A la mañana Claudio ingirió varias aspirinas con el café doble. Sin concederle a su mujer derecho al desahogo, buscó unas carpetas y fue a encerrarse en su oficina. Había descifrado el mensaje. Don Ambrosio es el miserable millonario que otorga la rehabilitación; no individualmente: sí el conjunto que integra su clase. Se desgarraba la niebla de su mala suerte. Península Esmeralda le ofrecía un filón inmenso. Estudió el plano de la ciudad, evaluó los puntos clave y marcó tres. Dibujó algunos croquis, los abolló. Abrió el grueso y polvoriento índice de direcciones. Anotó los enlaces que lo conducirían a las reparticiones decisivas. No en vano trabajó varios años con Cornejo y el energúmeno de Siles acumulando experiencia, audacia. No en vano fue acumulando envidia. Cerró el índice y dejó caer la cabeza sobre el escritorio de fórmica. Maravilloso. Es una idea genial. Un programa formidable. Pero exigente. Pesado al principio: tendré que viajar, hablar, proponer, seducir. Pero su factibilidad es notable. Raro que no se le haya ocurrido a otro, ni siquiera a Cornejo y Siles. ¿Raro?... ¡Este proyecto significará su ruina!
Después de la prolongada negociación, Cornejo (entumecido) y Siles (aún rojo) descienden a la calle; les duele la resonante frase final: Espero una semana; si hasta entonces no aceptan mi propuesta... lamentándolo muchísimo, firmaré
¡
la ruina de Península Esmeralda!
Antes de subir al auto Cornejo se tironea la garganta seca y propone tomar una copa. Se sientan en la terraza del bar junto a un macetón brotado de rosas chinas. Llegan los zumbidos de la costanera. Permanecen callados.
Siles llama al mozo para ordenarle otra vuelta y a continuación pregunta a Cornejo si aceptará la extorsión de Claudio Astigarraga. Cornejo se frota los párpados, se contrae.
—Son muchas exigencias: ¿cuál es la más peligrosa? Incorporarlo a Opus “con todas las plenipotencias”, como se ha expresado. Eso significa reconstruir la vieja y muerta sociedad de los tres.
—Opus ya no es más la empresa de los comienzos —sigue Cornejo—, en que bastaba con ganar en el casino. Por otra parte, no olvides que Astigarraga querrá volver a imponernos su metodología y nos hará repetir los sobresaltos de otra época.
—No lo quiero como socio —afirma Siles—. Podría aceptar darle dinero, locales, tierras; eso podría aceptar. Pero incorporarlo... ¡y a partes iguales! Yo jugaría la última carta: es cierto que tuvo una idea brillante y ha conseguido avanzar muchísimo en poco tiempo; eso es verdad; pero —guiñó el ojo izquierdo—, no dispone de dinero en efectivo... ¿te das cuenta?
—¡Este programa no requiere dinero en efectivo! —había reflexionado Claudio Astigarraga después de ingerir varias aspirinas con el café doble en aquella mañana de repentina lucidez—; no tengo que hacer ningún gasto importante. Bastan mis contactos con los dirigentes sindicales de tres gremios líderes. Península Esmeralda se ha convertido en un polo de turismo edénico. Vienen los millonarios y los aspirantes a millonarios y tras ellos los snobs y los artistas y los periodistas sacando fotos y haciendo reportajes —eructa las aspirinas—. Ya existen residencias de ensueño, comercios de lujo y toda la infraestructura para la diversión en gran escala: piletas olímpicas, canchas de golf, de tenis, club hípico, puerto de pescadores y puerto para velerismo, confiterías, bancos, cines, teatros, casino. Y aunque esto no interesa en forma directa, sí interesa, ¡y mucho! por la fascinación que ejerce sobre las multitudes esclavas de la moda. Estas multitudes todavía no vienen. Hasta hoy afluyen solamente los ricos, los especuladores, los ambiciosos de status. Pero sobre Península Esmeralda también habla y sueña otra población que hojea revistas, mira la tele y no se anima a visitarla porque dicen que es carísima y una semana de hotel no la pagás ni con un año de sueldo. Esta población se descolgaría sobre sus playas, avenidas, parques y sitios de diversión si existiese un medio, un sistema que lo posibilitara —nuevo eructo, tan ácido como el anterior.
El rostro desarticulado del albañil ebrio, cuya nariz subía hasta el pelo grasiento y cuyo ojo se desprendía, le transmitió el mensaje: un albañil no, muchos albañiles sí. Miles de asalariados. La muchedumbre que forman los metalúrgicos, ferroviarios, taxistas, estibadores, obreros de la construcción, alimentos y tantos otros. Vendrán en densos enjambres, como nubarrones. Llenarán los bares, los negocios, los cines. La tumefacta cara del albañil, descompuesta en millares de caras, horrorizará a los dueños de Península. La nariz que subía del mentón al pelo, descontrolada, simbolizaba el descontrol monumental que modificará la vida, costumbres, colores y hasta olores de este sitio exclusivo. Los esbeltos cuerpos de las mujeres sometidas a tratamientos estéticos se mezclarán promiscuamente con los cuerpos de mujeres ordinarias y las playas se ensuciarán con vasitos de plástico y restos de comida barata y con chiquilines mal educados que engullen sándwiches de mortadela con vino y soda y por ahí vomitan entre quienes juegan estentóreamente al truco. Los invasores se sentarán en las mesitas de las terrazas con sus hijos pegajosos y hasta se meterán por contingentes en los restaurantes sofisticados. Las sutiles barreras entre las clases sociales no serán sutiles, ni barreras, ni nada. Los valores de las residencias, de las audaces torres, de los loteos de maravilla, bajarán en forma estrepitosa. Los viejos y los nuevos ricos serán expulsados por la peste de los asalariados. Y tendrán que buscar otras tierras. Pondrán en venta sus propiedades y al no conseguir buen precio intentarán alquilarlas, pero las ofertas miserables los empujarán a intentar de nuevo la venta; entonces serán espantados por la realidad: no hay otros clientes para sus soberbias mansiones... que ellos mismos —sentenciarán con desconsuelo las alicaídas inmobiliarias—. El circuito cerrado, que es la gloria de Península Esmeralda, será también su perdición.
Necesito entusiasmar a dos o tres obras sociales —seguía mascullando Claudio—, para que construyan algunas unidades turísticas. Las primeras oleadas se ocuparán de la propaganda boca a boca, que será apoyada por algunos pantallazos de televisión y un par de artículos en revistas de circulación masiva. Con eso alcanzará. El contagio se ocupará del resto. Eso sí: los hoteles de los gremios deberán implantarse en lugares visibles y dominantes. La compra de tierras será efectivizada por terceros; hay que evitar los precios excesivos o la negativa —patriótica— de los millonarios.
Nely olvidó en un cajón de la cómoda las tarjetas cuidadosamente impresas que no generaron un solo cliente. Se alegraba de verificar que las atroces caídas de Claudio eran pasajeras; menos mal que no la encegueció la vergüenza ni la rabia. Menos mal que Adrianita no se afectó con el derrotismo transitorio de su padre.
La energía le alcanzó a Claudio, felizmente, hasta el momento en que tuvo que enfrentar y persuadir a los dirigentes gremiales. La buena acogida —esperada y, al mismo tiempo, inverosímil— le inyectó más ánimo. La facilidad con que pudo llevar adelante el proyecto (¿coyuntura favorable?, ¿excedente financiero?, ¿interés político?) le devolvió la casi olvidada seguridad en sí mismo.
—Cornejo y Siles se arrepentirán de haberme dejado ir —dijo a Nely.
—Cornejo y Siles ni se acuerdan de vos. Aquella vieja sociedad de los tres está muerta y remuerta —replicó afirmando sus pies sobre la tierra.
—Se puede resucitar —le guiñó el ojo derecho.
—¡Para qué! Vos construirás hoteles para los sindicatos; y ellos se ocupan de inversiones privadas. Cada cual en lo suyo.
—Mis hoteles damnificarán a sus inversionistas.
—No será tu culpa. Ni tu intención —Nely se inquieta, teme que Claudio abandone el camino cuerdo para dedicarse a saciar un resentimiento que es insaciable y muy peligroso.
—No sé si no es mi intención... (es mi intención).
—Un par de hoteles no modificará las bases económicas de un lugar tan rico como éste.
—Un par de hoteles gremiales producirá más hoteles gremiales. Esta suposición me la confirmaron los mismos sindicalistas. Yo sé lo que te digo: mi proyecto será la peste.
—Por lo que se ha visto hasta ahora, siempre que hay peste ¡los únicos que se salvan son los ricos! —Nely sacó la Pirex del horno con un grueso repasador; le temblaban las manos.
—Ésta será una peste para ricos. Exclusiva. ¡La última exclusividad de la exclusiva Península Esmeralda!
Ella se aproximó a su marido y lo abrazó.
—Te ruego, Claudio, que pensés solamente en
tu
proyecto,
tu
trabajo,
tu
éxito. No gastes una pizca de cerebro en vengarte de los otros, en soñar lo que pasará con los otros.
—¡Imposible! Para que unos se enriquezcan, otros deben empobrecer. Opus, por ejemplo...
—¡Opus no es tu empresa! Tu empresa se llama Claudio Astigarraga.
—Opus caerá en el abismo. A menos que...
—No caerá en ningún abismo. Tiene recursos, inversiones —Nely hizo una pausa y, con angustia, preguntó—: a menos que ¿qué?
—A menos que acepten incorporarme como socio a partes iguales, con todas las plenipotencias.
—¡Estás delirando!
—Te aseguro que no.
—Claudio: es imposible. Imposible. Ellos no te aceptarán. No te necesitan. Además... no entiendo. ¿Por qué asociarte? Has descubierto un excelente filón: dedicate a lo tuyo.
—Es un filón negociable, ¿no te das cuenta? A cambio de anularlo (y ellos rogarán que lo anule) exigiré recibir tanta ganancia de un solo saque como la que me reportarían varios años de laburo muy intenso.
—No me gusta.
Claudio giró la crocante porción de pastel de carne que ella depositaba en su plato y empezó a comer con apetito. Presentía que sus ex socios le hablarían.
Así ocurrió. Le hablaron durante cuatro horas y media. Y salieron cabizbajos, con tan sólo una semana de plazo para rendirse a los pies de Claudio Astigarraga.
Al día siguiente de la negociación maratónica, agitándose en su pecho las oriflamas del triunfo, Claudio telefonea a los dirigentes gremiales para solicitar que se postergue por unos días la firma de los contratos, es decir una semana a partir de este momento, exactamente una semana. ¿Causa?, le preguntan. Eh... una lumbociática que le impedía viajar, nada grave por suerte, pero dolorosa; el médico le ordenó reposo; pero firmarían dentro de una semana a la misma hora; todo en orden, ningún inconveniente, por supuesto. Cuelga. Sobre la mesa aún lo miran los ceniceros agobiados por montañas de puchos, testigos de sus demandas terminantes (cínicamente cordiales) a los acaudalados ex socios. Y también testigos del misericordioso plazo. Demasiado extenso —frunce los labios, arrepentido por haberles aflojado esa concesión—; hubiera alcanzado con veinticuatro horas; pero lo dicho dicho está. Abre los planos. Revisa los pliegos de especificaciones. Nada importante que añadir. Guarda las carpetas y regresa a su hogar. Esa noche exhuma la abandonada máquina de fotos.
¿A
quién vas a fotografiar?, pregunta Adrianita. A vos, a mamá, y a esta ciudad, antes de que empiece el gran cambio.
Ha transferido la grave decisión a Cornejo y Siles. Ellos son ahora los responsables de Península Esmeralda. O lo incorporan a Opus o se aguantan las consecuencias. Si la maravilla del Atlántico cae en precipitada degeneración, la culpa será únicamente de ellos. A él no le queda más que aguardar una respuesta. Se divertirá sacando fotos de calles elegantes, avenidas despejadas, playas limpias y letreros megalomaníacos... que pronto considerará suyos o pronto los herirá de muerte.
Nely repite que el proyecto de Claudio no turbará demasiado a sus ex socios. Tal vez les haga cosquillas.
Siles viaja a la capital para jugar su última carta. Cornejo le desea suerte. Confía en el rubicundo Siles: para los grandes desafíos es un as.
Claudio Astigarraga no recibe respuesta en el tiempo estipulado. Ha vencido la semana de plazo que les concedió de mala gana, sólo para no parecerse a un verdugo, y no han tenido la decencia de llamarlo por teléfono siquiera. Se enfurece. Cabrones desagradecidos, irresponsables de mierda, egoístas —masculla sin cesar y sin consuelo mientras arma su equipaje, reúne planos, pliegos de especificaciones, demás instrumentos contractuales y viaja a firmar la ruina de Península Esmeralda. Hubiera preferido la otra solución, pero me empujan al rol del asesino. Llega con excitación y angustia. Saluda a los dirigentes sindicales. No le temblará la mano y desatará la hecatombe. La tienen merecida.
Pero no se produce la hecatombe.
Regresa a Península Esmeralda bajo los efectos de una alucinación. Tiene la cabeza fragmentada como la de don Ambrosio en el bar La Palmera; sus pensamientos giran como reflejos inestables, dolorosos.
Sentado de nuevo en el sucio y oscuro bodegón, se dedica a rumiar preguntas. Estérilmente, por cierto. Preguntas sobre el imprudente plazo de una semana, la subestimación de sus ex socios, la negociación innecesaria al servicio de su resentimiento y no de sus intereses, y otros errores que condujeron a la sorpresiva “clemencia” que los dirigentes sindicales decidieron extender, increíblemente, sobre los millonarios de Península Esmeralda —dejando todo como estaba—, después de evaluar costos, política y otros ofrecimientos más interesantes.
Entonces dijo Dios a Jonás: ¿tanto te
enoja la hueca calabacera? Y él respondió:
mucho me enoja, hasta la muerte.
JONÁS IV, 9
J
ulio Rav hace una evaluación regocijante: la Felalí (Federación Latinoamericana de Ligas) lo ha contratado como asistente del director ejecutivo; este trabajo lo ayudará a resolver su conflicto vocacional, además de brindarle beneficios inmediatos. Antes lo había atraído la electrónica, pero últimamente lo galvanizaban las ciencias políticas. Julio Rav ha cumplido veinte años y necesita acabar con las anacrónicas dudas. La Felalí parece —anhela convencerse a sí mismo— un instrumento providencial para su futuro.
Como es de público conocimiento, esta organización funciona en el noveno piso del edificio Everest —rascacielos blanco que mira al Río de la Plata y quiere ser reconocido como la cumbre más alta del mundo sin tener forma de cumbre ni ser la más alta siquiera de Buenos Aires—. Es rama de la Comulí (Confederación Mundial de Ligas con sede en Viena y status de organización no gubernamental de las Naciones Unidas). En la recepción de la Felalí la cara joven y los pechos florecidos de María Claudia atienden al público tras un escritorio francés. Suministra información oral y abundantes folletos para los curiosos que se aventuran hasta su mórbida figura. La rodea una fiesta de posters azules, negros, plateados, que representan a numerosas ligas: de empresarios, fútbol amateur, niños abandonados, defensa del consumidor, nudistas, amigos del arte snob, refugiados, ciclistas, astrólogos, lectores de Vargas Vila, forestadores voluntarios, ex linyeras, obesos, defensores del tango, abuelos juveniles. Ligas pequeñas y grandes, provinciales, nacionales y mundiales. Deporte, profesiones, autodefensa, caridad. Alegre montón en democrática mezcla. María Claudia parafrasea a Marx: “ligas del universo: ¡uníos!”.