Sin mover los hombros, Vulturno bajó la cabeza, la apoyó sobre la pechera salpicada de vino, e hizo un esfuerzo tratando de ver si el auditorio estaba ya preparado para oír los primeros compases. Pero no distinguió nada allí abajo, excepto aquel «pequeño mar de rostros» al que había aludido y el pequeño mar estaba ahora, prácticamente obliterado para él, bajo una bruma flotante.
—¿Me estáis escuchando?
—¡Sí, sí! ¡La canción, la canción!
Vulturno inclinó una vez más la cabeza hacia la ardiente espuma del mar, y luego levantó flojamente la mano derecha. Hizo un débil esfuerzo para despegarse de la columna y entonar la canción en una posición más digna, pero le fallaron las fuerzas y cayó hacia atrás, y entonces, al tiempo que una enorme sonrisa fatua le abría la mitad inferior del rostro, y bajo la mirada de Excorio, que le examinaba con los finos labios apretados hacia abajo, el chef empezó a enroscarse lentamente como si se preparara a morir de un momento a otro. La cocina se había quedado silenciosa como una tumba sofocante. Por fin, un débil gorgoteo se filtró por entre el silencio, pero si se trataba de la primera estrofa del tan esperado poema, nadie pudo decirlo, pues el chef se bandeó entonces como un galeón. La vela del gran navío se deshinchó y arrugó y de repente aquella enormidad se desplomó y se hundió. Se oyó el ruido de algo que se desparramaba, y una área de siete losas desapareció de la vista bajo una burbuja de masa cataléptica empapada en vino.
EL MALHUMOR DE EXCORIO había estado creciendo sin interrupción, y a medida que pasaban esos horribles minutos, se fue apoderando de él una repugnancia tan profunda que si el chef no hubiera estado rodeado por los pinches, de buen grado habría agredido al borracho. No obstante, se limitó a mostrar los dientes color de arena, y a clavar por última vez sus ojos en el cocinero con una expresión de increíble amenaza. Por fin, volvió la cabeza y escupió, y apartando a quienes le cerraban el paso, se encaminó con grandes zancadas de esqueleto hasta una puerta estrecha en la pared opuesta a aquella por la que había entrado. Cuando el monólogo de Vulturno se arrastraba hacia su crapuloso final, Excorio ya se estaba alejando, a razón de cinco pies por zancada, de la pestilencia y del horror de la Gran Cocina.
El traje negro, con remiendos de tela grasienta y pardusca en los codos y el cuello, no le caía bien, pero le pertenecía inevitablemente, como la cabeza de una tortuga que emerge de un caparazón o la de un buitre que asoma sobre un collar de plumas pertenecen a ese reptil o a esa ave. La cabeza apergaminada y huesuda parecía una prolongación de la tela grasienta. Se asomaba por la ventana superior de aquel alto edificio negro como si no hubiera conocido jamás otra residencia.
Mientras que Excorio avanzaba por los corredores hacia la zona del castillo donde lord Sepulcravo se había quedado solo por primera vez en muchas semanas, el conservador, apaciblemente dormido en la Galería de las Tallas Brillantes, roncaba al pie de la celosía. La hamaca aún se movía con un ligero, un ligerísimo balanceo después de que Rottcodd se echara, enseguida de cerrar con llave la puerta detrás de Excorio. El sol ardía por entre las persianas, adornando con franjas doradas los pedestales de las esculturas y con rayas atigradas el polvoriento suelo de madera.
La luz del sol, mientras Excorio caminaba, introducía todavía un dedo por la ventana de la cocina, iluminando la sudorosa columna de piedra, liberada ya del peso del chef, puesto que el borracho se había caído del barril de vino un momento después de la desaparición de Excorio y yacía al pie de la tribuna.
Desperdigados a su alrededor había pedazos aplastados de carne, cubiertos de serrín. El hedor de la grasa quemada era muy fuerte, pero aparte del bulto postrado del chef, de los Fregones Grises amontonados debajo de la mesa, y de los caballeros que seguían suspendidos de la viga, no quedaba nadie en la sala enorme, vacía y caldeada. Todos los que estaban en condiciones de mover las piernas se habían ido a lugares más frescos.
Pirañavelo había asistido con una mezcla de sorpresa, alivio y diversión maligna al dramático desenlace de la oratoria de Vulturno. Contempló por unos instantes la masa salpicada de vino tendida en el suelo, y tras comprobar de un vistazo que se había quedado solo, se encaminó hacia la puerta por la que había desaparecido Excorio, y pronto estaba corriendo por los pasillos, torciendo a derecha e izquierda mientras buscaba enloquecido un poco de aire fresco.
Nunca había cruzado esta puerta particular, pero imaginó que lo llevaría al aire libre y a algún sitio donde podría estar a solas. Yendo de aquí para allá, descubrió que se había perdido en un laberinto de pasillos de piedra, iluminados en algunos sitios por velas, hundidas en cera derretida, y puestas en las hornacinas de los muros. Desesperado, Pirañavelo siguió corriendo con las manos en la cabeza cuando de pronto, al doblar una esquina, una figura se deslizó rápidamente delante de él, sin mirar a derecha ni a izquierda.
En cuanto el señor Excorio —pues se trataba del criado, en camino hacia los aposentos residenciales— se perdió de vista, Pirañavelo espió desde la esquina y se dispuso a seguirlo, tratando de pisar al mismo tiempo que Excorio para ocultar el sonido de sus propios pasos. Esto era casi imposible, ya que las zancadas de arácnido de Excorio, además de ser particularmente largas, se interrumpían en un tiempo muerto, como en la marcha lenta, antes de posar el pie. No obstante, sintiendo que aquí tenía la oportunidad única de escapar a esos interminables pasillos, el joven Pirañavelo siguió a Excorio lo mejor que pudo, con la esperanza de que el criado acabaría por desembocar en algún patio fresco o espacio abierto donde sería posible alejarse. A veces, cuando la separación entre las velas era de treinta o cuarenta pies, Excorio se perdía de vista, y sólo el sonido de sus pies sobre las losas guiaba al perseguidor. Enseguida, a medida que la sombra errática se aproximaba a otro halo goteante, iba convirtiéndose poco a poco en una silueta que al pasar por delante de la llama recordaba momentáneamente a un espantapájaros entintado, una mantis religiosa de cartón movida por unos hilos. Luego el proceso de iluminación se invertía, e inmediatamente después de pasar la llama Pirañavelo veía a Excorio claramente, como un objeto iluminado contra las profundidades de los todavía inexplorados pasadizos de piedra. Veía brillar la tela raída y grasienta de los hombros, y los dos músculos gemelos de la nuca emergían tensos y desnudos del cuello andrajoso. Pero con cada nuevo paso la espalda se oscurecía hasta perderse de vista, y Pirañavelo sólo oía el crujido de las articulaciones de las rodillas y las pisadas sobre las losas, hasta que la vela siguiente tallaba de nuevo a Excorio. Prácticamente exhausto, por la insoportable atmósfera de la Gran Cocina y por este viaje en apariencia interminable, el muchacho, que aún no había cumplido diecisiete años, se desplomó con un golpe sordo, agotado, arrastrando las botas pesadamente por las losas de piedra. El ruido hizo que Excorio se detuviera en seco y se volviera lentamente, alzando al mismo tiempo los hombros hasta las orejas. —¿Qué pasa? —gruñó, escrutando la oscuridad de atrás.
No hubo respuesta. El señor Excorio empezó a volver sobre sus pasos, el cuello estirado, los ojos atentos. Al avanzar penetró en la zona de luz de una de las velas de la pared. Se acercó, y sin apartar los ojos de la oscuridad de más allá, arrancó la vela, y con ella un gran substrato de sebo antiguo, que pronto le permitió descubrir al muchacho, en medio del corredor, a unos pocos metros más allá.
Se inclinó y acercando el gran pedazo de cera refulgente a unos centímetros de Pirañavelo, caído boca abajo, contempló el montón de miembros inmóviles. Después del sonido de los pasos y los crujidos de las rodillas, el silencio era absoluto. Apretó los dientes y se enderezó. Luego movió el cuerpo del muchacho con el pie. Pirañavelo volvió en sí y se apoyó débilmente sobre el codo.
—¿Dónde estoy? —susurró—. ¿Dónde estoy?
Una de las ratas de Vulturno, pensó Excorio, sin prestar atención a la pregunta. Un secuaz de Vulturno, ¿eh? Una de sus ratas rayadas, y exclamó en voz alta: —¡Levántate! ¿Qué haces aquí? —y acercó la vela a la cara del muchacho.
—No sé dónde estoy —respondió el joven Pirañavelo—. Me he perdido. Perdido. Necesito luz del día.
—He preguntado qué haces aquí. Sí…, qué haces aquí —dijo Excorio—. No quiero a los secuaces de Vulturno por aquí. ¡Malditos sean!
—Yo no quiero estar aquí. Déme luz del día y me marcharé. Muy lejos.
—¿Lejos? ¿Dónde?
Pirañavelo estaba ahora más tranquilo, aunque todavía se sentía acalorado y desesperadamente cansado. Había advertido el tono de sarcasmo con que Excorio había dicho «No quiero a los secuaces de Vulturno por aquí», y se había apresurado a contestar la pregunta de Excorio, «¿Lejos, dónde?», diciendo en seguida: —Oh, no importa dónde, mientras sea lejos del terrible Vulturno.
Excorio lo examinó unos instantes, abriendo la boca varias veces como si fuera a hablar.
—¿Nuevo? —dijo por fin, mirando más allá del muchacho con aire ausente.
—¿Yo?
—Tú —dijo Excorio, todavía mirando por encima de la cabeza del muchacho—. ¿Nuevo?
—Diecisiete años, señor, pero nuevo en la cocina.
—¿Cuándo? —preguntó Excorio, que se ahorraba la mayor parte de cada frase.
Pirañavelo no parecía tener problemas para interpretar este lenguaje telegráfico.
—El mes pasado. No quiero volver a ver al terrible Vulturno —respondió, volviendo a jugar la única baza posible, y levantando la mirada hacia la cabeza iluminada por la vela.
—Perdido, ¿eh? —dijo Excorio después de una pausa, pero en un tono ligeramente menos sombrío—. Perdido en los Pasadizos de Piedra, ¿eh? Una de las ratas de Vulturno, perdido en los Pasadizos de Piedra, ¿eh? —y volvió a levantar los hombros escuálidos.
—Vulturno se derrumbó como un tronco —dijo Pirañavelo.
—Normal. Lo que puede esperarse. ¿Qué has hecho tú?
—¿Hecho, señor? —dijo Pirañavelo—. ¿Cuándo?
—¿Qué felicidad? —preguntó Excorio, que a la luz menguante de la vela parecía una cabeza de muerto—. ¿Cuánta felicidad?
—No siento la menor felicidad —contestó Pirañavelo.
—¡Cómo! ¿Nada de Gran Felicidad? Rebelión. Conque rebelión, ¿eh?
—No. Únicamente contra Vulturno.
—¡Vulturno! ¡Vulturno! Déjalo que se hinche de manteca y de grasa. No lo recuerdes en los Pasadizos de Piedra. ¡Vulturno, siempre Vulturno! Cierra la boca. Toma la vela. Ponía en la hornacina. Conque rebelión, ¿eh? Ve adelante, izquierda, izquierda, derecha, otra vez izquierda, ahora derecha… Ya te enseñaré yo a ser infeliz el día que nace un Groan… Continúa, todo recto…
El joven Pirañavelo obedeció las instrucciones que venían de las sombras de atrás.
—Ha nacido un Groan —dijo Pirañavelo en un tono que tanto podía ser una pregunta como una afirmación.
—Ha nacido —dijo Excorio—. Y tú lloriqueando por los Pasadizos de Piedra. Conmigo, secuaz de Vulturno. Te enseñaré lo que significa. Un heredero Groan. ¿Conque diecisiete, eh? ¡Uf! Nunca entenderás. Nunca. Derecha, izquierda, otra vez izquierda… por la arcada. ¡Uf! Un individuo nuevo bajo las piedras antiguas… y además secuaz de Vulturno… No te agrada, ¿eh?
—No, señor.
—Hum —dijo Excorio—. Espera aquí.
Pirañavelo esperó como le habían ordenado, y Excorio sacó un manojo de llaves del bolsillo, eligió una con gran cuidado como si se tratara de un objeto precioso, y la introdujo en la cerradura de una puerta invisible, pues la oscuridad era ahora profunda. Pirañavelo oyó el rechinar del hierro en la cerradura.
—¡Aquí! —dijo la voz de Excorio desde la oscuridad—. ¿Dónde está el secuaz de Vulturno? ¡Ven aquí!
Pirañavelo avanzó hacia la voz, palpando el muro de una pequeña arcada. De pronto se encontró junto al hedor rancio de la ropa de Excorio, y adelantando la mano, agarró al criado de lord Groan por uno de los faldones de la larga chaqueta. Inmediatamente Excorio descargó una huesuda mano sobre el brazo del muchacho y lo apartó bruscamente: un tat tat tat resonó en la garganta de la criatura alta, advirtiéndole que no permitiría más familiaridades.
—El Cuarto de los Gatos —dijo Excorio, sujetando el pomo de hierro de la puerta.
—Oh —dijo Pirañavelo tratando de pensar y repitiendo «Cuarto de los Gatos» para salir del aprieto, pues no entendía el sentido de esta observación. Quizá Excorio lo estaba llamando gato y quería encerrarlo allí. Sin embargo, no había irritación en la voz del criado.
—El Cuarto de los Gatos —repitió Excorio con aire meditativo, y giró el pomo de hierro. Abrió la puerta lentamente y Pirañavelo, echando una ojeada al interior del cuarto, no necesitó ya ninguna explicación.
Los rayos del sol poniente inundaban el cuarto. Pirañavelo se quedó inmóvil; un estremecimiento de placer le recorrió el cuerpo. Sonrió. Una alfombra cubría el suelo con una pradera azulada. Sobre ella, sentados en un centenar de posturas decorativas, o en pie como esculturas inmóviles, o moviéndose majestuosamente sobre la superficie de zafiro, entrelazándose unos con otros en un viviente arabesco, había una legión de gatos blancos como la nieve.
Mientras Excorio se aproximaba al centro del cuarto, Pirañavelo no pudo dejar de advertir el contraste entre la desgarbada y sombría figura, cuyas rodillas crujían monótonamente con cada uno de sus torpes movimientos, y la soberbia elegancia y silencio de los gatos blancos. Aunque de pronto habían dejado de ronronear, no prestaron la menor atención a los dos intrusos. Mientras estaban en las tinieblas, y antes de que Excorio extrajera el manojo de llaves del bolsillo, Pirañavelo había creído sentir una profunda y prolongada vibración, un monótono rumor de mar, y ahora comprendió que había sido la pululación de la tribu.
Al atravesar una arcada de piedra esculpida en el extremo del cuarto y cerrar la puerta detrás de él, oyó de nuevo la vibración gutural, pues al encontrarse otra vez solos los gatos blancos ronroneaban de nuevo, y aquel sonido pausado y profundo era como la voz del océano en la garganta de una caracola.
—¿A QUIÉN PERTENECEN? —preguntó Pirañavelo. Ascendían unos escalones de piedra. La pared de la derecha estaba revestida con un horrible papel que al desprenderse a tiras dejaba a la vista trozos de yeso desconchado y húmedo. Una mezcolanza de singulares colores alegraba aquella superficie, en la que unas manchas oscuras eran de una increíble belleza submarina. En otra zona más seca, donde una gran vela de papel se había despegado de la pared, el yeso se había rajado en una intrincada red de grietas de distinta profundidad y que parecían un paisaje a vuelo de pájaro, o el mapa de algún delta fabuloso. Miles de viajes imaginarios podrían hacerse a lo largo de las orillas de estos ríos inexplorados.