”La gritería produjo fiebre y la fiebre generaba eslóganes de todo tipo. Al principio los eslóganes parecían enriquecer los discursos y elevar las conversaciones, pero con el tiempo no se podía pronunciar un discurso sin interferencia de eslóganes arbitrarios ni desarrollar un diálogo que no desembocara en eslóganes ajenos al tema. De este modo, los desgraciados enfermos que en un comienzo se enorgullecían de tener aforismos, sentencias y apotegmas a flor de labios, ya no pudieron hablar sino apelando a frases hechas, autónomas, delirantes. Estas frases solían carecer de ritmo y belleza, de oportunidad; pero eran irrefrenables. Así, cuando un carpintero necesitaba un martillo, le gritaba a su camarada golpeando con el puño: ¡Dame un martillo / hago un castillo!, ¡dame un martillo / hago un castillo! Cuando una madre ofrecía la comida a sus hijos, machacaba con el mango del tenedor sobre la mesa: ¡Ya viene el gato / comete el plato!, ¡ya viene el gato / comete el plato! Cuando un muchacho declaraba su amor a orillas de un arroyo, aullaba al oído de la joven: ¡Te adoro y te quiero / por ti y la patria muero! En la enseñanza se eliminaron las explicaciones disponiéndose que los estudiantes memorizaran aforismos. Las imprentas sustituyeron el abecedario por máquinas provistas de eslóganes que permitían confeccionar titulares con mayor rapidez, lo cual fue aprovechado por un ministro para explicar al país y al mundo esta nueva victoria de la tecnología, aunque desde el exterior sólo se pudieron oír unas manifestaciones de espanto que los traductores no pudieron descifrar.
”Los escritores que aún se empeñaban en redactar al margen de los lugares comunes fueron condenados por cosmopolitas. El ministro de Ganadería intentó enseñar las sagradas fórmulas a los pájaros, los caballos, las ovejas y las vacas, porque eran fórmulas sabias, y si el Rey Sabio hablaba con los animales, los animales no dejarían de aprenderlas para ser menos animales. Con lo cual la epidemia se extendió hasta los confines de la biología. El ministro responsable fue ejecutado porque de tanto repetir al anverso y al revés la sentencia del Rey Sabio que habló con los animales para humanizarlos, terminó diciendo sin oírse que las fórmulas eran necesarias a los humanos para convertirse en animales.
”La confusión alcanzó el paroxismo. Cuando alguien pedía sopa en un restaurante, ya ni siquiera empleaba una frase con la palabra sopa; bramaba, por ejemplo: ¡Ni unos, ni otros / nosotros!, ¡ni unos, ni otros / nosotros! Y el mozo anotaba el pedido en su libretita gritando: ¡Comida sí / comida sí! En vez de sopa traía pescado y el comensal, disconforme, protestaba: ¡Por el color del cielo y del papel / no me venda el del clavel! Y el mozo machacaba la fórmula que al principio había usado el cliente, aunque pretendiera expresar otra cosa: ¡Ni unos, ni otros / nosotros! Casi siempre las relaciones terminaban a los golpes. El traumatismo acústico fue produciendo la licuefacción del cerebro. Los gritos de niños y adultos, de viejos y animales, a los que contribuían los mudos armados con bombos, fueron rasgando las vigas y ablandando los cimientos. Se desmoronaron bóvedas con estrépito adicional, cayeron rascacielos, se quebraron diques, se hundieron puentes.
”Los que resistían la epidemia fueron apaleados y asesinados. Como muchos habitantes intentaron huir, los países vecinos tendieron cordones sanitarios con murallas a prueba de ruidos. Quienes no intentaron fugar se resignaron a un aturdimiento progresivo; ya no les importaba haber perdido la capacidad de pensar ni hablar con mínima coherencia; siguieron repitiendo eslóganes vacíos y formaron bandos rivales según la tendencia a repetir con más frecuencia una frase que otra. La situación se agravó aun porque no se percataban de que no sólo repetían eslóganes absurdos, sino que también los olvidaban. El inmenso territorio se fue acallando a medida que se destrozaban sus habitantes. Se agotaban las gargantas, se deshacían los cerebros, perecían los habitantes. En pocos años murieron casi todos. Sus huesos se mezclaron con los de las vacas. Aquí está el que traje de testimonio; ya no se sabe si perteneció a un hombre. Poco interesa: fertiliza los campos, tan vacíos como al principio de la creación.
Los hermanos Tudela revisaron los testimonios de sus inverosímiles periplos: la moneda, el cartel, el hueso. Tocaron, examinaron, olieron, como sin duda habían procedido los grandes exploradores de la humanidad. Las crónicas que habrían de redactar desatarían polémicas, así como en tiempos inmemoriales había ocurrido con Marco Polo. Sabían que, por otra parte, sus viajes no quedarían en secreto: en días o en meses, ávidas de minerales preciosos o de tierras feraces, zarparían carabelas aladas llenas de aventureros y conquistadores. Se formarían legiones valerosas que simultáneamente predicarían el progreso y aplicarían la crueldad. Con fuego y bombas iniciarían la codiciosa ocupación del continente desocupado. Fundarían ciudades donde hubo otras, sojuzgarían a los sobrevivientes desnudos de memoria y los tratarían como salvajes. En fin, dirían que colonizaron un continente nuevo para bien del género humano. Y no tendrá sentido refutarlos. Esto ha ocurrido tantas veces y otras tantas volverá a ocurrir.
Mientras los hermanos agregaban detalles sobre los tres países que formaban un inmenso cono cuyo vértice apuntaba hacia los hielos australes, se produjo una trepidación del maravilloso faro. Ricardo, Omar y Benjamín cruzaron sus miradas, aferraron los testimonios y tomaron conciencia del peligro. Habían sido detectados por los sensibles receptores que disimulan los versículos del Corán labrados en oro. Los mecanismos de seguridad lanzaron violentos relámpagos, se oscurecieron las suntuosas salas del faro, desaparecieron las columnas de pórfido, la mesa de nácar, los cojinetes de espuma. El restaurante que coronaba el grandioso obelisco se convirtió en mazmorra. La metamorfosis fue rapidísima: duró fracciones de segundo. La tecnología adoptada en este ciclo de la energía ya no dejaba lugar para el asombro.
Los tres hermanos Tudela fueron despojados de sus mapas e instrumentos, de sus permisos de viaje y de los testimonios simbólicos que habían traído para reconstruir sus periplos. Quedaron encerrados y aislados como delincuentes. Sabían demasiado. Y ligaban sus conocimientos con valores tan antiguos y molestos como la ternura, la solidaridad, la coherencia.
Hasta que el tribunal decidiera su suerte fueron vigilados por un batallón de gatos hambrientos y torturados con frases absurdas que gritaba un coro de locos. Una semana más tarde se les comunicó el fallo: sentencia de muerte por haber intentado sabotear la conquista en un continente vacío. Fueron envenenados con sales de cobre.
Antes de morir oyeron susurrar a los verdugos que se estaban confeccionando nuevos mapas firmados por un émulo de Américo Vespucio.
S
e aceptó nomás que fue un milagro. Y más portentoso que el primero, el que había originado la fundación de Cuesta Brava, siglo y medio atrás. En aquel entonces habían venido las carretas ascendiendo por la loma, abrumadas de sol y fatiga, cuando las ruedas torpes se hundieron en el guadal. Ni gritos ni picas ni aligeramiento de carga pudieron contra el freno de la montaña de talco. La caravana acampó junto a los churquis polvorientos turnándose incluso mujeres y niños en las maniobras y maldiciones inútiles. Las ruedas se habían enterrado hasta el eje. Descubrieron un río próximo, desarmaron las carretas para armar chozas, cazaron, cultivaron, sepultaron a un viejo; sin darse cuenta iniciaron la vida del pueblo. Y esto fue un milagro, como sostuvo el primer cura que se radicó entre los cuestabravenses y reconstruyó la historia con testimonios de baqueanos y beatas que habían escuchado frotes de ángeles hundiendo las ruedas. Cuesta Brava se llenó de ranchos y de huertos; en la cima se construyó la iglesia, primero con techo de paja y barro, luego de material.
El segundo milagro, el más notable, ocurrió hace poco, bajo el altar de la Virgen. La aldea ya tenía generaciones de peones y patrones, un asilo para indigentes e indigentes fuera del asilo, un dispensario sin medicamentos, un médico borracho, curandero y curandera, juez de paz, comisario con una tropa de veinte policías, hábiles domadores, almacén de ramos generales, estación de ferrocarril, plaza cívica, campos llenos de hacienda flaca y hombres llenos de chinches gordas, un cura párroco pequeño y nervioso como un colibrí.
Sostenía este cura de voz chillona, insoportable, que el pueblo había nacido de un milagro y vivía en una maldición: la pared sur de la iglesia amenazaba derrumbarse cuando el viento soplaba con bronca; al asilo llegaba la comida que despreciaban los perros; en el dispensario no había más antiséptico que agua hervida; en invierno faltaba leña y en verano sombra; escaseaban harina, leche, pasto y maíz. En sus sermones desde el púlpito convocaba a la castidad, la oración y el sacrificio. En sus sermones desde el llano convocaba a la reivindicación de los pobres y a la generosidad de los ricos.
En un amplio y sólido caserón parecido a un castillo vivía Idelfonsa de Gutiérrez García. Reinaba sobre una servidumbre de once personas entre mucama, cochero, cocinera y peones para la atención de sus campos. La habían sacado de un colegio de monjas para casarla con un viejo que a los pocos años murió de un infarto en el lecho de la criada. Heredó su fortuna y —según los detractores— su avaricia. Vestía de negro para ocultar su belleza (o incrementarla, según los maldicientes), iba siempre a misa para congraciarse con Dios (o con el cura), realizaba obras de caridad para bien de los pobres (o para bien de su prestigio). Los habladores, movidos por envidia y morbosidad, degradaban cada gesto, maculaban cada acto. La joven y digna dama fue centro de chismes y calumnias: que cometía pecados en primavera, que flagelaba a su criada, que extorsionaba a los comerciantes, que se burlaba del cura. Que era hipócrita, cruel y lasciva. Pero nada pudo probarse, ya que repartía sus horas entre el caserón y la iglesia; sus labios siguieron tristes, y sus mejillas, pálidas. La ponzoña no ingresa en las almas limpias, afirmó con frecuencia el pequeño y enérgico padre Ruiz después del tercer domingo de octubre, cuando se produjo el gran milagro.
Ese día las familias concurrieron puntualmente a la iglesia. La mañana olía a fiesta y a jazmines, alpargatas limpias, jabón de tocador y blusas almidonadas. Dentro de la nave el incienso se metía en la nariz y borraba pesadumbres. El esmirriado sacerdote evidenciaba cierto temblor en las manos. Los fieles se dispusieron a escuchar la repetición de acusaciones contra el pecado y grandílocuos llamados al arrepentimiento. Leyó un párrafo de la Escritura despojado de amenazas. Se refería a las peripecias de los israelitas en el desierto, acosados por hambre, sed, miedo, frío. El Señor, a través de su siervo Moisés, les enseñó a no desesperar porque los cuidaba y quería. Y no sólo hizo brotar agua de las rocas, sino que produjo la lluvia del maná.
—Nosotros también sufrimos las dificultades de una larga peregrinación por el desierto —agregó con su voz más destemplada que de costumbre—: el asilo será un cementerio; el dispensario, un basural; a esta misma casa de Dios se le derrumbará la pared sur. Pero Él nos enseñó a través del Libro de los Libros a tener fe. Nuestras penas hallarán alivio, seremos saciados por nuestra hambre, consolados por la falta de techo y el acoso de las enfermedades —y alzando ambos brazos, gritó—: ¡ha llovido maná sobre Cuesta Brava!
Los fieles se miraron consternados: ni asomo de nubes, ni lluvia de agua ni de granizo ni de pan ni de nada; al pobre cura las angustias le han aflojado un tornillo.
—Hoy, cuando todavía era noche —prosiguió—, el bueno de Félix empezó a limpiar nuestro templo.
—¡Milagro! —explotó Félix retorciéndose las coyunturas, transpirando por su calva y su mentón.
—Efectivamente, Félix descubrió bajo el altar de la Virgen una inmensa fortuna.
—¡Milagro! —repitió Félix con furiosa convicción—, ¡milagro, milagro, milagro! —La multitud respiraba inquieta.
—Cálmate, hijo. Es un milagro, sí, la Virgen transformó sus lágrimas en joyas, las joyas del maná. Se trata de un cofre lleno de pesos fuertes y de alhajas; sobra para reforzar la pared sur, alimentar el asilo, dotar el dispensario, construir casas, comprar alimentos, extender la dicha hasta el último cristiano que habita entre nosotros. ¡Cuesta Brava hizo contrición, purgó sin duda sus pecados y el cielo oyó nuestras oraciones! Realizaremos un oficio de acción de gracias, mantendremos nuestra pureza para que Dios y la Santísima Virgen continúen diligentes con nosotros. Haremos un inventario de necesidades y prioridades, usaremos con prudencia y justicia el regalo del Altísimo.
En el atrio de la iglesia se produjo un alboroto descomunal cuando la gente salió del pasmo. Al bueno de Félix lo apalearon a preguntas, que cómo fue, dónde exactamente, a qué hora. El juez de paz y el comisario invadieron la sacristía, para discutir con el cura —“esto no es un milagro, tenemos que investigar”—, pero el cura no aceptó investigaciones profanas en su ámbito sagrado. Las beatas pellizcaron las cuentas de sus rosarios, los hambrientos se regodearon imaginándose tupidas comilonas y el cómico del pueblo anunció la organización de la primera gran kermesse del milagro con banda y banderitas.
Dicen los malignos que la bella Idelfonsa partió como centella rumbo a su casa, se encerró en el dormitorio y a los cinco minutos reapareció en la calle gritando como loca ¡Me han robado! ¡Me han robado! ¿Qué le han robado, doña? Pero ella no aclaraba qué le habían robado sino que Cuesta Brava estaba llena de delincuentes y que el Señor lanzaría sus rayos y huracanes para quemar a tantos pecadores. La pobre no podía ser escuchada con serenidad cuando hasta los niños formaban ronda para festejar el milagro que la Virgen realizó para los humildes como dijo el cura en el sermón. Y doña Idelfonsa, descontrolada, fue sostenida por la criada y la cocinera que la reintrodujeron en su alcoba, de donde salieron asaltadas por una diabólica alucinación: la cama estaba corrida y dejaba expuesta una insólita cavidad en el piso.
Los incrédulos se apresuraron a recoger el dato para reducir el portento divino a una pedestre crónica policial. Atribuyeron la propiedad del cofre a la rica viuda, conjeturaron que era el producto de un sucio botín y complicaron en la intriga al mejor ratero de Cuesta Brava: Martín Ruiseñor, el rapaz Martín que solía alzarse con las aves, queso y vino del almacén de ramos generales con la ligereza de una pluma. Martín habría robado el cofre —pensaron— para después hundirse en la tierra, transformarse en arbusto, follaje, vaca. Era tartamudo, sus greñas sucias flotaban como alas y corría más rápido que un buscapiés. Vivía junto al río en una choza que parecía medio sumergida en el pantano; de la puerta colgaba una arpillera y tras el horno de pan existía una zanja donde se mezclaban cartones, latas y otros desperdicios. Su madre ciega y un número impreciso de hermanos vegetaban en el basural desde que el padre había estallado como una uva bajo las ruedas del tren, suscitando la versión de que estaba tan ebrio que salpicó los alrededores con vino en lugar de sangre. A Martín lo descubrieron dos veces en casa de doña Idelfonsa con gallinas bajo el brazo y queso desbordando sus bolsillos. Bastó este recuerdo para que los sembradores de cizaña llegaran a inferir que la mujer le abría su lecho en las mórbidas noches de primavera porque, debido a su tartamudez, Martín tardaría en contar el favor de la bella mujer —Cuesta Brava no tenía mudos, a quienes hubiera preferido la viuda—. Otros afirmaron que Martín espió a la pálida mujer trepado en la enredadera. Calculó sus movimientos y horarios, pudiendo efectuar el robo sin inconvenientes. Pero no fue a su choza: conjeturaron que deambuló inexplicablemente con el cofre lleno de alhajas y pesos fuertes bajo su deshilachada camisa escondiéndose de la servidumbre dormida, los vecinos lejanos, la policía amodorrada, su madre y hermanos ambiciosos que armarían un escándalo delator. Frente a la iglesia lo asaltó una idea: ocultar el tesoro bajo el altar de la Virgen hasta que pudiera encontrar un escondite apropiado.