... y estuvo Jonás en el vientre del pez tres días
y tres noches. En sus entrañas él rogó a Yahvé.
JONÁS II, 1-2
H
ace varios años intenté componer una novela sobre la inmigración judía a nuestro país. Engordé mi fichero con documentos escritos y orales. Los personajes y las anécdotas nacían de una historia reciente, vibraban tan cerca —apenas a la vuelta de unas décadas— que empezaron a poblar todas mis horas. Sentía el estremecimiento de una epopeya seductora, caliente. Sentía ganas de narrarla. Fui llenando páginas de sufrimiento, heroísmo, fantasía, humor, tal como se había desarrollado ese proceso colorido y vasto.
Crucé el límite de las doscientas páginas. Recién llegaba a la Argentina con mi turbulento conglomerado de personajes; los acababa de poner en contacto con la chata Buenos Aires de fines de siglo. Y me detuve. Bruscamente. Cerré la carpeta, empaqueté libros, revistas, notas, esquemas y fichas. Hundí el barco, los sueños, las disputas y las promesas en un cajón. Y me dediqué a otros proyectos.
Aún no he dilucidado completamente las causas. Los escritores, con frecuencia variable —pero siempre con dolor— asistimos a la muerte de numerosas criaturas. Los cajones del escritorio, o los rincones de la biblioteca, o las bolsas de residuos, suelen transformarse en cementerios de esfuerzos silentes, incluso negados.
El protagonista de la novela se llamaba Benjamín.
Aparece repentinamente en una aldea de Europa Oriental —Mádivke— asolada por el hambre y los pogroms. Una asamblea de la agobiada comunidad lo envía a París —Benjamín es viajero, corajudo e insolente— para gestionar la ayuda de las instituciones que se ocupan de salvar judíos. Sus peripecias y tribulaciones salpicadas de comicidad permiten reconstruir buena parte de los mitos y prejuicios de la época. Logra establecer algunos contactos con magnates, burócratas y especuladores que, finalmente, contribuyen al traslado de varias familias. Así, Benjamín parte hacia Marsella, donde embarcará hacia América del Sur en compañía del sufrido contingente.
Pero se extravía en el trayecto. En realidad se extravía de la línea argumental. Yo me esforzaba por mantenerlo en los límites de la novela, lo cual era inútil. Se interna en un capitulo extraño. Extraño a la obra y extraño en sí mismo. Un capítulo que adquiere fuerza y autonomía. Que arranco de los originales y pretendo destruir.
La perspectiva de llegar al Río de la Plata lo ha trastornado. Tiene referencias de que ese río es ancho como un mar, marrón como la madera y nutritivo como los jugos de fruta. Se identifica con Benjamín de Tudela (el primer Benjamín trotamundos que en el siglo XII recorrió África y Asia en busca de las diez tribus perdidas de Israel) y comienzan a repicar en su desmadejada cabeza los relatos delirantes de Najman, el loco rabí de un bosque cercano a Mádivke. Todo esto lo empuja hacia la aventura extraordinaria, y lo rebela contra mi máquina de escribir.
Iba viajando en tren hacia Marsella, sin pasaje y sin dinero. Sus descomedidas relaciones con los millonarios de París no le habían reportado beneficio personal. Sólo la satisfacción de auxiliar familias, con las que debía reunirse en el puerto meridional, para seguir de inmediato a la Argentina, como dijimos. No se siente tranquilo. Lo agitan presentimientos sobre cosas grandes que van a ocurrirle, igual que a Benjamín de Tudela: conocerá países exóticos, cruzará ríos feroces y montañas hoscas, entrará en palacios hechizados, atravesará aldeas habitadas por guerreros indómitos y finalmente descubrirá una de las diez tribus perdidas. Pero los miserables empleados del ferrocarril se fijan en cosas chicas: advierten que un judío nervioso con zapatos agujereados, barba rojiza y mirada de bribón (él, Benjamín) viola los reglamentos del transporte: no paga boleto, invade compartimientos privados, roba en el vagón cocina. Consciente del riesgo, cancela provisoriamente las cosas grandes y huye de los empleados que no lo quieren dejar llegar a Marsella. Abandona el confortable tren, escapa de la policía y se oculta en carros de heno. Después consigue ser embarcado en un lanchón de carga que navega por el caudaloso Ródano hacia el Mediterráneo.
Tendido sobre tablones, conversa con las nubes. Parece enojado conmigo —su infidente autor, que le hizo hacer y decir muchos disparates. Y que no accede a dejarlo escapar de la novela. El lanchón se detiene en una antigua ciudad. Benjamín salta a tierra y me da la espalda, groseramente. Se introduce en el capítulo excéntrico. Le suplico por última vez que no se desvíe. Que reflexione. Que mantenga la coherencia. Pero no me escucha.
Sale, pues, del libro. Y desaparece por tres días y tres noches.
Camina por la orilla del Ródano. Mira la ciudad sin atreverse a recorrerla. Es un compacto montón de paredes enjabelgadas que sostienen tejados desde los cuales se elevan pañoletas de humo. Adentro hierven calderas. Imagina la buena comida. Pero para llegar a esa comida debería aventurarse por las callejuelas que zigzaguean y se oscurecen. En su interior esa ciudad debe tener la humedad de una calabaza podrida. Seguramente abundan los sótanos llenos de ratas donde se torturan herejes. Benjamín apura el paso, llega al final del muelle e intenta penetrar en una calle. Pero choca contra una muralla; la muralla es alta y larga, dura, fría. Sigue caminando junto al río y, por fin, se recuesta sobre un terraplén. Pronto —se consuela— aparecerá un buen judío que me ofrecerá albergue; me ayudará a ingresar en este lugar extraño.
Para serenarse evoca los cuentos de rabí Najman —que vive precariamente en el bosque cercano a Mádivke desde el día que perdió la razón—. ¡Cómo le gustan esos cuentos atiborrados de paradojas! Los cuentos de rabí Najman describen judíos andrajosos paseándose en mágicas fortalezas, príncipes negros que se ocultan del reflejo lunar, locos que enseñan verdades a los sabios, viajeros que recorren el mundo en tres noches. Él, Benjamín, es casi protagonista de uno de esos cuentos: acaba de apartarse de un viaje programado al Río de la Plata para buscar algo —no sabe qué— en una ciudad desconocida.
¿Desconocida? —se pregunta enrulando en el índice la despareja barbita mientras contempla con detenimiento paredes y tejados. Por entre los inestables cubos de las casas emergen las torres cónicas de una fortaleza (“¿judíos andrajosos paseándose por mágicas fortalezas?”). Allí reinaron los papas. En la cabeza de Benjamín estalla como una burbuja el nombre de Aviñón.
Se afloja sonriendo. Ya tiene el nombre. Ya tiene lo esencial. Ahora comenzarán a aparecer
príncipes negros
que
se
ocultan del reflejo lunar, locos que enseñan verdades a los sabios.
Y él, Benjamín,
recorrerá
el mundo en tres noches.
Presentía que todo esto se iba a cumplir.
Tuerce la cabeza hacia la derecha. Un niño descalzo empuja con su vara al burro aplastado de leña. Descubre tras los bamboleos del animal trozos de un amplio albornoz celeste. Los jirones de tela se cruzan con las tiesas patas. Arriba del albornoz aparece la vigorosa cabeza de un negro. Por el color de su piel, por su ancha nariz aplastada, no es un judío de Mádivke —chancea—. El negro se aproxima. Lo contempla. Y lo saluda en hebreo: la paz sea contigo.
A Benjamín le tiemblan las orejas. Se le esfuma la ironía. ¿Quién es este aparecido?, ¿un pope antisemita? ¿un verdugo enmascarado?, ¿una comparsa de la fortaleza? (“príncipes negros que se ocultan del reflejo lunar”).
El negro le comunica su nombre: Jefté. A Benjamín se le mezclan los cuentos de rabí Najman y se incorpora, tambalea. Jefté despide olor a metales, esbozando una tranquilizadora sonrisa, le pregunta si viene de los Cárpatos, si tiene dónde alojarse. Benjamín percibe vagamente que las preguntas contienen las respuestas. El negro Jefté lo está invitando a su casa —es el esperado (insólito) judío que vendría a darle albergue—. Intuye descubrimiento y maravilla.
Contesta que sí, que viene de los Cárpatos, y que no, no tiene dónde alojarse.
Entonces se apartan del río donde la tarde se cubre de amaranto y avanzan hacia un costado de la fortaleza sobre cuyas torres cónicas aún llamea la última luz. Benjamín advierte que pasan por una abertura reglamentaria porque no rebota contra la dura y fría muralla. Gira sin cesar los ojos y la cabeza para no perder detalles de los muros, las puertas y ventanas del exótico sitio, antes que la noche los borre.
Las callejuelas se amoratan, luego tiznan. Vadean una cinta de agua fétida. Los atropella una pandilla de chicos que se escabullen por un corredor como bandada de pájaros. Atraviesan una arcada. El solideo rojo de Jefté tiene bordada una inscripción apenas perceptible. Su espalda es vertical y muy fuertes sus tobillos. La túnica golpea con ritmo parejo sus piernas de sombra. Luego de penetrar hondo en el laberinto, enfilan hacia un portón rústico y pesado. Hay olor a encierro, a lana de oveja. Lo empujan. Una franja luminosa desgarra la tiniebla y rompe la cara de Jefté en trozos de bronce. Aparece otro negro. Y otro. Y otros. Les brillan las mejillas, los ojos, los labios gruesos. Y aunque los claroscuros confunden, Benjamín percibe el aliento de sus anchas narices. Entre los negros hay mujeres con pañuelos blancos y niños de ojos ardientes. De los horcones cuelgan lámparas, géneros, trenzas de mimbre y cacharros de arcilla.
Lo invitan a sentarse y le lavan los pies. Benjamín obedece con mucho de fascinación (y algo de miedo). Le entusiasma la costumbre bíblica, pero le alarma el esfuerzo de sus anfitriones por arrancarle toda la mugre. Su piel blanca, azulina de tan blanca, revive entre las manos negras que remueven el agua, lo acarician, frotan y arrebatan el cansancio.
Los negros se desplazan con ceremonia. Casi no hablan, absortos en el huésped, cuidándolo como a un cordero antes del sacrificio. Jefté se ha instalado a la cabecera de la rústica mesa y controla el cumplimiento de un programa que parece ensayado. Benjamín se repite (porque lo sacuden ramalazos de inquietud) que goza el privilegio de haber descubierto una comunidad extraviada, una de las doce tribus perdidas, que su ambición de parecerse a Benjamín de Tudela se ha cumplido. Observa que los hombres visten túnicas celestes. Las mujeres, por el contrario, lucen variedad de colores desde el agresivo bermellón al sepia.
Le señalan la mesa sobre la que fue tendido un mantel cuya guarda es un largo texto. En humeante bandeja llega el cordero asado, Jefté clava su cuchillo en la carne y divide las articulaciones. La piel crocante se abre lanzando vaharadas aromáticas. A Benjamín se le humedecen los labios hambrientos y los niños ríen bajito. Se ablanda la solemnidad. Pero no le sacan los ojazos de encima mientras sus dientes pelan los huesos.
Llegan otros negros que se instalan en los bancos apoyados contra la pared. Benjamín se atora —a pesar de sus rotundos presentimientos— cuando le dicen que comparte el asado con descendientes de la tribu de Efraín. Tose, le saltan las lágrimas. No puede ser cierto aunque sabe que sí. Su emoción lo empuja a preguntar. ¿Cuántos son? ¿Dónde vivieron antes? Ya había oído que los judíos suelen adoptar los rasgos físicos de otras razas. Pero no esperaba (¡sí esperaba!) una confirmación terminante. Y menos por vía directa de una tribu perdida. Los sueños de los locos y las narraciones de los poetas han triunfado sobre los imbéciles académicos. Los cuentos y las leyendas dicen la verdad. Quisiera ponerse a escribir una crónica sobre este descubrimiento asombroso. Narrar, explicar, describir. Ofrecer un testimonio inmortal, como lo han hecho los numerosos viajeros que lo han precedido. Mientras, debe saber más, absorber noticias, reunir datos, y pregunta. Pregunta sin separar lo principal de lo secundario mientras se enrula y desenrula la barba. Es una máquina de hacer preguntas.
Le proponen visitar la oculta sinagoga. Radiante y desenfrenado, dice que hasta ese día ha concurrido a la sinagoga antes y no después de llenarse el buche, que el estómago vacío provee alas al corazón y el lleno lo adormece, pero que ahora no lo dormiría ni un garrotazo de Sansón.
El paternal Jefté le rodea los hombros. Salen nuevamente a la noche. Las túnicas de los negros se inflan como nubes. La silenciosa ciudad del Ródano ignora que en su interior ha recalado una comunidad más codiciada que el diamante; y que un pintoresco judío de los Cárpatos está por adentrarse en sus fantásticos arcanos. Mientras, a Benjamín le parece que la callejuela profunda se retuerce escamoteando el objetivo. Los pasos suaves de sus anfitriones apenas rozan el empedrado. La columna de sombras va rodando sin ruido, como procesión de espectros. Benjamín siente la frescura que brota de los muros, de la oscuridad, de la brisa que produce la ondulación de los albornoces.
Se amontonan junto a una puerta que apenas se diferencia del muro. Chirrían los goznes. Adentro tiemblan las luces amarillas de varios candelabros. Ingresan de uno en uno y Jefté se ubica frente a una cortina que protege el Arca con los rollos de la
Torá.
Los ojos de Benjamín danzan, encantados. Registra las caras espejantes, los labios gruesos, el ámbito piadoso, el olor a muérdago y a jazmín y a velas derretidas.
Beben vino. Anhela consignarlo también, así como la reciente caminata, el ingreso ordenado, y la actual conversación destrabada, fascinante, que lo sigue atosigando de datos y sorpresas. Le proponen quedarse a oficiar de rabí. Benjamín se tironea la barba y golpea los hombros ligeramente encorvados para despertar. Si no sueña, habita en un cuento del loco rabí Najman. La propuesta es sorprendente. Bellamente absurda. Él no tiene categoría de rabí. En verdad, no tiene categoría de nada. Es un viajero impenitente, un judío descocado, travieso y sentimental.
Le contestan que ya conocen su ajetreada vida, lo cual es más impactante aún. Entonces él les pregunta si saben que antes de recalar en Mádivke, sobre los Cárpatos, había recorrido infructuosamente varios países buscando las famosas diez tribus, igual que el primer Benjamín, el de Tudela. Sí, saben, y por eso lo agasajan. Que llegó a la desesperada Mádivke poco después de un bárbaro pogrom. Sí. Que lo designaron para gestionar en París la emigración de ciento veinte familias. Le responden que saben todo, incluso los escándalos con Rothschild y la Alianza Israelita Universal. El mentón de Benjamín tiembla. Pronuncian un hebreo metálico que armoniza con los reflejos de su piel. Les pregunta si son magos, espías, simuladores, sabios del futuro. El negro Jefté pasa sus dedos negros por la boca, entrecierra los ojos y enhebra una explicación.