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Ella se inclinó y le metió sus manitas por la parte trasera del pantalón de chándal. Se lo bajó hasta las rodillas.
—No —susurró él sin abrir los ojos.
Había conducido durante diez horas bajo la nieve, el hielo y la lluvia. No le quedaban energías para rechazar el ataque.
Ella le bajó los pantalones hasta los tobillos. Le levantó primero un pie, después otro, para quitárselos del todo. Me miró.
—Fuera —dijo.
No me marché. Estaba demasiado enfadado. Pero tampoco ataqué. Algo me contenía. La cebra no deja de bailar.
Apartó la mirada de mí y volvió a concentrarse en Denny.
—No —dijo él, adormilado.
—Calla. —Ella quería tranquilizarlo—. Todo va bien.
Tengo fe. Siempre tendré fe en Denny. De modo que tengo que creer que ella hizo lo que hizo sin su consentimiento. Él no tuvo nada que ver con ello. Era prisionero de su cuerpo, que no tenía más energías, y ella aprovechó la circunstancia.
Así y todo, yo ya no podía quedarme mirando. Había tenido la oportunidad de evitar que el demonio destruyera los juguetes de Zoë y no lo hice. No podía fallar en esta nueva prueba. Ladré fuerte, agresivamente. Gruñí. Di cabezazos y Denny despertó de pronto. Sus ojos se abrieron y, cuando vio a la muchacha desnuda, se apartó de un salto.
—¿Qué es esto? —gritó.
Seguí ladrando. El demonio seguía en el cuarto.
—¡Enzo! —dijo Denny—. ¡Basta!
Dejé de ladrar, pero seguí mirándola, no fuera a atacarlo otra vez.
—¿Dónde están mis pantalones? —preguntó Denny, frenético, incorporándose en la cama—. ¿Qué estabas haciendo?
—¡Te amo tanto! —declaró ella.
—¡Estoy casado!
—Vamos, aún no estábamos haciendo nada —dijo ella.
Se subió a la cama y le tendió los brazos, así que volví a ladrar.
—Echa al perro —pidió ella.
—¡Annika, basta!
Denny le sujetó las muñecas y ella se debatió, juguetona.
—¡Basta! —Tras gritar, se bajó de la cama de un salto, recogió sus pantalones del suelo y se los puso a toda prisa.
—Creí que te gustaba —dijo Annika en tono repentinamente sombrío.
—Annika...
—Creí que me deseabas.
—Annika, ponte esto —dijo él, tendiéndole el albornoz—. No puedo hablar con una chica de quince años desnuda. No es legal. No tendrías que estar aquí. Te llevo a tu casa.
Ella se tapó con el albornoz.
—Pero Denny...
—Annika, por favor, ponte el albornoz.
Denny tiró del cordel de sus pantalones de chándal para ceñírselos.
—Annika, esto no está ocurriendo. Esto no debe ocurrir. No sé qué te hizo suponer...
—¡Tú! —contestó ella y se echó a llorar—. Flirteaste conmigo toda la semana. Me provocaste. Me besaste.
—Te besé en la mejilla —dijo Denny—. Es normal que los parientes se den besos en la cara. Se llama afecto, no amor.
—¡Pero te amo! —Ahora había aullado, más que gritado. Y entonces se embarcó en un decidido ataque de llanto, con los ojos muy cerrados y la boca torcida—. ¡Te amo! —repetía una y otra vez—. ¡Te amo!
Denny estaba atrapado. Quería consolarla, pero, cada vez que se le acercaba, ella bajaba las manos, con las que sostenía el arrugado albornoz contra su cuerpo, dejando a la vista sus inmensos pechos, que oscilaban al ritmo de sus sollozos. Y Denny se veía obligado a retirarse. Eso ocurrió varias veces. Annika parecía un juguete con un mecanismo sorpresa, uno de esos monos con platillos o algo así. Él se acercaba a consolarla, ella bajaba los brazos, sus pechos asomaban, él retrocedía. Sentí que era testigo de la puesta en escena de una primitiva foto pornográfica, de las que se veían a través de un visor en el que se depositaba una moneda. Vi algo así en una película llamada
El doble
, y mostraba a un oso que copulaba con una muchacha en un columpio.
Al fin, Denny tuvo que ponerse firme.
—Saldré de la habitación. Tú te pondrás el albornoz y te adecentarás rápidamente. Cuando estés lista, ven a la sala de estar y podemos hablar del asunto.
Le dio la espalda y salió. Lo acompañé. Esperamos. Y esperamos. Y seguimos esperando.
Finalmente, salió enfundada en el albornoz y con los ojos hinchados por el llanto. No dijo nada, sino que fue directamente al baño. Al cabo de un momento emergió, vestida.
—Te llevo a tu casa —dijo Denny.
—He llamado a mi padre —dijo Annika—. Desde el dormitorio.
Denny se quedó paralizado. De pronto, la aprensión inundó el aire.
—¿Qué le has dicho? —preguntó.
Ella lo miró largo rato antes de responder. Si lo que quería era ponerlo nervioso, lo logró.
—Le he dicho que venga a buscarme —dijo—. La cama me resulta muy incómoda.
—Muy bien —suspiró Denny—. Buena idea.
Ella no respondió. Le seguía clavando la mirada.
—Si te di una impresión equivocada, lo lamento —dijo Denny, desviando los ojos—. Eres una mujer muy atractiva, pero estoy casado, además de que eres muy joven. Simplemente, no es posible esta...
Se interrumpió. Palabras que no se dicen.
—Relación —dijo ella con firmeza.
—Situación —susurró él.
Ella tomó su bolso y su chaqueta y salió al vestíbulo. Los tres vimos las luces del coche que se acercaba. Annika abrió la puerta y bajó a la calle. Denny y yo miramos desde la puerta cómo echaba sus cosas a la parte posterior del Mercedes antes de sentarse en el lugar del acompañante. Su padre, en pijama, nos saludó con la mano antes de marcharse.
Ese año hubo olas de frío en cada uno de los meses de invierno. Cuando al fin tuvimos un día de primavera cálido, en abril, árboles, flores y hierbas resurgieron con tal potencia que, según dijo la televisión, se dictó la alerta para los alérgicos. Las farmacias se quedaron, literalmente, sin antihistamínicos. Las compañías farmacéuticas, que se lucran con la desdicha ajena, no podrían haber pedido nada mejor que un invierno frío y húmedo, lleno de inyecciones contra la gripe y medicamentos febrífugos, seguido de una primavera calurosa con niveles inéditos de polen en el aire. Creo que las personas no eran tan alérgicas a lo que las rodea antes de ponerse a contaminarlo, y a contaminarse a sí mismas, con todo tipo de productos químicos y toxinas. Pero, claro, nadie me pidió mi opinión. Mientras el resto del mundo se preocupaba por la fiebre del heno, los integrantes de mi mundo tenían otras cosas que hacer. Eve continuaba con su inexorable proceso de muerte, Zoë pasaba demasiado tiempo con sus abuelos, Denny y yo procurábamos hacer más lentos los latidos de nuestros corazones, para no sentir tanto el dolor.
Aun así, Denny se permitía alguna que otra diversión, y ese abril se presentó una. Una de las escuelas de pilotaje de coches con las que colaboraba le ofreció un trabajo. Los habían contratado para encargarles que consiguieran pilotos de carreras para un anuncio de televisión y contactaron con Denny. Lo harían en un circuito de California, el Thunderhill Raceway Park. Yo estaba al tanto del proyecto, pues Denny estaba entusiasmado y hablaba mucho de él. Lo que no había imaginado era que tenía intención de ir hasta allí en coche, un viaje de diez horas. Menos aún, que me llevaría con él.
¡Oh, cuánta alegría! ¡Denny y yo, y nuestro BMW! ¡Todo el día al volante, como un par de bandidos, socios en el delito, huyendo de la ley! ¡Vivir la vida que vivíamos, en la que uno podía escapar de los problemas disputando carreras, seguramente era un delito!
El viaje no fue nada especial. El centro de Oregón no es conocido por la belleza de sus paisajes, por más que otras partes del estado lo sean. Y aún había algo de nieve en los pasos de montaña del norte de California, lo que me hacía encogerme, pues me recordaba a Annika y cómo se había aprovechado de Denny. Por fortuna, la única nieve de las Siskiyous estaba amontonada en el arcén. La superficie de la carretera estaba despejada y húmeda. Y descendimos desde las alturas a los verdes campos del norte de Sacramento.
Asombrosa. Asombrosa la vastedad de ese mundo lleno de crecimiento y nacimientos, en esa estación de la vida ubicada entre el sueño del invierno y el calor agobiante del verano. Vastas colinas ondulantes cubiertas de hierba recién brotada, tachonada de flores silvestres. Hombres labrando la tierra con sus tractores, liberando una embriagadora mezcla de olores: humedad y putrefacción, fertilizante y combustible. En Seattle vivimos entre árboles y cursos de agua y sentimos que la cuna de la vida nos mece con suavidad. Nuestros inviernos no son fríos, nuestros veranos no son calurosos, y nos felicitamos por haber escogido tan buen lugar para tumbarnos a descansar y criar nuestros pollos. Pero en torno al circuito Thunderhill Raceway Park, ¡la primavera es primavera! Todo anuncia que esa estación ha llegado.
Por no hablar del circuito. Relativamente nuevo, bien mantenido, desafiante, con sus revueltas y cambios de rasante y tantas cosas que mirar. La mañana siguiente a nuestra llegada, Denny me sacó a correr, a pie. Recorrimos todo el circuito al trote. Lo hacía para familiarizarse con la superficie. Es imposible que veas de verdad una pista desde el interior de un coche que va a doscientos cincuenta kilómetros por hora o más. La única manera de sentirla de verdad es viéndola de cerca.
Denny me explicó qué buscaba: desigualdades del asfalto que se pudieran notar en la suspensión, rayas que le sirvieran como indicador de sitios donde frenar o virar. Tocaba el asfalto del ápice de las curvas. ¿Estaba gastado y liso? ¿Tendría mejor agarre si se desviaba levemente de su trazada? ¿Y había alteraciones del peralte en ciertas curvas, puntos que desde el interior del coche parecían llanos, pero que en realidad tenían una levísima inclinación? Por lo general, se construyen así para que el agua de lluvia corra y no forme charcos peligrosos en la pista.
Una vez que recorrimos todo el circuito, estudiando sus cinco kilómetros y quince curvas, regresamos al
paddock
. Habían llegado dos grandes camiones. Varios hombres uniformados erigían tiendas y doseles y disponían un elaborado servicio de comidas. Otros descargaban tres maravillosos e idénticos Aston Martin DB5, el modelo que hizo famoso James Bond. Denny se presentó a un hombre que, con una libreta en la mano, se paseaba con aire de estar al mando. Se llamaba Ken.
—Gracias por tu ayuda —dijo Ken—. Pero llegas temprano.
—Quería recorrer la pista a pie —explicó Denny.
—Como gustes.
—Ya lo hice, gracias.
Ken asintió con la cabeza y miró su reloj.
—Es demasiado temprano para los motores de competición —dijo—. Pero puedes quitarle el silenciador al tuyo. Sólo te pido que no hagas locuras.
—Gracias. —Denny estaba feliz, se notaba. Me guiñó un ojo.
Fuimos al camión del equipo y Denny tomó del brazo a uno de los técnicos.
—Soy Denny. Uno de los pilotos.
El hombre le estrechó la mano y dijo que su nombre era Pat.
—Tienes tiempo —dijo—. Ahí está el café.
—Daré unas vueltas con mi BMW. Ken me dijo que no hay problema. Me preguntaba si no tendrás un arnés para prestarme.
—¿Para qué necesitas un arnés?
Denny me echó una rápida mirada y Pat rió.
—Eh, Jim —le dijo a otro hombre—. Este tipo quiere que le prestemos un arnés para llevar a su perro a dar una vuelta.
Ambos rieron y quedé un poco confundido.
—Tengo algo mejor. —Lo dijo el que se llamaba Jim. Fue al tráiler del camión y, al cabo de un minuto, regresó con una sábana.
—Toma. Si el perro se caga, puedo hacerla lavar en el hotel.
Denny me dijo que me pusiera en el asiento del copiloto y así lo hice. Me envolvieron con la sábana, ajustándome contra el respaldo, de modo que sólo asomaba mi cabeza. Aseguraron la sábana desde atrás de algún modo.
—¿Demasiado apretado? —preguntó Denny.
Yo estaba demasiado excitado como para responder. ¡Iba a correr con él!
—No aceleres mucho hasta que te asegures de que su estómago puede soportarlo —dijo Pat—. Limpiar vómito de perro de los orificios de ventilación es lo peor que hay.
—¿Ya lo has hecho alguna vez?
—Ya lo creo. A mi perro le encantaba.
Denny rodeó el coche hasta quedar del lado del conductor. Tomó su casco del asiento trasero y se lo puso. Subió al vehículo y se abrochó el cinturón de seguridad.
—Un ladrido es para que aminore, dos para que acelere, ¿entendido?
Ladré dos veces, sorprendiendo a Denny, y también a Pat y a Jim, que lo miraban desde fuera.
—Sólo quiere correr —dijo Jim—. Tienes un buen perro.
El
paddock
del circuito Thunderhill está emplazado entre dos largas rectas paralelas. El circuito se abre desde allí en forma simétrica, como alas de mariposa. Tras pasar por la zona de los boxes, avanzamos con mucha lentitud hasta la entrada de la pista.
—Nos lo tomaremos con calma —dijo Denny.
Y partimos.
Estar en la pista era una experiencia nueva para mí. No había edificios, carteles indicadores, ni ninguna otra cosa que sirviese de referencia, que diera una idea de las proporciones. Era como correr por un campo, volar sobre una planicie. Denny circulaba, cambiaba, giraba con fluidez, pero noté que conducía de forma mucho más agresiva que en la calle. Mantenía el motor a más revoluciones y frenaba más abruptamente.
—Estoy buscando y memorizando indicios visuales —me explicó—. Puntos de giro, de frenado. Algunos pilotos se basan más en sus sensaciones. Encuentran un ritmo que consideran adecuado y se entregan a él. Pero yo soy muy visual. Las referencias me hacen estar cómodo. Ya tengo anotados montones de puntos de referencia en esta pista, aunque es la primera vez que la recorro. Son siete u ocho cosas específicas que vi en cada una de las curvas cuando recorrimos el circuito a pie.
En las curvas, me iba indicando cuál era el remate, cuál la salida. Acelerábamos en las rectas. No íbamos muy deprisa, sólo a unos cien kilómetros por hora. Pero, aun así, la velocidad se hacía sentir en las curvas, donde los neumáticos emitían un hueco sonido espectral, casi como el de un búho. Hallarme con Denny en la pista de carreras era una sensación especial. Era la primera vez que me llevaba. Me sentía seguro y relajado. Encontrarme firmemente asegurado al asiento era tranquilizador. Las ventanillas estaban abiertas y el viento era fresco y estimulante. Podría haberme pasado todo el día así.
Después de dar tres vueltas al circuito, me miró.