El auto frenó ante una fachada morisca. Una parte de Fleming quedó lejos, en Europa, esperando la muerte, otra parte bajó del vehículo con Augusto Serafímer y abrió la puerta a la esposa del profesor ofreciéndole el brazo con “obstinada caballerosidad de otro siglo”. El biólogo apareció a mi lado y se detuvo a contemplar los dibujos de la verja de hierro. Con voz esforzada, llena de silbidos asmáticos, murmuró:
—Me complace conocerlo, realmente.
Me sorprendí. Era una declaración asombrosa. ¿Podía yo haberle interesado?
—Lo veo seguido por televisión —dijo ruborizándose.
—Usted es un científico que puede aparecer en la televisión cuantas veces se le antoje. Pero nadie la rechaza tanto. Yo lo hice invitar en muchas ocasiones y sólo obtuvimos su negativa.
—No soporto los reportajes. Discúlpeme, es su trabajo, pero yo no puedo hablar delante de una cámara.
—Es cuestión de hábito.
—Eso me dicen. Soy viejo para cambiar mis hábitos ahora. Vea: si tengo algo interesante que decir, lo escribo. Y si es un aporte científico, lo publico en una revista especializada: yo no lo puedo contar por televisión.
—¿Por qué mira mi programa, entonces?
—No lo podría precisar. Su talento para entender asuntos diversos, tal vez. Meterse en cualquier problema, qué sé yo; expresarse, alternar con tantas personas. Lo miro desde mi hogar cerrado con llave. Tal vez me gusta porque me produce cierto miedo.
—¿Miedo a la intemperie? —arriesgué.
—Sí, sí, eso... Y admiración por los que son capaces de enfrentarla.
En la puerta nos recibió Mónica, la esposa de Serafímer, ligeramente encorvada, con anteojos redondos y cabello recogido. Su recato contrastaba con la desmesura del cónyuge.
En el living —entre almohadones coloridos, mesitas bajas y macetones coronados de flores— nos esperaban dos parejas que se pusieron de pie con los rostros encendidos. Augusto Serafímer, tal como lo había sospechado, descolgó rimbombantes palabras sobre su “querido amigo Rodolfo Neuman”, a quien el país y la humanidad y nosotros mismos debemos tanto, y que me ha concedido el honor de venir a casa.
—Nos conocimos, ¿te acordás, Rodolfo?, a la salida de tu laboratorio, y nos volvimos a encontrar ¡tantas veces! Te considero un amigo bueno, puro; ¡te agradezco con alegría tenerte aquí! Y también agradezco a Grazzia, su esposa, consejera, musa, consuelo, ¡pedestal!
Grazzia sonreía. No era tan flaca como su marido, pero más seca. En resumen, una antigracia que, gracias a la circense presentación de Augusto Serafímer, lograba parecer algo agraciada. La amplia boca del anfitrión agitaba sus maíces como una orquesta que se desvive por arrancar aplausos a un auditorio idiota. Giró el peso de su artillería hacia mí canturreando la pesada obertura wagneriana que caracteriza mi audición
La
caída de los mitos
y contó la “historia de nuestra cálida amistad” (no sólo amistad, sino cálida, puntualizó): embajada de México y Juan Rulfo, Cirilo Robirosa y la obesidad, el director de la Filarmónica de Londres, llamadas por teléfono, encuentros (especialmente el de la playa) y las compartidas emociones con la pintura (Dalí), el cine (Bergman), la economía (Friedman) y la literatura (Mailer).
—Ahora tenemos al gran hechicero de la pantalla chica en casa —enfatizó Serafímer—: nos cocinará sus mitos, eh, delante nuestro, y los servirá con su incomparable inteligencia. Gracias, mi amigo, por venir —alzó su mano en dirección a mi nuca pero me aparté suavemente—. Y ahora diré quiénes nos estaban aguardando.
Mónica se escurrió hacia un pasillo que seguramente conducía a la cocina. Augusto Serafímer invitó a sentarnos en los coloridos almohadones. Se acarició el tórax y señaló una de las parejas: arquitecto Raúl (no me acuerdo cuánto), responsable de los mejores edificios de Península Esmeralda —apoyó su mano sobre la espalda del melenudo personaje—, y su compañera Margarita, deliciosa y admirada experta en arte precolombino. A su lado —señaló fugazmente con el meñique—, Juan José (tampoco me acuerdo cuánto), sin duda el mejor poeta vivo de Colombia, y la encantadora doña Francisca, su madre —levantando la voz y el índice añadió—: cuyo hermano es actualmente el embajador ante nuestro país, ¡como todos saben! (yo no sabía).
Neuman se encogió. Asustado como un niño, le abrumaba la sonoridad de las celebridades. Arquitectura, poesía, diplomacia, ciencia, periodismo. Universos que comunicaban entre sí merced al ruidoso anfitrión. El biólogo cruzaba y descruzaba las piernas retorciéndose en su asiento. Lo animó el ingreso de luminosas bandejas llenas de manjares. Mónica, con la ayuda de una empleada, las fue acomodando a nuestros pies o, al menos, a nuestro alcance. Trabajaba con silenciosa eficiencia; era la colaboradora (¿abnegada o feliz?) de un marido que le llenaba el hogar de personas importantes.
Escogí un jugo, dispuesto a gustarlo calmosamente. La sala tenía nichos, vitrinas y anaqueles donde lucían objetos de diversos orígenes, entre los que alternaban muchas fotografías con dedicatorias. Me pareció reconocer (o a esa altura ya estaba obsesionado en buscarlas) fotos de Einstein, Fleming, Dalí, Bergman, Mailer y Friedman. Descubrí una del profesor Rodolfo Neuman mirando de frente, sin expresión. Entonces giré los ojos hacia el Neuman vivo, a mi izquierda, hundido en los almohadones y apretando una copa. Luego volví a mirar al inmovilizado de la foto, foto pobre que congelaba un instante y cuya dedicatoria al pie sobrevivirá al dedicante y al dedicado. Especialmente a Neuman, que tenía clavados sus ojos húmedos —lo único húmedo de su estampa deshidratada— en el movimiento de mandíbulas y galanterías que se agitaban a su alrededor. Me acerqué y el científico despertó de su abstracción. Era evidente que yo le resultaba menos espantable, como individuo, que la reunión colectiva.
Sus mejillas cuarteadas adquirieron una sutil vivacidad, pareciéndose cada vez menos al chupado sujeto de la foto, o al desdeñoso anacoreta. Volvió a confesar que yo y mi profesión le interesaban.
—Es una profesión maldita. No crea que resulta fácil meterse en honduras, profesor. Trabajamos la noticia, la coyuntura, las tempestades; periódicamente hacemos revisiones para explicar, interpretar. Y nos equivocamos, la mayoría de las veces nos equivocamos.
—También nosotros —comentó.
—Pero la suya es una tarea vertical, profesor, en cambio el periodismo es horizontal.
Levantó una ceja y me miró sorprendido, aunque se trataba de una observación de Perogrullo.
Los ruidos deglutieron la frase que él iba a pronunciar, después pareció satisfecho de no haberla dicho porque cambió de tema: buen muchacho este Augusto Serafímer, ¿no es cierto?
—¿Lo conoce bien?
—Y... lo que se dice bien —buscó una posición más cómoda—. Vea, no sé. Nos encontramos en algunas ocasiones, como explicó recién con tanto bombo. Es simpático, ¿verdad?, es generoso. Me parece un buen muchacho. Algo apabullante, ¿no? Pero agradable. ¿Cómo se enteró de que Grazzia me traería aquí, a Península Esmeralda? No sé; misterio. Me encontró en el hotel, es decir me buscó; nos llevó en su auto a recorrer los puntos turísticos. Sí, sí, muy atento, desprendido. Y me convenció de venir a su casa. ¡Cómo me iba a negar!, ¿no le parece? Aunque para mí es un esfuerzo, un desarreglo a mis normas de vida. Ah, y me dijo que vendría usted.
—¿Sí?
—Y que... que usted no me propondría un reportaje. Sólo charla, comodidad. Poca gente. Yo nunca me encuentro con gente, fuera de mis colaboradores.
Serafímer irrumpió con cazuelas. El profesor, azorado por la súbita presencia, miraba el interior del recipiente sin decidirse a recibirlo.
—Adelante, mi querido Rodolfo —lo animaba poniéndole el aromático vapor bajo las narices—, seguro que es bueno para las hormonas de la hipófisis ¡ja! ¡ja! ¡ja! —Neuman se contrajo en una sonrisa que apenas se diferenciaba de la mueca y, temiendo quemarse, recogió el obsequio con manos temblorosas. Después no supo con cuál sostenerlo y con cuál manejar la cuchara—. ¡Apoye! —propuso Serafímer colocando una gruesa palma como bandeja—; esta galantería me la enseñó Antonio Berni.
Bueno, me dije suspirando, ahí nos aterriza con una anécdota sobre Berni que, en efecto, surgió como a pedido. Bastaba apretar un botón y Serafímer escupía un vínculo impactante. Permaneció largo rato con nosotros, enrollado como un caracol tierno. Entre la cazuela y la cara de chico que ponía el profesor, desfilaron por lo menos seis personalidades con las que Serafímer se palmeó, tuteó, aconsejó, abrazó, confesó.
Este hombrón cariñoso era un continente donde cabían Berni, Friedman, Mailer, Einstein, Fleming, el general Lonardi, Salvador Dalí y monseñor Caggiano. Sus ojitos chispeantes restallaban al ritmo de su relato. Era un individuo de profesión incierta y méritos desconocidos, pero eso no impedía —más bien permitía— que se codeara con cuanto nombre célebre se pusiera a su alcance. Ansiaba el contacto: ver a alguien, estar con él, decirle cosas, invitarlo, obsequiarlo, meterse en su mundo a propósito de cualquier excusa o ranura. Pegársele. Con-tac-tar. Buscar a Friedman como un sabueso: en los Estados Unidos, en Europa, en Asia, en la calle, en su casa, en el hotel, mandarle un regalo, saltar sobre sus hombros si es preciso. Trabajar con intensidad hasta lograrlo. Y entonces retener algo de Friedman (la relación, una foto, una carta, una, dos o diez anécdotas), ostentarlo, y gracias a ese trozo de Friedman contactar con Mailer, que está a favor o en contra de Friedman o no le importa Friedman, pero que al menos sabe quién es Friedman, retener algo de Mailer, ostentarlo también y usarlo junto al de Friedman; ambos trozos le servirán entonces para conquistar nuevos objetivos. A Neuman le anunció que vendría yo y a mí que vendría Neuman. Al arquitecto Raúl y su deliciosa Margarita que vendríamos Neuman y yo, y al poeta colombiano Juan José y a su madre que vendríamos Neuman, yo, el arquitecto Raúl y su deliciosa Margarita. Que no se trata, por supuesto, de un arquitecto cualquiera, sino el más importante de Península Esmeralda, como que Margarita es experta en arte precolombino, Neuman, un científico de fama inconmovible y yo un buitre de la televisión nacional. Cada uno de nosotros es parte de Serafímer. Su importancia reside en la suma de nuestras importancias. Contactar con nosotros es convertirse él en nosotros (en lo que brilla de nosotros).
Importancia por contacto.
Gordo como un serafín, este Serafímer es en realidad un diablo. Se adhiere a la espalda, espía la privacidad, se convierte en figura frecuente, sorprendente y, por último, aceptada. Era obvio que a esta reunión atendida por su abnegada-feliz-eficiente Mónica precedieron y seguirán otras reuniones en que también circularán las mismas cazuelas y se expondrán las mismas fotografías autografiadas para que Augusto pueda seguir reclutando más personajes “interesantes” o “célebres” o “de moda”.
Se levantó para atender a Raúl y Margarita, luego charló con Juan José, a continuación galanteó a su madre, habló con Grazzia (la no agraciada mujer de Neuman) y finalmente armó una ronda en la que debíamos sentirnos muy saciados y contentos por la reunión, la comida y la compañía real y fantasmagórica contenida en Augusto, un ser que era tantos seres.
El auto se puso en marcha, camino de regreso. Neuman, en una punta del asiento posterior, yacía mareado por las emociones de la noche. Grazzia, en la otra punta, seguramente barruntaba conseguir que su marido aceptase salir más a menudo, incluso entrevistarse con el hermano de doña Francisca, que parecía ser un fascinante embajador. Yo aflojé mi cabeza sobre el respaldo diciéndome que este programa fuera de programa resultó aceptable, aunque no admitiría que se repitiese, por lo menos en los próximos días.
Dejamos a los Neuman en su hotel con falsas promesas de reencuentro (entre mis relaciones ya es norma social). El profesor se puso atrás de su esposa como un paje y subió lento la escalinata bordeada de flores.
Retornamos a la costanera. Las luces junto al mar seguían resplandeciendo como moléculas de un antibiótico. ¡Ah, Fleming!, se acordó Serafímer. El auto se deslizaba como una nave espacial. Entrecerró los ojos encantado por el incesante bramido del oleaje y las ráfagas salitrosas que se metían por la ventanilla.
Un estampido me hizo saltar del asiento. Los neumáticos empezaron a chirriar y el automóvil giró con violencia, descontrolado. Manoteé en el aire mientras Serafímer, con desesperación, intentaba sujetar el volante enloquecido.
El espacio se fragmentó: huían brillos y círculos superpuestos. Me sentí deglutido por las esquirlas y me invadió la sensación de muerte. Rodé sin poder prenderme a nada. Desaparecieron el auto y Augusto Serafímer; cesó el chirrido y sentí un golpe en mi espalda. La arena me fue envolviendo como a un paquete. Zumbaban mis oídos y no podía mover una mano. Sacudí la cabeza, encogí las piernas y logré, tras varias intentonas lancinantes, ponerme de pie.
El vértigo disminuía por ratos. La casualidad me ayudó a volver junto a un farol de la cadena antibiótica; estaba pisando el pavimento de la avenida costanera. Ahí yacía el auto, encogido, achicharrado. El farol se doblaba. Rengueé, sumido en la ofuscación. Me apoyé en la carrocería abollada y fui deslizándome hacia la puerta izquierda. Augusto, aprisionado entre el asiento y el volante, respiraba con dificultad. Levantó sus párpados, murmuró sáqueme. Cargué uno de sus brazos, le rodeé la gruesa cintura y tironeé dos o tres veces. No se movió ni un centímetro. Pero había aumentado su dolor. Miré hacia la avenida desierta rogando auxilio. Me brotó el sudor de la impotencia. Por la barbita gris de Serafímer se estiraba un hilo rojo.
—No es grave —le dije—, se lastimó la lengua.
—Sí... la lengua —y sus ojitos simiescos comprendían mejor que yo lo inútil de mi afán.
Con voz seca murmuró qué accidente idiota... y con un Ford... ¡si fuera Henry Ford III! Le brotaron lágrimas: a Ford no lo pude contactar; pero estuve cerca, ¿sabe?, muy cerca... pero no pude... ¡qué compensación infame!: en lugar de abrazarme con él, ser abrazado por uno de sus autos.
Sentí náuseas. Supuse que me iba a desmayar. Repetí mi loco intento de liberarlo. Mis agónicas fuerzas también me abandonaban. Otra vez se fragmentaba el mundo.
—No debo morir así —continuó rezongando Serafímer.
—No hable, no se canse —dije. Sus ojitos lloraban, era un gigante vencido que rezumaba el jugo de sueños frustrados.