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—A los violadores no les dan la custodia de sus niñitas. ¿Entiendes lo que ocurre? —dijo.
Lo seguí hasta la cocina, temiendo, durante un momento, que hubiese mentido a Mike y Tony y que tal vez tuviese, a fin de cuentas, horno de gas. Pero no fue al horno, sino que tomó una copa del aparador. Luego, eligió una botella de la alacena. Se sirvió un trago.
Era absurdo. Estaba deprimido, tenso, con las manos temblorosas, ¿y se iba a emborrachar? No estaba dispuesto a tolerarlo. Le ladré.
Copa en mano, bajó la vista hacia mí. Le devolví la mirada. De haber tenido manos, lo hubiese abofeteado.
—¿Qué pasa, Enzo, no puedes soportar semejante comportamiento, una vulgaridad tan grande?
Volví a ladrar. Se trataba de una vulgaridad demasiado patética.
—No me juzgues —dijo—. Ésa no es tu tarea. Tu trabajo es apoyarme, no juzgarme.
Se bebió su copa y me fulminó con la mirada. Y no le hice caso, lo juzgué. Se estaba comportando como querían que se comportase. Lo hacían perder la serenidad, y estaba a punto de darse por vencido, y eso sería el fin, y yo tendría que pasar el resto de mi vida con un borracho que no haría más que mirar con ojos sin vida las imágenes que centellean en la pantalla de su televisor. Éste no era mi Denny. Era un personaje patético, surgido de un trillado drama televisivo. Y no me caía nada bien.
Salí de la estancia dispuesto a irme a dormir, pero no quería hacerlo en la misma habitación que ese impostor que se hacía pasar por Denny. Ese falso Denny. Fui al cuarto de Zoë, me tendí en el suelo junto a su cama y procuré dormir. Zoë era lo único que me quedaba.
Más tarde, no sé cuánto, apareció en el umbral.
—La primera vez que te llevé a pasear en coche, cuando eras un cachorro, vomitaste en el asiento —me dijo—. Pero no por ello renuncié a ti.
Alcé la cabeza. No entendía adónde quería llegar.
—Guardé la copa, no me la tomé entera. ¿Estás contento? ¿Te crees que soy un borracho?
Se volvió y se marchó. Lo oí deambular por la sala de estar antes de encender el televisor.
De modo que no se perdió en la botella, refugio de los débiles y los quejicas. Me entendió. Los gestos son todo lo que tengo.
Lo encontré en el sofá, mirando un viejo vídeo donde salíamos Eve, Zoë y yo en Long Beach, en la costa de Washington. Zoë estaba empezando a andar. Recuerdo bien ese fin de semana; parecíamos tan jóvenes, persiguiendo cometas en la amplia playa, de muchos kilómetros de longitud. Me senté junto al sofá y miré. Éramos tan ingenuos. No sabíamos adónde nos llevaría el camino, no teníamos ni idea de que nos separaríamos. Playa, mar, cielo. Estaban ahí para nosotros y nada más que para nosotros. Un mundo sin fin.
—Ninguna carrera se gana en la primera curva —dijo—. Pero muchas se pierden allí.
Lo miré. Tendió la mano, me la posó en la cabeza y me rascó las orejas como acostumbraba a hacer.
—Así es —me dijo—. Si vamos a ser vulgares, seamos vulgarmente positivos.
Sí, la carrera es larga. Y para ganarla, debes llegar al final.
Pocas cosas me gustan más que un buen paseo bajo la llovizna de Seattle. No me agrada la pesadez de la verdadera lluvia; me agrada la neblina, la sensación de gotas diminutas en el morro y las pestañas. La frescura del aire, repentinamente cargado de ozono y de iones negativos. Una lluvia intensa puede anular los olores, mientras que la llovizna los intensifica; libera las moléculas, les da vida a los aromas y los lleva por el aire hasta mis fosas nasales. Y por eso amo Seattle más que ningún otro lugar, incluido el circuito de carreras de Thunderhill. Porque, aunque los veranos son muy secos, una vez que comienza la estación húmeda, es raro que pase un día sin mi bien amada llovizna.
Denny me sacó a pasear bajo la llovizna, y me encantó. Eve había muerto hacía muy poco, pero desde ese momento yo me sentía encerrado, congestionado, agobiado por pasar tantas horas con Denny en la casa, respirando el mismo aire rancio una y otra vez. También Denny parecía anhelar algún cambio; en lugar de vestir, como de costumbre, unos vaqueros, una camiseta y su impermeable amarillo, se puso unos pantalones oscuros y su gabardina negra sobre un jersey de cachemira de cuello alto.
Nos dirigimos al norte, rumbo a Madison Valley y al Arboreto. Cuando al fin pasamos la parte peligrosa, donde no hay acera y los coches van a mucha más velocidad de la permitida, Denny me soltó.
Esto es algo que me encanta hacer: correr por un campo de hierba húmeda que no haya sido cortada recientemente. Me gusta con locura correr, manteniendo el morro cerca del suelo, de modo que la hierba y las gotas de agua me cubran la cara. Me imagino que soy una aspiradora que absorbe olores, vida, alguna brizna de hierba estival. Me recuerda mi infancia en la granja de Spangle. Allí no había lluvia, pero sí hierba y campos por los que corría.
Ese día, corrí y corrí. Y Denny caminaba, avanzando sin detenerse. Llegamos al punto donde generalmente damos la vuelta, pero siguió adelante. Cruzamos el puente peatonal y llegamos a Montlake. Denny me puso la correa, cruzamos una calle importante ¡y nos encontramos en un nuevo parque! También me encantó, aunque era distinto.
—Interlaken —dijo Denny, soltándome.
Interlaken. Este parque no estaba compuesto de campos llanos. Era una cañada llena de vueltas y recodos, plagada de enredaderas, matas, hierbajos, cubierta por el dosel que formaba el ramaje de árboles altísimos. Era maravilloso. Mientras Denny avanzaba por el sendero, yo me precipité ladera abajo, escondiéndome en los matorrales, jugando a que era un agente secreto, o corriendo tan deprisa como podía entre los obstáculos, sintiendo que era un depredador como los de las películas, que rastreaba a una presa para cazarla.
Caminamos y corrimos por ese parque durante mucho tiempo. Yo daba cinco pasos por cada uno de los de Denny, y terminé por quedar agotado y sediento. Dejando el parque, salimos a un barrio desconocido para mí. Denny se detuvo en un bar para tomarse una taza de café. Me trajo agua, en una taza de papel, lo que hacía difícil beberla, pero aun así aplaqué mi sed.
Y seguimos caminando.
Siempre me agradó la actividad, en especial caminar con Denny, mi compañero preferido, y sobre todo bajo la llovizna. Pero debo admitir que para ese momento estaba bastante cansado. Llevábamos más de dos horas de paseo, y, tras una caminata como ésa, me agrada regresar a casa y que me den una juguetona friega con la toalla antes de tenderme a dormir una larga siesta. Pero no hubo siesta. Seguíamos andando.
Reconocí la Avenida Quince cuando llegamos, y conozco bien el parque de los Voluntarios. Pero me sorprendió que entráramos en el cementerio de Lake View. Por supuesto que conocía la importancia del cementerio de Lake View, aunque nunca había estado allí. Lo había visto en un documental sobre Bruce Lee. Está sepultado en él, junto a su hijo Brandon, quien fue un actor maravilloso hasta su prematura muerte. Sentí mucho lo de Brandon Lee, porque cayó víctima de la maldición familiar y también porque la última película que hizo fue
El cuervo
, un título poco feliz para una película poco feliz, basada en un tebeo escrito por alguien que evidentemente no tenía una idea clara de cómo son en realidad los cuervos y las cornejas. Pero ése es otro tema. Entramos en el cementerio pero no buscamos las tumbas de Bruce y Brandon Lee, esos dos excelentes actores. Buscábamos otra cosa. Seguimos el camino empedrado con dirección norte, rodeamos la colina central y llegamos a una estructura temporal en forma de toldo, bajo la cual se refugiaban muchas personas.
Todos iban bien vestidos, y aquellos que no estaban bajo el toldo se protegían de la llovizna con sus paraguas. Enseguida vi a Zoë.
Ah. La bombilla se encendió al fin. Está encendida o no lo está. Denny se había vestido así para aquel acontecimiento.
Nos acercamos a la gente, que parecía ligeramente desorganizada; se arremolinaban, con su atención colectiva fragmentada. La ceremonia aún no había comenzado.
Nos acercamos más, y entonces, de pronto, alguien se desprendió del grupo. Un hombre. Después otro, y otro más. Los tres vinieron hacia nosotros.
Uno era Maxwell. Los otros, los hermanos de Eve, cuyos nombres yo no conocía, porque era raro que se hiciesen ver.
—No eres bienvenido aquí —dijo el suegro, severo.
—Es mi esposa —replicó Denny con tranquilidad—. La madre de mi hija.
Y ahí estaba la hija. Zoë vio a su padre. Lo saludó con la mano y él le devolvió el saludo.
—No eres bienvenido aquí —repitió Maxwell—. Vete inmediatamente o llamo a la policía.
Los dos hermanos se irguieron en belicosas poses.
—Te gusta llamar a la policía, ¿verdad? —preguntó Denny.
Maxwell lo miró con sorna.
—Te lo advertí —dijo.
—¿Por qué haces esto?
Maxwell se le acercó tanto que violaba su espacio personal.
—Nunca fuiste bueno con Eve —dijo—. Y después de lo que le hiciste a Annika jamás te confiaría a Zoë.
—Esa noche no ocurrió nada...
Pero Maxwell ya le había dado la espalda.
—Por favor, acompañad al señor Swift a la salida. —Dio la orden a sus dos hijos antes de alejarse.
En la distancia, vi que Zoë, incapaz de seguir conteniéndose, se levantaba de su asiento y corría hacía nosotros.
—Largo —ordenó uno de los hombres.
—Es el entierro de mi mujer —dijo Denny—. Me quedo.
—Fuera de aquí. —El que ahora habló dio un leve puñetazo a Denny en las costillas.
—Pégame si quieres —dijo Denny—. No me defenderé.
—¡Violador de menores! —El cuñado insistía, y le dio un empujón. Denny ni se movió. Un hombre que conduce un coche de mil kilos de peso a trescientos kilómetros por hora no le teme al graznido de los gansos.
Zoë llegó hasta donde estábamos y saltó a los brazos de Denny. Él la alzó en el aire, y apoyándosela en la cadera, le besó la mejilla.
—¿Cómo está mi bebé? —preguntó.
—¿Cómo está mi papi? —respondió ella.
—Me las arreglo. —Volviéndose al hermano que acababa de empujarlo, le dijo—: Disculpa, no entendí lo que dijiste. Tal vez podrías repetirlo delante de mi hija.
El hombre dio un paso atrás y en ese momento apareció Trish. Se interpuso entre Denny y sus hijos. Les dijo que se marcharan antes de volverse a Denny.
—Por favor —suplicó—. Entiendo por qué estás aquí, pero no es el modo de hacerlo. Realmente me parece que deberías marcharte. —Titubeó un instante antes de seguir hablando—. Lo lamento. Debes de sentirte muy solo.
Denny no respondió. Lo miré y vi que tenía los ojos llenos de lágrimas. Zoë también lo notó y se puso a llorar con él.
—Llorar es bueno —dijo la niña—. La abuela dice que llorar ayuda porque lava el dolor.
Denny y Zoë se miraron largamente. Luego, él suspiró con tristeza.
—Ayuda a los abuelos a ser fuertes, ¿de acuerdo? Tengo que ocuparme de algunos asuntos importantes. Cosas de mami. Debo hacerlas y luego nos reuniremos.
—Lo sé —dijo ella.
—Te quedarás un tiempo más con los abuelos, hasta que yo lo resuelva todo, ¿de acuerdo?
—Me dijeron que tal vez me quede con ellos un tiempo más.
—Sí —comentó él en tono abatido—. A los abuelos se les da bien planear las cosas con antelación.
—Podemos negociar —dijo Trish—. Sé que no eres mala persona...
—No hay nada que negociar —dijo Denny.
—Con el tiempo, te darás cuenta de que esto es lo mejor para Zoë.
—¡Enzo! —Zoë pareció entusiasmarse al verme debajo de ella. Se soltó del abrazo de Denny y me tomó del pescuezo—. ¡Enzo!
La alegría de su saludo me sorprendió y me halagó, así que le lamí el rostro.
Trish se acercó a Denny.
—Debías de echar terriblemente de menos a Eve —le susurró—. Pero aprovecharse de una chica de quince años...
Denny se enderezó abruptamente, alejándose de ella.
—Zoë —dijo—. Enzo y yo iremos a verlo todo desde un lugar especial. Vamos, Enzo.
Se inclinó y la besó en la frente antes de marcharse.
Zoë y Trish miraban mientras nos alejábamos. Seguimos camino por la senda circular hasta llegar a la cumbre de una baja colina. Allí, protegidos por los árboles de la leve lluvia que caía, vimos lo que ocurría. Los asistentes, de pie, atentos. El hombre que leía de un libro. La gente que ponía rosas sobre el ataúd. Los coches que se marcharon, llevándose a todo el mundo.
Nos quedamos. Esperamos a que vinieran los encargados de desmontar la tienda. También acudieron otros, que bajaron el ataúd a la fosa con una suerte de grúa.
Nos quedamos. Vimos cómo los hombres, con una pequeña excavadora, echaban tierra sobre ella. Esperamos.
Cuando todos se fueron, bajamos de la colina y, de pie ante la sepultura, lloramos. Nos arrodillamos, lloramos y tomamos puñados de tierra, abrazamos el túmulo, sintiendo su última partícula, lo último de ella que podíamos aferrar. Lloramos.
Y al fin, cuando ya no pudimos hacer más, nos levantamos. Iniciamos el largo camino de regreso a casa.
A la mañana siguiente, apenas me podía mover. Tenía el cuerpo tan dolorido que no me pude ni levantar. Denny tuvo que venir a buscarme, porque normalmente me levanto enseguida y lo ayudo con el desayuno. Yo tenía ocho años, dos más que Zoë, aunque me sentía más su tío que su hermano mayor. Y, aunque era demasiado joven como para sufrir de artritis en la cadera, eso era exactamente lo que me ocurría. Artritis degenerativa producida por displasia de la cadera. Era una dolencia desagradable, sí; pero en cierto modo, era un alivio tener que concentrarme en mis propias dificultades más que centrarme en otras cosas que me preocupaban. Para ser precisos, que Zoë estuviese en poder de los Gemelos.
Yo era muy joven cuando me di cuenta de que había algo anormal en mis caderas. Pasé mis primeros meses de vida corriendo y jugando con Denny, sólo nosotros dos, de modo que no tuve mucha oportunidad de compararme con otros perros. Cuando tuve edad suficiente como para frecuentar los parques para perros, me di cuenta de que el hecho de que me resultara más cómodo mantener juntas las patas traseras al andar era un evidente indicio de un defecto en mis caderas. Lo último que hubiese querido era ser tomado por un anormal, así que me entrené para caminar de un modo que ocultara mi defecto.
Cuando maduré y el cartílago protector del extremo de mis huesos se desgastó, como suele ocurrir, el dolor se hizo más intenso. Pero aun así, procuré ocultar mi problema y no quejarme. Quizá me parezco más a Eve de lo que estoy dispuesto a admitir, pues desconfío inmensamente del mundo de la medicina. Así que, para evitar un diagnóstico que indudablemente habría acelerado mi fin, encontré maneras de compensar mi incapacidad.