Titus Groan (8 page)

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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

BOOK: Titus Groan
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—Tonterías —dijo la condesa.

—No lo creo así —respondió Prunescualo con los ojos todavía en alto—. Ja, ja, ja, ja, ¡oh no! Ni mucho menos.

En cuanto acabó de hablar, sus ojos descendieron rápidamente y encontraron la imagen de la condesa en la cama y enseguida, con mayor rapidez aún, volvieron a nadar gafas arriba. Lo que había visto le inquietaba, pues en la expresión de la condesa había encontrado tal concentración de desprecio que al volver la cabeza descubrió que él estaba caminando hacia atrás, moviendo los pies uno tras otro, y que se encontraba junto a la puerta antes de haber decidido qué hacer. Saludó con una rápida reverencia, y retiró el cuerpo del cuarto.

—¿No es dulce, oh, no es más dulce que el más dulce terrón de azúcar? —dijo Tata Ganga.

—¿Quién? —gritó la condesa, con tal fuerza que una cuerda de sebo vibró en la luz vacilante.

El grito despertó a la criatura, que se puso a lloriquear, y Tata Ganga dio un paso atrás.

—El pequeño conde —gimió débilmente—, mi precioso pequeño conde.

—Ganga —dijo la condesa—, ¡ahora váyase! Me gustaría ver al niño cuando cumpla los seis. Encuéntrele una ama de cría en las viviendas de extramuros. Hágale trajes verdes con las cortinas de terciopelo. Tome este anillo de oro. Cuélguelo de una cadena que llevará alrededor del arrugado pescuecito. Llámelo Titus. Ahora márchese y deje la puerta un palmo abierta.

La condesa metió la mano debajo del almohadón, extrajo un pequeño caramillo, se lo acercó a la boca enorme y sopló. Dos notas dulces y prolongadas resonaron en el aire oscuro. Al oírlas, la señora Tata Ganga agarró el anillo de oro que la condesa había arrojado encima de la cama, y corriendo tanto como se lo permitían las viejas piernas, salió deprisa de la habitación como si un hombre lobo le pisara los talones. Inclinada hacia adelante en la cama, los ojos de lady Groan eran como los de un niño, abiertos, tiernos y excitados. Los tenía clavados en la puerta. Las manos se aferraban a los bordes del almohadón. De pronto, se puso rígida.

En la lejanía una vibración creció hasta que el volumen del sonido pareció ocupar el propio dormitorio, cuando de pronto, por la estrecha abertura de la puerta una ondulación de blanco se deslizó hacia la atmósfera opaca de la habitación, y en un instante no hubo allí ninguna sombra que no estuviera blanqueada con gatos.

SEPULCRAVO

CADA MAÑANA DEL AÑO, entre las nueve y las diez, puede encontrárselo sentado en la Sala de Piedra. Es allí, ante la larga mesa, donde toma el desayuno. Desde el estrado sobre el que está colocada la mesa, abarca con la mirada toda la extensión del ceniciento refectorio. A ambos lados de la sala, dos hileras de gruesas columnas sostienen el techo pintado en el que unos querubines se persiguen a través de un vasto firmamento escamoso. Hay por lo menos un millar de ellos, entrelazados y envueltos en nubes, con extremidades regordetas que se mueven de continuo y sin embargo nunca se mueven, pues están imperfectamente articuladas. Los colores, inicialmente chillones, se han descolorido y descascarado y el techo es ahora una mezcla muy sutil de tonos grisáceos y verde liquen, rosa apagado y plata.

Lord Sepulcravo había observado sin duda los querubines mucho tiempo atrás. Probablemente de niño había intentado contarlos más de una vez, como antes lo había hecho su padre, y como lo haría el joven Titus, mas en cualquier caso, lord Groan no había alzado los ojos al envejecido firmamento durante muchos años. De hecho, ahora nunca miraba alrededor. ¿Cómo podía amar este lugar? Era parte de él. Le era imposible imaginar otro mundo, y la idea de amar Gormenghast le hubiera escandalizado. Preguntarle qué sentía en verdad por su hogar hereditario sería como preguntarle a cualquier otro hombre qué sentía por su propia mano o su propia garganta. Aunque su señoría recordaba los querubines del techo. Los había pintado un bisabuelo con la ayuda de un entusiasta criado, que se había caído del andamio de setenta pies de altura y había muerto instantáneamente. Pero en la actualidad lord Sepulcravo parecía interesarse únicamente por los libros de la biblioteca, y por el pomo de jade del bastón de plata, que escrutaba durante horas y horas.

De acuerdo con una inveterada costumbre, llegaba cada mañana a las nueve en punto a la sala espaciosa y atravesaba con aire melancólico las largas hileras de mesas donde lo esperaban criados de todos los rangos, de pie en sus sitios, con la cabeza inclinada.

Subía al estrado, y se encaminaba a un extremo de la mesa donde colgaba una pesada campana de latón. Hacía sonar la campana y los sirvientes se sentaban y empezaban a desayunar: pan, vino de arroz y bizcocho.

El menú de lord Groan era de otro orden. Esta mañana, en cuanto se sentó en su silla de alto respaldo, se quedó mirando delante de él —a través del velo de melancolía que le empañaba el cerebro y le ensombrecía el corazón quitándole ánimo y debilitándole los miembros— un mantel blanco como la nieve. La mesa estaba puesta para dos comensales. La plata refulgía, y las servilletas estaban dobladas imitando pavos reales, dispuestas decorativamente sobre dos platos. Había un delicioso aroma a pan, dulce y saludable. Había huevos pintados de alegres colores y tostadas apiladas como pagodas, rebanada sobre rebanada y todas frágiles como hojas muertas; y peces enroscados, que se mordían la cola, en fuentes azules como el mar. Había café en una urna de forma de león, y el pitón sobresalía entre las fauces de plata de la bestia. Una gran variedad de frutas multicolores daban a la sala sombría un curioso aire de trópico. Había mieles, y mermeladas, gelatinas, nueces y especias, y las ancestrales bandejas de plata del desayuno estaban favorablemente dispuestas entre la vajilla de oro de los Groan. En el centro de la mesa había un pequeño cuenco de estaño con diente de león y ortigas.

Lord Sepulcravo permanecía sentado en silencio. Parecía no darse cuenta de las exquisiteces que tenía delante, y ni siquiera, cuando durante un instante levantaba la cabeza, parecía ver el inmenso y gélido comedor o a los criados sentados. A la derecha, en la esquina de la mesa, aguardaban los cubiertos y la vajilla de loza que anunciaban la inminente llegada del compañero de desayuno de su señoría. Lord Groan, con los ojos fijos en el pomo de jade del bastón que movía lentamente sobre la contera, tocó otra vez la campana y una puerta se abrió en la pared de atrás. Agrimoho entró con unos libros voluminosos bajo el brazo. Iba vestido de arpillera de color granate. Tenía la barba enredada, y los pelos que la componían eran blancos y negros. La cara estaba cubierta de arrugas como una hoja de papel de estraza estrujada por una mano feroz antes de que la alisaran de prisa y la extendieran sobre el rostro. Los ojos hundidos parecían perderse en las sombras de la frente alta y pronunciada que a pesar de sus innumerables arrugas conservaba una amplia extensión de hueso.

El anciano se sentó a un extremo de la mesa, apiló los cuatro volúmenes junto a una jarra de porcelana, y levantando los ojos hundidos hacia lord Groan, murmuró estas palabras con una voz débil y temblorosa pero en la que había una cierta dignidad, como si el ritual no fuera simplemente un deber ineludible, sino algo que ahora, como siempre, valía la pena observar:

—Yo, Agrimoho, señor de la biblioteca, consejero personal de su señoría, nonagenario y estudioso de la tradición de los Groan, entono a su señoría las salutaciones de una mañana oscura, vestido como voy de harapos, estudioso como soy de los tomos, y nonagenario como he llegado a ser en el curso de los años.

Después de esta larga tirada, tosió desagradablemente varias veces, llevándose la mano al pecho.

Lord Groan apoyó el mentón sobre los nudillos de las manos, ahuecadas sobre el pomo de jade. Tenía el rostro muy largo y oliváceo. Los ojos eran grandes, de una expresividad reservada. Las aletas de la nariz eran temblorosas y sensibles. La boca, una raya fina. En la cabeza llevaba la corona de hierro de los Groan, sujeta con una correa bajo la barbilla. Las cuatro puntas de la corona tenían forma de flecha; de estas puntas pendían unas cadenitas enlazadas. De acuerdo con las prerrogativas del caso, se había envuelto en una capa de color gris oscuro.

No parecía haber oído las salutaciones de Agrimoho, pero, mirando por primera vez lo que había sobre la mesa, partió la punta de una tostada y se la metió mecánicamente en la boca. La retuvo en una mejilla durante casi toda la comida. El pescado se enfrió en la fuente. Agrimoho se había servido uno, acompañado de una rodaja de melón y de un huevo pintado de verde fuego, pero todo el resto había perdido frescura o calor sobre la mesa ritual.

Abajo, en los largos sótanos de la sala, la algarabía de cuchillos había cesado. El vino de arroz había circulado por las mesas, y las jarras estaban vacías. Los criados esperaban la señal para ir a sus ocupaciones.

Agrimoho se secó con la servilleta la boca arrugada, y observó a lord Groan, que se reclinaba ahora en la silla y sorbía un vaso de té oscuro, los ojos perdidos como de costumbre. El bibliotecario observaba la ceja izquierda de su señoría. El reloj del fondo de la sala marcaba las diez menos veintiuno. Lord Groan parecía mirar a través del reloj. Transcurrieron tres cuartos de minuto; faltaban diez segundos, cinco segundos, tres segundos, un segundo, para las diez menos veinte. Ya eran las diez menos veinte. La ceja izquierda de lord Groan se alzó maquinalmente y quedó suspendida bajo tres arrugas. Después descendió, poco a poco. Al observar este movimiento, Agrimoho se incorporó y golpeó el suelo con una pierna envejecida y flaca. La arpillera grana que le envolvía el cuerpo se sacudió con el golpe y la barba de nudos blancos y negros se bamboleó en desorden de un lado a otro.

Las mesas se vaciaron en un santiamén, y en menos de medio minuto el último subordinado había desaparecido del refectorio, y la puerta de servicio del fondo de la sala había sido cerrada con llave.

Agrimoho volvió a sentarse, jadeando y tosiendo de mala manera. Luego se inclinó sobre la mesa y con un tenedor arañó la tela blanca, enfrente de lord Groan.

Su señoría volvió los acuosos ojos negros hacia el anciano bibliotecario y consejero. —Bueno —dijo con una voz distante—, ¿qué ocurre, Agrimoho?

—Es el noveno día del mes —contestó Agrimoho.

—¡Ah! —dijo su señoría.

Hubo un momento de silencio, que Agrimoho aprovechó para volver a anudarse algunas mechas de la barba.

—El noveno —repitió su señoría.

—El noveno —dijo Agrimoho entre dientes.

—Un día duro —meditó su señoría—, muy duro.

Agrimoho, inclinando los cavernosos ojos hacia su señor, repitió como un eco: —Un día duro, el noveno… siempre un día duro.

Una gruesa lágrima rodó por la mejilla de Agrimoho, abriéndose camino por la apergaminada superficie. Tenía los ojos tan hundidos en las cuencas sombrías que era imposible verlos. Agrimoho no había sugerido excepto quizá por alguna señal o movimiento mínimos que estuviese soportando algún estado de tensión emocional. Nunca le ocurría, salvo en momentos de reflexión sobre asuntos relacionados con las tradiciones del castillo, cuando unas gruesas lágrimas le brotaban de pronto de las sombras escondidas bajo la frente. Acarició los grandes tomos que tenía junto al plato. Como si acabara de tomar una decisión largamente deliberada, su señoría se inclinó hacia adelante, puso el bastón en la mesa y se ajustó la corona de hierro. Después, apoyando en las manos el alargado mentón, volvió la cabeza hacia el anciano. —Continúe —susurró.

Agrimoho se recogió la arpillera con un movimiento rápido y tembloroso, se levantó, y colocándose detrás de la silla, la empujó hacia la mesa unas pulgadas, y escurriéndose entre la silla y la mesa volvió a sentarse pausadamente, con aire de sentirse más cómodo que antes. Luego, inclinando una y otra vez la frente rugosa, apartó con gran deliberación el variado surtido de platos, vinagreras, copas, cubiertos y los manjares ya tibios que tenía delante, despejando un semicírculo de mantel blanco. Sólo entonces tomó los tres tomos que tenía junto al codo y los abrió uno tras otro, moviéndolos ligeramente sobre los lomos de pergamino, y permitiendo que se abrieran por las páginas señaladas con cintas bordadas.

Las páginas de la izquierda estaban encabezadas por la fecha, y en el primero de los tres libros iba seguida de una lista de las actividades que su señoría tenía que llevar a cabo hora a hora. Las horas exactas, las ropas adecuadas para cada ocasión y los gestos simbólicos necesarios. En las páginas de la derecha había unos diagramas con noticias, las rutas que su señoría tendría que recorrer para llegar a los distintos escenarios. Los diagramas estaban pintados a mano.

El segundo tomo tenía muchas hojas en blanco y era enteramente simbólico, mientras que el tercero era una masa de referencias cruzadas. Si, por ejemplo, su señoría, lord Sepulcravo, actual conde de Groan, hubiera medido tres pulgadas menos, las ropas, gestos y aun las rutas hubieran sido diferentes de los descritos en el primer tomo, y se hubiera tenido que elegir otro volumen de la enorme biblioteca. Si hubiera sido de tez más clara, o más corpulento, o si los ojos no hubieran sido negros sino verdes, azules o marrones, entonces otro conjunto de regulaciones arcaicas habrían aparecido esta mañana sobre la mesa del desayuno. Sólo Agrimoho entendía completamente las distintas minucias de este complejo sistema, que requería la consagración de toda una vida, pero el espíritu sagrado de la tradición, encarnado en los ritos diarios, era comprendido por todos.

Durante los veinte minutos siguientes, Agrimoho instruyó a lord Sepulcravo acerca de las tareas menos obvias del día, con una vieja voz cascada y unas contracciones espasmódicas de las comisuras de la boca entre frase y frase. Lord Sepulcravo asentía en silencio con la cabeza. Ocasionalmente, algunos itinerarios señalados en el primer tomo para el «día noveno» habían quedado obsoletos. Por ejemplo, a las dos y treinta y siete de la tarde, lord Groan tendría que haber descendido la escalera de hierro del vestíbulo gris que llevaba al estanque de carpas. Esta escalera había quedado ladeada y retorcida hacía setenta años, cuando un gran incendio arrasara el vestíbulo. Hubo que planear una ruta alternativa. Un trayecto lo más parecido posible al espíritu del original, y que requiriera el mismo tiempo. Agrimoho trazó temblorosamente el nuevo itinerario sobre el mantel con la punta de un tenedor. Lord Sepulcravo asintió con la cabeza.

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