—Cómo voy a morir sin... sin... no, no debo morir; ¿sabe cómo proyectaba... terminar mi vida? —inspiró entrecortadamente—: con una fiesta, para despedirme... con una gran fiesta en el estadio de River... invitando a todos mis amigos del mundo entero.
Me desplomé junto a su pierna colgante. Alcancé a ver su mano que buscaba alcanzarme, pero que seguía lejos, lejos. Continuó hablando. Lenta, ronca, lastimeramente. Algunas frases perforaron la malla de mis sentidos contusos. Augusto Serafímer se aferraba al universo con desesperación. Mezclaba ciudades, institutos, teatros, hoteles. Y decía nombres. Muchos nombres. Una rueda fantástica de nombres que giraba en mi cabeza tras nubes de acuarela. Lo visitaban sus amigos: me impresionaron los bigotes de Dalí llenando el mundo y la melena de Mailer absorbiendo el mar. Sobrevinieron entonces los petardos de la pelirroja que insistía en un menú de operaciones inmobiliarias para pagar la nueva tarifa del peluquero; me dolía el abdomen como a Bergman en la playa de Ostende. ¿No fue así? El pobre Rodolfo Neuman sollozaba por el bueno de Augusto y porque tampoco nosotros, los científicos, nos retractamos bastante, qué horror. Venga, desagraviaremos a la obesidad con liebres a la francesa —decía Serafímer con paradójico entusiasmo—. ¿Conoce al director de la Filarmónica de Londres? Este es Raúl, que concibió los mejores edificios de Península Esmeralda, porque vea, hay periodistas y periodistas y usted muestra unas agallas que hacen subir el corazón a las amígdalas. Las amígdalas duelen. Estrangulan. Sacuden. Las sacudidas de ambulancia y los colores pálidos de las nubes que se incendian con los reflectores de los pasillos, o del quirófano.
En mi confusión percibí tramos de la penosa lucha librada por Augusto Serafímer. Eran flashes, para colmo deformados. Y en cada flash aumentaba mi tristeza, mezcla de rabia y desaliento. Su barbita se iba aplastando y sus manazas acariciadoras se convertían en guiñapos. De su boca dicharachera se escapaban las celebridades obtenidas con tanto sacrificio. Escapaban como pájaros. Y entonces su enorme cuerpo se abreviaba. Se desinflaba. Los trozos que incorporó a lo largo de una vida dedicada a contactar gente, se desparramaban por el cielo. Quedaba convertido en una piel vacía. Sin contactos no tenía más importancia. Sin contactos era nadie.
Sus ojitos, empero, continuaban brillando con esperanza en “los amigos”. Con la esperanza de poder convocarlos a todos en el monumental estadio y explicarles que se moría, pero antes los estrechaba en un abrazo muy fuerte y cariñoso y les tocaba la nuca con su mano paternal. Con la esperanza tenaz de relacionarse todavía con Henry Ford III, aunque sea para desagraviarse del estúpido accidente.
Esto no fue ocurrencia mía, ni siquiera soñada. Lo dijo cuando me desplomé sobre el asfalto, bajo su pierna colgante. Y lo dijo de nuevo quince días más tarde, cuando desde su armadura de yeso ordenó a su abnegada-feliz-eficiente Mónica que reservase pasajes para los Estados Unidos y gestionase un encuentro —donde fuera y como fuera— con Henry Ford. Su risotada amarilla —aún quejumbrosa— recuperó todos los pájaros y el enorme cuerpo se volvió a llenar de nombres célebres.
Levántate y ve a Nínive,
ciudad grande, y pregona contra ella,
porque su maldad ha subido delante de mí.
JONÁS I, 2
J
orge despierta con la boca pastosa y fuertes dolores en la espalda. “¡Es increíble que haya pasado esto!”, musita confundido. Se siente pequeño. Aporreado.
Se tambalea hacia la fresca recepción. Por las cortinas entra la luz de la mañana. Corre hacia un costado el jarrón chino desbordante de rosas amarillas. Sobre el escritorio de jacarandá, bajo el peso del artístico cortapapel de bronce que le regaló Olga cuando inauguraron esta residencia en Península Esmeralda, yace una escasa correspondencia: cartas comerciales, avisos, la revista del Automóvil Club. En su mano aprieta la única carta que merece ser leída. Se niega a reconocer que está despierto, que es verdad (“¡increíble!”, repite).
Acaricia las espinas de su mentón sin afeitar y se derrumba en los almohadones. Cierra los ojos irritados. La estremecedora hoja de papel se va convirtiendo en un bollo entre sus dedos. Y Jorge comienza a dibujar una incipiente, dolorosa sonrisa. Tonta, infantil, que le tironea la comisura derecha y luego se extiende hacia sus párpados abultados. La amplia ventana le ofrece la visión del mar calmo. Y más aquí la playa lactescente.
—David... —balbucea con ternura y una nostalgia que vuelve a bramar en su pecho como río torrentoso.
Conoció a David en el Colegio Nacional. Era un individuo flaco, de voz aguda. Siempre llevaba libros ajenos a las materias oficiales; nada de lo que recomendaban en el aula, sino grandes autores de la literatura universal como Zola, Dostoievski, Heine y Stendhal, o del sionismo socialista como Borojov, Gordon, Arlozorov y también Engels. Se burlaba de los profesores burgueses y domesticados que sólo saben repetir y ordenan repetir y quieren convertir a sus alumnos en una triste repetición de ellos mismos. Decía tener lástima de los compañeros que se sometían a esos simulacros de maestros o que se consideraban rebeldes porque iban tras las putas con plata robada a los viejos. Ni lo uno ni lo otro, es el suicidio: como abanderado de los profes o como vicioso de las putas. La vida es más hermosa.
Lo invitó a su movimiento. Jorge asistió embelesado a una actividad en la que David pronunció una brillante charla sobre el
kibutz.
Era un orador consumado. Manejaba con destreza los tonos de voz, las metáforas, las estocadas emotivas, los silencios. “No vayas a pensar que nací pronunciando discursos”, le aclaró a la salida del cine: “mis primeras charlas las estudiaba de memoria; las escribía con cuidado, las corregía y después las memorizaba línea por línea; incluso me miraba al espejo calculando la posición de la cabeza, los hombros y el efecto que producían mis manos. A medida que fui adquiriendo seguridad, ya no escribía todo el texto, sino los temas, algunos ejemplos, algunas frases de impacto. Y después me alcanzaba con esbozar un sencillo ayuda-memoria de tres o cuatro renglones. Ahora ni eso: me paro y fluyen las ideas, es decir las palabras.”
A los pocos meses el dinámico David anunció a Jorge que partirían de campamento. “Nos han prestado una estancia, nada menos”, dijo golpeando la tapa del libro
Nuestra plataforma
de Dov Ber Borojov, luminosa Biblia del sionismo socialista. Llenaron un ómnibus, entre chicas y muchachos. En el trayecto cantaron canciones viejas y aprendieron tres nuevas: de los partisanos durante la resistencia a los nazis, de los
jalutzim
en las arenas del Néguev y de Atahualpa Yupanqui en el sufrido campo argentino. Un grupo se encargó de levantar las carpas y los demás de explorar los alrededores, preparar el asado, poner las frutas en lugar fresco. Esa tarde David eligió un árbol de palo borracho en flor y los hizo sentar en ronda; dio una clase sobre la estructura social anómala del pueblo judío y la necesidad de volver a la tierra, al trabajo que redime; demolió las esperanzas del éxito colectivo a través de engañosos ascensos económicos o académicos: los judíos seguiremos siendo vulnerables y trágicos mientras no volvamos a prendernos de la tierra.
Después fueron a nadar. El arroyo que atravesaba un ángulo de la estancia había sido represado con un dique de troncos y piedras. El espejo de agua era tan amplio que, con algo de imaginación, podía pensarse en una laguna. Jorge apenas sabía flotar; hacía la plancha o avanzaba hacia adelante sin atreverse a sumergir la cabeza; cuando temía no hacer pie comenzaba a mover las cuatro extremidades con tal desesperación que su estilo fue calificado entre risotadas y silbatinas de “sálvese quien pueda”. Se esforzó entonces por sumergir la cabeza y mejorar su estilo; al menos conseguía flotar. Se desplazó como un submarino, sin respirar, y volvió a pararse. Le explicaron que tampoco era difícil mantenerse a flote cuando no hiciera pie: bastaba mover lenta y relajadamente las piernas. Ensayó un poco y al rato creía que sus progresos eran enormes. Entusiasmado, Jorge comunicó haber descubierto otro estilo —que reivindicaba el anterior infamante—. “¡Miren: estilo perro!” Movía los brazos y las piernas levantando el hocico. Se cansó enseguida, pero esa vez no encontró base y se hundió como una estaca. Al tocar fondo picó hacia arriba. “¡Auxilio! ¡Saquen...!” El agua le entró por la nariz, le llenó la garganta. “¡Auxi...!” Rebotaba en el fondo, mortalmente cansado. “¡Ahogarse en tan poca agua!”, se reprochaba con desesperación. Levantaba las manos, cada vez con menos energía en medio de sus compañeros que festejaban la presunta broma y se reían de su asfixia. Sus saltos más débiles traducían la resignación. David, desde el lejano árbol, percibió la onda de angustia que perforaba débilmente la gritería. Abandonó su libro y corrió hacia el embalse. Se arrancó las sandalias y se zambulló vestido. Atenazó la mandíbula de Jorge y lo arrastró hacia la orilla. Un estupor culposo petrificaba a los bañistas. Lo acostó boca abajo sobre la hierba y le masajeó las costillas. Jorge empezó a vomitar. Al rato se sentía mejor.
Mejor que ahora, en su reluciente mansión de Península Esmeralda, también dolorido, contradictorio y achicharrado.
Aunque, en lo que se refiere a ese accidente, debería sentirse muy bien: las consecuencias fueron notables, ya que la natación ha dejado de ser un problema. Tuvo que cambiar cuatro profesores, es cierto, y no le ganaría una carrera a David, pero podría merecer su aprobación. En la amplia piscina que el arquitecto instaló en el parque podrían evocar aquella truculenta situación en la que se moría al compás de las carcajadas. Alojaría al dinámico David en su residencia, ya que Jorge tiene dos cuartos para huéspedes. Además, Península Esmeralda cuenta con un moderno aeropuerto internacional; David no tendría que soportar demasiadas escalas desde la lejana Israel.
Jorge repasa los itinerarios posibles; aconsejaría el directo con escala técnica en Londres. El largo y firme David aparecerá sonriente en el aeropuerto y saludará con una mano en alto como el líder que fue y siguió siendo, como le contaron a Jorge que saludó desde la escalerilla del barco que lo llevó por primera vez a Israel, primera y definitiva vez porque fue a integrarse en el nuevo y heroico país. “Los judíos y los argentinos”, solía repetir, “padecemos la enfermedad del desarraigo, y yo siento la posibilidad de arraigarme en la tierra que me provee una memoria de cuatro mil años.” En aquella ocasión —hace veintiséis años— Jorge sintió culpa, vergüenza, por no tener suficiente coraje para acompañarlo en tan admirable proyecto y se quedó en casa. Los que sí fueron al puerto abrazaron a David y le desearon suerte, porque necesitaba y merecía toda la suerte. Cuando el barco lanzó su pitada ronca David pronunció las últimas palabras —le dijeron— que estaban destinadas a vos, Jorge: rogó que te comunicáramos su cariño y cuánto lamentaba que tu gripe te hubiera imposibilitado ir a despedirlo; después trepó los escalones, saludó con el brazo en alto, así, como acostumbraba hacerlo cuando llegaba tarde y nos encontraba reunidos. Jorge evocó tantas veces la escena nunca vista como si la hubiera visto. Llegó a proyectarla en duermevela como si fuese una película, que también puede correr en sentido inverso: David aparece en la negra puerta de la nave, saluda con el brazo en alto, desciende los escalones, habla de Jorge... y Jorge se acerca, le estrecha la mano, lo abraza, le ruega que lo perdone.
Transcurrieron veintiséis años. Al principio David le escribía impresiones del
kibutz
y de toda Israel, observaciones sociopolíticas, comentarios muy breves sobre sí mismo. El empequeñecido Jorge le contestaba con gran esfuerzo, ahogado por la culpa de quedarse a estudiar, hacer carrera y haberse vuelto decididamente egoísta. Al cabo de unos meses las cartas venían con intervalos muy extensos y por último dejaron de venir. Ahora —aplastado en los almohadones— oprime en la mano izquierda la última carta, la que rompía el silencio de años, la que reanuda con violencia el contacto, la amistad, la admiración.
¡Incomparable, flaco, elevado David! En esta carta borroneada a la disparada llegaba un anuncio. Era como si llegara David en persona, como si su ascética figura ya ocupara espacio en Península Esmeralda. Debía contarle a Olga. Olga tiene que participar, conocer a David tal como él lo conoció. Imagina el fragor de un jet aterrizando en el aeropuerto; en éste no llega David. Pero puede hacerlo en el siguiente, es necesario averiguar rápido por teléfono o personalmente. Desplazarse a gran velocidad por la avenida costanera sobre cuyo lado marítimo hacen guardia las palmeras cargadas de incomibles frutos dorados. Las residencias y los edificios se van espaciando a medida que la ruta se interna rumbo al aeropuerto. Y aparecen los grandes carteles indicadores, la lejana torre de control y el enorme acceso. Muchos automóviles en fila. La rampa. Jorge entra en los dilatados salones provistos con pizarras informativas. El vuelo directo de Londres llega con una pequeña demora. Todavía agitado por la carrera —que resultó innecesaria—, dice Jorge a Olga: “Podemos tomar un café”.
Pese a su excitación, lo que más desea es hacerle entender a Olga qué tipazo magnífico era David. “Veintiséis años. Arraigado a su
kibutz
sobre las montañas de Judea, cerca de Jerusalén. Hizo de todo: atender el corral, ordeñar vacas, remover piedras, plantar árboles, conducir turistas, asesorar al gobierno, dirigir un batallón en la guerra, y hasta cumplir dos o tres misiones diplomáticas breves. En sus primeras cartas me describía cómo plantaban árboles. Lástima que en nuestras visitas nunca solicitamos ver eso, Olga, hay que anotarlo para la próxima. No es lo mismo en el Néguev que en Judea o el valle de Afula. Cerca de su
kibutz
se cuelgan de sogas, es impresionante, buscan agujeros en las laderas de las montañas, o los fabrican, afirman el retoño, lo aseguran, lo riegan. Así van extendiendo la mancha verde por ‘la calvicie de infinitos pedernales’, como decía en una carta. Además David participó en tres guerras, digamos las guerras oficiales, porque fueron muchas más; fue una guerra de veintiséis años realmente; su
kibutz
estaba al alcance de emboscadas, cohetes y hasta francotiradores. Un incendio destruyó parte del bosque cercano. ¿Te imaginás el dolor, la bronca? Los arbolitos plantados con esfuerzo de acróbatas, regados con el agua que apenas alcanzaba para beber, cuidados como hijos. Esa era una injusticia en serio. Cómo se habrán desesperado y llorado cuando el incendio. ¿Sabés que no lo imagino llorando, sin embargo? David siempre infundía fervor y esperanza. Habrá hecho lo mismo: fervor mientras luchaban contra el fuego, esperanza mientras contemplaban los árboles carbonizados. Y hablando de fuego... ¡Ah, Olga! Escuchá esto: una noche armamos una fogata; cantamos, bailamos en ronda, después relatamos anécdotas y, por último, habló David. Habló sobre ética judía, ¡fijate qué tema! Me acuerdo claramente. La noche poblada de susurros, las estrellas muy brillantes, y David contándonos la historia del profeta Amós y sus violentos discursos contra los poderosos, los explotadores, los insensibles, y todo eso para traernos a la actualidad, explicarnos la urgencia de una metamorfosis colectiva, recuperar el vínculo con la tierra, con la naturaleza y despojar las relaciones humanas del cálculo mezquino. Yo te lo cuento así, rápido, pero él lo explicaba con ejemplos, con razonamientos, con emoción. Y te aseguro que jurábamos seguir sus enseñanzas y su ejemplo, convertirnos en soldados de la redención, abandonar las trampas de las ambiciones vacías. Enlazados por los hombros, volvimos a cantar
Am
Israel jai
(el pueblo de Israel vive); ¡vivía y hervía en nuestros corazones de pequeños héroes! Cantamos hasta que se terminaron las ramas secas y se terminaron las llamas rojas y azules. Quedaron los carbones y seguimos cantando hasta que también se apagaron los carbones. Miré las estrellas, como ahora miro tus ojos, y dije: ésas no se apagan nunca, así no se apagará nuestro ideal.”