Titus Groan (16 page)

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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

BOOK: Titus Groan
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El rostro de Tata era viejo, con arrugas y pliegues, con ojeras rojas y labios fruncidos. Una vacía ancianidad anatómica.

La vejez de Keda era obra del destino, de la alquimia. Una senectud oculta. Una oscuridad transparente. Una arboleda quebrada y misteriosa. Una tragedia, una gloria, una descomposición.

Estos tres seres marchitos esperaban en el recodo oscuro. Tata tenía sesenta y nueve años, Keda veintidós, Titus doce días.

Lord Sepulcravo se había aclarado la garganta. Entonces llamó:

—Hijo mío.

BAUTIZAN A TITUS

LA VOZ SE PROPAGÓ a lo largo del pasillo y dobló el recodo de piedra, y en cuanto Sepulcravo empezó a oír los pasos precipitados de Tata Ganga, prosiguió con la parte del ritual que Agrimoho le había leído a la hora del desayuno durante las tres últimas mañanas.

Idealmente, el tiempo que el conde tardaba en pronunciar el discurso tenía que coincidir con el que Tata Ganga tardaba en alcanzar la puerta de la Sala Fresca desde el oscuro recodo del pasillo.

—Heredero de los poderes que ostento —recitó la voz melancólica desde la puerta—, continuador de la estirpe de las piedras, crecida del río interminable, aproxímate. Yo, simple eslabón en la cadena dinástica, te ordeno solemnemente que comparezcas, como el pájaro blanco que vuela por cielos de hierro y atraviesa murallas de nubes solemnes. Aproxímate al cuenco donde, bautizado y festejado, serás consagrado a Gormenghast. ¡Criatura! ¡Bienvenido!

Infortunadamente, Tata había tropezado con una losa floja y estaba todavía a unos diez pasos de «Bienvenido», y Agrimoho, en cuya vasta frente acababan de aparecer unas gotas de sudor, notó que los tres largos segundos que la anciana tardó en aparecer ante la puerta transcurrían con una horrorosa lentitud.

Justo antes de que salieran del recodo, Keda había puesto cuidadosamente, y a satisfacción de la niñera, la pequeña corona de hierro en la cabeza del bebé, y los tres segundos de retraso fueron ampliamente compensados por la impresión de que algo absurdo estaba ocurriendo en perfecta armonía con la situación.

Agrimoho se sintió satisfecho y olvidó el retraso que tanto lo había amargado. Con el gran libro en las manos, se acercó a la señora Ganga, y abriendo el volumen exactamente por la mitad, lo extendió hacia la niñera y dijo:

—Está escrito, y la escritura ha de ser observada, que entre estas páginas cuyo lino está gris de sabiduría, el primer hijo varón de la casa de Groan ha de ser tendido longitudinalmente, con la cabeza apuntada hacia la urna bautismal, y que estas páginas preñadas de palabras serán dobladas en él y sobre él, para que se sumerja en lo más profundo del Texto ajado, en comunión con la Ley inviolable.

Tata Ganga, con una expresión de fatua importancia en la cara, depositó a Titus en la cerrada V del libro entreabierto, de modo que la corona que llevaba sobre la cabeza sobresalía apenas del lomo por el lado de Agrimoho, y los pies por el lado de la señora Ganga. Entonces lord Sepulcravo dobló las dos páginas sobre el cuerpo indefenso y unió el tubo de grueso pergamino con un alfiler de gancho.

Descansando sobre el lomo del libro, del que le salían los minúsculos pies por un lado y las púas de hierro de la pequeña corona por el otro, la criatura era para Agrimoho la quintaesencia de la corrección tradicional. De modo que al transportar el libro con su precioso cargamento hacia la mesa del bautizo, unas lágrimas de satisfacción le nublaron los ojos, y le fue muy difícil abrirse paso entre las mesitas que encontraba en el camino. Los dos jarrones de flores que perfumaban en silencio la atmósfera de la sala se le convirtieron en un vapor lila, y en un borrón de nieve.

Tenía las manos ocupadas, y no podía frotarse y aclararse los ojos, por lo que se detuvo un instante, hasta que la niebla se disipó.

Fucsia, aun sabiendo que no tenía que moverse, se había reunido con Tata Ganga. Le había irritado que Clarice intentara darle unos codazos furtivos cada vez que pensaba que nadie estaba mirando.

—Nunca vienes a verme, a pesar de que eres de la familia, pero es porque yo no quiero que vengas y nunca te invito —le había dicho su tía, y luego miró en torno para ver si alguien la observaba, y advirtiendo que Gertrude estaba en una especie de inmenso trance, prosiguió:

—Verás, mi pobre niña, yo y mi hermana Cora somos mucho más viejas que tú, y a tu edad teníamos convulsiones. Quizás te has dado cuenta de que tenemos el brazo izquierdo bastante rígido, y la pierna izquierda también. No es culpa nuestra.

Desde el otro extremo del semicírculo, llegó la voz de la hermana, un murmullo ronco y monótono que parecía querer alcanzar los oídos de Fucsia esquivando las hileras de oídos intermedios. —No es culpa nuestra en absoluto —dijo—, ni una pizca. Nada.

—Los ataques epilépticos, mi pobre niña —continuó Cora después de aprobar con la cabeza la interrupción de su hermana—, nos han dejado prácticamente paralizado el costado derecho. Prácticamente paralizado. Nos daban esos ataques, ¿comprendes?

—Cuando teníamos más o menos tu edad —dijo el eco vacío.

—Sí, más o menos tu edad —dijo Cora—, y teniendo prácticamente paralizado todo el costado derecho, hemos de bordar nuestros tapices con una sola mano.

—Una sola mano —dijo Clarice—. Somos listas. Pero nadie nos ve.

Se inclinó hacia adelante y deslizó la observación en la oreja de Fucsia, como si de esto dependiera todo el futuro de Gormenghast.

Fucsia jugaba con sus cabellos y se los enroscaba salvajemente alrededor de los dedos.

—No hagas eso —dijo Cora—. Tus cabellos son demasiado negros. No hagas eso.

—Demasiado negros —dijo el eco apagado—. Especialmente cuando tu vestido es tan blanco. Cora se dobló hacia adelante de manera que la cara le quedó a un palmo de la de Fucsia. Junto a ella, pero apartando los ojos, dijo de pronto: —No nos gusta tu madre.

Fucsia se sobresaltó. Enseguida le llegó la misma voz desde el otro lado: —Es verdad —dijo—, no nos gusta.

Fucsia se volvió de repente, sacudiendo la espesa melena de ébano. Cora había infringido todas las reglas, e incapaz de permanecer lejos de la conversación, había pasado como una sonámbula por detrás del grupo, sin quitar el ojo a la masa de terciopelo negro de la condesa.

Pero le esperaba una gran decepción, ya que apenas llegó, Fucsia, mirando inquieta alrededor, descubrió a Tata Ganga, y se alejó de sus tías arrastrando los pies y observó la ceremonia junto a la mesa donde Agrimoho tenía a su hermano envuelto en las hojas del libro. En cuanto Tata se vio libre de Titus, Fucsia se le acercó y le cogió el delgado brazo de satén verde. Seguido de lord Sepulcravo, Agrimoho había llegado a la mesa. Volvió a instalarse. Pero el placer ante lo bien que iban las cosas se le vino abajo bruscamente cuando la neblina que le enturbiaba los ojos se disipó, y en lugar del selecto semicírculo ceremonial, no vio más que un cuarto de individuos dispersos. Se quedó paralizado. Las únicas personas alineadas eran la condesa —quien no por un sentido de obediencia, sino más bien por una especie de coma, estaba en la misma posición en la que había echado anclas— y su marido, que había vuelto a ponerse junto a ella. Sosteniendo el precioso tomo, Agrimoho dio una renqueante vuelta a la mesa. Cora y Clarice estaban muy juntas, con los cuerpos frente a frente pero con las cabezas vueltas hacia Fucsia, que seguía junto a Tata; y Prunescualo, de puntillas, estaba examinando el estambre de una flor blanca con una lupa que había sacado del bolsillo. No tenía por qué estar de puntillas, ya que la mesa no era alta, ni tampoco el jarrón, o la flor, pero una de sus posiciones favoritas cuando contemplaba las flores era la de doblar el cuerpo sobre los pétalos en una curva elegante.

Agrimoho estaba escandalizado. La boca le temblaba en las comisuras. El viejo rostro agrietado se le convirtió en una fantástica superficie esgrafiada y los ojos cansados miraron alrededor con desesperación. Intentando depositar el pesado tomo sobre la mesa, junto al cuenco bautismal, los dedos se le entumecieron y soltaron las tapas de cuero, y el libro se le escurrió de las manos, y resbalando entre las hojas, Titus se precipitó al suelo desgarrando una esquina de la hoja en la que había estado envainado, pues la manita se había aferrado a ella al caer. Éste fue su primer acto sacrílego del que se tiene constancia. Había violado el Libro del Bautismo. La corona de hierro le saltó de la cabeza. Tata Ganga agarró el brazo de Fucsia, y con un grito de «¡Oh, mi pobre corazón!» corrió dando traspiés hacia el bebé que lloraba lastimosamente en el suelo.

Agrimoho intentaba desgarrarse las ropas de arpillera, torturado, gimiendo de impotencia mientras se esforzaba con sus viejos dedos. El doctor Prunescualo se había llevado los blancos nudillos a la boca con una rapidez vertiginosa y se balanceó ligeramente. Poco después se había vuelto hacia lady Groan.

—Parecen de goma, su señoría, ja, ja, ja, ja. Una bolita de caucho, con un centro elástico. ¡Oh, sí, por cierto que lo son! Pero eso es más que elasticidad, ¿verdad?, ja, ja, ja. Bota que bota como una pelota, ja, ja, ja. Bota y rebota como una pelota.

—¿Qué está diciendo, buen hombre? —dijo la condesa.

—Me refería a vuestro hijo, que acaba de caer al suelo.

—¿Caer? —le preguntó la condesa con voz bronca—.

¿Dónde?

—Por tierra, su señoría, ja, ja, ja. Literalmente por tierra. En fin, hay una capa o dos de piedras, la madera y la alfombra entre la tierra bárbara y su diminuta señoría, a quien sin duda oís berrear en estos momentos.

—¿Conque es eso? —dijo lady Groan, de cuyos labios, fruncidos como si estuviese silbando, el pájaro gris picoteaba un pedacito de pastel seco.

—Sí —dijo Cora a la derecha de lady Groan. Había corrido hacia ella al ver caer a Titus, y la observaba fijamente—. Sí, es eso.

Clarice, que había aparecido al otro lado como un reflejo de la posición de su hermana, confirmó la interpretación.

—Sí, es exactamente eso.

Luego ambas espiaron por detrás de lady Groan y se miraron con aire satisfecho. Cuando el pájaro gris alcanzó a extraer el pedazo de pastel de los fruncidos labios de su señoría, bajó aleteando desde el hombro y se posó en un dedo encorvado, donde permaneció inmóvil como una escultura mientras la condesa se apartaba de las hermanas (que se acercaron inmediatamente una a otra como para llenar el vacío) y se encaminaba hacia el lugar de la tragedia. Vio que Agrimoho tenía ahora un aspecto más digno, aunque el cuerpo le temblaba bajo la arpillera granate. Lord Groan, comprendiendo que esta situación no era incumbencia de un hombre, se mantenía apartado de la escena, aunque miraba nerviosamente a su hijo. Mordía la contera del bastón con pomo de jade, y paseaba los ojos tristes de aquí para allá, aunque volviéndolos una y otra vez hacia la criatura sin corona que lloraba en brazos de la niñera.

La condesa cogió a Titus y fue hacia la puerta ventana.

Fucsia, observando a su madre, sintió a pesar de sí misma el cosquilleo de una cierta compasión por la pequeña carga que ella llevaba en brazos. Casi era un arranque de complicidad, de ternura, pues desde que había visto cómo su hermano arrancaba las hojas que lo envolvían, supo que en la sala había otro ser que deseaba escapar del mohoso mundo de Gormenghast. En un acalorado acceso de celos, había imaginado que su hermano sería un hermoso bebé, pero en cuanto lo vio y descubrió que no tenía nada de hermoso, se entusiasmó con él, y en los ojos ardientes le asomó por un instante la expresión que su madre reservaba para los pájaros y los gatos blancos.

La condesa levantó a Titus hacia la luz de la ventana y le miró la cara, mientras le chasqueaba la lengua al pájaro gris. Luego dio la vuelta a Titus y le examinó la nuca un buen rato.

—Traed la corona —dijo.

El doctor Prunescualo se acercó con los codos levantados y los dedos muy abiertos, sosteniendo en equilibrio la corona de metal y revolviendo los ojos por detrás de las gafas.

—¿He de coronarlo a la luz del sol? Ja, je, ja. Literalmente coronarlo —dijo, mostrando a la condesa la misma implacable hilera de dientes con la que había honrado a Cora varios minutos antes.

Titus había dejado de llorar y en los prodigiosos brazos de la condesa parecía increíblemente diminuto. No estaba herido, pero la caída lo había asustado. Sólo un sollozo o dos habían sobrevivido y le sacudían el cuerpo cada pocos segundos.

—Póngasela en la cabeza —dijo lady Groan. El doctor Prunescualo se dobló hacia adelante en una recta línea oblicua. Tenía unas piernas de aspecto tan delgado bajo la envoltura negra que cuando una brisa ligera sopló desde el jardín pareció que la tela se combaba hacia adentro más allá de donde tendrían que haber estado los huesos de las piernas. Depositó la corona sobre la pequeña cabeza de patata blanca.

—Agrimoho —dijo ella sin volverse—, venga aquí.

Agrimoho levantó la cabeza. Había recogido el libro y estaba poniendo el trozo de papel en la punta de la hoja desgarrada, alisándola al mismo tiempo con el dedo índice.

—¡Vamos, venga, dése prisa! —dijo la condesa.

El anciano dio la vuelta a la mesa y se colocó delante de lady Groan.

—Vamos a pasear un poco por el césped, Agrimoho, y después podrá acabar el. bautizo. Estése quieto, buen hombre, deje de castañetear los dientes.

Agrimoho hizo una reverencia, y pensando que interrumpir de esta manera el bautizo del heredero directo era un sacrilegio, se dispuso a seguir a lady Groan mientras ella llamaba por encima de la espalda:

—¡Seguidme todos! ¡Todos! ¡Los criados también! Todo el mundo salió, y escogiendo cada uno una de las sombras paralelas del césped recortado que convergían en la distancia en líneas de verde perfectamente rectas, se pasearon en silencio arriba y abajo durante cuarenta minutos. Acomodaron el paso al de Agrimoho, que era el más lento. Los cedros se extendían sobre ellos desde el lado norte cuando empezaron a caminar. Las figuras eran cada vez más pequeñas a medida que avanzaban por la esmeralda rayada del césped rasurado. Como juguetes, desmontables, pintados, cada uno avanzaba por una franja recién segada. Lord Sepulcravo andaba con pasos lentos, cabizbajo.

Fucsia arrastraba los pies. El doctor Prunescualo escarabajeaba. Las gemelas se impulsaban hacia adelante con aire ausente. Excorio avanzaba como una araña y Vulturno anadeaba.

La condesa sostenía a Titus en brazos y silbaba unas notas que atrajeron por el aire dorado a unas aves extrañas, venidas de bosques ignotos.

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