Cuando al fin volvieron a reunirse en la Sala Fresca, Agrimoho estaba más tranquilo, aunque cansado por la caminata.
Indicando a los otros dónde tenían que colocarse, puso las manos sobre el volumen desgarrado y luego habló al semicírculo delante de él.
Titus había sido repuesto en el Libro, y Agrimoho lo bajó con cuidado hasta la mesa.
—Te deposito, Criatura-Heredera —dijo, continuando desde el punto en que los viejos dedos lo habían interrumpido—. Criatura-Heredera de los ríos, de la Torre de los Pedernales, de oscuros huecos bajo gélidas escaleras y prados iluminados por el sol veraniego. Criatura-Heredera de las brisas primaverales que soplan de los bosques nevados, y de la miseria otoñal que adormece pétalos, escamas y plumas. De la brillante blancura invernal sobre miles de torreones y del letargo veraniego entre las murallas que se desmoronan. ¡Escucha! Escucha con la humildad de los príncipes y entiende con el entendimiento de las hormigas. Escucha, Criatura-Heredera, y asómbrate. Entiende estas palabras.
Agrimoho calló, tomó a Titus, se lo pasó a lady Groan por encima de la mesa, y ahuecando la mano la sumergió en el cuenco. Luego, con la mano y la muñeca chorreando, dejó que el agua se le deslizara por los dedos hasta la cabeza del bebé, donde la corona dejaba al descubierto, entre las púas, un trozo oval de piel tirante sobre el hueso del cráneo.
—Tu nombre es TITUS —dijo Agrimoho simplemente—. TITUS, septuagésimo séptimo conde de Groan y señor de Gormenghast. Te ordeno solemnemente que respetes estas sagradas piedras frías que se adhieren a tus murallas ancestrales y grises. Te ordeno solemnemente que respetes esta tierra oscura y sagrada que alimenta tus grandes árboles cargados de hojas. Te ordeno solemnemente que respetes los dogmas sagrados de los que nacen los credos de Gormenghast. Yo te consagro al castillo de tu padre. Titus, sé fiel.
Titus fue devuelto a Agrimoho, que lo pasó a la vieja niñera. La fresca fragancia de las flores perfumaba deliciosamente la sala. Cuando Agrimoho dio la señal, tras unos minutos de meditación, de que el banquete podía empezar, Vulturno se adelantó sosteniendo en equilibrio cuatro fuentes de manjares en cada uno de sus antebrazos y otra en cada mano, y dio unas vueltas entre los invitados. Luego sirvió copas de vino, mientras que Excorio seguía a lord Sepulcravo como una sombra. Nadie intentó iniciar una conversación, y todos estaban de pie, comiendo o bebiendo en silencio en diferentes partes de la sala, o bien junto a los ventanales, masticando o sorbiendo mientras contemplaban las extensiones de hierba. Sólo las gemelas se sentaron en un rincón, haciendo señas a Vulturno cada vez que se les vaciaban los platos. Esta tarde sería para ellas un tema de exaltada reminiscencia durante mucho tiempo. Lord Sepulcravo no probó ninguno de los manjares, y cuando Vulturno se le acercó con una bandeja de alondras asadas, Excorio le indicó imperiosamente que se alejase, y advirtiendo la maligna expresión en los ojos porcinos del chef, alzó los hombros huesudos hasta las orejas.
A medida que pasaba el tiempo, Agrimoho parecía cada vez más consciente de sus responsabilidades como maestro del ritual, y al fin, habiendo determinado la hora por la posición del sol, que una delgada rama de arce dividía en dos, batió las manos y fue hacia la puerta arrastrando los pies. En ese momento, todos los invitados tenían que reunirse en el centro de la sala, y desfilar uno a uno ante Tata Ganga, quien, con Titus en el regazo, esperaría junto a Agrimoho. Todos ocuparon sus puestos, y el primero en adelantarse hacia la puerta fue lord Sepulcravo con la melancólica cabeza en alto, y al pasar delante del bebé pronunció la palabra —Titus— en voz solemne y ensimismada. La condesa le siguió voluminosa y pesadamente, y rugió —TITUS— a la arrugada criatura.
Uno a uno, todos desfilaron: las gemelas atropellándose en sus esfuerzos por adelantarse a pronunciar el nombre, el doctor Prunescualo blandiendo los dientes como si «Titus» fuera el santo y seña para alguna carga romántica de caballería ligera. Desconcertada, Fucsia se quedó mirando las púas de la corona de su hermanito.
En cuanto todos hubieron pasado, alzando la cabeza y pronunciando con la entonación que les era propia la palabra final: —Titus—, Tata Ganga se encontró sola, ya que incluso Agrimoho se había marchado detrás de Excorio.
Ahora que se había quedado sola en la Sala Fresca, la niñera miró nerviosamente alrededor el espacio vacío, y el sol que entraba a raudales por el gran ventanal.
De repente, abrumada de fatiga y de emoción, rompió a llorar, recordando con sobresalto el rugido de la condesa. Hundida en el gran sillón, con el muñeco coronado en brazos, tenía un aspecto patético. El Vestido de satén verde le brillaba burlonamente a la luz de la tarde.
—¡Oh, mi pobre corazón! —sollozó, y las lágrimas le rodaron por las secas arrugas de piel de pera de la cara en miniatura—. ¡Mi pobre, pobre corazón! Como si fuera un crimen quererlo. —Apoyó la cara del bebé contra la mejilla húmeda. Tenía los ojos cerrados, y las lágrimas se le pegaban a las pestañas, y le temblaban los labios cuando Fucsia regresó en silencio y se arrodilló, abrazando con brazos vigorosos a la anciana niñera.
Tata Ganga abrió los ojos inyectados de sangre y se inclinó hacia adelante, y las tres figuras se unieron en un bloque compacto de solidaridad.
—Yo te quiero —susurró Fucsia, alzando unos ojos malhumorados—. Te quiero, te quiero. —Luego, volviendo la cabeza hacia la puerta, gritó como si hablara a la hilera de figuras que acababan de desaparecer—: La habéis hecho llorar. La habéis hecho llorar. ¡Animales!
EL SEÑOR EXCORIO tenía dos grandes aflicciones. La primera era el odio a muerte que se había declarado entre él y la montaña de carne pálida; el odio que había estallado y que había fructificado en un ataque al chef. Ahora evitaba con mayor escrupulosidad que en el pasado cualquier pasillo, patio o claustro en los que podrían asomar las proporciones inequívocas del adversario. Mientras cumplía sus obligaciones, el señor Excorio no olvidaba jamás que el enemigo estaba en el castillo, y le obsesionaba la idea de que un plan diabólico se estuviese incubando por momentos en aquella cabeza hidrópica, una maquinación infernal, en una palabra:
venganza
. Excorio no alcanzaba a imaginar qué oportunidad encontraría o propiciaría el chef, pero estaba siempre alerta, dando vueltas y más vueltas en el cráneo sombrío a cualquier posibilidad que se le ocurriera. Si Excorio no estaba verdaderamente asustado, sentía por lo menos una inquietud cercana al miedo.
La segunda preocupación se refería a la desaparición de Pirañavelo. Catorce días antes había encerrado al muchacho, y cuando doce horas más tarde volviera con una jarra de agua y un plato de patatas, el cuarto estaba vacío. Desde entonces no había habido ni rastro de él, y aunque a Excorio no le interesaba el muchacho, le preocupaba tan extraordinaria desaparición, así como el hecho de que hubiera sido uno de los pinches de Vulturno, ya que, en caso de volver a las fétidas regiones de donde había escapado, podría revelar al chef el incidente del encuentro, y dando quizá una versión deformada del asunto, contarle que había sido atraído lejos de su provincia y encerrado por algún siniestro motivo de su propia invención. Y eso no era lo peor, ya que Excorio recordaba que el muchacho había oído casualmente los comentarios de lord Groan acerca del heredero, comentarios que perjudicarían la dignidad de Gormenghast en caso de que se difundieran entre la chusma del castillo. No interesaba de ninguna manera que al iniciarse la trayectoria del nuevo conde Groan, fuera de conocimiento común que la criatura era fea y que esto afligía a lord Sepulcravo. Excorio no había determinado aún cómo asegurar el silencio del joven, pero lo más urgente era sin duda dar con él. Había inspeccionado, en sus ratos libres, cuarto tras cuarto, balcón tras balcón, sin encontrar ninguna pista.
De noche, acostado ante la puerta de su señor, se despertaba con un sobresalto y se sentaba erguido sobre el helado piso de madera. Al principio, veía aparecer ante él la cara de Vulturno, enorme y difusa, con aquellos ojos de abalorio hundidos en los pliegues de carne, implacables y fríos. Entonces Excorio adelantaba la dura y rapada cabeza, y se secaba el sudor de las manos en la ropa. Luego, cuando el horrible fantasma se disolvía en la oscuridad, se le aparecía la habitación vacía en la que había visto por última vez a Pirañavelo, y se imaginaba recorriéndola, palpando los paneles de las paredes, acercándose a la ventana, desde donde contemplaba los cientos de pies de escarpado muro que descendía hasta el patio.
Las articulaciones de las rodillas le crujían en la oscuridad cuando estiraba las piernas, con la llave de sabor ferruginoso entre los dientes.
He aquí lo que ocurrió realmente en la Habitación Octogonal y los acontecimientos ulteriores con que tropezó Pirañavelo:
Cuando el muchacho oyó girar la llave se precipitó hacia la puerta, pegó el ojo al agujero de la cerradura y vio los fondillos de los pantalones de Excorio que desaparecían en el pasillo. Lo oyó doblar una esquina, una puerta se cerró con un golpe lejano, y luego, silencio. La mayoría de la gente hubiera probado el pomo de la puerta. El instinto, aunque irracional, hubiera sido irresistible; el primer impulso de alguien que quiere huir. Pirañavelo miró el pomo unos instantes. Había oído girar la llave. No tenía por qué desobedecer una conclusión simple y lógica. Se apartó de la única puerta de la habitación, y asomado a la ventana echó una mirada al precipicio.
El cuerpo de Pirañavelo tenía un aspecto deforme, giboso, pero era difícil explicar exactamente por qué. Uno a uno, los miembros parecían relativamente bien formados, pero la suma de todos ellos era un conjunto inesperadamente torcido. Tenía un rostro pálido y arcilloso, y parecía una máscara; excepto los ojos, que los tenía muy juntos y eran muy pequeños, de color rojo oscuro y de una concentración sorprendente.
El uniforme rayado de cocina le quedaba muy ajustado. En la coronilla llevaba encasquetada una pequeña gorra blanca.
Mientras observaba tranquilamente el escarpado precipicio, fruncía los labios y echaba una ojeada al patio cuadrangular del fondo. De pronto, se apartó de la ventana y con el paso apresurado que le era peculiar recorrió la habitación, como si necesitara que los miembros trabajaran junto con el cerebro. Después volvió a la ventana. Todo estaba quieto. La luz de la tarde palidecía en el cielo, aunque en la imagen de los torreones y tejados encuadrados en la ventana había aún un tinte cálido. Echando por encima del hombro una última mirada a las paredes y el techo de aquel cuarto-calabozo, apretó las manos detrás de la espalda y volvió su atención al marco de la ventana.
Esta vez, asomándose precariamente sobre el alféizar y con la cara vuelta hacia el cielo, escrutó las ásperas piedras de la pared por encima del dintel y advirtió que veinte pies más arriba acababan en un inclinado techo de pizarra. Una larga arista remataba este tejado, a modo de contrafuerte, y a su vez conducía en largas curvas hacia la techumbre principal de Gormenghast. Los veinte pies sobre él, que al principio le habían parecido inaccesibles, no eran peligrosos, advirtió, sino en los primeros doce pies, donde no había otros puntos de apoyo que unos escasos salientes de piedra irregular. Más arriba, una yedra desvaída y macilenta que se había incrustado entre la pizarra, dejaba caer un brazo velludo que, si no cedía bajo su peso, sería relativamente fácil de escalar.
Pirañavelo reflexionó que una vez a horcajadas sobre la cornisa, podría sin mucha dificultad ir de un lado a otro por todo el armazón exterior del centro de Gormenghast.
De nuevo clavó la mirada en los primeros doce pies de pared vertical, intentando descubrir los apoyos más adecuados. La inspección lo intranquilizó. No sería una empresa agradable. Cuanto más escrutaba, menos le gustaba la perspectiva, pero alcanzaba a ver que el ascenso sería posible si concentraba pensamientos y fibra en el empeño. Se descolgó de nuevo al interior de la habitación, a cuyo silencio se había sumado de pronto una atmósfera tranquilizadora. Tenía dos posibilidades: esperar el eventual retorno de Excorio, que seguramente querría devolverlo a las cocinas, o intentar el azaroso descenso.
De pronto se sentó en el suelo, se quitó las botas y se las colgó del cuello enlazando los cordones. Luego se metió los calcetines en los bolsillos y se incorporó. De puntillas en medio de la habitación, movió los dedos de los pies hasta notar un hormigueo de complicidad, y a continuación abrió cruelmente las manos para desentumecérselas. No había ya nada que esperar. Se arrodilló en el alféizar, y después de volverse, se enderezó lentamente, con el cuerpo fuera de la ventana y la luz mortecina del crepúsculo en los omoplatos.
SE NEGABA A PENSAR en la vertiginosa caída y mantenía los ojos pegados al primer apoyo. Con la mano izquierda se aferró al borde inferior de la ventana, y después de buscar a un lado y a otro con el pie derecho, curvó los dedos sobre un áspero saliente de piedra. Casi enseguida empezó a sudar. Deslizó las manos por la pared y dio con una grieta que había estudiado con atención. Mordiéndose el labio inferior hasta que la sangre le bajó por la barbilla, aventuró la rodilla izquierda sobre la superficie de la pared. Esto le llevó unos diecisiete minutos de reloj, pero si hubiese medido el tiempo por los latidos de su corazón, hubiera creído que se había pasado la noche entera pegado a la pared oscilante. En algunos momentos quería renunciar a todo, incluso a la vida, y lanzarse al espacio, terminando así con tensiones y sufrimientos. En otros momentos, aferrándose al muro con desesperación, continuaba subiendo en una especie de mareo, y alguna vez se descubrió repitiendo uno o dos versos de un poema hacía tiempo olvidado.
Tenía los dedos agarrotados y le temblaban las manos y las rodillas cuando notó que las fibras rugosas que colgaban de la yedra seca le rozaban la cara. Las agarró con la mano derecha; los pies le resbalaron en la pared, y por unos instantes se balanceó en el aire vacío. Pero sus manos pusieron en movimiento unos músculos poco usados, y aunque los brazos le crujían consiguió cubrir los últimos quince pies. El tallo grueso y quebradizo soportó la prueba, y sólo se le despegaron unos trozos laterales. En cuanto Pirañavelo logró alzarse por encima del canalón, se desplomó boca abajo temblando fantásticamente de pies a cabeza. Permaneció así durante una hora. Luego, al levantar la cabeza y encontrarse en el mundo vacío de los tejados, sonrió brevemente.