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Zoë insistió en ir al colegio al día siguiente, y cuando Denny le dijo que pasaría a buscarla a la salida, ella respondió que prefería quedarse a jugar con sus amigas del programa extraescolar. De mala gana, Denny asintió.
—Iré a buscarte un poco más temprano que de costumbre. —Debía de tener miedo de que los Gemelos quisieran robársela. No las tenía todas consigo.
Desde la escuela de Zoë, nos dirigimos directamente a la avenida Quince por la calle Union, y aparcamos justo frente al Café Victrola. Denny ató mi correa a un soporte para bicicletas y regresó al cabo de unos minutos con un café y un bollo. Me desató y me ordenó que me echara bajo una de las mesas que había en la acera, cosa que hice. Se sentó y, al cabo de un cuarto de hora, alguien se acercó a nuestra mesa. Era un hombre fornido y compacto, compuesto de círculos: cabeza redonda, torso redondo, muslos redondos, manos redondas. No tenía cabello en la parte superior de la cabeza, pero sí, y mucho, a los costados de ésta. Llevaba unos pantalones vaqueros muy amplios y un gran jersey gris con una gigantesca W morada.
—Buenos días, Dennis —dijo el hombre—. Por favor, acepta mis sinceras condolencias por tu devastadora pérdida.
Se inclinó y le dio un fuerte abrazo a Denny, quien se quedó sentado con aire de incomodidad y las manos sobre el regazo, mirando a la calle.
—Yo... —Denny parecía conmovido. Se interrumpió cuando el otro lo soltó y se incorporó—. Gracias —dijo Denny, embarazado.
El hombre hizo una leve inclinación de cabeza, ignorando la confusa respuesta de Denny, y se acomodó entre los brazos metálicos de una de las sillas que flanqueaban nuestra mesa. No era exactamente gordo, y, de hecho, algunos lo hubiesen considerado musculoso. Sí era muy grande.
—Bonito perro —dijo—. ¿Tiene sangre de terrier?
Alcé la cabeza. ¿Yo?
—No lo sé con exactitud —dijo Denny—. Es posible.
—Lindo animal —repitió el hombre.
El solo hecho de que me notara me impresionó.
—Oh, qué buen café con leche hace —dijo el hombre, sorbiendo de su taza.
—¿Quién? —preguntó Denny.
—La chica de la barra. La de labios llenos, un
piercing
en la ceja y ojos color chocolate...
—Ni me di cuenta.
—Tienes mucho en que pensar —dijo el hombre—. Esta consulta te costará un cambio de aceite. Mi coche se ha vuelto muy sediento. Un cambio de aceite, decidas contratarme o no.
—De acuerdo.
—Veamos la documentación.
Denny le pasó el sobre que Maxwell le había dado. El hombre lo tomó y sacó los papeles que contenía.
—Afirman que Eve les dijo que quería que ellos criaran a Zoë.
—Eso no me importa —replicó el hombre.
—A veces le metían tantos medicamentos que puede haber dicho cualquier cosa —continuó Denny con desesperación—. Quizá lo haya dicho, pero no es lo que quería.
—No me importa lo que haya dicho nadie ni por qué —aseguró el hombre en tono severo—. Los niños no son fichas ni objetos de intercambio. No pueden ser dados ni trocados en el mercado. Todo lo que se haga debe ser por el bien del menor.
—Eso dicen ellos —contestó Denny—. Que es lo mejor para Zoë.
—Son gente educada —dijo el hombre—. Pero, sea como sea, eso de que es la última voluntad de la madre es irrelevante. ¿Cuánto tiempo estuvisteis casados?
—Seis años.
—¿Otros hijos?
—No.
—¿Tienes algún secreto?
—Ninguno.
El grandullón se bebió su café con leche y hojeó los documentos. Era un hombre extraño, que no dejaba de revolverse y de hacer movimientos innecesarios. Tardé unos cuantos minutos en darme cuenta de que, cuando se llevaba la mano al bolsillo trasero, cosa que hacía a menudo, era porque ahí llevaba algún dispositivo de comunicación vibrátil, y que lo detenía al tocarlo. Era un hombre muy activo, que repartía su atención entre distintas cosas. Pero cuando miró a Denny a los ojos, percibí que su concentración era total. Sé que Denny también lo notó, porque en ese instante aflojó perceptiblemente su tensión.
—¿Estás en algún programa de rehabilitación por consumo de drogas?
—No.
—¿Tienes antecedentes por delitos sexuales?
—No.
—¿Has sido condenado por algún delito? ¿Estuviste preso?
—No.
El hombre volvió a meter los papeles en el sobre.
—Esto no es nada —dijo—. ¿Dónde está tu hija ahora?
—Quería ir a la escuela. ¿Hubiese sido mejor dejarla en casa?
—No, está bien. Respondes a sus necesidades. Eso es importante. Mira, esto no es algo que deba preocuparte demasiado. Pediré un juicio sumario. No veo por qué no nos lo van a conceder. El menor se queda contigo y no hay más que hablar.
Denny se irguió.
—¿Con lo de «el menor» te refieres a Zoë?
—Sí —respondió el hombre, observando a Denny—. Me refiero a tu hija Zoë. ¡Éste es el estado de Washington, por el amor de Dios! A no ser que fabriques metanfetamina en tu cocina, la custodia del menor siempre va al padre biológico. Sin duda.
—Bien —dijo Denny.
—No pierdas la cabeza. No te enfurezcas. Llámalos y dales mis datos. Diles que toda correspondencia me debe ser dirigida a mí, tu abogado. Me comunicaré con sus abogados y les haré saber que llevas las de ganar. Me da la impresión de que están buscando algún punto vulnerable. Tienen la esperanza de que te rindas sin dar pelea. Los abuelos son así. Están convencidos de que son mejores padres que sus propios hijos, cuyas vidas ya arruinaron. El problema es que los abuelos suelen ser un incordio porque tienen dinero. ¿Éstos lo tienen?
—Mucho.
—¿Y tú?
—Puedo ofrecerte cambios de aceite de por vida —dijo Denny con una sonrisa forzada.
—Con eso no alcanzará, Dennis. Cobro cuatrocientos cincuenta la hora. Necesito un adelanto de dos mil quinientos dólares. ¿Los tienes?
—Los conseguiré —contestó Denny.
—¿Cuándo? ¿Hoy? ¿Esta semana? ¿La próxima?
Denny le clavó los ojos.
—Estamos hablando de mi hija, Mark. Te prometo por mi alma que cobrarás hasta el último dólar que te corresponda. Es mi hija. Se llama Zoë. Y te agradecería que, al referirte a ella, uses su nombre o, al menos, un sustantivo en el género correcto.
Mark se mordió los carrillos y asintió.
—Te entiendo muy bien, Dennis. Es tu hija, y su nombre es Zoë. Y entiendo que eres un amigo y confío en ti. Te pido disculpas por haberte interrogado. Es que a veces la gente... —se interrumpió—. Seré franco, Denny. Para terminar con este asunto, necesitaré siete u ocho mil. ¿Puedes conseguirlos, no? Claro que sí. Prescindiré del adelanto porque se trata de ti, amigo mío. —Se incorporó y su silla estuvo a punto de acompañarlo, pero logró desprenderla de sus caderas antes de que le hiciese pasar vergüenza ante los parroquianos del Victrola—. Esta reclamación de custodia no tiene el menor fundamento. No puedo imaginarme por qué se tomaron el trabajo de iniciar el pleito. Llama a los suegros, a tus suegros, mejor dicho, y diles que toda comunicación se hará a través de mí. Hoy mismo pondré a trabajar al administrativo, digo, a mi administrativo. Hoy tengo un problema con los pronombres, ¿no? Gracias por señalármelo. Créeme, no saben con lo que se van a encontrar. Te toman por tonto y no lo eres, ¿verdad, campeón?
Fingió tirar un puñetazo al mentón de Denny.
—Tranquilo con ellos —continuó Mark—. No te enfades. Mantente tranquilo. Todo es por la pequeña Zoë, ¿de acuerdo? Siempre debes decir que todo es por ella. ¿Entendido?
El hombre se interrumpió y adoptó un aire solemne.
—¿Cómo lo vas llevando, amigo?
—Bien —contestó Denny.
—¿Te tomas algún momento libre? ¿Sales a tomar un poco de aire con...? ¿Cómo se llama?
—Enzo.
—Buen nombre. Buen perro.
—Está alterado —dijo Denny—. Hoy me lo llevo al trabajo. No me quedo tranquilo dejándolo en casa.
—Quizá deberías tomarte un tiempo —sugirió Mark—. Tu mujer acaba de fallecer. Y ahora esta estupidez. Craig te dará un permiso, y si no lo hace lo llamaré para decirle que le pondremos un pleito por acoso en el lugar de trabajo.
—Gracias, Mark —replicó Denny—. Pero no puedo quedarme en casa en este momento. Demasiados recuerdos...
—Claro.
—Necesito trabajar. Necesito hacer algo, mantenerme en movimiento.
—Entendido —dijo Mark—. No digas más.
Tomó su maletín.
—Debo admitir —prosiguió— que verte ganar esa carrera por la tele fue muy emocionante. Fue el año pasado, ¿no? ¿Dónde?
—Watkins Glen —contestó Denny.
—Sí. Watkins Glen. Muy bueno. Mi mujer había invitado a algunos amigos y yo hice una parrillada y encendí la tele de la cocina y los muchachos se quedaron mirando... muy bueno.
Denny sonrió, pero de mala gana.
—Eres un buen hombre, Denny —dijo Mark—. Me ocuparé de esto. No es una de las cosas por las que debas preocuparte. Por ésta me preocupo yo. Tú cuida a tu hija, ¿de acuerdo?
—Gracias.
Mark se alejó calle abajo y, una vez que dio vuelta a la esquina, Denny me miró y extendió las manos frente a sí. Temblaban. No dijo nada. Sólo miró sus manos temblorosas, y después a mí, y supe qué pensaba. Pensaba que si tuviera un volante, las manos no le temblarían. Si tuviese un volante del que agarrarse, todo estaría bien.
Pasé casi toda la jornada en el taller con los que reparan los coches, porque a los propietarios de la agencia no les gusta que me quede en el vestíbulo, donde los clientes me puedan ver.
Yo conocía a todos los del taller. No iba a trabajar muy a menudo, pero sí lo suficiente como para que todos me conocieran y pretendieran tomarme el pelo tirando algún hierro para que lo recogiese, y, cuando me negaba a hacerlo, comentaran qué inteligente soy. Uno de los técnicos, Fenn, era especialmente simpático. Cada vez que pasaba junto a mí, preguntaba: «¿Ya terminaste?». Al principio, yo no entendía de qué hablaba. Pero al fin comprendí que era porque Craig, uno de los propietarios del taller, se pasaba todo el tiempo preguntándoles a los técnicos cuándo terminarían con los trabajos que tenían entre manos, y que Fenn no hacía más que transmitir la pregunta al único que tenía menos jerarquía que él. Yo.
—¿Ya terminaste?
Ese día me sentía extrañamente ansioso, de un modo muy humano. La gente siempre se preocupa por lo que va a pasar. Suelen encontrar difícil quedarse inmóviles, ocupando el ahora sin preocuparse por el después. Por lo general, las personas no están conformes con lo que tienen. Les preocupa mucho qué van a tener. Los perros podemos influir sobre nuestra propia conciencia y hacer más lento nuestro mecanismo anticipatorio, como David Blaine cuando busca batir el récord de contener la respiración en el fondo de una piscina. No hace más que cambiar el ritmo al que percibe el mundo que lo rodea. En un día canino normal, puedo quedarme sentado sin hacer nada durante horas sin esfuerzo alguno. Pero ese día estaba ansioso. Me sentía nervioso y preocupado, incómodo e inquieto. Daba vueltas y vueltas, sin encontrar un lugar cómodo. Aunque la sensación no me agradaba, me daba cuenta de que probablemente se tratara de una consecuencia natural de la evolución de mi alma; así que hice cuanto pude por aceptarla.
Una de las puertas del taller estaba abierta, y una llovizna pegajosa nublaba el aire. Aunque llovía, Skip, el barbudo grandote y ocurrente, lavaba prolijamente los vehículos que estaban listos para ser retirados por sus dueños.
—Lo que ensucia no es la lluvia, es la suciedad. —Lo decía para sí. Es lo que se dice en Seattle cuando toca lavar el coche y el tiempo es malo. Estrujó la esponja y un río de agua jabonosa corrió por el parabrisas de un perfectamente cuidado BMW 2002 verde inglés. Yo, echado en el umbral con la cabeza apoyada en las patas delanteras, lo veía trabajar.
Parecía que el día no terminaría nunca, hasta que apareció un coche patrulla de la policía de Seattle. Dos agentes se bajaron de él.
—¿Quieren que les lave el coche, caballeros? —les preguntó Skip.
La pregunta pareció confundirlos. Intercambiaron una mirada.
—Está lloviendo —dijo uno de ellos.
—La lluvia no ensucia —replicó Skip, alegre—. Lo que ensucia es la suciedad.
Los policías lo miraron con una expresión extraña, como si pensaran que tal vez les estuviese tomando el pelo.
—No, gracias —dijo uno.
Franquearon la puerta y entraron en el vestíbulo.
Abrí con el hocico la puerta de vaivén que separaba el taller de la oficina y los seguí. Me metí detrás del mostrador, donde se encontraba Mike.
—Buenas tardes, agentes —le oí decir—. ¿Tienen algún problema con su coche?
—¿Es usted Dennis Swift? —preguntó un policía.
—No.
—¿Él está aquí?
Mike titubeó. Olí su repentina tensión.
—No sé si ha tenido que marcharse —contestó Mike—. Iré a ver. ¿Quién le digo que lo busca?
—Tenemos una orden para arrestarlo —respondió uno de los policías.
—Veré si aún está por aquí.
Mike se volvió y tropezó conmigo.
—Enzo. No estorbes, amigo.
Nervioso, alzó la vista hacia los policías.
—El perro del taller. Siempre anda metiéndose entre las piernas de todo el mundo.
Lo seguí hacia el fondo del local. Denny estaba frente al ordenador, guardando los datos de los que habían llevado sus coches a reparar ese día.
—Den —dijo Mike—. Hay un par de polis con una orden de arresto.
—¿Para quién? —Denny hizo la pregunta, sin siquiera quitar la vista de la pantalla ni dejar de teclear los datos de los formularios.
—Para ti. Para arrestarte a ti.
Denny dejó de teclear.
—¿Por qué? —preguntó.
—No me dieron detalles. Pero llevan uniforme del departamento de policía y no tienen aspecto de impostores y, de todos modos, hoy no es tu cumpleaños, así que no creo que se trate de una broma.
Denny se levantó y se dirigió al vestíbulo.
—Les dije que tal vez te hubieses marchado —continuó Mike señalando la puerta trasera con el mentón.
—Te agradezco que lo hayas pensado, Mike. Pero si tienen una orden de arresto, probablemente sepan dónde vivo. Iré a averiguar de qué se trata.
En fila india, los tres avanzamos por la oficina hasta llegar al mostrador.
—Soy Denny Swift.
Los policías asintieron con la cabeza.