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Authors: Bret Harte
La vastedad de las desiertas regiones ganadas para los Estados Unidos en el Oeste obligó a sus pobladores a ejercer las más diversas actividades. Así BRET HARTE (1836-1902), nacido en Albany, amigo y protector de Mark Twain, fue sucesivamente maestro de escuela, empleado de farmacia, minero, mensajero, tipógrafo, reportero, autor de cuentos cortos, colaborador regular del
Golden Era
y, a partir de 1868, director de la importante revista
Overland Monthly.
En sus páginas aparecieron esas breves y patéticas obras maestras «The Luck of Roaring Camp» (La suerte de Roaring Camp), «The Outcasts of Poker Flat» (Los expulsados de Poker Flat), «Tennessee’s Partner» (El socio de Tennessee), que el autor reuniría bajo el título de
The Californian Sketches
(Bocetos californianos) y que fueron, acaso, una revelación del Oeste. Un poema humorístico
The Heathen Chinne
(El chino pagano), lo hizo famoso desde el Pacífico al Atlántico. En 1878, a pedido suyo, fue nombrado cónsul en la ciudad de Crefeld, en Prusia, y luego en Glasgow. Sus últimos años los pasó en Londres.
JORGE LUIS BORGES
(Introducción a la literatura
norteamericana)
Bret Harte
Bocetos californianos
ePUB v1.0
chungalitos05.04.12
Título original:
Californian Sketches
Traducción de Ramón Volart
Biblioteca de «La nación»
Buenos Aires, 1911
eBook del Proyecto Gutenberg remaquetado, revisado y corregido:
A principios de 1902 falleció en Londres un americano cuya vida podría parecer singular aun en su país natal, donde por cierto abundan los hombres que se complacen en desafiar las circunstancias de una existencia azarosa y llena de incertidumbre. Fue sucesivamente minero, maestro de escuela, corrector de pruebas, tipógrafo, editor y últimamente cónsul de los Estados Unidos en Glasgow y Londres. Quiso la suerte que le diera por escribir, y entonces este hombre hizo lo que debieran hacer todos los que se sienten con vocación o que creen sentirla: se inspiró en un ambiente donde había vivido por muchos años, y copió, o mejor, idealizó costumbres y figuras de ese ambiente, con tanto arte y tanto talento que dejó admirado al mismo Dickens cuando este gran novelista inglés leyó por primera vez
Los Desterrados de Poker Flat
.
El lector habrá ya comprendido que aludimos a FRANCISCO BRET HARTE, el novelista americano. No será inútil agregar que la muerte le sorprendió a los 62 años, cuando estaba todavía en la plena actividad de su espíritu, habiendo editado el año anterior
Under the Redwoods
y otro cuento
From Sandhill to Pine
.
A los catorce años emigraba de Albany, su ciudad natal, para California, en busca de mejor fortuna. Era en la época de la fiebre del oro, y una verdadera corriente humana se precipitaba en los valles de este territorio en busca de Eldorado con su relativo Pactolo. Era por lo general la hez del mundo esta que iba a la conquista del Vellocino. Gente de antecedentes ignorados, pero resuelta y hecha como para el género de vida que iba a emprender. En unos pocos años aquella sociedad, bizarramente cosmopolita, hizo todo lo que en el resto de la tierra se ha organizado poco a poco, a través de los siglos; esto es, se ordenó, se dio una ley y una administración. Pero entretanto, en el comienzo (justamente cuando BRET HARTE se hallaba en California), la única ley fue la del más fuerte y las pendencias acababan a tiros, y quien podía imponerse tenía razón. De aquí esa vida errabunda de los
placers
, esos mineros que jugaban en una noche una fortuna ganada en tres meses, esos juicios sumarios contra los que violaban la ley improvisada de los campamentos, esos aventureros formidables, héroes de garitos y terribles Don Juanes en un país y en una época en que los favores de las pocas mujeres que se aventuraban a vivir en un ambiente como aquél, eran disputados con el revólver. ¡Ay de los débiles y de los cobardes! Así nace ese intrépido Oarkust, de una frialdad temeraria, bello como un héroe griego. Así viven los personajes de BRET HARTE en esa sociedad caótica, mitad aventureros y mitad hombres de bien, bandidos y mineros, varones de voluntad indomable, duros, ásperos, acerados, dispuestos a cualquier cosa en cualquier momento, y hasta a acciones generosas y nobles también, en caso de presentárseles la ocasión.
Porque esto es especialmente digno de notar: una indefinida melancolía se difunde sobre todos los personajes de BRET HARTE. Esa gente parece, después de tanto roce brutal, y de tanto combate, tener una secreta nostalgia de amores más puros y de ideales más elevados. De esa tosca y en ese cieno brotan como pálidas flores del destierro, figuras encantadoras de hombres, mujeres y niños. Hay amores quiméricos, amistades salvajes, una necesidad de querer a alguien que todo un campamento de mineros siente prepotentemente al adoptar al pequeño Tommy, el hijo de una desgraciada, nacido en el abandono y en la infamia en el Roaring Camp. Y esta poesía singular os penetra en lo más íntimo del alma, por contraste con la aspereza de esas figuras endurecidas, como quien, ante vosotros, inesperadamente, arrancase de un tosco instrumento las más suaves y tiernas melodías.
Durante muchos años BRET HARTE esparció estas perlas de su talento en las revistas americanas, especialmente en el
Overland Monthly
, por él mismo editada. Rimó también con sentimiento exquisito, delicadas poesías como los
Poemas del Este y el Oeste
. Pero a nuestro parecer, la nota más alta y original de su obra son, precisamente, estos cuentos, que constituyen la
cristalización literaria
—en el sentido stendhaliano—, de la California de los tiempos heroicos, de la tierra del oro, de la sangre y de las aventuras, que afortunadamente para la civilización —pero quizá no para el arte—, ha cedido ante otra California bucólica, comercial, donde se vive tan bien como en todas partes, y que el corte del istmo de Panamá acercará a Europa de unos veinte días.
En el lugar en que empieza a ser menor el declive de Sierra Nevada y donde la corriente de los ríos va siendo menos impetuosa y violenta, se levanta al pie de una gran montaña roja, Smith's Pocket
[1]
. Contemplado desde el camino rojizo, a través de la luz roja del crepúsculo y del rojo polvo, sus casas blancas se parecen a cantos de cuarzo desprendidos de aquellos altos peñascos. Seis veces cada día pasa la diligencia roja, coronada de pasajeros, vestidos con camisas rojas, saliendo de improviso por los sitios más extraños, y desapareciendo por completo a unas cien yardas del pueblo. A este brusco recodo del camino débese tal vez que el advenimiento de un extranjero a Smith's Pocket, vaya generalmente acompañado de una circunstancia bastante especial. Al apearse del vehículo, ante el despacho de la diligencia, el viajero, por demás confiado, acostumbra salirse del pueblo con la idea de que éste se halla en una dirección totalmente opuesta a la verdadera. Cuentan que los mineros de a dos millas de la ciudad, encontraron a uno de estos confiados pasajeros con un saco de noche, un paraguas, un periódico, y otras pruebas de civilización y refinamiento, internándose por el camino que acababa de pasar en coche, buscando el campamento de Smith's Pocket, y apurándose en vano para hallarlo.
Tal vez encontraría alguna compensación a su engaño en el fantástico aspecto de aquella Naturaleza singular. Las enormes grietas de la montaña y desmontes de rojiza tierra, más parecidos al caos de un levantamiento primario geológico que a la obra del hombre; a media bajada, un largo puente rústico parece extender su estrecho cuerpo y piernas desproporcionadas por encima de un abismo, como el enorme fósil de algún olvidado antediluviano. De tanto en tanto, fosos más pequeños cruzan el camino, ocultando en sus sucias profundidades feos arroyos que se deslizan hacia una confluencia clandestina con el gran torrente amarillento que corre más abajo, y acá y acullá vense las ruinas de una cabaña con la piedra del hogar mirando a los cielos y conservando sólo intacta la chimenea.
El origen del campamento de Smith's Pocket se debe al encuentro de una bolsa en su emplazamiento por un cierto Smith. Este individuo sacó de ella cinco mil dólares, tres mil de los cuales gastaron él y otros construyendo varias minas y trazando un acueducto.
Viose entonces que Smith's Pocket no era más que una bolsa, expuesta, como otras bolsas, a vaciarse, pues aunque Smith taladró las entrañas de la gran montaña roja, aquellos cinco mil dólares fueron el primero y último fruto de su labor. Aquella montaña se mostró avara de sus dorados secretos y la mina poco a poco fue tragando el resto de la fortuna de Smith. Dedicóse entonces éste a la explotación de cuarzo; después a moler este mineral, luego a la hidráulica y a abrir zanjas, y finalmente, por grados progresivos, a guardar un establecimiento de bebidas. Luego se cuchicheó que Smith bebía mucho; pronto se supo que Smith era un borracho habitual, y después la gente, según acostumbra, pensó que jamás había sido nada bueno.
Afortunadamente, el porvenir de Smith's Pocket, como el de la mayor parte de los descubrimientos, no dependía de la suerte de su fundador, y otros siguieron proyectando zanjas y encontrando bolsas, de manera que Smith's Pocket se convirtió en un campamento con sus dos quincallerías, sus dos hoteles, su casa-correo y sus
dos primeras familias
. Con frecuencia, su larga y única calle quedábase asombrada por la importación de las modas de San Francisco, traídas expresamente para estas primeras familias; esto hacía que la ultrajada naturaleza, en el miserable lodazal de su surcada superficie, pareciese más fea aún, humillando de este modo a la mayoría de la población para la que el domingo trajo solamente la necesidad de limpieza, con una muda de ropa y sin el lujo del adorno. Había también una iglesia metodista cerca de un barranco; un poco más allá, en la falda de la montaña, una reducida escuela, y, además, un camposanto.
El maestro de la escuela, sentado una noche sólo ante algunos cuadernos abiertos y trazando con cuidado aquellos atrevidos y llenos caracteres que se suponen ser el non plus ultra de la excelencia quirográfica y moral, había llegado hasta «las riquezas engañan», y estaba floreando el substantivo con una falta de sinceridad en el rasgueo, que corría pareja con el espíritu del texto, cuando oyó golpear débilmente. Los carpinteros trabajaban con el martillo, en el techo, durante todo el día, y el ruido no le había estorbado el trabajo en lo más mínimo; pero el abrir de la puerta y el golpear continuo desde el interior, hizo que levantase los ojos. Al aparecer la figura de una niña sucia y andrajosamente vestida, sobresaltóse algo su espíritu. No obstante, sus ojazos negros como el azabache, su ordinario y despeinado pelo mate, cayendo sobre una cara tostada por el sol, sus descarnados brazos y pies tiznados por el rojizo barro, todo le era conocido. Acababa de llegar Melisa Smith, la niña sin madre, de Smith.
—¿Qué puede querer de mí? —pensó el maestro. Todo el mundo conoce a Melisa, que así se la llamaba por toda la comarca del Red Mountain; todos la conocían por una chica indómita. Su temperamento díscolo e ingobernable, sus locas extravagancias y carácter desordenado, eran tan proverbiales a su manera como la historia de las debilidades de su padre, y eran aceptadas por los vecinos con la misma filosofía. Discutía y luchaba con los escolares con más aguda invectiva y brazo más poderoso que cualquiera de éstos, y el maestro la había encontrado varias veces a algunas millas de distancia, descalza, sin medias y con la cabeza descubierta, en los senderos de la montaña, siguiendo las pistas con el olfato y maña de un montañés. Los mineros de campamentos situados a lo largo del riachuelo proveían a su subsistencia, durante estas peregrinaciones voluntarias, por medio de donativos ofrecidos de la manera más sincera y generosa.