La compañera de la señora Ganga, después de mirar despreocupadamente al lugar de donde venía el grito, pareció no dar más importancia al incidente, y agarrando con mayor decisión a la vieja dama, la empujó hacia la entrada de piedra.
—No es nada —fue la única respuesta que recibió la señora Ganga, y al llegar a la avenida de las acacias la sangre se le había calmado.
Cuando torcían por aquel largo paseo hacia la entrada de Gormenghast, de la que tan subrepticiamente había salido Tata al aire del anochecer una hora antes, la anciana niñera miró a la joven, y encogiendo ligeramente los hombros, consiguió tener una expresión de fingida importancia.
—Vamos a ver —dijo—, ¿cómo te llamas?
—Keda.
—Bien, Keda, querida, si vienes conmigo, te llevaré donde está el niñito. Te lo enseñaré yo misma. Está junto a la ventana de mi cuarto. —De pronto la voz de Tata fue de un tono confidencial, casi patético—. Mi cuarto no es muy grande —dijo— pero lo he tenido siempre. No me gusta ninguno de los otros —añadió hipócritamente— y estoy más cerca de lady Fucsia.
—Quizás la veré —dijo la muchacha, después de una pausa. Tata se paró de golpe en la escalera.
—Eso no lo sé. Oh no, no estoy segura. Es muy rara. Nunca sé qué va a hacer.
—¿Hacer? —dijo Keda—. ¿Qué quiere decir?
—Sobre el pequeño Titus. —Los ojos de Tata empezaron a extraviarse—. No, no sé qué va a hacer. Puede llegar a convertirse en un verdadero terror…, el peor terror del castillo.
—¿Por qué está tan asustada? —dijo Keda.
—Sé que va a odiarlo. Le gusta ser la única, ya sabes cómo es eso. Le gusta soñar que es la reina y que cuando los demás estén muertos ya nadie podrá ordenarle lo que tiene que hacer. Me dijo, querida, que lo quemaría todo, que quemaría Gormenghast cuando fuera la dueña, y que viviría a su modo, y yo le dije que era mala, y ella me respondió que todo el mundo lo era, que todo era malo, excepto los ríos, las nubes y algunos conejos. A veces me asusta.
Subieron los restantes escalones, cruzaron un pasillo, subieron el último tramo de escalera y llegaron en silencio a la segunda planta.
Cuando estuvieron en la habitación, la señora Ganga se llevó un dedo a los labios y mostró una sonrisa imposible de describir, entre astuta y lacrimosa. Después giró cuidadosamente el pomo y abriendo despacio la puerta metió el alto sombrero de uvas de cristal, a modo de avanzadilla, antes de aventurar el resto del cuerpo por la estrecha abertura.
Keda la siguió al interior de la habitación. Los pies descalzos no hacían ningún ruido. Cuando Tata llegó a la cuna, se llevó la mano a la boca y miró dentro como si se tratara de los más profundos abismos de un mundo desconocido. Ahí estaba. El pequeño Titus. Con los ojos abiertos, pero completamente inmóvil. La cara arrugada del recién nacido, vieja como el mundo, sabia como las raíces de los árboles. Una cara que lo contenía todo: el pecado y la bondad, el amor, la piedad y el horror, y aun la belleza, pues tenía los ojos del más puro color violeta. Las pasiones de la tierra, los sufrimientos de la tierra, los caprichos de la tierra, estaban dormidos pero eran ya visibles en esta cara de manzana arrugada.
Tata Ganga se inclinó sobre la suya y sacudió un dedo curvo ante los ojos del bebé.
—Mi terrón de azúcar —gimoteó—. ¿Cómo has podido? ¿Cómo has podido?
La señora Ganga se volvió hacia Keda con una expresión nueva en la cara. —¿Crees que he hecho bien en dejarlo solo? —preguntó—. Cuando he salido a buscarte. ¿Crees que he hecho bien en dejarlo solo?
Keda miró a Titus. Unas lágrimas le asomaron a los ojos. Luego se volvió hacia la ventana. Miró la gran muralla que cercaba Gormenghast. La muralla que mantenía apartada a la gente de Keda, como si fueran apestados; la muralla que le impedía ver las extensiones de tierra árida, más allá de las casas de barro, donde acababa de enterrar a su hijo.
Traspasar la muralla era ya un gran acontecimiento para la gente de las chozas, algo que en circunstancias normales se reservaba para el día de las Tallas Brillantes; pero estar dentro del castillo mismo era un acontecimiento único. Sin embargo, Keda no parecía estar impresionada y no se había molestado en hacer preguntas a la señora Ganga, y ni siquiera miraba alrededor. A la pobre señora Ganga esto le parecía una impertinencia, pero no sabía si tenía que hacer o no algún comentario al respecto.
Pero Titus había pasado a ocupar el centro del escenario y la indiferencia de Keda quedó pronto olvidada, ya que el niño se había echado a llorar y los chillidos eran cada vez más fuertes por mucho que la señora Ganga sacudiera un collar delante de él, y se esforzara por cantarle una nana de un medio olvidado repertorio. Lo alzó y los agudos chillidos subieron de volumen. Keda seguía con la mirada fija en la muralla, pero de pronto se apartó de la ventana, y se puso detrás de Tata Ganga mientras se desabrochaba la túnica oscura y dejaba libre el pecho izquierdo; entonces tomó al bebé de los hombros de la anciana. A los pocos instantes, la carita estaba apretada contra ella y los lloros y pataleos habían cesado. Al volver a sentarse junto a la ventana, una gran calma la invadió, como si procediera del centro de ella, mientras la leche de su cuerpo y los tesoros de su amor frustrado brotaban y socorrían a la pequeña criatura.
TITUS CRECÍA, bajo el cuidado de Tata Ganga y de Keda, hora a hora en el ala oeste. La extraña cabecita había cambiado de forma con el paso del tiempo, como sucede con los recién nacidos, y parecía haber encontrado por fin unas proporciones definitivas. Era alargada y de un volumen que prometía convertirse en algo casi único.
Los ojos violeta contrarrestaban, en opinión de la señora Ganga, cualquier rareza en la configuración de la cabeza y las facciones, que por otra parte no eran nada excepcional teniendo en cuenta la familia a la que pertenecía.
Ya desde un principio, había en Titus algo encantador. Es verdad que sus gritos destemplados llegaban a ser casi insoportables, y Tata Ganga, que había insistido en encargarse de él entre una comida y otra, llegaba a veces a una especie de palpitante desesperación.
El cuarto día, los preparativos para el bautizo estaban ya en marcha.
Esta ceremonia se celebraba siempre la tarde del duodécimo día, en una agradable sala abierta de la planta baja, cuyos ventanales daban sobre los cedros y los prados recortados que bajaban hacia las terrazas de Gormenghast, donde la condesa se paseaba al amanecer con los gatos blancos como la nieve.
Ésta era tal vez la habitación más acogedora y al mismo tiempo la más elegante del castillo. No había sombras escondidas en rincones. La impresión general era de tranquilidad y agradable distinción, y cuando el sol de la tarde transformaba el césped de enfrente en una alfombra de color verde-dorado, esta sala de tonos cálidos era el lugar ideal para pasar el tiempo. Pocas veces la utilizaban.
La condesa no entraba nunca en esta habitación, prefiriendo esas zonas del castillo en las que la claridad y las sombras se movían de continuo, y donde no había tanta luz. Se sabía que lord Sepulcravo la recorría algunas veces de arriba abajo, se detenía junto a la ventana a contemplar los cedros, y volvía a salir hasta que un día se le ocurría volver, uno o dos meses más tarde.
Tata Ganga se había sentado allí en contadas ocasiones, tejiendo furtivamente, con la lana en una bolsa de papel sobre la larga mesa de refectorio. El alto respaldo del sillón tallado descollaba por encima de ella. Alrededor, la sala amplia y templada. En todas las mesas jarrones con flores cortadas por Pentecostés, el jefe de jardineros. Pero generalmente la sala permanecía vacía durante semanas y semanas, excepto una hora en la mañana de cada día, cuando Pentecostés entraba a arreglar los ramos. Desierta como estaba la sala, Pentecostés no dejaba pasar un solo día sin cambiar el agua de los jarrones y volver a arreglarlos con gusto y arte, pues había nacido en las casas de barro y llevaba en los tuétanos el amor y el sentido del color que distinguía a los Tallistas Brillantes.
La mañana del bautizo había salido a cortar las flores para la sala. Las torres de Gormenghast se alzaban por entre las nieblas matinales y ocultaban una conmoción de nubes rojizas en el cielo oriental. Se detuvo unos instantes sobre la hierba y alzando los ojos hacia la enorme edificación de mampostería, alcanzó a ver entre las sombras las esculturas corroídas y las cabezas quebrantadas de piedra gris.
Al abrigo de la muralla oeste donde estaba ahora, el rocío había ennegrecido la hierba, pero al pie de uno de los siete cedros, un rayo de sol rasante se transformaba en un charco de luz, haciendo que las briznas mojadas destellaran con diamantes multicolores. El aire del amanecer era frío, y Pentecostés se ciñó el capote de cuero que llevaba sobre la cabeza como un monje. Era un capote resistente y flexible, y había quedado manchado y oscurecido por muchas tormentas y la lluvia que goteaba de los árboles enguantados de musgo. Atada a un cordel, la navaja de jardinero le pendía a un lado.
Por encima de los torreones, como ala arrancada del cuerpo de un águila, una nube solitaria se desplazaba hacia el norte a través del aire madrugador manchado de sangre.
Por encima de Pentecostés, los cedros, como grandes dibujos al carbón, expusieron de pronto su estructura, las capas de follaje plano que se alzaban unas sobre otras, los bordes ribeteados por el sol naciente.
Pentecostés se volvió de espaldas al castillo y pasó por entre los cedros, dejando sobre las manchas brillantes de rocío las huellas oscuras de unas pisadas ligeramente vueltas hacia dentro. Al andar parecía que se hundía en la tierra. Cada zancada era una actitud, una prueba, una especie de exploración interior, como si supiera que lo que importaba, lo que realmente entendía y amaba, estaba debajo de él, bajo esos pies que se movían pausadamente. Estaba en la tierra, era la tierra.
Pentecostés, envuelto en la capucha de cuero, no tenía una estatura espectacular, y aquel modo de andar, aunque pleno de significado, era sin embargo algo ridículo. Tenía las piernas demasiado cortas, pero la cabeza, vetusta y arrugada, era noble y majestuosa, con una huesuda frente apergaminada, y nariz recta.
De las flores tenía un conocimiento superior al de un botánico o un artista, ya que le interesaba más el crecimiento que el resultado, el proceso orgánico que culminaba en los dorados y azules antes que los colores, las formas, o cualquier otro aspecto visible.
Como la madre que no querría menos a un hijo de rostro mutilado, así amaba él las flores. A todo lo que crecía, prodigaba conocimientos y amor; pero al manzano se entregaba de cuerpo y alma.
Sobre el flanco norte de una pequeña colina que descendía poco a poco hacia un riachuelo, se alzaban claramente unos árboles frutales; para Pentecostés, cada uno de ellos tenía una personalidad propia.
Cuando en agosto, Fucsia se asomaba a la ventana del desván, alcanzaba a verlo a lo lejos, subido a veces en una pequeña escalera, o bien, si las ramas eran bastante bajas, de pie sobre la hierba, el cuerpo largo y las piernas cortas empequeñecidos, y la hermosa cabeza cubierta por una capucha que le ocultaba la cara. Minúsculo como parecía, visto desde tamaña altura. Fucsia adivinaba que estaba puliendo las manzanas que colgaban de las ramas y dándoles un brillo de espejo; se doblaba hacia adelante para echarles el aliento y después las frotaba con un paño de seda, sacando a la piel escarlata unos destellos que llegaban hasta la elevada y sombría buhardilla.
Luego Pentecostés se alejaba del árbol que acababa de pulir y daba lentamente una vuelta alrededor, admirando los diferentes grupos de manzanas y el tronco nudoso que sostenía las ramas.
Pentecostés estuvo un tiempo en el jardín vallado recogiendo las flores que llevaría a la Sala del Bautizo. Iba de un lado a otro, hasta que por fin consiguió imaginar la habitación con todos los jarrones llenos y decidió el color del día.
El sol había disipado las nieblas, y ascendía como un plato brillante en el cielo, como si un hilo invisible tirara de él. En la Sala del Bautizo todavía no había luz, pero Pentecostés entró por la puerta ventana, una oscura y desproporcionada silueta con flores refulgentes en los brazos.
Entretanto, el castillo empezaba a despertar o estaba ya despierto. Lord Sepulcravo tomaba el desayuno en el refectorio en compañía de Agrimoho. Tata Ganga se batía con una montaña de mantas y Fucsia permanecía debajo enroscada en la oscuridad. Vulturno estaba en cama tomándose un vaso de vino que le había traído uno de los pinches; sólo estaba despierto a medias, el cuerpo abotagado y doblado en pliegues espantosos. Excorio murmuraba consigo mismo, mientras paseaba arriba y abajo por un interminable pasillo gris, con las articulaciones de las rodillas marcando cada paso como un reloj. Rottcodd pasaba el plumero por la tercera talla, levantando pequeñas nubes de polvo cada vez que se movía, y el doctor Prunescualo estaba cantando mientras tomaba su baño matinal. En las paredes del cuarto de baño colgaban unos diagramas anatómicos pintados en largos pergaminos. Incluso en el baño llevaba las gafas puestas y mientras intentaba recuperar una pastilla de jabón perfumado por encima del borde de la bañera, le cantaba al músculo oblicuo externo como si se tratase de la mujer amada.
Pirañavelo se miraba al espejo y se examinaba el incipiente bigote, y Keda en el cuarto del ala norte observaba cómo el sol se movía por el Bosque Retorcido.
Lord Titus Groan, ignorando que el alba anunciaba el día del bautizo, dormía profundamente. La cabeza colgando a un lado, la cara medio escondida por la almohada, el puño diminuto apretujado contra la boca. Llevaba un camisón de seda amarilla, sembrado de estrellas azules, y la luz que se filtraba a través de las persianas entreabiertas le subía por la cara.
La mañana avanzaba. Había muchas idas y venidas. Tata había perdido la cabeza, y sin la silenciosa ayuda de Keda hubiera sido incapaz de afrontar la situación.
Había que planchar el vestido del bautizo e ir a buscar los anillos y la pequeña corona de joyas engastadas que guardaban en una cajita de hierro en la armería, y sólo Carrascoso tenía la llave y estaba sordo como una tapia.
El baño y la ropa de Titus tenían que ser especialmente perfectos, y con tantas cosas por delante, a la señora Ganga se le pasaban las horas volando. Antes de que se diera cuenta, ya eran las dos de la tarde.