex había visto a Celia y, aunque había esperado verla algo desmejorada, su apariencia actual le dejó helado.

Ella estaba sentada —si es que podía decirse eso de su postura— en el diván. Se había puesto de lado, apartando la cara de la puerta exterior. Tenía los hombros agobiados, la cabeza baja, los brazos cruzados sobre el pecho y cada mano se aferraba al hombro opuesto. El cuerpo también se había curvado sobre sí mismo y tenía las piernas dobladas, con las rodillas juntas. Estaba absolutamente quieta.

Él se le acercó y le puso suavemente la mano en el hombro.

—Hola, Celia… soy yo… Alex. He estado pensando en ti y, por eso, decidí venir a verte.

Ella dijo en voz baja, sin expresión:

—Sí —pero no se movió.

Él aumentó la presión del hombro.

—¿No quieres volverte para verme? Podríamos sentarnos juntos y charlar.

La única respuesta fue una rigidez perceptible, y la posición en la que Celia se había acurrucado se hizo más tensa.

El cutis, notó Alex, estaba manchado y el pelo rubio estaba despeinado. Pero incluso ahora su belleza gentil, frágil, no se había desvanecido del todo, aunque era evidente que no iba a durar mucho tiempo.

—¿Hace mucho que está así? —preguntó Alex a la enfermera, en voz baja.

—Todo el día de hoy y parte del de ayer; también ha estado así otros días —y la muchacha añadió directamente—: Se siente más cómoda de esta manera. Es mejor que no le preste atención, siéntese, háblele.

Alex asintió. Cuando se acomodó en el único sillón y se sumergió en él, la enfermera se alejó de puntillas, cerrando la puerta suavemente.

—La semana pasada estuve en el ballet, Celia —dijo Alex—. Daban
Coppelia
. Natalia Makarova tenía el papel principal con Ivan Nagy Frantz. Estuvieron todos magníficos y, naturalmente, la música es maravillosa. Recordé cuánto te gusta
Coppelia
, que es uno de tus ballets favoritos. ¿Recuerdas aquella noche, poco después de casarnos, cuando tú y yo…?

Podía traer claramente a la memoria, incluso ahora, cómo había estado Celia aquella noche… con un vestido largo de gasa verde pálido, y unos zapatitos que brillaban con el reflejo de la luz. Como siempre, había mostrado una belleza etérea, esbelta, impalpable, como si la brisa pudiera llevársela si él la descuidaba. En aquellos días rara vez lo hacía. Llevaban seis meses de casados y ella todavía tenía timidez ante los amigos de Alex, de modo que, a veces, en un grupo, se aferraba y se pegaba a su brazo. Como ella era diez años menor, a él la cosa no le había importado. La timidez de Celia, al comienzo, había sido uno de los motivos de que se enamorara de ella, y estaba orgulloso de que se apoyara tanto en él. Sólo mucho después, cuando ella siguió siendo apocada e insegura —tontamente, según le pareció a él— su impaciencia afloró a la superficie y finalmente se enojó.

¡Qué poco, qué trágicamente poco había comprendido! Con una mayor percepción podría haberse dado cuenta de que el origen de Celia antes de que se conocieran, era totalmente diferente al suyo y que nada la preparaba para la activa vida social y doméstica que él aceptaba como cosa corriente. Todo era nuevo y sorprendente para Celia, alarmante a veces. Era hija única de unos padres muy recluidos, de medios modestos, había sido educada en un convento, nunca había conocido la promiscua licencia de la vida universitaria. Antes de conocer a Alex, Celia no había tenido responsabilidades, su experiencia social era nula. El matrimonio aumentó su nerviosismo natural; al mismo tiempo las dudas sobre sí misma y las tensiones crecieron hasta que, finalmente —como explicaban los psiquiatras— el peso de la responsabilidad ante el fracaso soltó algo en su mente. Con intuición, Alex se culpó a sí mismo. Hubiera podido, según creyó después, ayudar muy fácilmente a Celia, hubiera podido aconsejarla, aflorar las tensiones, darle seguridad. Pero, cuando más había importado, no lo había hecho. Había sido descuidado, ambicioso… había estado muy ocupado… muy distraído
.

—Por eso la representación de la semana pasada, Celia, me hizo lamentar que no la viéramos juntos…

Lo cierto es que había visto
Coppelia
con Margot, a quien hacía ya un año y medio que conocía, que llenaba celosamente en su vida el hueco tanto tiempo vacío. Margot o alguna otra era necesaria para que él —un hombre de carne y hueso— no se convirtiera también en un enfermo mental, se había dicho Alex a veces. ¿O era acaso una mentira de mala fe, para atenuar convenientemente la culpa?

De
todos modos, éste no era ni el momento ni el lugar para introducir el nombre de Margot
.

—Ah, ¿sabes, Celia? Hace poco vi a los Harrington. ¿Te acuerdas de John y Elise? Me dicen que han estado en Escandinavia, para visitar a los padres de Elise.

—Sí —dijo Celia, sin tono.

No se había movido de la posición acurrucada, pero evidentemente escuchaba, y él siguió hablando, usando sólo la mitad de la mente, mientras la otra mitad preguntaba: «¿Cómo pudo suceder? ¿Por qué?»

—Últimamente hemos tenido mucho trabajo en el banco, Celia…

Uno de los motivos, suponía, había sido su preocupación por el trabajo, las largas horas en las cuales —a medida que se deterioraba el matrimonio— había dejado sola a Celia. Esto había sucedido, ahora lo sabía, cuando ella más lo había necesitado. Tal como estaban las cosas, Celia había aceptado sus ausencias sin quejarse, pero se había vuelto más reservada y tímida, sumergiéndose en los libros, o mirando interminablemente las plantas y las flores, como si pudiera verlas crecer, aunque, ocasionalmente —como contraste y sin motivo aparente— se ponía animada, hablaba incesantemente y a veces con incoherencia. En aquellos períodos Celia parecía tener una energía excepcional. Luego, con igual brusquedad, la energía desaparecía, y se quedaba nuevamente deprimida y decaída. Y mientras tanto, su compañerismo disminuía.

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