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—¿Qué estás mirando? —Me hablaba en voz baja. Y me rascó las orejas del mismo modo que lo hace Denny. ¡Cuánto se parece el tacto de un padre al de su hijo!
Lo miré.
—Cuida de él —me pidió.
No pude darme cuenta de si me hablaba a mí o a Denny. Y, si me hablaba a mí, ¿se trataba de una orden o de un reconocimiento? El lenguaje humano, con sus miles de palabras, es preciso, pero también puede ser maravillosamente vago.
En la última noche de su visita, el padre de Denny le entregó un sobre.
—Ábrelo —dijo.
Denny hizo lo que le decía y se quedó mirando el contenido del sobre.
—¿De dónde demonios ha salido esto? —preguntó.
—De nosotros —respondió su padre.
—Vosotros no tenéis dinero.
—Tenemos una casa, una granja.
—¡No puedes vender tu casa! —exclamó Denny.
—No lo hicimos —replicó el padre—. Lo que hicimos se llama hipoteca inversa. El banco se quedará con la casa cuando muramos, pero nos pareció que tú necesitas dinero ahora, no en el futuro.
Denny miró a su padre, que era muy alto y muy delgado. Las ropas le colgaban como les cuelgan a los espantapájaros.
—Pa... —Denny intentó hablar, pero los ojos se le llenaron de lágrimas y sólo pudo menear la cabeza. Su padre le tendió los brazos y lo estrechó con emoción. Le acarició el pelo con sus largos dedos de grandes uñas con medialunas pálidas en la base.
—Nunca nos portamos bien contigo —dijo el viejo con voz trémula—. Nunca te dimos lo que mereces. Con esto, reparamos un poco la falta.
Se marcharon a la mañana siguiente. Como el último viento fuerte de otoño, que sacude el árbol hasta que caen las pocas hojas que quedan, indicando que la estación está a punto de cambiar y que también la vida se reanuda.
Un piloto debe tener fe. En su talento, su juicio, el juicio de los que lo rodean, la física. Un piloto debe tener fe en su equipo, su coche, sus neumáticos, sus frenos, él mismo.
Sale mal de una curva. Se ve forzado a dejar el carril por el que transitaba. Va a demasiada velocidad. Los neumáticos pierden agarre. La pista está resbaladiza. Y de pronto, se encuentra a la salida de la curva, fuera de la pista y yendo demasiado rápido.
Cuando la grava del arcén se le acerca, el piloto debe tomar decisiones que afectarán a la carrera, a su futuro. Frenar sería catastrófico. Detener el movimiento natural de las ruedas delanteras sólo serviría para provocar un trompo. Tratar de volver a la pista no sería mejor, pues le quitaría tracción a sus ruedas traseras. ¿Qué hacer?
El piloto debe aceptar su destino. Debe aceptar el hecho de que se equivocó. Cometió errores de cálculo. Tomó malas decisiones. Una suma de circunstancias lo ha puesto en esta situación. El piloto debe aceptarlas y estar dispuesto a pagar el precio que corresponda. Debe salir de la terrible situación.
Con dos ruedas. Incluso con las cuatro. Es una sensación horrible para un piloto, como tal y como competidor. La grava que golpea el chasis. La sensación de nadar en el lodo. Mientras sus ruedas están fuera de la pista, otros conductores lo pasan. Ocupan su lugar, siguen adelante. El único que se detiene es él.
En ese momento, el piloto experimenta una tremenda crisis. Debe volver a pisar el acelerador. Debe regresar a la pista.
¡Dios! ¡Qué locura!
Piensa en todos los pilotos que debieron abandonar carreras cuando rompieron el volante por corregir en exceso una mala maniobra, lo que los dejó haciendo trompos en medio del asfalto. Una fea posición para un piloto.
Un ganador, un campeón, aceptará su destino. Dejará las ruedas en el arcén. Hará cuanto pueda por mantener el coche alineado y volverá gradualmente a la pista cuando sea seguro hacerlo. Sí, se atrasa un poco. Sí, queda en desventaja. Pero sigue en carrera. Sigue vivo. La carrera es larga. Correr dentro de las propias posibilidades y terminar detrás de los otros es mejor que apresurarse y chocar. Que no correr.
En los días siguientes, surgió mucha información, gracias a Mike, que acosaba a preguntas a Denny, sin ceder hasta que obtenía respuesta. Acerca de la ceguera de su madre, que le sobrevino cuando él era niño. Cuidó de ella hasta que, al terminar la secundaria, se marchó de su casa. Información sobre cómo su padre le dijo que, si no se quedaba para ayudar con la granja y con su madre, no tenía sentido que mantuvieran contacto alguno. De cómo Denny los telefoneó durante años por Navidad, y cómo su madre, al atender el teléfono, se quedaba escuchando sin hablarle; hasta que, una vez, al cabo de años de llamadas, le respondió, preguntándole cómo le iba y si era feliz.
Me enteré de que los padres de Denny no habían pagado su curso de preparación en Francia, como él decía. Lo pagó él mismo con un préstamo hipotecario que tomó sobre nuestra casa. Me enteré de que sus padres no habían contribuido al patrocinio de su temporada en la categoría de turismos, como dijo Denny. Él, a instancias de Eve, lo pagó con una segunda hipoteca.
Siempre viviendo al límite. Al borde de la ruina. Hasta el punto de telefonear a su madre ciega para pedirle ayuda, cualquier clase de ayuda para conservar a su hija. Y me enteré de que ella le respondió que lo daría todo por conocer a su nieta. Sus manos sobre el rostro esperanzado de Zoë; sus lágrimas sobre el vestido de Zoë.
—Una historia triste. —Mike se quedó en silencio, sirviéndose otra copita de tequila.
—En realidad —dijo Denny, estudiando su lata de refresco—, creo que tiene un final feliz.
—¡Todos de pie! —dijo el ujier. Su anticuada formalidad contrastaba con el estilo contemporáneo de los nuevos tribunales de Seattle: paredes de cristal y vigas metálicas que sobresalen de todos los ángulos, suelos de cemento y escaleras con peldaños de caucho, todo alumbrado por una extraña luz azulada.
—El honorable juez Van Tighem.
Un hombre de edad, enfundado en una toga negra, entró en el recinto. Era bajo y fornido, y llevaba su abundante cabello gris peinado hacia un lado. Sus oscuras y pobladas cejas caían sobre los ojos como orugas peludas. Hablaba con acento irlandés.
—Siéntense —ordenó—. Comencemos.
* * *
Así empezó el juicio, al menos en mi mente. No te daré todos los detalles porque no los conozco. No estaba allí, porque soy un perro, y a los perros no se les permite asistir a juicios. Los únicos atisbos del proceso que tuve son las fantásticas imágenes y escenas que inventé en mis sueños. Los únicos hechos que conozco son los que colegí a partir del relato de Denny. Todo lo que sé sobre tribunales, como dije, es lo que aprendí mirando mis películas y series de televisión favoritas. Reconstruí lo ocurrido a partir de ellas, como si se tratara de un rompecabezas al que le faltan piezas. Los bordes están completos, las esquinas también, pero faltan partes en la barriga y el corazón.
El primer día del juicio se consagró a las presentaciones preliminares; el segundo, a seleccionar el jurado. Denny y Mike no hablaron mucho de esos asuntos, así que supongo que todo habrá salido como se esperaba. Esos dos días, Tony y Mike se presentaron en nuestro apartamento temprano por la mañana. Mike acompañó a Denny al juicio y Tony se quedó a cuidarme.
Tony y yo no hacíamos gran cosa durante el tiempo que pasábamos juntos. Nos quedábamos leyendo el periódico, o íbamos a dar paseos cortos, o nos acercábamos hasta el Bauhaus, para ver si tenía correo electrónico con la red wi-fi gratuita que hay allí. Tony me caía bien, a pesar del hecho de que, años atrás, hubiese lavado a mi perro. O tal vez me agradaba por ello. Ese pobre perro terminó por seguir el camino de toda carne mortal y, cuando quedó reducido a harapos, fue arrojado a la basura sin ceremonias ni elegía alguna. «Mi perro», fue todo lo que se me ocurrió decir en esa ocasión. Mi perro. Y miré mientras Denny lo tiraba al cubo y cerraba la tapa, y eso fue todo.
A la mañana siguiente, reinaba un ambiente totalmente distinto cuando Tony y Mike llegaron. Había mucha más tensión, muchas menos observaciones banales, ninguna broma. Ese día, el caso empezaba a juzgarse en serio, y todos permanecíamos a la expectativa. El futuro de Denny estaba en juego, y eso no era cosa de broma.
Al parecer, según pude saber en su momento, el doctor Lawrence pronunció un apasionado discurso inicial. Coincidía con la afirmación del fiscal de que los abusos sexuales son una vergonzosa demostración de poder, pero señaló que las acusaciones infundadas son un arma igualmente destructiva, y que también son una forma de ejercer un poder. Y se comprometió a demostrar que Denny era inocente de todas las acusaciones que se le formulaban.
La fiscalía comenzó su alegato con un desfile de testigos, a todos los cuales habíamos conocido aquella semana en Winthrop. Cada uno de ellos atestiguó que Denny se había comportado de una manera indebidamente seductora con Annika, acechándola como un predador. Sí, concedieron, ella jugaba con él, ¡pero no era más que una niña! («¡También lo era Lolita!», podría haber gritado James Mason). Denny era un hombre inteligente, fuerte y apuesto, dijeron los testigos, y tendría que haberse dado cuenta de lo que ocurría. Uno a uno, fueron pintando un cuadro en el que Denny maniobraba arteramente para estar con Annika, rozarse con ella, tocarle la mano clandestinamente. Cada convincente testimonio era seguido de otro aún más persuasivo, que, a su vez, era seguido por otro y otro más. Hasta que, finalmente, la supuesta víctima fue llamada al estrado.
Vestida con una sobria falda y una chaquetilla de cuello alto, con el cabello recogido y los ojos bajos, Annika procedió a catalogar cada mirada, actitud y respiración, cada toque casual, o que estuvo a punto de ocurrir. Admitió ser una cómplice voluntaria, entusiasta, incluso. Pero dijo que, niña como era, no sabía en qué se estaba metiendo. Para el momento en que el interrogatorio de Annika concluyó, ni uno solo de los allí presentes, a excepción del propio Denny, podía afirmar con absoluta certeza que él no se tomó libertades con ella esa semana. En realidad, hasta el propio Denny dudaba.
A primera hora de esa tarde del miércoles, el clima resultaba opresivo. Las nubes eran densas, pero la lluvia se negaba a caer. Tony y yo fuimos al Bauhaus para que él bebiera su café. Nos sentamos en la acera y nos quedamos mirando el tránsito de la gente en la calle Pine hasta que mi mente se cerró y perdí la noción del tiempo.
—Enzo...
Alcé la cabeza. Tony se metió su móvil en el bolsillo.
—Era Mike. El fiscal pidió un receso especial. Algo pasa.
Se quedó callado, esperando mi respuesta. No dije nada.
—¿Qué hacemos? —preguntó.
Ladré dos veces. Debíamos ir al tribunal.
Tony cerró el móvil. Avanzamos a buen paso por Pine y cruzamos el puente de la autopista. Él caminaba muy deprisa y a mí, perro viejo, me costaba seguirlo. Cuando sentía que la correa se tensaba, miraba hacia atrás y disminuía la marcha.
—Debemos apresurarnos si queremos llegar —decía. Yo también quería llegar a tiempo, pero me dolían mucho las caderas. Seguimos camino hasta la Quinta Avenida, pasando frente al teatro Paramount. Íbamos rumbo al sur a toda prisa, zigzagueando cuando había un semáforo en rojo, hasta llegar a alguno que nos diera paso. Por fin llegamos al tribunal, en la Tercera Avenida.
Mike y Denny no estaban allí. Sólo había un reducido grupo de gente en un rincón de la escalinata de entrada, hablando en tono nervioso, haciendo gestos. Nos dirigimos hacia ellos. Quizá supieran qué ocurría. Pero en ese momento comenzó a llover. El grupo se desbandó al instante y vi que Annika formaba parte de él. Tenía el rostro pálido y consumido, y lloraba. Al verme, dio un respingo y se volvió a toda prisa, desapareciendo en el interior del edificio.
¿Por qué estaba tan alterada? No lo sabía, pero me puso muy nervioso. ¿Qué podía estar ocurriendo dentro de ese edificio, en las oscuras cámaras de la justicia? ¿Qué más podía haber hecho para comprometer a Denny y destrozar su vida? Recé con todas mis fuerzas para que el espíritu de Gregory Peck, Jimmy Stewart o Raúl Juliá descendiera sobre el atrio y nos condujera a la verdad. Para que Paul Newman o Denzel Washington bajaran de un autobús para pronunciar un emocionante discurso que lo arreglara todo.
Tony y yo nos refugiamos debajo de un toldo. Esperábamos, tensos. Algo ocurría, y yo no sabía qué era. Deseé poder meterme en la sala del juicio, escabullirme allí, saltar sobre una mesa y hacer oír mi voz. Pero nadie estaba interesado en que yo participara.
—Todo terminó —dijo Tony—. No podemos cambiar el veredicto que se haya alcanzado.
¿No podemos?, me pregunté. ¿Ni un poquito? ¿Ni siquiera podemos decirnos a nosotros mismos que lo imposible se puede lograr? ¿Ni usar nuestra fuerza vital para cambiar algo, aunque no sea más que una cosa pequeña, un momento insignificante, una respiración, un gesto? ¿No podemos hacer nada por cambiar lo que nos rodea?
Sentía las patas tan pesadas que no me podía mantener en pie. Me tumbé sobre el cemento húmedo y me dormí. Extraños sueños me visitaron.
—Señoras y señores del jurado —dijo el doctor Lawrence, de pie ante el tribunal—. Es importante hacer notar que el caso que plantea la parte acusadora es totalmente circunstancial. No hay evidencia alguna de violación. Sólo dos personas saben la verdad de lo ocurrido esa noche. Dos personas y un perro.
—¿Un perro? —preguntó el juez con tono de incredulidad.
—Sí, juez Van Tighem. —El doctor Lawrence habló dando un paso adelante con expresión osada—. Todo el episodio fue presenciado por el perro del acusado. ¡Convoco a Enzo para que declare!
—¡Protesto! —ladró el fiscal.
—Se admite la protesta —dijo el juez—. Por el momento.
Sacó de un cajón un grueso volumen y lo revisó durante largo rato, deteniéndose de vez en cuando a leer algún pasaje.
Por fin, y sin levantar la cabeza del libro, le preguntó al doctor Lawrence:
—¿Ese perro habla?
—Con ayuda de un sintetizador de voz —dijo el abogado—, sí que habla.
—¡Protesto! —intervino el fiscal.
—Por ahora, no se admite —dijo el juez—. Hábleme de ese dispositivo, letrado Lawrence.
—Tomamos prestado un sintetizador de voz especial que fue desarrollado para Stephen Hawking —prosiguió Lawrence—. Lee los impulsos eléctricos que produce el cerebro y...
—¡Es suficiente! ¡Con lo de «Stephen Hawking» ya lo entendí!
—Con este dispositivo, el perro puede hablar —remató el implacable Lawrence.
El juez cerró el inmenso tomo.
—No procede la protesta. Que se presente, pues, ese perro. Que venga.
Había centenares de personas en el recinto. Yo, de pie, en el estrado de los testigos, estaba conectado al simulador de voz de Stephen Hawking. El juez me tomó juramento.
—¿Jura ante Dios decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?
—Sí, juro. —Lo hice con una áspera voz metálica que no se parecía nada a lo que yo imaginara. Siempre había tenido la esperanza de hablar con un tono imperativo y grave, como James Earl Jones.
—Señor Lawrence —dijo el atónito juez—. Ahí tiene a su testigo.
—Enzo —dijo entonces el abogado—. ¿Estuvo usted presente durante el supuesto abuso?
—Sí —respondí.
Se produjo un repentino silencio. Ahora, nadie se atrevía a hablar, cuchichear, respirar siquiera. Yo hablaba y ellos escuchaban.
—Cuéntenos con sus palabras qué presenció esa noche en el dormitorio del señor Swift.
—Se lo contaré —dije—. Pero antes, quiero pedir permiso para dirigirme a este tribunal.
—Puede hacerlo —dijo el juez.
—En el interior de cada uno mora la verdad —comencé—. La verdad absoluta. Pero a veces queda oculta en una galería de espejos. A veces, creemos estar viendo la realidad, cuando lo cierto es que nos encontramos ante un reflejo, una distorsión. Al oír los testimonios que se presentaron en este juicio, recuerdo la escena crucial de una película de James Bond,
El hombre de la pistola de oro
. James Bond escapa del laberinto de espejos rompiendo el cristal, destrozando las apariencias, hasta que sólo el verdadero villano está frente a él. Nosotros también debemos destrozar las apariencias. Debemos mirar nuestro propio interior y eliminar toda distorsión, hasta que aquello que nuestros corazones saben que es la perfecta verdad quede frente a nosotros. Sólo entonces será posible hacer justicia.
Paseé la mirada por los rostros de los asistentes y vi que todos asentían con aire aprobador.
—Nada ocurrió entre ellos —dije al fin—. Nada en absoluto.
—Pero oímos muchas acusaciones —dijo el doctor Lawrence.
—Señoría —alcé la voz—, señoras y señores del jurado les aseguro que mi amo, Dennis Swift, no actuó de forma inapropiada bajo ningún concepto con esta señorita, Annika. A mí me quedó claro que ella lo amaba a él más que a nada en el mundo, y por eso se le ofreció. Él rechazó su proposición sexual. Denny sólo es culpable de irse a dormir, agotado, tras haber dedicado todas sus energías físicas a llevarnos a casa a salvo a todos, cruzando un difícil paso de montaña. Annika, esta muchacha, esta mujer, tal vez sin darse cuenta de las posibles consecuencias de su acto, asaltó a mi amo Denny.
Un murmullo se elevó entre los asistentes.
—Señorita Annika, ¿es eso cierto? —quiso saber el juez.
—Lo es —respondió Annika.
—¿Se retracta de las acusaciones que formuló?
—Sí —balbuceó ella, sollozando—. Lamento haberles causado tanto dolor a todos. Me retracto.
—¡Ésta es una revelación asombrosa! —anunció Van Tighem—. ¡El perro Enzo habló! La verdad salió a la luz. El caso queda resuelto. El señor Denny puede marcharse. Se le concede la custodia de su hija.
Bajé del estrado de un salto y abracé a Denny y a Zoë. Por fin volvíamos a ser una familia.